El buen tono exigía que la condesa Du Barry no saliese de su casa en Versalles para encaminarse al gran salón de presentaciones, por ser ciudad muy pobre de recursos para día tan solemne.
Siempre llegaban los que iban a ser presentados con el esplendor y la magnificencia de embajadores, ora desde su palacio de Versalles, ora desde su casa de París.
Habiendo elegido este último punto de partida, llegó la favorita a las once de la mañana a la calle de Valois en compañía de la condesa de Béarn a quien tenía siempre bajo llave, cuando no bajo el influjo de su sonrisa, y cuya herida procuraba constantemente aliviar con todos los secretos que proporcionaban en aquella época la medicina y la química.
Juan Du Barry, Chon y Dorotea habíanse desvivido desde la víspera, y el que los hubiera observado en aquella ocupación, podría difícilmente formar una idea de la influencia del oro, y del poder del ingenio humano.
Esta procuraba apoderarse del peluquero; la otra aguijoneaba a las costureras; Juan, que tenía el suministro de coches, había también tomado a su cargo ejercer vigilancia sobre costureras y peluqueros, mientras la condesa que se ocupaba sólo de las flores, diamantes y encajes, estaba rodeada de alhajas, y cada hora recibía correos de Versalles, ya anunciando la orden de iluminar el salón de la reina, ya afirmando que no ocurría la menor novedad. A las cuatro de la tarde, poco menos, entró el vizconde pálido y agitado, pero alegre.
—¿Qué sucede? —interrogó la condesa.
—Todo está preparado.
—¿Y el peluquero?
—A Dorotea la he encontrado en su casa y hemos quedado conformes. La entregué un vale de cincuenta luises, y deberá venir a comer a las seis en punto, de manera que por esa parte podemos estar descuidados.
—¿Y el vestido?
—Será de lo más elegante: quien cuida de él es Chon, en tanto veintiséis costureras están cosiendo las perlas, cintas y guarniciones. Así quedará en breve concluida, paño por paño, esa gran obra que hubiera costado ocho días a otras personas menos activas.
—¿Cómo paño por paño? —preguntó la condesa.
—Sí, hermanita, la tela tiene trece paños, hay dos costureras para cada uno. Una cose por la izquierda y otra por la derecha, adornándose cada paño separadamente de modo que no se unirán hasta el último momento. Para las seis de la tarde tendremos el vestido, pues ya no faltan más que dos horas de trabajo.
—Juan, ¿estás seguro?
—El ingeniero y yo hicimos ayer el cálculo de las puntadas: diez mil necesita cada paño, cinco mil por cada costura. En este tejido grueso no puede dar una mujer más que una puntada en cinco segundos; resultan doce por minuto, setecientas veinte por hora, y siete mil doscientas en dos horas. Dejo las dos mil doscientas para los descansos precisos y picaduras falsas, y nos quedan todavía cuatro horas de ventaja.
—¿Y el coche?
—¡Ah! Por lo que respecta al coche, ya sabes que respondo de él; el barniz se está secando en un gran almacén cuya temperatura se ha elevado expresamente a cincuenta grados. Carretela magnífica junto a la cual desmerecerán muchísimo las carrozas enviadas para recibir a la princesa. Además de los blasones que forman el fondo de los Du Barry, ¡Avancemos…!, he mandado que pinten en los dos del costado dos palomas arrullándose, y un corazón traspasado por una flecha, realzado todo con arcos, aljabas y antorchas. Es incalculable el número de personas que acuden a casa de Francian para verlo: a las ocho en punto estará aquí.
En este momento llegaron Chon y Dorotea, y confirmaron cuanto había dicho Juan.
—Gracias, queridos lugartenientes —dijo la condesa.
—Hermanita —dijo Juan—, tienes hinchados los ojos, puedes dormir una hora, y te será muy provechoso.
—¿Dormir? Bastante dormiré esta noche; muchos no podrán decir otro tanto.
Mientras que estos preparativos se hacían en casa de la Du Barry, circulaban por la ciudad la noticia de la presentación, y por indiferente que parezca, no hay pueblo tan novelero como el parisiense. Ninguna como la insípida generación del siglo dieciocho, ha conocido mejor los personajes de la corte y sus rencorosas intrigas, a pesar de no ser jamás admitida a solemnidad alguna interior, y de tener que conformarse con admirar las jeroglíficas portezuelas de los carruajes, las libreas misteriosas de los lacayos y mensajeros nocturnos. Nada extraño era en aquella época, que tal o cual cortesano fuese conocido en todo París, pues la corte representaba el primer papel en los teatros y paseos. Por eso Richelieu en su palco de la ópera italiana, y madame Du Barry en su coche brillante como el de una reina, eran considerados por el público como un autor predilecto, o como una actriz favorita de nuestros días.
Natural es que nos interesen particularmente los semblantes conocidos. Generalmente la favorita era conocida en París por su ardiente deseo de ostentarse en los teatros, paseos y almacenes, como las jóvenes más elegantes, ricas y hermosas. Habían aumentado su popularidad el negro Zamora, y multitud de retratos y caricaturas. La historia de la presentación ocupaba, pues, tanto a París como a la corte misma. En la plaza del palacio real hubo aquel día gran reunión, pero con perdón de la filosofía, no era por hallarse M. Rousseau jugando al ajedrez en el café de la Regencia, sino para admirar a la favorita en su brillante carroza, y con su elegante vestido de que tanto se había hablado. La frase de Juan Du Barry Costamos caro a la Francia, era sentencia muy profunda. ¿Había cosa más natural que Francia, representada por París, quisiera gozar de un espectáculo que a tan subido precio pagaba?
Conocía la Du Barry perfectamente su pueblo, porque el pueblo francés fue con más razón el suyo que el de María Leszczynska. Sabía que le agradaba la ostentación, y, como era tan condescendiente, se esmeraba porque el espectáculo fuese proporcionado a los gastos.
No se acostó como lo aconsejara su cuñado, sino que tomó, de cinco a seis, un baño de leche; y se entregó luego a sus camareras, aguardando la llegada del peluquero.
Imagínese el lector un edificio completo, el preludio de esos castillos que la corte del joven rey Luis XVI se edificaba almenados sobre la cabeza, como si la moda frívola, eco de las pasiones sociales que socavaban la tierra bajo los pasos de cuanto era o parecía grande, hubiera ordenado que la aristocracia gozase poco tiempo de sus títulos, que los ostentase por tanto en su frente; y por último, predicción mucho más fatídica, pero no menos exacta, como si la hubiese anunciado, que debiendo llevar poco tiempo la cabeza sobre los hombros, debía adornarla hasta la exageración, elevándola cuanto pudiese sobre las vulgares.
Para que aquellos hermosos cabellos se trenzasen y pudieran levantarse alrededor de una almohadilla de seda, y luego, enrollarlos sobre moldes de ballena, sembrarlos de piedras, perlas y flores, dejarlos caer aquella capa de finísima nieve que daba brillantez a los ojos, frescura a la tez, y por último, para conseguir armonizar aquellos tonos de carne, nácar, rubí, ópalo, diamantes y flores omnicoloras y multiformes, era necesario ser no solamente gran artista, sino también hombre de paciencia.
De tal suerte que los peluqueros, entre todos los gremios de oficios, eran los únicos que podían llevar espada como los estatuarios; así se explica la circunstancia de los cincuenta luises que entregara Juan Du Barry al peluquero de la corte, y el temor de que el gran Lubin fuese menos exacto o menos diestro de lo que se apetecía.
Pronto se justificaron aquellos temores; dieron las seis, luego las seis y media, y por último las siete menos cuarto, sin que el peluquero llegase. Lo único que infundía esperanzas a aquellos corazones palpitantes, era que un hombre del mérito de M. Lubin, debía naturalmente hacerse esperar.
Mas el vizconde, al dar las siete, no queriendo que se sufriese, y no quedase satisfecho el artista, se resolvió a enviar un lacayo a su casa para avisarle. Regresó este al cuarto de hora.
Sólo esperando en semejantes circunstancias, puede conocerse cuántos minutos comprende aquel espacio de tiempo.
El lacayo habló con madame Lubin, quien dijo había salido su esposo, y que si no estaba ya en casa de madame Du Barry, sería por haberse detenido en el camino.
—Bien —exclamó el vizconde—, le habrá estorbado el paso algún carruaje: aguardemos.
—No se ha perdido nada; puedo peinarme medio vestida, porque hasta las diez no debe verificarse la presentación. Tres horas nos quedan, y con una nos basta para ir a Versalles. Ea, Chon, enséñame mi vestido, y así entretanto podré distraerme. ¿Pero dónde ha ido? ¡Chon!, ¡mi vestido, mi vestido!
—Si aún no le ha traído —respondió Dorotea—: Hace diez minutos que salió la señorita Chon a buscarle.
—¿Has oído? —exclamó Du Barry—: Un coche suena; será sin duda el nuestro.
Conoció que se engañaba el vizconde al ver que era Chon la que llegaba en su carruaje, tirado por dos caballos bañados en sudor.
Aún no había entrado Chon cuando ya gritó la, favorita:
—¡Mi vestido, mi vestido!
—¡Cómo! —respondió asombrada la recién llegada—, ¿todavía no le han traído?
—No. No tardará —continuó tranquilizándose—: Me dijeron que la modista había salido con dos oficialas para traerle y probarle.
—En efecto —dijo el vizconde—, vive en la calle Bac, y no puede llegar tan pronto en un carruaje, como tú, con dos buenos caballos.
—Es cierto —replicó Chon, sin poder desechar la intranquilidad.
—Juan —dijo la Du Barry—, podíais enviar por el coche, y así nos tranquilizaríamos por ese lado.
—Está bien —contestó el vizconde.
Abrió la puerta y gritó:
—Que corran a buscar el coche a casa de Francian, y que lleven el tiro para engancharlo desde luego.
Todavía resonaba el ruido de los pasos del cochero, que se encaminaba presuroso a la calle de San Honorato, cuando entró Zamora con una carta en la mano, diciendo:
—Carta para mi ama Barry.
—¿Quién la trajo?
—Un hombre a caballo.
—¿Y por qué te le ha entregado a ti?
—Porque yo estaba en la puerta.
—Juana, lee, no te detengas en preguntas —dijo el vizconde.
—Es verdad.
—Quiera Dios que no traiga alguna noticia desagradable —murmuró Juan.
—¡Ah, bah! —dijo la condesa—, será algún memorial para Su Majestad.
—Según está doblado no creo que sea memorial.
—Vamos, vizconde, el miedo no te deja vivir —dijo la favorita rasgando el sobre.
Así que hubo leído algunas líneas, cuando lanzó un terrible grito, y cayó exánime en un sillón, exclamando:
—¡Ni peluquero, ni vestido, ni coche!
Chon acudió en socorro de la condesa, mientras Juan se apoderaba de la carta, cuyo contenido era el siguiente:
«Señora: desconfiad, esta noche no podéis tener ni peluquero, ni vestido, ni coche. Supongo que recibiréis con tiempo este aviso. Omito mi nombre por no precisaros a estarme agradecida. Adivinad quien soy, si deseáis conocer una amiga sincera».
—¡Ay!, este golpe es el que nos mata —exclamó el vizconde en el colmo de la desesperación—. ¡Sangre de Cristo!, necesito matar a alguno. ¡No viene el peluquero! Si llego a encontrarle lo despedazo. ¡Las siete y media…!, ¡y todavía no llega ese tuno! ¡Ah!, ¡maldición!
Y Du Barry, aunque no era el que debía ser presentado aquella noche, se vengó en sus cabellos arrancándoselos despiadadamente.
—No siento más que el vestido —repuso Chon—; porque un peluquero podría hallarse todavía.
—¿Y de quién podrías echar mano? ¡Voto a cribas! ¿De algún chapucero? Mil rayos los confundan.
Mientras la favorita guardaba silencio, y sólo lo interrumpía tal cual vez con algunos suspiros capaces de conmover a los mismos Choiseul, si pudiesen oírlos.
—Vamos —dijo Chon—, tengamos calma; busquemos un peluquero, volvamos a casa de la modista, para averiguar qué es del vestido.
Y la condesa exclamó abatida:
—¡Ni peluquero, ni vestido, ni coche!
—Ni coche, claro está —interrumpió Juan—: Ya debiera estar aquí. ¡Ay, condesa, aquí hay complot!
—¡Y los autores de está trama se escaparán sin que los prenda Sartine y sin que Maupeou los mande ahorcar! ¿Y no quemarán a los cómplices en la Grève? He de ver enrolado al peluquero, atenaceada la costurera, y desollado al maestro de coches.
Cuando volvió en sí la condesa, sentía más intensamente el horror de su posición, y murmuraba angustiada:
—¡Ahora sí que puedo decir que estoy perdida! ¡Dios mío! Los que han seducido a Lubin, son bastante poderosos para haber también alejado todos los buenos peluqueros de París. Sólo se hallarán torpes que me arranquen los cabellos… ¡Y mi vestido!, ¡mi pobre vestido…! ¡Y mi coche nuevo que iba a dar tanta envidia…!
Lanzaba el vizconde terribles miradas, dando vueltas por la sala sin responder, cayendo a cada instante contra las paredes, y destrozando los muebles que encontraba al paso.
En el confuso torbellino de esta escena de desolación que desde la pieza del tocador se había comunicado a las antecámaras y al paño, mientras que aturdidos los lacayos por veinte órdenes distintas y contradictorias, iban, venían, corrían y tropezaban unos con otros, un joven, vestido con casaca verde, chupa de raso, calzón lila, y medias blancas de seda, descendiendo de una calesa, atravesaba el patio saltando de puntillas de losa en losa, subía la escalera y llamaba a la puerta del tocador.
En este momento iba Juan a derribar una bandeja de porcelana que se había enganchado en el faldón de su casaca, al impedir la caída de un hermoso jarro del Japón, al que había apostrofado con un puñetazo.
Se oyeron tres golpecitos en la puerta, suaves, misteriosos y modestos.
Silencio profundo siguió a aquella señal, pues tanta era la ansiedad general, que nadie se atrevía ni aun a responder.
—Si me lo permitís —dijo una voz extraña—, desearía hablar a madame Du Barry.
—¡Caballero, caballero!, no es ese el modo de entrar en una casa —gritaba el portero corriendo en pos del desconocido, intentando impedir pasase más adelante.
—Despacio, veamos, ya nada peor puede sucedemos. ¿Deseáis ver a la condesa? —dijo Du Barry abriendo la puerta con violencia capaz de desquiciar aun cuando fuesen las de Gaza.
El recién venido se libró del choque saltando hacia atrás, y cayendo en tercera contestó:
—Como la señora condesa, según creo, está de ceremonia, venía a ofrecerla mis servicios.
—¿Qué servicios son esos?
—Los de mi profesión.
—¿Y cuál es?
—Peluquero —contestó el desconocido.
—¡Ah! —gritó Juan arrojándose en sus brazos—. ¡Sois peluquero! ¡Adelante, querido mío, adelante!
—Venid, venid —dijo Chon, sujetando por la mitad del cuerpo al azorado artista.
—¡Un peluquero! —exclamó la favorita alzando al cielo sus manos—. ¡Un peluquero!, ¡sois mi ángel tutelar! ¿Os ha enviado Lubin?
—No me envía nadie. Leí en una gaceta que ibais a ser esta noche presentada; dije para mí; si la señora condesa no tuviese peluquero, que, aun cuando no es probable, es muy posible, ¿qué mal habría en que yo me ofreciese?
—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó con más frialdad la favorita.
—Leonardo, señora.
—¡Leonardo!, ¿no sois conocido?
—Todavía no; pero si aceptáis mis servicios, lo seré mañana.
—Vaya —murmuró Juan—: ¡Como si no hubiese más que ponerse a peinar!
—Si desconfía la señora condesa, me retiraré.
—Es que no tenemos tiempo para andar en pruebas —repuso Chon.
—¿De qué servirían las pruebas? —exclamó en un momento de entusiasmo el artista, después de haber examinado con atención a la condesa—. Sé que la señora quiere asombrar con su peinado, y ya tengo inventado el que hará, a no dudarlo, un sorprendente efecto.
Y un movimiento del joven, que manifestaba la mayor confianza, principió a vencer el recelo de la condesa, mientras que infundió esperanzas a sus dos hermanos.
—¿De veras? —dijo la favorita satisfecha del desembarazo del joven, que se contoneaba cual si fuese el gran Lubin en persona.
—Sin embargo, convendría que viese yo el vestido, para que guarden armonía los adornos.
—¡Mi vestido! —exclamó madame Du Barry volviendo a la terrible realidad—; ¡mi pobre vestido!
—Es verdad —dijo Juan dándose una palmada en la frente—, somos víctimas de infames intrigas… ¡Amigo mío, nos han robado vestido, costurera y todo! ¡Chon!, ¡querida, Chon! —agregó sollozando, cansado ya de arrancarse los cabellos.
—Si fuesen de nuevo a casa de la modista… —dijo la favorita a su hermana.
—¿Y para qué? —repuso esta—; ¿no te he dicho que salió para traerle?
—¡Ay! —exclamó madame Du Barry recostándose en un sillón—. ¿De qué me sirve el peluquero si me falta el vestido?
La campanilla resonó en ese instante. Temeroso el portero de que volviesen a introducirse como la vez anterior, cerró las puertas y echó los cerrojos.
—¡Qué llaman! —gritó la favorita.
—¡Ay!, ¡una caja! —gritó Chon que se había dirigido con precipitación hacia la ventana.
—¿Una caja? —repitió la condesa—. ¿Entran con ella?
—Sí, no… sí, la entregan al portero.
—¡Corre, Juan, corre por Dios!
Bajó este apresuradamente la escalera atropellando a los lacayos, y arrancó la caja de manos del portero.
El vizconde levantó precipitadamente la tapa, metió ambas manos en la caja, y lanzó un grito de alegría.
Esta encerraba un magnífico vestido de seda de China con flores de adorno, y una guarnición de encajes de un valor inmenso.
—¡Un vestido!, ¡un vestido! —exclamó Chon palmoteando.
—¡Un vestido! —repitió madame Du Barry tan próxima a sucumbir a la alegría, como poco antes al dolor.
—¿Quién te ha entregado esto? —preguntó Juan al portero.
—Una mujer, señor vizconde.
—¿Pero qué mujer?
—Yo no la conozco.
—¿Dónde está?
—Lo ignoro. No hizo más que dejar la caja delante de la puerta y decir: «Para la señora condesa»; subió enseguida al cabriolé en que había venido, y se marchó a escape.
—Por último —dijo Du Barry—, ya tenemos vestido, que es lo principal.
—¡Juan, sube!, sube ligero —gritó Chon—, mi hermana está impaciente.
—Mirad —dijo el vizconde— lo que el cielo nos envía.
—Sí; pero cómo me ha de estar bien, si no se ha hecho para mí. ¡Qué lástima! ¡Dios mío! ¡Qué hermoso es!
Acto seguido tomó Chon una medida.
—Igual largo, igual ancho.
—¡Qué tela tan rica! —exclamó Du Barry.
—¡Esto es maravilloso! —dijo Chon.
—¡Admirable! —añadió la favorita.
—Y prueba —continuó el vizconde—, de que aunque tenéis grandes enemigos, tenéis también amigos sinceros.
—De un amigo no puede ser —dijo Chon—, porque, ¿cómo es posible que supiese lo que se fraguaba contra nosotros? Es seguro que será algún silfo, algún duende.
—¡Sea el diablo! —exclamó madame Du Barry—, con tal que me ayude a derribar a los Grammont, que son peores que el mismo Satanás.
—Otra cosa recuerdo ahora —observó Juan.
—¡Cuál!
—Que puedes confiar tu cabeza a la habilidad de nuestro improvisado peluquero.
—¿Quién te da esa seguridad?
—¡Por Dios! ¿Cómo es posible que no venga enviado por el mismo que nos ha regalado el vestido?
—¿Yo? —exclamó Leonardo con natural sorpresa.
—¡Vamos!, ¡vamos! —dijo Juan—, vuestra gaceta es una invención, ¿eh, amigo?
—Es la verdad, señor vizconde.
—Ea, sed franco —añadió la condesa—. Señora, aquí tengo el papel en el bolsillo; lo he conservado para hacer papillotes.
El artista sacó una gaceta de su chupa: en ella se anunciaba la presentación.
—Ea, pues, manos a la obra —dijo Chon—, que están dando las ocho.
—Nos sobra tiempo —contestó el peluquero—; una hora es bastante para ir a Versalles.
—Eso es si tenemos carruaje —repuso la condesa.
—Es cierto, por vida de… —dijo Juan—, y ese canalla de Francian que no acaba de venir.
—¡Gran Dios! —exclamó la condesa—, ¡ni peluquero, ni vestido, ni coche!
—¡Ah…! —dijo Chon con profunda pena—. ¿Faltará también de ese modo a su compromiso?
—No —repuso Juan—, aquí está ya.
—¿Y el carruaje? —preguntó la favorita.
—A la puerta habrá quedado —contestó Du Barry—. Ya está abriendo el portero: ¿pero qué demonios trae el maestro de coches?
En efecto, Francian se lanzó casi al mismo tiempo en el salón con ademán azorado, diciendo:
—¡Ay, señor vizconde!, el coche estaba ya en camino, cuando al volver la calle Taversière, fue detenido por cuatro hombres, que después de arrojar al suelo al criado que lo conducía, huyeron a escape, por la calle de San Nicasio.
—Bien lo sospechaba yo —gritó Du Barry en tono de triunfo y sin levantarse de su sillón—, ¿no lo decía yo?
—¡Esto es una infamia! —gritó Chon—, menéate, hermano.
—¿Menearme yo?, ¿y para qué?
—Para que busques un carruaje, pues aquí no hay más que caballos escuálidos, y coches sucios. No es posible que Juana vaya a Versalles en semejantes simones.
—¡Vaya! —replicó el vizconde—, el que pone freno al furor de las olas, alimenta los pajarillos, envía un peluquero como el señor, y un vestido como este, no permitirá que vayamos a pie.
—¡Calla! —dijo Chon—, un coche se acerca.
—Y se para —añadió Du Barry.
—Sí; pero no entra —dijo la condesa.
—Es cierto —repuso Juan, y aproximándose a la ventana gritó—: Corred, voto a Cribas: corred o llegaréis tarde. ¡Aprisa! ¡Aprisa!, que al menos conozcamos quién es nuestro bienhechor.
Los lacayos, batidores y demás criados corrieron al oír esta voz; pero ya no era tiempo. Un elegante coche forrado de seda blanca y tirado por dos magníficos caballos, habíase detenido delante de la puerta: empero ni el más leve rastro de cocheros ni lacayos pudo indicar su procedencia; pues sólo un mozo de cordel sujetaba los caballos por la brida.
Seis libras había este recibido del que los había conducido, quien se marchó presuroso hacia la plaza de las Fuentes.
Se examinaron las portezuelas; pero una mano diestra había hábilmente sustituido las armas con una rosa.
Juan dispuso que introdujesen el carruaje en el patio, y cerrando la puerta recogió la llave, subiendo enseguida al gabinete del tocador, donde el peluquero se disponía a dar a la condesa las primeras pruebas de su ciencia.
—Amigo —dijo cogiendo del brazo a Leonardo—, si no consentís en nombrarnos a nuestro genio protector, si no queréis hacerle objeto de nuestra eterna gratitud, juro…
—Id con cuidado, señor vizconde —prorrumpió flemáticamente el artista—; si hacéis el honor de apretarme tan fuertemente el brazo, tendré la mano entorpecida cuando vaya a peinar a la señora condesa, y es necesario darnos prisa, pues son ya las ocho y media.
—Juan, suéltale —gritó la favorita.
Obedeció este sentándose de nuevo en su sillón.
—¡Ay, qué milagro! —gritó Chon—, ¡qué milagro!, el vestido está ajustado a la medida… una pulgada sobra sólo por delante; pero antes de diez minutos quedará arreglado este defecto.
—¿Y el coche es pasadero? —preguntó la condesa.
—Elegantísimo… —respondió Juan—, está guarnecido por dentro de raso blanco, y perfumado con esencia de rosa.
—Todo está ya listo —gritó madame Du Barry palmoteando en señal de alegría—. Vamos, señor Leonardo, si tenéis acierto en el peinado, yo me encargo de vuestra suerte.
No esperó el artista a que se lo repitieran: puso enseguida manos a la obra, y tan luego como comenzó a pasar el peine, manifestó un talento sublime.
Rapidez, gusto, delicadeza y maravillosa precisión, gran conocimiento de las relaciones de la parte moral con la física, todo lo desplegó en el desempeño de su importante tarea.
Tres cuartos de hora después dio el peluquero por terminadas sus funciones, saliendo la favorita de sus hábiles enanos, más hechicera que la diosa Afrodita; pues sin ser menos bella, estaba más honestamente vestida.
Tan pronto como el peluquero dio la última mano a aquel espléndido edificio, y probó su solidez, y se le proporcionó agua para lavarse las manos, dando humildemente las gracias a Chon, que enajenada de gozo le servía como a un monarca, solicitó permiso para retirarse.
—Despacio, despacio —dijo Du Barry—, sabréis que soy tan testarudo para estimar como para aborrecer; conque ahora, amigo mío, espero me diréis quién sois.
—No lo ignoráis, señor vizconde: soy un joven principiante, deseo acreditarme, y me llamo Leonardo.
—¡Qué principiante, cáspita!, ¡sois maestro consumado!
—Vos seréis mi peluquero, señor Leonardo —dijo la condesa contemplándose en un espejito de mano—, y os pagaré cincuenta luises cada peinado de ceremonia. Chon, cuenta cien luises y entrégaselos al señor. Por ser el primer peinado os doy el doble: vayan los cincuenta en testimonio de mi gratitud.
—Decía yo bien, señora, que haríais mi reputación.
—Pero no peinaréis a nadie más que a mí.
—Quedaos, pues, con los cien luises; quiero libertad, que es el primer bien del hombre, y a ella debo haber tenido el honor de peinaros hoy.
—Un filósofo peluquero —exclamó Du Barry alzando las manos al cielo—, ¡adónde vamos a parar, Dios mío! Ea, amigo Leonardo, no pretendo enemistarme con vos: tomad esos cien luises, y conservad vuestro secreto y vuestra libertad. Al coche, condesa, al coche.
Dirigíanse aquellas palabras a madame de Béarn que estaba tan erguida y ataviada como una virgen en andas: habíanla sacado de su gabinete precisamente en el instante de servirse de ella.
—Vamos a ver —dijo el vizconde—, que cojan entre cuatro a la señora y la conduzcan despacito hasta el pie de la escalera. Como dé un solo suspiro os desuello vivos.
Mientras que Juan, ayudado de Chon, vigilaba esta interesante maniobra, la favorita buscaba con la vista a Leonardo; pero este había desaparecido.
—¿Por dónde se fue? —preguntó la Du Barry, apenas recobrada de las diferentes sensaciones que acababan de agitarla.
—¿Qué por dónde se fue? —repitió su hermano—, por el suelo o por el techo, que es por donde se van los duendes. Cuidado, hermana, mira no se convierta tu peinado en un nido de zarzales; no se trueque tu vestido en telaraña, y lleguemos a Versalles en una calabaza arrastrada por dos ratones.
Cuando expuso este último recelo el vizconde, Juan subió al coche donde ya habían tomado asiento la condesa de Béarn y su venturosa ahijada.