La pobre condesa (debemos respetar la calificación que el rey le había dado, pues le convenía por cierto en aquel momento) corría como alma en pena por condición a París.
Tan asustada Chon como su hermana, ocultaba con el penúltimo párrafo de la carta de Juan en Luciennes su dolor e inquietud, maldiciendo la fatal ocurrencia de recoger a Gilberto en el camino real.
Había llegado ya la favorita al puente de Antin, construido en el albañal que desemboca en el río, rodeando a París desde el Sena hasta la Roqueta, cuando halló un coche que la esperaba.
Iba dentro el vizconde acompañado de un procurador, con el cual, al parecer, sostenía una discusión acalorada.
Tan pronto como distinguió a la condesa, el vizconde se separó del procurador, y se apeó haciendo seña al cochero de su hermana de que se detuviese.
—¡Pronto, hermana! —gritó—, sube pronto en un carruaje y corre a la calle de San Germain-des-Prés.
—¿Es decir que la vieja se divierte con nosotros? —exclamó madame Du Barry cambiando de coche, mientras hacía lo mismo el procurador obedeciendo a un ademán del vizconde.
—Así me lo parece, condesa; sin duda pretenderá pagarnos con la misma moneda.
—¿Pero qué ha sucedido?
—Lo siguiente en dos palabras: Quédeme en París porque dudé siempre, y ya ves que con fundamento. Dieron las nueve y me puse en acecho frente a la posada sin notar el menor movimiento ni la menor visita capaz de alarmarme; así creí poder dormir. Me fui y me acosté.
»Al rayar el día, despierto: llamo a Patricio, y le ordeno que vaya a ponerse de centinela en la esquina.
»A las nueve (una hora antes de la designada) fui allá en coche: nada había observado Patricio que le llamara la atención; subo, pues, la escalera bastante confiado. En la puerta me detiene una criada y me dice que la condesa no puede salir hoy, y tal vez ni en una semana.
»Confieso que iba prevenido para cualquier desgracia, menos para esta.
»—¿Cómo que no sale? —exclamé—; ¿pues qué le ocurre?
»—Está enferma.
»—¿Enferma? ¡No es posible! ¡Si ayer estaba tan buena!
»—Es cierto; pero la señora acostumbra a hacerse ella misma el chocolate, y esta mañana, cuando ya hervía, se le cayó sobre un pie, y se le abrasó todo. A los gritos que daba acudí y la hallé casi sin sentido. La llevé a su cama y ahora creo que duerme.
»Palidecí hasta ponerme del color de tu encaje, condesa, y grité:
»—¡Eso es mentira!
»—Mi querido M. Du Barry —prorrumpió con triste y doliente voz la condesa—, no es mentira, ¡ay!, sufro horriblemente.
»Corro hacia el lugar de donde salía la voz abriendo una vidriera que estaba muy bien cerrada, y me veo a la vieja que estaba en efecto metida en su cama.
»—¡Ay, señora…! —exclamé.
»No pude hablar más: estaba desesperado, y la hubiera ahogado.
»—Ahí está, señor vizconde —me dijo señalando unos pedazos de porcelana que había en el suelo—, ahí tenéis la cafetera que ha ocasionado todo el daño».
«—¿Esta? —pregunté, saltando sobre ella a pies juntillas—, por vida de… que no has de hacer más chocolate.
»—¡Es una desgracia…! —exclamó la vieja con acento dolorido—. Madame de Alogny tendrá seguramente que ser la madrina de vuestra señora hermana. ¡Este es el destino!, como dicen los orientales.
—¡Juan, Juan!, yo pierdo todas las esperanzas.
—Pues yo no, si te presentas a ella, y para eso he venido en tu busca.
—¿Y en qué confías?
—En que puedes tú lo que yo no puedo: en que siendo mujer puedes mandarle quitar la venda del pie y se descubre el embuste. Amenazándola entonces de que su hijo será un pelón toda su vida, y de que jamás recibirá un cuarto de la herencia de los Saluces, podrás representar las imprecaciones de Camila, con más verosimilitud, que yo los furores de Orestes.
—¿Y ahora te bromeas? —preguntó la favorita.
—Bien sabe Dios que no estoy para bromas.
—¿Dónde vive nuestra Sibila?
—¿Lo ignoras? En el Gallo Cantante, calle de San Germain-des-Prés, en un oscuro caserón que tiene un gallo enorme pintado en una muestra de cobre. Cuando rechina el cobre, el gallo canta.
—Va a ser una escena interesante.
—Es preciso; soy de opinión que debemos arrostrarla ¿Quieres que te acompañe?
—No, no; todo se echaría a perder.
—Escucha, para que te sirva de gobierno, lo que me ha dicho nuestro procurador a quien acabo de consultar. Pegar a una persona en su domicilio, se castiga con multa y cárcel. Pegarle fuera…
—Con nada; mejor lo sabes tú que nadie.
Hizo un gesto el vizconde que parecía una sonrisa.
—¡Ay!, las deudas que se pagan tarde, aumentan mucho en intereses; si algún día tropiezo con ese hombre…
—No dejemos ahora a esa mujer, vizconde.
—Nada más tengo que decirte; adiós y márchate.
Separóse Juan para que pasase el coche.
—¿Dónde me esperas?
—En la misma posada: pediré una botella de vino, y si necesitas auxilio, subiré.
—Anda, cochero —agregó la condesa.
—Calle San Germain-des-Prés, posada del Gallo Cantante —añadió el vizconde.
El coche partió con rapidez, cruzando los Campos Elíseos.
Después de un cuarto de hora deteníase junto a la calle Abbatiales, y el mercado de Santa Margarita.
La favorita apeóse temerosa de que el ruido del carruaje pusiese sobre aviso a la astuta vieja, que sin duda acecharía, y pudiese, ocultándose tras alguna cortina, conocer a quien la visitaba, con tiempo bastante para no verse precisada a recibirla.
Resultado; que la condesa entró sola con una lacayo que la seguía en la estrecha calle Abbatiales, que sólo tenía tres casas. En la de en medio estaba la posada.
Madame Du Barry entró en aquel portal, que más bien parecía la boca de una cueva.
No la vio entrar nadie; pero tropezó con la posadera al llegar al pie de la escalera.
—¿Madame de Béarn? —preguntó la favorita.
—Está muy enferma y no puede recibir.
—¡Qué está enferma! —repitió la condesa—; precisamente me trae el deseo de averiguar el estado de su salud.
Y rápida como un pájaro subió la escalera en menos de un segundo.
—Señora, señora —gritó la posadera—, que van a forzar vuestra puerta.
—¿Quién? —preguntó la pleitista desde el interior de su aposento.
—Yo —respondió la favorita presentándose de repente en el umbral, con una fisonomía completamente adecuada a las circunstancias, pues expresaba la sonrisa de política, juntamente con la contracción propia del sentimiento.
—¡Vos aquí, señora! —exclamó la condesa, pálida de espanto.
—Sí, amiga mía, vengo a significaros lo mucho que he sentido vuestro accidente, del cual me han informado ahora mismo. ¿Cómo ha sucedido? Referídmelo.
—¡Ay!, ni aun me atrevo a ofreceros un asiento en este cuchitril.
—Sé que tenéis un castillo en Turena, y me hago cargo de lo que es hospedarse en una posada.
Sentóse la favorita, y la vieja conoció que no era para poco tiempo.
—¿Os molesta mucho? —preguntó madame Du Barry.
—Horriblemente.
—¿Y es la pierna derecha? ¡Válgame Dios! ¿De qué modo os habéis quemado?
—Del modo más sencillo: tenía cogida la cafetera, se me resbaló el mango de la mano, y un cuartillo de agua que contenía cayó hirviendo sobré mi pie.
—¡Qué dolor…!
—¡Ay, sí! ¡Pero cómo ha de ser! Siempre vienen juntas las desgracias.
—¿Sabéis que os estuvo esperando el rey esta mañana?
—¡Jesús!, cuánto lo siento, señora…
—¡Y que sintió mucho que hubieseis faltado!
—Tengo pensado, tan pronto como pueda, presentarme a Su Majestad y disculparme con mis padecimientos.
—Observad que no digo esto por afligiros —añadió la favorita advirtiendo la sequedad de la vieja—, sino para manifestaros lo mucho que Su Majestad estimaba y agradecía vuestra visita.
—Ya veis mi posición, señora.
—Sin duda; ¿pero queréis que os diga una cosa?
—Señora; tendré mucho gusto en oírla.
—Pues yo tengo la opinión, y es muy probable, de que esa desgracia ha de provenir de alguna fuerte emoción que habréis sufrido.
—No diré que no —repuso la vieja pleitista, inclinando con una reverencia la parte superior de su cuerpo—: Me produjo mucha sensación el honor que me hicisteis de recibirme con tanta amabilidad.
—Creo que aún ha de haber otra causa.
—¿Otra? Que yo sepa, no, señora.
—Vaya, sí, un encuentro…
—¿Mío?
—Sí, cuando salisteis de casa.
—Señora, iba en el coche de vuestro señor hermano y a nadie hallé.
—Antes de subir a él.
La vieja manifestó, quedando pensativa, que procuraba recordar.
—Cuando bajabais los últimos escalones.
La de Béarn fingió que prestaba mayor atención.
—Sí —prosiguió la favorita con una sonrisa de impaciencia—; ¿cuando salíais no entró una persona en casa?
—Perdonad, señora; estoy desmemoriada… no recuerdo…
—Una mujer… Ya habéis dado en el quid.
—Tan corta es mi vista, señora, que os encontráis a dos pasos y no os distingo. Conque por ahí podéis juzgar.
—Vamos, puede más que yo —dijo entre sí la condesa—. Dejémonos de astucias, porque me vencería.
—Ya que no habéis visto a esa señora —prosiguió en voz alta—, voy a deciros quién era.
—¿Cuál? ¿La que entró cuando yo salía?
—Efectivamente. Era mi cuñada, la señorita Du Barry.
—¡Ah!, muy enhorabuena; pero como yo no tenía el honor de conocerla…
—Sí, porque la habíais visto ya otra vez.
—¿Yo?
—Sí, y hablado.
—¿A la señorita Du Barry?
—Sí, a la señorita Du Barry; pero en aquella ocasión se llamaba la señorita Flageot.
—¡Ah! —exclamó la vieja con una aspereza que no pudo ocultar—. ¡Ah!, ¿conque la fingida señorita Flageot, que vino a visitarme y me obligó a ponerme en camino, era vuestra cuñada?
—En persona.
—¿E iba enviada con el objeto de mofarse?
—No, para serviros, y para que me sirvieseis.
—Creo —dijo la vieja arrugando sus pobladas y cenicientas cejas— que no ha de serme muy beneficiosa esa visita.
—¿Os recibió tal vez mal M. de Maupeou?
—El hombre propone y Dios dispone.
—Vamos, señora, a hablar seriamente —dijo madame Du Barry.
—Ya os oigo.
—¿Os quemasteis el pie?
—Viéndolo estáis.
—¿Y es grave la quemadura?
—De un modo espantoso.
—¿Y no podéis, a pesar de esa herida, que seguramente será dolorosa, pero que no puede ofrecer peligro, no podéis hacer un esfuerzo, sufrir el movimiento del carruaje hasta llegar a Luciennes, y estar de pie un segundo en mi gabinete delante del rey?
—No es posible, señora, sólo al pensar en levantarme, tiemblo.
—¿Tan terrible es esa quemadura?
—Terrible, sí, señora.
—¿Y quién os cura, os visita y asiste?
—Conservo, como toda persona que ha tenido casa, recetas para quemaduras, y me aplico un bálsamo que yo misma he confeccionado.
—¿Y se puede sin indiscreción ver ese específico?
—En ese frasco que veis sobre la mesa está.
—¡Hipócrita! —exclamó para sí la favorita—, ¡hasta qué punto ha llevado el disimulo! Mucho se sostiene, pero aguardemos el desenlace.
—También yo —añadió en voz alta— tengo un aceite admirable para esas heridas, más no se puede aplicar sin conocer antes de qué clase es la quemadura.
—¿Cómo?
—Hay llagas, ampollas y desolladuras; no sé medicina, ¿pero quién no se ha quemado alguna vez en su vida?
—Lo que yo tengo es desolladura —dijo la vieja.
—¡Cuánto os mortificará, Dios mío! ¿Queréis que os aplique mi aceite?
—Con mucho gusto, señora. ¿Le traéis?
—No; pero lo enviaré…
—Muchas gracias.
—¡Ya!, pero será preciso que yo examine la gravedad de la herida.
Hizo la vieja un ademán de sorpresa y exclamó:
—¡Oh…!, no, señora, no quiero ofrecer a vuestra vista tan desagradable espectáculo.
—Vamos —pensó la favorita—, ya la cogí.
—Nada temáis —continuó en voz alta—, estoy familiarizada con las heridas.
—No obstante, señora, las leyes del decoro me prohíben…
—Cuando se trata de socorrer al prójimo, deben olvidarse esos miramientos.
Y extendió con ligereza su mano hacia la pierna que tenía la condesa apoyada en su sillón.
Todavía no la había tocado cuando un terrible y doloroso grito se escapó del pecho de la vieja.
—Perfectamente representado —murmuró madame Du Barry, observando, crispación por crispación, el descompuesto rostro de madame de Béarn.
—¡Me muero! —gritaba esta—. ¡Ay, señora! ¡Qué susto he pasado!
Y como si fuera a desmayarse, se inclinó hacia atrás, con la vista amortiguada y cubierta de mortal palidez sus mejillas.
—¿Puedo proseguir? —preguntó la favorita.
—Como queráis —contestó con melancólico acento la litiganta.
Quitó la condesa sin perder un minuto el alfiler que prendía los primeros paños que envolvían la pierna y desató presurosa la venda.
Extraordinariamente sorprendida concluyó su operación, al ver que la vieja no oponía resistencia alguna.
—Espera tal vez que llegue al cabezal, para exhalar nuevos gritos —dijo entre sí la condesa—; pero primero la ahogo, que dejar de verla la pierna. Y prosiguió su operación.
La vieja seguía quejándose, mas no hizo el menor movimiento.
Levantado el cabezal, una verdadera llaga se presentó a los ojos de madame Du Barry: allí no había engaño. La quemadura, cárdena y sanguinolenta, hablaba elocuentemente. Podía muy bien madame de Béarn haber visto y conocido a Chon; pero en este caso se elevaba a la altura de Porcia Mucio Escévola.
Fue tanto el asombro de la favorita, que no le permitió pronunciar ni una sola palabra.
Respuesta un tanto, gozaba plenamente de su victoria, fijando triunfante sus pardos ojos en la condesa, arrodillada a sus pies.
Puso esta de nuevo el cabezal, con el delicado esmero propio de las mujeres, cuya mano es tan ligera para una herida; y colocando de nuevo sobre el almohadón la pierna de la litigante, dijo sentándose a su lado:
—Observo que sois más fuerte de lo que yo suponía, y os suplico me perdonéis de no haber entrado desde luego en la cuestión, como convenía a una mujer de vuestro mérito. Exponed vuestras condiciones.
Centellearon los ojos de la vieja; pero aquel brillo, pasajero como el del relámpago, desapareció enseguida.
—Decid claramente vuestros deseos —contestó—, y veré en qué puedo serviros.
—Deseo —replicó la condesa— que me presentéis en Versalles, aun cuando os cueste una hora de los terribles dolores que habéis sufrido esta mañana.
Sin pestañear, escuchaba la de Béarn.
—¿Y qué más?
—Nada; hablad vos ahora.
—Yo deseo —repuso la vieja con una energía que demostró claramente a la condesa que trataba de potencia a potencia—, yo quisiera que se me asegurasen las doscientas mil libras de mi pleito.
—Pero si le ganáis, se convertirán en cuatrocientas mil.
—No, porque considero como si fuesen mías las doscientas mil que me disputan los Saluces. Las otras serán como un regalo que sumaré al honor de haberos conocido.
—¡Bien! Se os darán esas doscientas mil libras. ¿Qué más, señora?
—Un hijo tengo a quien amo con ternura. Siempre llevaron los Béarn honrosamente la espada, y, nacidos para mandar, son, como debéis conocer, malos soldados. Es preciso, pues, que se otorgue a mi hijo el mando de una compañía, y un despacho de coronel para el año que viene.
—¿Y quién ha de sostener ese regimiento, señora?
—El rey, porque si empleo en él las doscientas mil libras de mi beneficio, me quedaré mañana tan pobre como hoy.
—De manera que ya eso asciende a seiscientas mil.
—Cuatrocientas mil, suponiendo que el regimiento valga doscientas mil, que es apreciarle muy caro.
—Corriente, quedaréis complacida.
—También deseo pedirle al rey la restitución de mi viña de Turena, cuatro fanegas de tierra, que los ingenieros reales me arrebataron para el canal, hace dos años.
—Os las pagarían.
—Sí; pero lo que resolvieron los peritos, y exactamente las tasaba yo en el doble que ellos.
—Muy bien, os las pagarán segunda vez. ¿Queda algo?
—Sí, señora. Como podéis considerar, estoy ahora bastante atrasada, y tengo con M. Flageot una cuentecilla pendiente, que asciende a nueve mil libras.
—¡Nueve mil libras!
—¡Oh!, ¡esto es preciso! M. Flageot es un excelente consejero.
—Ya lo creo —dijo la favorita—. Bien, se pagará esa deuda de mi propio peculio. Ya habéis visto que he sido en extremo complaciente.
—¡Ah!, sois bastante bondadosa: por mi parte se me figura haberos demostrado también mi buen deseo.
—¡Oh! ¡Si supierais cuánto siento esa quemadura! —dijo madame Du Barry.
—Pues yo no, porque a pesar de ello, espero que mi afecto me dará fuerzas para serviros como si nada hubiese ocurrido.
—Concretemos el asunto —dijo la favorita.
—Poco a poco.
—¿No os olvidáis de nada?
—Un detalle.
—Veamos.
—Jamás creí tener el honor de presentarme al gran rey. ¡Ay de mí! Ya hace mucho tiempo que Versalles y sus esplendores han cesado de serme familiares; de suerte que estoy sin traje.
—Ya tenía yo prevista esa circunstancia, señora, y ayer, tan pronto como nos separamos, se principió un vestido de presentación para vos, cuidando de encargarle a otra modista distinta de la mía, para que tenga menos trabajo. Para mañana a medio día, quedará terminado.
—Alhajas tampoco tengo.
—Mañana os entregarán los señores Boemer y Bossange, por orden mía, un aderezo de doscientas diez mil libras, que recibirán pasado mañana por doscientas mil. De esta suerte, vuestra indemnización quedará satisfecha.
—Muy bien, señora; nada más deseo.
—Yo me alegro mucho.
—¿Y el despacho de mi hijo?
—Os lo entregará el mismo rey en persona.
—¿Y la promesa de los gastos para la organización del regimiento?
—Se incluirán en el despacho.
—Muy bien. Sólo nos resta tratar ahora de mis viñas.
—¿Y cuánto creéis que valen esas cuatro fanegas, señora?
—En seis mil libras cada una. Son tierras sobresalientes.
—Firmaré una obligación de doce mil libras, que con las doce mil que ya habéis recibido, forman exactamente las veinticuatro mil.
—Ahí tenéis recado de escribir, señora —dijo la vieja indicando con el dedo.
—Yo misma tendré el honor de llevároslo —repuso la Du Barry.
—¿A mí?
—Sí.
—¿Con qué objeto?
—Con el de que os dignéis escribir a Su Majestad la carta que voy a tener el honor de dictaros. Toma y daca.
—Es justo.
—Pues escribid, si lo creéis conveniente.
La vieja aproximó a la mesa un sillón, preparó el papel, y tomó la pluma, y esperó.
La favorita dictó lo siguiente:
«Señor: El placer que experimento al ver aceptada por Vuestra Majestad la oferta que he hecho de ser madrina de mi querida amiga la condesa Du Barry…».
Los labios de la vieja se contrajeron nerviosamente y apretó sobre el papel la pluma, hasta ser imposible escribir.
—Esa pluma está mala, condesa —dijo la favorita—, tomad otra.
—No es necesario, señora, ya se acostumbrará.
—¿Lo creéis?
—Sí.
Madame Du Barry continuó:
»Me da aliento a rogar a Vuestra Majestad que se sirva mirarme con ojos propicios, cuando mañana me presente en Versalles, pues os dignáis consentirlo. Me atrevo a esperar, señor, que Vuestra Majestad me honrará con una buena acogida, perteneciendo a una familia cuyos jefes han derramado su sangre en servicio de los príncipes de vuestra augusta estirpe.
—Firmad ahora. La condesa firmó:
»Anastasia-Eugenia-Rodolfina, Condesa de Béarn».
Con pulso sereno escribió la vieja; los caracteres tenían tamaño de media pulgada, e iban adornadas sus palabras de una numerosa cantidad de faltas de ortografía.
Luego que hubo firmado apretó con una mano su carta, y con la otra presentó tintero, papel y pluma a la condesa Du Barry, quien en renglones derechos y rasgueados redactó una obligación de veintiún mil francos; doce mil para indemnizar la pérdida de las viñas, y nueve mil para pagar los honorarios del licenciado Flageot.
Enseguida escribió una esquela a los señores Boemer y Bossange, joyeros de la real casa, manifestando que entregasen al portador el aderezo de diamantes y esmeraldas llamado Luisa, porque procedía de la princesa, tía del joven Luis-Augusto, príncipe heredero, que lo había enajenado para sus limosnas.
Concluida esta operación, madrina y ahijada se entregaron recíprocamente sus papeles.
—Perfectamente —dijo la favorita—, ahora dadme una prueba de vuestra amistad, querida condesa.
—Con todo mi corazón, señora.
—Estoy convencida de que no hallaréis obstáculos en instalaros en mi casa. Tronchin os curará en menos de tres días. Venid, y al mismo tiempo probaréis mi aceite, que es prodigioso.
—Señora, perdonad —dijo la prudente vieja—, aún tengo que despachar aquí varios asuntos.
—¿Me desairáis?
—Al contrario, señora, acepto vuestra oferta, pero no en este momento. La una acaba de dar en la Abadía; concededme hasta las tres, y a las cinco en punto me encontraré en Luciennes.
—¿Permitís que a las tres venga a buscaros mi hermano en su coche?
—Con mucho gusto.
—Bien, que os cuidéis hasta entonces.
—No temáis nada, os he dado mi palabra, y aun cuando me hubiese de costar la vida, me hallaré mañana en Versalles.
—Hasta la vista, querida madrina.
—Hasta más ver, adorable ahijada.
Separáronse, y la condesa continuó acostada con una pierna sobre los almohadones, una mano en sus papeles y la favorita, mucho más ligera que a su llegada, pero con el corazón algún tanto oprimido por haber sido más débil que una vieja; ella, que con tanta facilidad vencía siempre al rey de Francia.
Cuando pasó por la puerta del salón vio a Juan que, para no ser sospechoso por su tardanza, acababa de atacar la segunda botella.
En cuanto vio a su cuñada, saltó de su silla y corrió hacia ella.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Acuérdate de cuando el mariscal de Sajonia dijo al rey mostrándole el campamento de Fontenoy: «Señor, por este espectáculo conoceréis cuan cara y dolorosa es una victoria».
—¿Pero vencimos? —preguntó Juan.
—Oye otra sentencia de los antiguos: «Otra victoria como esta, y quedamos arruinados».
—¿Pero tenemos madrina?
—¡Ya lo creo!, pero nos cuesta cerca de un millón.
—¡Cáspita! —exclamó Juan haciendo un horrible gesto.
—¿Qué quieres, hijo? Se aprovecha de la ocasión.
—¡Eso clama al cielo!
—Y hemos de estar calladitos, porque podría ocurrir, si se nos escapa una palabra, que nos quedáramos sin madrina o nos costase el doble.
—¡Voto a bríos!, ¡qué mujer!
—Es una romana.
—Di mejor una griega.
—Sea lo que quiera, prepárate para ir por ella a las tres y conducirla a Luciennes. Estaré intranquila hasta tenerla bajo llave.
—De aquí no me muevo —dijo Juan.
—Voy a disponerlo todo —repuso la favorita. Y subiendo a su coche, gritó—: A Luciennes, y mañana a Marly.
—Por mi fe —murmuró Juan siguiendo con su vista al carruaje—, que somos muy costosos a la Francia… pero esto honra a los Du Barry.