Capítulo XXXVIII

Como todo cuanto es grande, Versalles ha sido y será siempre hermoso.

Aunque el moho corroa las piedras de sus edificios desplomados, aunque sus dioses de plomo, bronce o mármol permanezcan mutilados en sus estanques sin agua y los árboles de sus magníficas alamedas eleven desordenadamente sus ramas hasta el cielo, siempre aparecerá allí, aun cuando sea entre ruinas, un espectáculo admirable y sorprendente para el meditabundo poeta que llegue a admirar los horizontes eternos, después de haber considerado atentamente los efímeros esplendores.

Mas en el apogeo de su gloria era cuando Versalles ofrecía un espectáculo admirable. En aquellos días en que desarmado y contenido por un brillante ejército se agolpaba en tropel en torno de las doradas rejas; en que las magníficas carrozas de terciopelo y raso, tiradas por briosos caballos, rodaban con estrépito alardeando de arrogantes blasones; en que las ventanas, iluminadas como las de un palacio encantado, dejaban ver un mundo deslumbrador de diamantes, rubíes y zafiros, que a la voz de un solo hombre se humillaba, como al pasar el viento doblan su tallo las espigas que doran las campiñas esmaltadas de amapolas, de púrpura y nevadas margaritas.

Luis XIV, fundador de la etiqueta que marcara a cada hombre un espacio reducido, había querido que la iniciación en los esplendores de su vida real infundiera tanta veneración a los elogios, que jamás considerasen al palacio del monarca sino como un templo donde estaban llamados a adorar al dios coronado, colocados más o menos distantes del altar.

Versalles, suntuoso y brillante, aunque algo degenerado, abrió todas sus puertas, iluminó sus numerosos candelabros, y desplegó toda su magnificencia para la presentación de la condesa Du Barry. El pueblo curioso, miserable y famélico, pero olvidando, ¡cosa extraña!, su miseria y su hambre, al aspecto de tan deslumbrador espectáculo, ocupaba la Plaza de Armas y las avenidas de París. Brillaban millones de luces en las ventanas del palacio, y los candelabros parecían a cierta distancia brillantes astros nadando en polvos de oro.

Al dar las diez, Luis XV salió de su cámara, más lujosa y ricamente vestido que de ordinario, pues además de los costosos encajes de que iba adornado, las hebillas de sus zapatos y ligas valían cuando menos un millón.

La tristeza aparecía en su semblante, pues habiéndose enterado por M. Sartine de la conspiración que la víspera tramaran las señoras envidiosas, iba temeroso de no hallar más que hombres en la galería.

Mas se tranquilizó enseguida que llegó la reina al salón, especialmente destinado a las presentaciones, al ver entre una espesa nube de polvo y encajes a sus tres hijas, a la mariscala Mirepoix, que tanto alboroto ocasionara la víspera, y a todas las damas turbulentas que habían jurado no salir de su casa, y que, sin embargo, se hallaban en primera fila.

Corría Richelieu como un general de unas a otras, diciendo:

—¡Hola!, ¿estáis aquí, pérfidas?, ¿así se cumple el juramento?, ¿qué os decía yo acerca de conspiraciones?

—¿Y no habéis vos faltado también? —contestaban aquellas.

—Yo decía esto como representante de mi hija la condesa de Egmont. Buscadla; no la veréis aquí: ella sola se ha mantenido firme con las señoras de Grammont y Guemenée. Ya tengo echadas mis cuentas. Mañana aguardo ir a mi quinto destierro, o ser encerrado por cuarta vez en la Bastilla: estoy resuelto a no volver a conspirar.

Luis XV presentóse rodeado de una numerosa comitiva. Reinó profundo silencio en el salón, en medio del cual sonaron las diez, hora solemne.

Advirtió el monarca que faltaban en aquella numerosa asamblea las señoras de Grammont, de Guemenée y la condesa de Egmont, y acercándose a M. de Choiseul que procuraba afectar gran serenidad, pero que a pesar de sus esfuerzos sólo conseguía aparentar una falsa indiferencia, le dijo:

—Veo que no está aquí la duquesa de Grammont.

—Mi hermana se encuentra enferma, señor —dijo M. de Choiseul—, y me ha encargado ofrecer a Vuestra Majestad sus más humildes respetos.

—Lo siento —respondió el rey volviendo la espalda. Y dirigiéndose al príncipe de Guemenée, que se hallaba a su lado, añadió:

—¿En dónde está la señora princesa de Guemenée? ¿No la habéis traído, príncipe?

—No le ha sido posible venir, señor, porque está gravemente indispuesta: al pasar por su domicilio la encontré en cama.

—Lo siento mucho —dijo Luis XV—. ¡Vamos, aquí tenemos al mariscal! ¡Buenas noches, duque!

—Señor —dijo inclinándose con la flexibilidad de un joven el antiguo cortesano.

—¿Os encontráis vos también enfermo? —dijo el rey alzando la voz para que monsieur de Choiseul y M. de Guemenée pudiesen oírle.

—En cuanto se trata para mí del placer de ver a Vuestra Majestad —contestó el duque de Richelieu—, me siento muy bueno, señor.

—Mas —prosiguió el rey mirando a su alrededor—, ¿y vuestra hija madame de Egmont?, ¿no está aquí?

—¡Ay, señor! —respondió el duque con acento de profunda tristeza advirtiendo que le escuchaban con interés—, ¡ay, señor!, mi pobre hija se ve privada del honor de ofrecer a Vuestra Majestad sus más humildes homenajes, a lo menos por esta noche, porque está enferma, señor, muy enferma.

—Cuánto lo siento —replicó el rey—; enferma madame de Egmont, la mujer que disfruta mejor salud de Francia. Sí, lo siento —añadió el rey apartándose de M. de Richelieu.

Luego concluyó de dar la vuelta por el salón, cumplimentando especialmente a madame de Mirepoix.

—He ahí el premio de la traición —dijo el mariscal a su oído después que se retiró el rey—; mañana os veréis colmada de honores, mientras nosotros…; me estremezco al pensarlo…

El duque exhaló un suspiro.

—Creo que vos mismo habéis faltado también a los Choiseul, puesto que os encontráis aquí, habiendo, sin embargo, jurado…

—Es por mi hija, mariscala, por mi pobre Septimania, que se ve en desgracia por ser demasiado fiel…

—A su padre —dijo con viveza la mariscala.

—¿No creéis que el rey está inquieto? —repuso el duque desentendiéndose de la respuesta de madame de Mirepoix, que pudiera tomarse por un epigrama.

—¡Cáspita, y con razón!

—¿Por qué?

—Son las diez y cuarto.

—Es cierto, y la condesa sin venir. ¿Queréis, mariscala, que os diga una cosa?

—Decidía.

—Temo una cosa.

—¿Cuál?

—Que la pobre condesa haya sufrido algún contratiempo, aunque supongo que vos no debéis ignorarlo.

—¿Por qué?

—Vaya, ¿pues no erais anoche una de las principales conspiradoras?

—Si he de hablaros con franqueza, duque —repuso la mariscala—, temo lo mismo que vos.

—Cruel enemiga es en efecto nuestra amiga la duquesa, y ataca huyendo a la manera de los partos. Ved cuánta puede permanecer un instante en un mismo sitio, y no pierde de vista al rey. Vaya, decidme francamente, ¿han tramado alguna cosa?

—Lo ignoro, pero soy de vuestra opinión.

—¿Y qué piensan adelantar?

—Pues claro es, ganar tiempo, querido duque. Acaso sobrevenga algún suceso inesperado que retarde indefinidamente la presentación. Acaso mañana llegue a Compiègne la princesa, en vez de llegar de aquí a cuatro días. Quién sabe si únicamente desearán ganar este día.

—Veo, mariscala, que vuestro cuento tiene grandes apariencias de realidad. Está visto, no viene la condesa.

—¡Qué impaciente está el rey!

—Tres veces se ha acercado ya a la ventana.

—Muy grande debe ser su inquietud.

—Pues mayor será ahora.

—¿Por qué?

—¿Son las diez y veinte minutos?

—Efectivamente.

—Entonces ya puedo decirlo.

—¿Qué?

La mariscala, mirando a su alrededor, agregó en voz baja:

—Que no vendrá.

—¡Jesús, mariscala!, sería un escándalo.

—Y motivo para un proceso criminal… porque habrá, lo sé de buena tinta, rapto, violencia y hasta lesa majestad. Los Choiseul han jugado el todo por el todo.

—¡Dios mío!, ¡qué imprudencia!

—Qué se ha de hacer, duque, la pasión los ciega.

—Esa es la ventaja de no estar apasionado; al menos nosotros vemos claramente.

—Mirad, mirad; el rey se aproxima de nuevo a la ventana.

Efectivamente, Luis XV, pensativo, irritado e inquieto, se acercaba en aquel instante a la ventana, apoyando las manos en la falleba, y su frente en los vidrios.

Mientras, se oía susurrar, semejante al murmullo del follaje antes de una tempestad, el rumor confuso de las conversaciones de los cortesanos.

Cuando el reloj dio las diez y media, M. de Maupeou, aproximándose al rey, dijo con timidez:

—¡Qué hermosa noche!

—Excelente, magnífica —contestó el monarca—: Veamos, Maupeou, ¿qué pensáis de esto?

—¿De qué, señor?

—De esta demora, ¡pobre condesa!

—Habrá, acaso, caído enferma, señor —dijo el canciller.

—Que estén enfermas las señoras de Grammont, Guemenée y Egmont, no es extraño; pero la condesa…

—Una fuerte emoción puede poner enfermo a cualquiera, y la alegría de la condesa era tan grande…

—Nada; está visto —interrumpió el monarca—, ya no viene.

A pesar de que el rey pronunció las anteriores palabras en voz baja, el silencio que reinaba en el salón era tan profundo que casi todos los concurrentes las oyeron.

Pero de pronto, el ruido de varios carruajes resonó bajo las bóvedas del pórtico.

Dejando la ventana situóse el rey en medio del salón, desde donde se descubría toda la galería.

—Abrigo el temor de que sea alguna mala nueva —dijo en este instante la mariscala al oído del duque.

Mas de pronto se animó la fisonomía del rey y sus ojos brillaron de júbilo.

—¡La señora condesa Du Barry! —gritó el ujier al maestro de ceremonias.

—¡La señora condesa de Béarn!

Los dos nombres aquellos hicieron palpitar los corazones a todos, aunque de modo muy diferente. Una oleada de cortesanos, impulsados por la curiosidad, se aproximó instintivamente al monarca.

—¡Oh!, ¡qué hermosa!, ¡qué hermosa es! —exclamó madame de Mirepoix uniendo sus manos como si se dispusiera a algún acto de adoración.

El rey se volvió al oír aquel elogio, y sonrió afablemente a la mariscala.

—Esa no es mujer —repuso el duque de Richelieu—, es un hada.

Luis XV sonrió al oír la galantería del antiguo cortesano.

—En efecto, jamás había estado dotada la favorita de tan extraordinaria belleza. Nunca tan delicada expresión, mirada tan modesta, talle tan noble y elegante, había excitado el asombro en el salón de la reina que como ya dijimos era el destinado para las presentaciones.

Bella, rica, sin fausto y maravillosamente peinada, se adelantó la condesa, conducida de la mano por madame de Béarn, que aguantó con estoica resignación, sin pestañear ni cojear, los terribles dolores de su quemadura; empero el arrebol se despegaba por átomos secos de sus ardientes mejillas, conmoviéndose violentamente cada una de sus fibras al menor movimiento de su llagada pierna.

Fijó la vista todo el mundo en aquel curioso grupo que hacia el monarca se dirigía.

La de Béarn, descotada como en su juventud, con el pelo que se elevaba un pie sobre su cabeza, con sus grandes ojos hundidos, brillantes como los de la zumaya, su traje magnífico y su andar de esqueleto, parecía la imagen del tiempo pasado, dando la mano al tiempo presente.

Era tan vivo el contraste, que creyó el rey, que madame de Béarn, le traía a su querida más joven, más fresca y más risueña de lo que la había visto hasta entonces. De modo que en el momento en que según la etiqueta la condesa doblaba la rodilla para besarle la mano, la alzó del brazo dirigiéndola tan halagüeñas palabras, que compensaron lo mucho que había sufrido durante el espacio de quince días.

—¡Condesa, vos a mis pies…! —exclamó—. Yo soy el que debiera y sobre todo desearía postrarse a los vuestros.

Y en este momento abrió los brazos como lo exigía la etiqueta; mas en lugar de simular que la abrazaba, la estrechó en realidad, diciendo al mismo tiempo a madame de Béarn:

—Bellísima ahijada tenéis, condesa, pero ella tiene también una ilustre madrina, a quien celebro infinito ver de nuevo introducida en mi corte.

Madame de Béarn se inclinó respetuosamente.

—Id a saludar a mis hijas —dijo en voz baja Luis XV a madame Du Barry—, y mostrad que sabéis hacer la reverencia; creo que no quedaréis descontenta de la que ellas os hagan.

Las dos condesas prosiguieron su marcha en medio del gran círculo que a su alrededor formaban discretamente los cortesanos. Al ver las hijas del rey que la favorita se encaminaba hacia ellas, levantáronse como movidas de un resorte y esperaron.

Mientras esto sucedía, Luis XV dirigió expresivas miradas a sus tres hijas, queriendo obligarlas de este modo a recibir afectuosamente a la favorita.

No les fue posible a las princesas evitar una ligera señal de turbación al devolver su saludo a la condesa; pero inclinándose esta más de lo que el ceremonial exigía, y ganando así las simpatías de toda aquella ilustre asamblea, las hijas del rey depusieron enternecidas todo encono y abrazaron a madame Du Barry tan afectuosamente como poco antes lo hiciera su padre.

Esto completó el triunfo de la favorita, y fue necesario que los más tímidos o menos diestros de entre los cortesanos, aguardasen una hora, antes de poder acercarse a felicitar a la reina de aquella brillante fiesta.

Recibió esta aquellas manifestaciones de afecto sin enojo ni recriminaciones, olvidando generosa todas las traiciones de sus enemigos. Y en verdad que no era afectada aquella magnánima benevolencia, pues en su corazón, que rebosaba de alegría, no habría podido abrirse camino en aquel instante impresión alguna de aborrecimiento.

Tomaba entretanto Richelieu militarmente sus medidas como buen veterano, justificando que no en balde ostentaba el título de vencedor de Mahón. Cuando los restantes cortesanos permanecían inmóviles durante las reverencias, y esperaban la conclusión de la ceremonia para incensar o denigrar al ídolo, habíase dirigido al mariscal a tomar asiento al lado de la favorita, y pareciéndose al guía de caballería que va a situarse a cien varas de distancia en una llanura, para aguardar que se despliegue la fila a su punto fijo de conversión, el duque esperaba a madame Du Barry, debiendo precisamente encontrarse junto a ella sin sufrir la incomodidad de verse apretado ni lastimado en medio de aquella confusión. Madame de Mirepoix, que sabía cuan afortunado había sido siempre su amigo en la guerra, imitó su evolución, y logró aproximar insensiblemente su asiento al de la condesa.

En este momento los grupos reanudaron la conversación, en la cual se pasó en revista toda la persona de madame Du Barry. Animada esta por el amor del rey, por la afable acogida de las princesas y por el favor de la madrina, lanzaba miradas con menos timidez hacía los cortesanos que rodeaban al rey, y segura ya de su victoria, buscaba sin temor sus enemigas entre las señoras concurrentes.

—Vamos, señor duque —exclamó—, ¿conque es preciso venir aquí para veros?

—¿Por qué causa?

—Sí, pues ya hace unos ocho días que nadie os ha visto ni en París, ni en Versalles, ni en Luciennes.

—Me estaba preparando para tener la satisfacción, de veros aquí —replicó el astuto cortesano.

—¿Lo teníais previsto?

—Estaba seguro.

—Por cierto, duque, no comprendo cómo estando tan bien informado, no habéis querido tomaros la molestia de venir a comunicarme tan fausta noticia, sabiendo que soy vuestra amiga.

—¡Cómo, señora!, ¿ignorabais que debíais venir aquí?

—Está claro. Mi situación era semejante a la de Esopo cuando un día le detuvo en la calle un magistrado preguntándole: «¿Dónde vais?». «No lo sé» —contestó el fabulista—. «Pues en este caso os llevo a la cárcel». Ya veis, querido duque, que aun cuando tenía esperanzas de venir a Versalles no estaba suficientemente segura para afirmarlo; así es, que debierais haber venido a visitarme… pero… vendréis en adelante, ¿es verdad?

Richelieu, fingiendo la mayor indiferencia a pesar de la ironía de la condesa, replicó:

—No comprendo por qué no estabais cierta de venir aquí hoy.

—Os lo diré: porque me habían tendido una red —dijo la favorita contemplando fijamente al duque, quien sostuvo imperturbable su mirada.

—¿Una red habéis dicho, condesa? ¡Dios mío!

—En primer lugar me robaron el peluquero.

—¡Jesús! ¡Jesús!, ¡el peluquero!

—Sí, señor.

—¿Por qué no se me avisó, y yo os hubiese enviado —pero hablemos quedo—, y yo os hubiese enviado una preciosa alhaja que madame de Egmont ha descubierto; al joven Leonardo, que es superior a cuantos peluqueros y peinadores reales hubo hasta el día?

—¡Leonardo! —exclamó madame Du Barry.

—Sí, el joven que peina a Septimania, y a quien oculta con tanto empeño como Harpagón[20] el arca donde encierra su tesoro. Sin embargo, condesa, no debéis estar disgustada; estáis admirablemente peinada, y en extremo hermosa. Pero ahora me fijo que vuestro peinado es enteramente parecido al que ayer dibujó Bouchard para mi hija, que a no caer enferma, debía haberle traído hoy. ¡Pobre Septimania!

La condesa se conmovió, y fijó su vista en el duque más atentamente que la vez anterior; empero este permaneció impenetrable y risueño.

—Pero dispensadme, condesa, si os he interrumpido: ¿hablabais, según creo, de lazos?…

—Sí, después de robarme al peluquero, me quitaron un vestido hermosísimo.

—Increíble parece, pero observo que podíais prescindir del que os han arrebatado, porque el que traéis es admirable… Seda de China con preciosas flores de adorno, ¿es cierto, condesa? Si os hubieseis dirigido a mí, como espero lo haréis en lo sucesivo, yo os hubiese mandado un traje que se mandó hacer mi hija para su presentación, tan semejante a ese que juraría es el mismo.

La favorita estrechó las manos del mariscal, comenzando a penetrarse de que solamente él podía ser el hechicero que la había sacado de aquel apuro.

—¿Ignoráis, duque, de qué modo he llegado?

—Lo probable es que en vuestro coche.

—¡No! También me lo robaron.

—¿Es decir, que era una conspiración general? ¿Y en qué coche vinisteis?

—Decidme antes las señas del de madame de Egmont.

—Me parece que habiendo tenido noticias de la presentación, encargó la hicieran un coche fornido de raso blanco para esta noche: pero me figuro que no han tenido tiempo para pintar sus armas.

—Y siendo tan complicadas las de Egmont y Richelieu, fue seguramente más breve pintar una rosa que un escudo. Observo, duque, que sois hombre de un mérito inapreciable.

Al decir esto, la condesa abandonó sus manos al antiguo cortesano, quien las aproximó a sus labios, cubriéndolas de besos.

Mas de repente sintió este que la favorita se estremecía, alzó su rostro y mirando en torno suyo:

—¿Qué hay, condesa? —preguntó con inquietud.

—¡Ay, duque…! —exclamó esta con vista azorada.

—¿Y bien?

—¿Quién es aquel hombre que se encuentra al lado de M. de Guemenée?

—¿Con uniforme prusiano?

—Sí.

—¿De tez morena, negros ojos, expresiva fisonomía? Será tal vez algún jefe superior que el rey de Prusia habrá enviado para que asista a vuestra presentación.

—No debéis reíros, duque, conozco yo a ese hombre: hace tres o cuatro años que estuvo en Francia, y es el mismo a quien he buscado con gran empeño sin haber podido jamás encontrarlo.

—El conde de Fénix, y estáis equivocada, condesa, pues sólo hace uno o dos días que llegó.

—¿No advertís cómo me mira, duque?

—¿Quién habrá que deje de miraros, señora?, ¡sois tan hermosa…!

—¡Me está saludando!, ¡me está saludando!, ¿le habéis visto?

—¿Qué extraño es? Todo el mundo os saludará.

No obstante, la condesa, absorta en su extraordinaria meditación, no escuchaba ya las galanterías del duque, y con la vista clavada en aquel hombre que había cautivado toda su atención, se apartó casi a pesar suyo de su interlocutor para dar algunos pasos hacia el desconocido.

Observó el rey aquel movimiento, y cumpliendo con la cortesía, se acercó sonriendo para felicitarla, pues la preocupación de la favorita era extraordinaria para que sus ideas pudiesen en aquel momento distraerse hacia otro objeto.

—¿Quién es —preguntó— aquel oficial prusiano que vuelve la espalda a M. de Guemenée?

—¿El que nos mira ahora?

—Sí, sí, aquel.

—Un enviado de mi primo de Prusia… algún filósofo como él. Le he traído esta noche deseando que la filosofía prusiana consagre por medio de su embajador el nombre de Cotillón III.

—¿Cuál es su nombre?

—Aguardad, aguardad que recuerde… ¡Ah!, sí… el conde de Fénix.

—¡Él es! —murmuró madame Du Barry—, ¡él es, con seguridad!

El rey aguardó algunos instantes por si madame Du Barry tenía que dirigirle alguna otra pregunta; pero viendo que guardaba silencio:

—Señoras —dijo en voz alta—, mañana llegará la princesa a Compiègne y será recibida a las doce en punto. Vendrán todas las damas presentadas, exceptuando, no obstante, las que están indispuestas, porque es incómodo el viaje, y Su Alteza Real sentiría que por su causa se agravasen las enfermedades.

Pronunció el rey este discurso mirando con severidad a M. de Choiseul, M. de Guemenée y M. de Richelieu.

Sucedió un silencio expresivo.

Los concurrentes comprendieron fácilmente que las personas que había nombrado el rey habían caído de su gracia.

La Du Barry, que permanecía junto a Luis XV, le dijo entonces:

—Os ruego perdonéis a la condesa de Egmont.

—¿Y por qué?

—Es hija del duque de Richelieu, que es el amigo más fiel que tengo.

—¿Richelieu?

—Seguramente, señor.

—Bien, condesa, si así lo deseáis…

Y acercándose al mariscal, a quien no se había escapado ni un movimiento siquiera de los labios de la favorita, le dijo:

—Supongo, querido duque, que madame de Egmont estará restablecida para mañana.

—Así lo creo, señor, para esta noche misma si Vuestra Majestad lo desea —respondió Richelieu con una reverencia en señal de respeto y gratitud.

Aproximóse enseguida Luis XV a la favorita y la dijo algunas palabras al oído.

—Señor —repuso esta inclinándose con adorable sonrisa—, soy vuestra humilde vasalla.

Saludó el rey a toda su comitiva y retiróse a sus habitaciones.

Aún no había cruzado el umbral del salón, cuando la condesa, cada vez más asustada, fijó nuevamente sus ojos en aquel hombre extraño que tan fuertemente la preocupaba.

Inclinóse este, como todos, al pasar el rey; pero aun cuando saludara, su frente mantuvo cierta expresión de altanería y casi de amenaza. Así que Luis XV desapareció, se abrió camino por entre los grupos, y se detuvo a dos pasos de la favorita. Esta, guiada por su parte de su invencible curiosidad, avanzó también un paso, de modo que, al inclinarse, pudo el desconocido decirla en voz baja y sin que nadie se apercibiese:

—¿Me habéis conocido, condesa?

—Sí, señor, conozco al profeta de la plaza de Luis XV.

Entonces centelleó el desconocido su clara y enérgica mirada en la favorita, y agregó:

—Ya podéis ver que no mentí cuando os pronostiqué que seríais reina de Francia.

—Verdad es, señor; ya que se cumplieron vuestras promesas, y aquí me tenéis dispuesta a cumplir como debo mi palabra. Hablad: ¿qué deseáis?

—No es a propósito este sitio: y además, aún no es tiempo de haceros presente mi demanda.

—Podéis hacerlo cuando os acomode, y siempre estaré dispuesta a cumplirla.

—¿Prometéis no negarme la entrada, cualquiera que sea la hora y el tiempo en que necesite hablaros?

—Lo prometo.

—Gracias.

—Mas decidme, ¿bajo qué nombre os presentaréis? Será con el del conde de Fénix.

—No, acordaos de José Balsamo.

—¡José Balsamo…! —repitió la condesa, y mientras el misterioso personaje se alejaba confundiéndose en medio de los grupos—: ¡José Balsamo!, ¡bien!, no se me olvidará.