Capítulo XXXIV

Era un verdadero prodigio la alcoba de Luciennes, así por su construcción como por su adorno.

Hallábase situada hacia Oriente, y estaba tan herméticamente cerrada con persianas doradas y cortinas de raso, que jamás llegaba hasta ella la luz, sin que antes solicitase permiso como un cortesano.

Invisibles ventiladores agitaban durante el verano un aire suavísimo, parecido al que pudieran producir miles de abanicos.

Las diez serían cuando salió el rey de la cámara azul, y hacía ya una hora que sus carruajes lo esperaban en el patio principal.

Con los brazos cruzados Zamora daba o fingía dar órdenes.

Aproximóse Luis XV a la ventana y pudo ver todos estos preparativos de viaje.

—Pero, condesa, ¿qué es esto? —preguntó—: ¿No almorzamos? ¿Pensáis, acaso, despedirme en ayunas?

—No, en verdad, señor —replicó la favorita—; pero como suponía que estabais citado en Marly con M. de Sartine…

—Sí: mas sería mucho mejor prevenirle que viniese aquí; ¡está tan cerca!

—Me figuro que Vuestra Majestad me hará el honor de creer —dijo la condesa sonriendo—, que no es el primero a quien le ha ocurrido esa idea.

—Y además, la mañana está bastante hermosa para trabajar: almorcemos.

—Espero, sin embargo, me concedáis algunas firmas.

—¿Para madame de Béarn?

—Justo, y fijáis el día.

—¿Para qué?

—Y hora.

—¿Qué hora?

—El día y la hora de mi presentación.

—¡No es posible negar que la habéis ganado bien, condesa! Fijad vos misma el día.

—Cuanto más próximo, sería mejor.

—¿Conque todo está ya corriente?

—Sí.

—¿Aprendisteis a hacer las tres reverencias?

—¡Ya lo creo! Un año hará que las estoy ensayando.

—¿Tenéis traje?

—En veinticuatro horas está hecho.

—¿Y madrina?

—La espero dentro de una hora.

—¡Bien!, pues hagamos un trato.

—¿Cuál?

—Que no me hablaréis del lance del vizconde con el barón de Taverney.

—¿Es decir que sacrificamos a mi pobre hermano?

—Es preciso, condesa.

—Bien, me conformo… Señalad el día.

—Pasado mañana.

—¿A qué hora?

—A las diez de la noche, como se acostumbra.

—¿Convenido?

—Convenido.

—¿Palabra de rey?

—A fe de caballero.

La favorita, tendiendo su mano a Luis XV, dijo con una gracia inimitable:

—Esos cinco, Francia.

Y el rey dejó caer su mano sobre la de ella.

La alegría del rey se comunicó a todo Luciennes. Había transigido en una cuestión sobre la cual hacía tiempo estaba resuelto a ceder, ganando, sin embargo, infinitamente en otra. Daría cien mil libras a Juan, con condición de que se marchase a jugarlas a los baños de los Pirineos o de Auvernia, y esto pasaría por un destierro a los ojos de los Choiseul. Diéronse luises de oro a los pobres y bizcochos a las carpas, y tributáronse elogios a las pinturas de Boucher.

Aunque había cenado a las mil maravillas la víspera, Su Majestad almorzó con gran apetito.

En esto dieron las once y la condesa miraba sin cesar el reloj que, según sus deseos, caminaba con demasiada lentitud. El rey mismo se había molestado en decir, que cuando llegara madame de Béarn, se la introdujese en el comedor.

Pero contra las ilusiones de la favorita se hizo el café, y se bebió muy sosegadamente sin que su madrina llegase.

A las once y cuarto oyóse el galope de un caballo en el patio.

La condesa se asomó precipitadamente, mientras un emisario del vizconde se apeaba de un caballo empapado en sudor.

Tembló la favorita, llena de inquietud; pero como para mantener al rey en sus buenas intenciones, era preciso que no conociese su turbación, volvió a sentarse enseguida a su lado.

No tardó mucho en presentarse Chon con una esquela en la mano.

No era posible retroceder; era necesario leerla.

—¿Qué es eso, querida —preguntó el rey—, alguna carta amorosa?

—Precisamente, señor.

—¿Y de quién es?

—Del pobre vizconde.

—¿De veras?

—Vedlo, si no.

En efecto, el rey reconoció la letra, y temeroso de que tal vez se ocupasen en aquella carta de la aventura de La-Chaussée:

—Basta, basta —dijo, no queriendo verla—, quedo satisfecho.

La condesa estaba violentísima.

—¿Es para mí? —preguntó.

—Sí, hermana.

—¿Consiente Vuestra Majestad…?

—¿Por qué no?, leed. Chon me contará un cuento mientras tanto —repuso Luis XV, sentándola sobre sus rodillas y cantando con la voz más inarmónica de su reino, como decía Juan Jacobo:

Ya perdí a mi servidor

y con él perdí mi dicha…

La favorita se retiró al hueco de una ventana y leyó:

No aguardes a la pícara vieja, porque dice que no le es posible salir, pretextando haberse quemado anoche un pie. A Chon tienes que agradecer este contratiempo, por su oportuna visita de ayer: la maldita bruja la conoció, y por eso nos juega esta pasada.

Bien puede dar gracias a Dios ese pelafustán de Gilberto, que de todo es culpable; si no se hubiese perdido, ya le hubiera yo retorcido el pescuezo; pero que esté alerta, pues va a llevar una buena paliza si le encuentro.

En fin, ven pronto a París, o perderemos cuanto hemos hecho.

Juan

—¿Qué significa eso? —preguntó el rey que advirtió la súbita palidez de la condesa.

—No es nada, señor: un boletín de la salud de mi cuñado.

—¿Y continúa mejor?

—Mejor cada día —replicó la favorita—. Tantas gracias. Pero oigo un coche que entra en el patio.

—¿Será acaso la condesa?

—No, señor, es M. de Sartine.

—¿Adónde vais? —interrogó el rey al ver que madame Du Barry se dirigía hacia la puerta.

—Paso a mi tocador, para dejaros solo con él.

—¿Y madame de Béarn?

—Tan pronto como llegue, tendré el honor de avisar a Vuestra Majestad —repuso la condesa ocultando la carta en el fondo del bolsillo de su blusa.

—¿Es decir que me abandonáis, condesa? —preguntó Luis XV con un tierno suspiro.

—Es domingo —repuso la favorita—, ¡esas firmas!, ¡esas firmas…!

Presentó al monarca sus mejillas de rosa, en cada una de las cuales estampó aquel un beso.

Y salió rápidamente del comedor.

—¡Llévese el diablo las firmas —dijo Luis XV—, y a los que vienen a buscarlas! ¡Quién habrá inventado los ministros, las carteras y el papel sellado!

No había el rey concluido de formular esta maldición, cuando al mismo tiempo entraron el ministro y la cartera por la puerta opuesta a la que diera paso a la condesa.

Exhaló el monarca otro melancólico suspiro.

—¡Hola! ¿Ya estáis aquí, Sartine?, ¡qué puntual sois!

Dijo con tal acento estas palabras, que difícilmente habríase podido conocer si contenían un elogio, o una reconvención.

El ministro abrió la cartera apresurándose a sacar los papeles, cuando se oyó rodar un carruaje sobre la arena de la alameda.

—Esperad, Sartine —dijo Luis XV dirigiéndose presuroso hacia la ventana—. ¡Qué veo! —añadió con admiración—, ¿parte la condesa?

—Sí, señor —repuso el ministro.

—Creí que esperaba a madame de Béarn.

—Me figuro, señor, que cansada ya de aguardar irá en persona a buscarla.

—Sí, pero como había dicho que vendría esta mañana…

—Casi estoy seguro de que no vendrá.

—¡Cómo, Sartine! ¿Vos también sabíais eso?

—Es preciso que sepa un poco de todo para tener contento a Vuestra Majestad.

—¿Pues qué ha ocurrido? Contádmelo, Sartine.

—¿A la vieja?

—Sí.

—Lo que sucede con frecuencia: que se han encontrado dificultades.

—Pero, en fin, ¿vendrá o no vendrá?

—¡Hum!, ¡hum!, mejor le hubiera podido asegurar eso ayer que hoy.

—¡Pobre condesa! —prosiguió Luis XV sin que pudiera ocultar, sin embargo, un destello de alegría que brilló en sus ojos.

—¡Ah, señor! Bien poco eran el pacto de familia y la cuádruple alianza comparados con esta presentación.

—¡Pobre condesa! —dijo de nuevo moviendo la cabeza el monarca—, nunca llegarán a realizarse sus planes.

—Mucho lo temo, como Vuestra Majestad no se incomode.

—¡Ya creí haberlo logrado…!

—Y lo peor —continuó el ministro— es que si no la presentan antes que llegue la princesa, es muy probable que nunca la presenten.

—Tenéis razón, Sartine, es más que probable. Afirman que mi nuera es muy devota como también muy severa. ¡Pobre condesa!

—Estoy seguro de que madame Du Barry tendrá un sentimiento muy grande si no la presentan; pero también es cierto que Vuestra Majestad se ahorrará no pocos disgustos.

—¿Por qué?

—Porque así no habrá ese motivo más de murmuración para los envidiosos, para los maldicientes, para los copleros, para los aduladores y para las gacetas. Si la condesa es presentada, necesitaremos emplear cien mil francos más en policía secreta.

—¿De veras, Sartine? ¡Pobre condesa! ¡Tiene tanto empeño!

—Si Vuestra Majestad lo ordena, se cumplirá.

—¡Qué dijisteis! —exclamó Luis XV—, ¿puedo yo acaso mezclarme de buena fe en esos asuntos? ¿Es posible que yo firme una orden para que se ayude a la condesa? ¿Y sois vos, Sartine, vos, el hombre de talento, quién me propone dar un golpe de Estado para satisfacer caprichos de una mujer?

—¡Oh, no por cierto, señor! Me limitaré a decir como Vuestra Majestad: ¡pobre condesa!

—Además —prosiguió el monarca—, no se ha perdido todo aún, y vos, Sartine, miráis las cosas por su aspecto peor. ¿Podéis asegurar que madame de Béarn no cambiará de opinión? ¿Aseguraréis que la princesa no llegará tan pronto? Faltan aún cuatro días antes que entre en Compiègne, y en cuatro días se puede adelantar mucho… ¿Conque vamos a trabajar hasta mañana, Sartine?

—Tres firmas hay no más —contestó el subdelegado sacando un papel de su cartera.

—¡Ah! —exclamó el rey—, ¿es un auto de prisión?

—Sí, señor.

—¿Contra quién?

—Examínelo Vuestra Majestad.

—¿Contra el señor Rousseau? ¿Quién es este Rousseau, Sartine?, ¿qué ha hecho?

—El Contrato Social, señor.

—¡Ah!, ¡ah!, ¿conque es contra Juan Jacobo?, ¿y pretendéis encerrarle en la Bastilla?

—Señor, va escandalizando…

—¿Y cómo queréis que se entretenga?

—En fin, yo tampoco pretendo encerrarle ahora.

—¿Pues para qué queréis esa orden?

—Con el fin de que esté dispuesta para cuando se necesite.

—No lleguéis a creer que me intereso por esos filósofos —añadió Luis XV.

—Muchísima razón tiene Vuestra Majestad para no hacerlo —repuso Sartine.

—Pero se debe tener en cuenta que podrán alzar el grito; además, yo creí que estaba en París con autorización.

—En efecto, señor; pero a condición de que no se presentaría en público.

—¿Y se presenta?

—A cada momento.

—¿Con su traje de armario?

—¡Oh, no, señor!, le hemos prohibido usarlo.

—¿Y ha obedecido?

—Sí, pero protestando contra esta orden.

—¿Cómo se viste ahora?

—Como todos, señor.

—Pues entonces, me parece que el escándalo no es tan grande.

—¿Cómo que no? ¿Sabéis, señor, a qué sitio concurre todos los días ese hombre a quien se le ha prohibido mostrarse en público?

—¿Tal vez a casa del mariscal de Luxemburgo… de madame de Alembert… de madame de L’Épinay?…

—No, señor: va al café de la Regencia, y allí juega al ajedrez todas las noches por obstinación solamente, porque siempre pierde. Una brigada necesito tan sólo para observar los grupos que se forman alrededor de la casa.

—Observo —dijo el rey—, que los habitantes de París son aún más estúpidos de lo que yo creía. Dejadlos en paz, Sartine, y que se distraigan jugando; ese tiempo menos murmurarán contra la miseria.

—Pero si cualquier día le da por pronunciar discursos semejantes a los de Londres…

—¡Ah! Entonces habrá delito, y delito público, en cuyo caso no sería necesario el mandamiento de prisión. ¿Estamos, Sartine?

El ministro comprendió que el rey no quería aceptar la responsabilidad de la prisión de Rousseau, y no insistió más.

—Entonces, señor —continuó el subdelegado—, vamos a tratar de otro filósofo.

—¿De otro? —repitió el rey como disgustado—, ¿no lograremos concluir nunca con ellos?

—¡Ay, señor!, ellos son los que no cesarán hasta acabar con nosotros.

—¿Y de quién se trata?

—De Voltaire.

—¿También ha regresado a Francia?

—No, señor, y más valdría tal vez que así sucediese, porque siquiera podríamos vigilarle.

—¿Y qué ha hecho?

—Él nada; pero sus amigos y discípulos piensan nada menos que en erigirle una estatua.

—¿Ecuestre?

—No, señor, aunque es un famoso conquistador.

Luis XV se encogió de hombros.

—Desde Poliorcète no ha habido otro como él —continuó M. de Sartine—, tiene espías en todas partes, y en todas partes entra: dedícanse al contrabando para introducir sus obras las personas más distinguidas del reino. Ocho cajas llenas embarcó el otro día nada menos, y dirigidas a M. Choiseul venían dos.

—¡Ah!, es un autor que entretiene mucho.

—Ya, pero mientras tanto, observe Vuestra Majestad que hacen por él lo que por los reyes: le erigen estatuas.

—Nadie se las erige a los reyes sino ellos mismos. ¿Y quién se ha encargado de tan linda obra?

—Figale, el escultor que ha ido a Ferney para hacer el modelo, y entretanto las suscripciones aumentan. Seis mil escudos tienen ya recaudados, debiéndose tener presente que sólo a los literatos está permitido el suscribirse. El mismo M. Rousseau ha contribuido con dos luises.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Luis XV—, yo no soy literato, y no debo intervenir en eso.

—Yo pensé —contestó M. de Sartine—, proponer a Vuestra Majestad prohibiese esas demostraciones.

—¡Qué desatino, Sartine! La erigirían entonces en oro en vez de bronce. Dejadlos: más feo ha de estar todavía en bronce que en carne y hueso.

—¿De modo que Vuestra Majestad desea que el proyecto no se suspenda?

—¿Desear? Poco a poco, Sartine, no es esa la palabra categórica. Sería muy natural que yo intentase evitarlo todo; pero conozco que es imposible. Ha pasado la época en que los monarcas podían decir al espíritu filosófico como Dios al Océano: «No pasarás de aquí». Gritar sin resultado, amenazar sin herir, sería demostrar nuestra impotencia. Apartemos la vista, Sartine, y finjamos que no vemos.

Exhaló un triste suspiro el subdelegado y repuso:

—Ya, señor, que no castigamos a los hombres, destruyamos al menos sus obras. He aquí una lista de las que es necesario denunciar: unas atacan al trono, y otras a la Iglesia: las unas son rebeldes, y sacrílegas las otras.

El monarca, tomando la lista, leyó con voz apagada:

El Sagrado Contagio, o Historia natural de la superstición; Sistema de la Naturaleza, o Leyes del mundo físico y moral; Dios y los Hombres, o Discurso sobre los milagros de Jesucristo; Instrucciones del capuchino de Ragusa a Fray Peduicloso, al marchar para la Tierra Santa…

Todavía no había llegado Luis XV a la cuarta parte de la lista cuando la soltó: su rostro, sereno ordinariamente, tomó una expresión singular de tristeza y desaliento, y así estuvo algunos minutos pensativo, confuso y anonadado.

El subdelegado le observaba con esa inteligencia que agradaba tanto a Luis XV en sus ministros, porque se evitaba el trabajo de pensar y ejecutar.

—Tranquilidad, ¿no es así, señor?; tranquilidad, ¿no es eso lo que el rey desea?

Este balanceó de arriba abajo su cabeza, y dijo:

—Pero ¡Dios mío!, ¿pretendo yo otra cosa por ventura de esa turba de filósofos, enciclopedistas, taumaturgos, iluminados, poetas, economistas y folletistas, que saliendo de no sé dónde, bullen, escriben, graznan, calumnian, vociferan y predican? Que los coronen, que les erijan estatuas y les edifiquen templos; pero que me dejen tranquilo.

Sartine se levantó, saludó al rey, y salió murmurando:

—Afortunadamente nuestra moneda dice: Domine salvum fac regem.

Luis XV quedó solo, tomó una pluma, y escribió al príncipe las siguientes líneas:

«Me habéis pedido que acelere el viaje de la princesa, y voy a complaceros.

»He ordenado que no se detenga en Noyon, debiendo llegar por consiguiente el martes por la mañana a Compiègne.

»Yo mismo llegaré allí a las diez en punto, es decir, un cuarto de hora antes que ella».

Continuó hablando consigo mismo: «Me veré libre de esa maldita presentación que me molesta ya más que el mismo Voltaire y que Rousseau y todos los filósofos habidos y por haber. La cuestión será entonces entre la pobre condesa, el príncipe y la princesa. Tiempo es ya ¡vive Dios!, de que recaigan todos los disgustos, los odios y las venganzas sobre personas jóvenes que tienen fuerza para luchar. Aprendan los niños cómo se sufre, que así se forma la juventud».

Y satisfecho por haber sabido vencer todos aquellos inconvenientes, y seguro además de que nadie tendría razón para acusarle de haber favorecido o estorbado la presentación, de que todo el mundo hablaba en París, montó en su coche y partió para Marly, donde toda su corte le esperaba.