Capítulo XXXVI

Luis XV había vuelto a Marly en donde acostumbraba a recibir a su corte.

No es tan esclavo de la etiqueta como Luis XIV, deseoso como siempre de hallar en las reuniones de la corte ocasiones de ensayar su poder; antes al contrario, el rey Luis XV concurría solamente a ellas para adquirir noticias que escuchaba con interés, o para observar con detenimiento la variedad de fisonomías, distracción que prefería a todas, y sobre todo, cuando en ellas aparecía retratada la alegría.

La noche de la entrevista que ya conocen nuestros lectores, y dos horas después de haberse instalado madame de Béarn en el gabinete de la condesa Du Barry, Luis XV, sentado en el salón azul, jugaba acompañado de la duquesa de Ayen y de la princesa de Guemenée.

Aparecía Su Majestad sumamente pensativo, y a causa de esta distracción perdió ochocientos luises. Esta pérdida le tenía ya predispuesto a tratar de asuntos graves, porque Luis XV, digno descendiente de Enrique IV, deseaba como él ganar siempre, se levantó a las nueve para ir a hablar en el alféizar de una ventana con M. de Malesherbes, hijo del excanciller, cuando M. de Maupeou, que estaba conversando con M. de Choiseul en otra ventana que había enfrente, observaba la conversación con miradas llenas de inquietud. Luego que el rey se levantó, formóse un corro junto a la chimenea, compuesto de las princesas Adelaida, Sofía y Victoria, que regresaban por los jardines, seguidas de sus damas de honor y gentileshombres.

El rey, preocupado por asuntos del mayor interés, pues era notoria la austeridad de M. de Malesherbes, y como en torno suyo había una multitud de oficiales de tierra y mar, y grandes dignatarios, retenidos discretamente por el respeto, la pequeña corte de la chimenea, bastándose a sí misma, preludiaba ya una conversación más animada, con algunas escaramuzas que únicamente podrían considerarse como lances de vanguardia.

Eran las principales de aquella reunión, además de las tres hijas del rey, las señoras de Grammont, Guemenée, Choiseul, Mirepoix y Polastron.

Cuando observamos este grupo, madame Adelaida refería la historia de cierto obispo encerrado en la penitenciaría de la diócesis. Nos abstendremos de repetir todas las circunstancias de esta narración, que era en extremo escandalosa, y en particular en boca de una princesa real; pero la época que pretendemos describir, no estaba, como es sabido, bajo la advocación de la diosa Vesta.

—Pues sin embargo, señores —dijo Victoria—, ese obispo estuvo aquí apenas hace un mes.

—En el palacio de Su Majestad estaríamos expuestos a peor encuentro —repuso madame de Grammont—, si se admitiese a los que pretenden entrar aunque nunca han entrado aquí.

Todos comprendieron por el tono con que fueron pronunciadas aquellas palabras, a quién aludía, y sobre qué terreno iba a plantearse la conversación.

—Afortunadamente hay gran diferencia de querer a poder, ¿no es cierto, duquesa? —dijo, mezclándose en la conversación un personaje de pequeña estatura, que aunque había cumplido setenta y cuatro años, representaba escasamente cincuenta, si se atiende a su elegante talle, viveza de sus ojos, blanco cutis y hermosa mano.

—¡Bueno! —dijo la duquesa—, aquí tenemos a M. de Richelieu lanzándose a la escala como en Mahón, y tomando nuestra pobre conversación por asalto. Nunca dejará de brillar en vos algo de talento militar.

—¡Algo!; me ofendéis, decid mucho.

—¿Conque es cierto lo que yo decía?

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¿Qué decíais?

—Que las puertas del rey no se violentan…

—¿Cómo cortinas de alcoba? Justamente, duquesa; ahora como siempre participo de vuestra opinión.

Algunos rostros se ocultaron tras los abanicos al oír esta contestación; pero produjo efecto, aunque los detractores de todo lo antiguo supusieran que la gracia del duque se había ya agotado.

La de Grammont se sonrojó, pues a ella iba principalmente dirigido el epigrama.

—Señoras —continuó—, si por lo que se ve el duque sigue diciéndonos semejantes cosas, no terminaré mi historia, y a fe que perderéis mucho, como no pidáis al mariscal que os cuente otra.

—¡Interrumpiros yo —exclamó este—, cuando vais indudablemente a murmurar de algún amigo mío! ¡Dios me libre!; escucharé, por el contrario, con todo el oído que me resta.

El corro fue estrechándose alrededor de la duquesa, quien lanzó una ojeada hacia la ventana para convencerse de que el rey continuaba allí. Efectivamente, estaba allí; pero aunque hablando con M. de Malesherbes, no perdía de vista el grupo, y su mirada se cruzó con la de madame de Grammont.

Dejó a esta muy intimidada la expresión que a su parecer leyó en los ojos del rey; pero había comenzado y no podía retroceder.

—Ya sabéis —continuó dirigiéndose principalmente a las tres princesas—, que una señora (importa poco el nombre, ¿no es verdad?), tuvo deseos de vernos a nosotras las elegidas del Señor, en el trono de nuestra gloria, cuyos rayos la matan de envidia.

—¡Vernos!, ¿dónde? —preguntó el duque.

—En Versalles… Marly… Fontainebleau…

—¡Vamos!, ¡vamos!

—La infeliz criatura no había conseguido ver nuestras reuniones, sino en los banquetes del rey a que son admitidos los papanatas tras las cortinas para ver comer a Su Majestad y sus invitados, desfilando por su puesto bajo la varita del ujier de servicio.

En esto Richelieu tomó un polvo que fue estrepitoso, de una caja de porcelana de Sèvres.

—Pero para contemplarnos en Versalles, en Marly o en Fontainebleau es indispensable ser presentado —repuso el duque.

—Es claro: y la señora de quien se trata solicitó su presentación.

—Cualquier cosa apostaré a que le fue otorgada —dijo el duque—, ¡es tan bueno el rey!

—Sí, pero desgraciadamente no basta el permiso de Su Majestad; es necesario además una persona que presente.

—Es verdad —repuso madame de Guemenée—; como si dijésemos, una madrina…

—Sí, pero no todos la encuentran —añadió madame de Mirepoix—; testigo la bella Borbonesa, por ejemplo, que la busca y no la encuentra. Y se puso a cantar:

La hermosa Borbonesa

encuéntrase afligida…

—¡Vaya!, mariscala, mariscala —interrumpió Richelieu—, dejad todo el honor de su relación a la señora duquesa.

—Sí; sí, continuad, duquesa —añadió madame Victoria—, no nos vayáis a dejar a media miel, después de habernos abierto el apetito.

—No por cierto: tengo muchísimo gusto en narrar mi historia hasta el final. Como no tenía madrina, trató de buscarla. «Buscad y hallaréis», dice el Evangelio; y buscó con tanto afán, que logró encontrarla; ¡pero qué madrina! ¡Dios mío! Una buena mujer del campo, muy simple, muy cándida. La sacaron de su palomar, la mimaron, la obsequiaron y la adornaron.

—¡Qué escándalo! —exclamó madame de Guemenée.

—Pero de repente, cuando la pobre provinciana estaba tan mimada, regalada y lujosa, he aquí que baja rodando la escalera de su casa…

—¿Y qué? —interrogó M. de Choiseul.

—Una pierna se quebró.

—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! —dijo la duquesa, agregando un verso de circunstancias a los dos de la mariscala de Mirepoix.

—¿De modo —preguntó la de Guemenée—, que ya no habrá presentación?

—Ni sombra, querida.

—¡Oh Providencia! —exclamó el mariscal alzando las manos al cielo.

—Por mi parte —repuso madame Victoria—, compadezco mucho a esta pobre provinciana.

—Antes al contrario —dijo la duquesa—, debéis felicitarla, pues de dos males, ha elegido el menor.

La condesa contúvose de pronto: acababa de encontrarse con otra mirada del rey.

—¿Y esa señora quién es? —preguntó el mariscal como deseando conocer a la persona de quien se trataba.

—No han dicho el nombre.

—¡Qué lástima!

—Haced lo que yo, que he tenido el trabajo de adivinarlo.

—Si permaneciesen fieles a los principios de honor de la antigua aristocracia francesa las señoras presentadas —dijo madame de Guemenée irónicamente—, irían todas a dejar sus nombres en casa de esa provinciana que ha tenido el sublime pensamiento de romperse una pierna.

—Es cierto —dijo M. de Richelieu—, apruebo la idea; pero sería conveniente conocer el nombre de esa honrada señora que nos salva de tan gran peligro, porque ya no deberemos temer nada; ¿no es así, querida duquesa?

—Nada absolutamente; la pobre señora se encuentra en cama con la pierna empaquetada, e incapaz de dar un paso.

—¿Y si por casualidad esa mujer —dijo madame de Guemenée— hallase otra madrina? ¡Es tan traviesa…!

—No hay que tener miedo: no la encontrará tan fácilmente.

—¡Es claro! —agregó el mariscal tomando una de las prodigiosas pastillas, que según se decía, conservaban su eterna juventud.

En aquel momento dio el rey un paso como para acercarse, y todos callaron.

Su voz tan clara y tan conocida, resonó en el salón.

—Adiós, señora; buenas noches, caballeros.

Levantáronse todos enseguida; pero no bien hubo dado el monarca algunos pasos hacia la galería, cuando volviéndose agregó:

—Ahora que me acuerdo, mañana habrá presentación en Versalles.

Como un rayo cayeron aquellas palabras sobre la asamblea. El rey paseó su vista sobre aquel grupo de mujeres que se contemplaban unas a otras, pálidas como la cera, y salió sin añadir la menor palabra. Tan pronto como cruzó el umbral del salón con su numerosa comitiva, estalló la mina entre las princesas y demás personas que permanecieron después de su partida.

—¡Una presentación! —murmuró la duquesa de Grammont con tono balbuciente y rostro lívido—. ¿Qué es lo que ha querido decir Su Majestad?

—¿Tal vez será la vuestra, duquesa? —preguntó el mariscal con una de aquellas sonrisas maliciosas, que no le perdonaban ni sus mejores amigos.

Las hijas del rey mordiéronse con despecho los labios.

—Vamos; eso no puede ser —decía repetidas veces con apagada voz madame de Grammont.

—Sí; pero en nuestros tiempos —añadió el mariscal—, se curan muy bien las piernas rotas.

Se acercó M. de Choiseul a su hermana, y le apretó el brazo para contenerla; pero estaba demasiado irritada y ofendida para obedecer aquella seña.

—¡Sería una infamia! —exclamó.

—Sí, ¡una infamia! —repitió madame de Guemenée. M. de Choiseul se retiró, comprendiendo cuan estériles serían todas sus observaciones.

—¡Ah, señoras! —exclamó la duquesa dirigiéndose a las hijas del rey—, vosotras sois nuestro único recurso. ¿Es posible que siendo las primeras del reino, consintáis que nos veamos expuestas a tropezar en el inviolable asilo de las personas de nuestra clase, con una compañera que despreciarían nuestras camaristas?

Sin responder las princesas bajaron tristemente la cabeza.

—¡En nombre del cielo! —repitió madame de Guemenée.

—El rey es el amo —contestó Adelaida exhalando un suspiro.

—Y es muy justo —repuso el duque de Richelieu.

—¡Pero es que está comprometida toda la corte de Francia! —exclamó la condesa—. ¡Ah!, caballeros, ¡qué poco os importa el honor de vuestras familias!

—Señoras —dijo M. de Choiseul intentando sonreír—, como esto huele a conspiración, no os ofenderéis porque me retire acompañado de M. de Cartines. ¿Venís, duque? —continuó dirigiéndose al mariscal.

—No, porque las conspiraciones son mi elemento y deseo quedarme, y me quedo.

Retiróse Choiseul, llevándose a M. de Sartine. Los pocos caballeros que estaban presentes, lo imitaron.

Solamente quedaron en compañía de las princesas las señoras de Grammont, Guemenée, Ayen, Mirepoix, Polastron y otras ocho o diez que habían abrazado con ahínco la causa contra la presentación.

Richelieu era el único hombre que allí había, y le miraban las señoras tan inquietas como a un troyano en el campamento de los griegos.

—Podéis hablar sin temor —dijo el duque—, yo represento a mi hija la condesa de Egmont.

—Hay un medio, señoras —dijo la duquesa de Grammont—, un recurso para protestar contra la ignominia que pretenden imponernos, y por mi parte estoy resuelta a emplearle.

—¿Cuál es? —preguntaron a la vez todas las mujeres.

—Nos han dicho «el rey es el amo».

—Y yo he respondido: «me parece justo que lo sea» —dijo el duque.

—El rey es amo en su casa, no lo niego; pero en la nuestra lo somos nosotras; luego, ¿quién puede estorbarme que diga esta noche a mi cochero: a Chanteloup, en lugar de decirle, a Versalles?

—Es cierto —repuso M. de Richelieu—; pero aunque protestéis, ¿qué resultará, duquesa?

—Que se reflexionará.

—Y se reflexionaría mucho más —exclamó madame de Guemenée—, si todas hiciésemos lo mismo.

—¿Por qué razón no hemos de seguir el ejemplo de la duquesa? —preguntó la mariscala de Mirepoix.

—¡Ah! Señoras —continuó entonces madame de Grammont, dirigiéndose nuevamente a las hijas del rey—: ¡Qué lección podríais dar a la corte!

—¿Se molestaría Su Majestad? —preguntó madame Sofía.

—Estén seguras Vuestras Altezas de que no —exclamó la rencorosa duquesa—. Su Majestad tiene un tino exquisito, y os lo agradecería muchísimo, porque, debéis creerme, el rey no violenta a nadie.

—Todo lo contrario —dijo el duque de Richelieu, refiriéndose por segunda o tercera vez a una invasión que madame de Grammont había hecho una noche en la cámara del rey—; a él sí que le violenta; a él sí que le toman por asalto.

Aquellas palabras causaron en aquel círculo una impresión parecida a la que se observa en una compañía de granaderos cuando estalla una bomba.

Pero aquella impresión pasó a los pocos segundos.

—Es verdad que nada ha dicho Su Majestad viéndonos cerrar nuestra puerta a la condesa —dijo madame Victoria estimulada por la algazara de la asamblea—; pero podría ocurrir que en una ocasión tan solemne…

—¡Es claro! —insistió madame de Grammont—; mas para eso era preciso que vosotras fueseis las únicas que os revelaseis; pero cuando advierta que todas hemos desertado…

—¿Todas? —exclamaron las mujeres.

—¡Todas! —volvió a decir el viejo mariscal.

—Según veo sois también del complot —dijo madame Adelaida.

—Es indudable, y aun para eso pido la palabra.

—Hablad, duque, hablad —dijo madame de Grammont.

—Procedamos con orden —continuó M. de Richelieu—: No basta clamar: «¡todas, todas!». Nadie habrá capaz de desgañitarse gritando: «haré tal cosa», y cuando llegue la ocasión, hará enteramente lo contrario. De tal modo, que siendo yo del complot, como he tenido el honor de confesar, no quiero verme abandonado, como lo fui siempre que conspiré en tiempo del difunto rey o en la época de la regencia.

—Me parece, duque —dijo con ironía reconcentrada madame de Grammont—, que olvidáis donde estáis: en el país de las Amazonas, habláis con humos de jefe.

—Señora —repuso Richelieu—, perdonadme el honor de creer que tengo algún derecho a ese título que me disputáis. Aborrecéis a madame Du Barry, ea, se me escapó su nombre, pero nadie lo ha oído, ¿es cierto?; aborrecéis a madame Du Barry más que yo, pero no negaréis que estoy más comprometido que vos.

—¿Vos comprometido, duque? —preguntó la mariscala de Mirepoix.

—Y de un modo horrible: hace ocho días que no he estado en Luciennes, y cuatro que no voy a Versalles. Tan verdad es, que ayer la condesa envió al pabellón de Hannover a preguntar si estaba enfermo. Rafe contestó que me hallaba bien, que no había vuelto desde la víspera. Pero no soy ambicioso, abandono mis derechos, os dejo la primera fila, y hasta os coloco en ella. Todo lo habéis hecho conmover en sus cimientos; habéis sido el botafuego; a quien ha revolucionado las conciencias, corresponde el bastón de mando.

—Después de las princesas —dijo respetuosamente la duquesa.

—Concedednos el papel pasivo —dijo madame Adelaida—. Hemos de ir a ver a nuestra hermana Luisa a San Dionisio, nos detiene, no volvemos, y nadie nos puede censurar.

—Absolutamente nadie —repuso el duque—: ¿Quién tendría tan malas intenciones?

—Por lo que a mí toca —dijo la duquesa—, estoy resuelta a marchar a Chanteloup, para inspeccionar mis cosechas.

—¡Magnífico! —exclamó el duque—: He ahí una buena excusa.

—Yo —repuso madame de Guemenée—, tengo un hijo enfermo, y me quedaré en casa para cuidarle.

—Yo me siento bastante indispuesta —dijo madame de Polastron—, y seré capaz de enfermar peligrosamente si Tronchin no me sangra mañana.

—Y yo —dijo majestuosamente la mariscala de Mirepoix—, no voy a Versalles, porque no se me antoja; esta es la razón que alego; el libre albedrío.

—Muy bien —exclamó Richelieu—, todo eso es muy lógico, pero falta el juramento.

—¿Qué juramento?

—En todas las conspiraciones se jura; desde la de Catilina hasta la de Cellamare, de que tuve el honor de formar parte, siempre ha sido necesario ese requisito: es verdad que no por eso han resultado mejor, pero debemos respetar la costumbre. Juremos, pues; es un acto muy solemne; ahora veréis.

Y diciendo esto, tendió su mano sobre el grupo de mujeres con voz majestuosa y solemne:

—Juro.

Exceptuando a las princesas que habían desaparecido, todos los demás repitieron la palabra sacramental.

—Entonces —dijo el mariscal—, se levanta la sesión: después de jurar en una conspiración, nada más se hace.

—¡Cómo se pondrá cuando se vea sola en el salón! —exclamó madame de Grammont.

—Vamos a ver si nos destierra Su Majestad —continuó Richelieu.

—Y en este caso, ¿qué será de la corte, duquesa? —exclamó madame de Guemenée—. ¿A quién verá Su Majestad danesa cuando llegue a Versalles? ¿Quién saldrá a recibir a la princesa? Pero jamás se destierra a toda una corte; lo que se hace, es elegir algunas personas.

—Verdad: esa es la costumbre —dijo M. de Richelieu—, y aun podré agregar que siempre ha dado la casualidad de entrar yo en el número de los escogidos. Y lo fui por la cuarta vez, pues debo advertir, señoras, que esta es la quinta conspiración en que intervengo.

—Nada hay que temer, duque —dijo madame de Grammont—; la sacrificada seré yo.

O M. de Choiseul —añadió el mariscal.

—A él le ocurrirá lo que a mí, perderá el favor de Su Majestad, pero no tolerará una afrenta.

—Ninguno de vosotros irá desterrado —dijo la mariscala de Mirepoix—. A mí sí, pues el rey no perdonará nunca que sea menos tolerante con la condesa, de lo que he sido con la marquesa.

—Cierto es —añadió el duque—. ¡Vos, conocida con el nombre de la favorita de la favorita! ¡Pobre mariscala! ¡Nos desterrarán juntos!

—Seremos todos desterrados —repuso levantándose madame de Guemenée—; porque confío en que ninguno desistirá de lo que se ha convenido.

—Y de los juramentos que aquí hemos hecho —añadió M. de Richelieu.

—Tengo un plan —dijo la de Grammont—, de tomar con tiempo mis medidas por lo que pueda ocurrir.

—¿Vos? —interrogó con interés el duque.

—Sí; porque para ir mañana a las diez a Versalles, se precisan tres cosas.

—¿Cuáles?

—Un peluquero, un vestido y un coche.

—Seguramente.

—¿Y qué?

—Que la Borbonesa no estará a las diez en Versalles; se impacientará el rey, despedirá su corte, y como debe llegar muy pronto la princesa, la presentación se aplazará hasta las calendas griegas.

Estrepitosos aplausos acogieron este nuevo episodio de la conjuración, y a pesar de aplaudir con no menos entusiasmo que los demás concurrentes, M. de Choiseul y madame de Mirepoix cruzaron una mirada de inteligencia. Las once habían dado cuando los conjurados fueron retirándose por el camino de San Germán y Versalles, alumbrado por una hermosa luna, a excepción de M. de Richelieu que, montado en el caballo de su lacayo, se dirigía a París por un atajo, en tanto que su coche, con las persianas caídas, corría a más y mejor por la carretera de Versalles.