Luis XV, satisfecho con aquel rasgo de autoridad, encaminóse hacia la puerta, considerando que era aquello un castigo para la condesa por haberlo hecho aguardar, evitándose al mismo tiempo el obstáculo de la presentación.
Chon entró en aquel momento.
—¿Habéis visto mi servidumbre?
—No he hallado ni a un solo criado de Vuestra Majestad en las antecámaras.
—¡Mi servidumbre! —gritó entonces Luis XV saliendo hasta la puerta.
La respuesta fue el silencio: habríase dicho que ni aun eco tenía aquel silencioso palacio.
—Quién diablos creería —dijo regresando al salón— que soy nieto del que dijo: Tuve casi que esperar.
Dirigióse entonces hacia la ventana, pero la explanada estaba tan desierta como las antecámaras: ni caballos, ni cocheros, ni guardias. La noche únicamente se presentaba a los ojos y al pensamiento con su silenciosa majestad, iluminada por una hermosa luna, que mostraba, trémulas como las olas embravecidas, las copas de los árboles del bosque de Châlons, haciendo brotar millares de luminosas lentejuelas al Sena, serpiente gigantesca y perezosa, cuyas ondulaciones pueden seguirse desde Bougival hasta Maisons; esto es, durante cuatro o cinco leguas de vueltas y revueltas.
Por otra parte, un ruiseñor que se columpiaba en las ramas de un árbol, improvisaba uno de esos melifluos cantos, que sólo se escuchan en el florido mes de mayo, como si sus alegres notas no pudiesen hallar una naturaleza digna, sino en esos primeros días de primavera, que vemos alejarse tan pronto como aparecen.
Aquella sublime armonía era, pues, indiferente para Luis XV, rey poco observador, poco poeta, poco artista; pero muy material.
—Vamos —dijo desesperado—, condesa, tened la bondad de dar órdenes. ¡Qué diablos!, basta ya de bromas.
—Señor —interrumpió esta con aquella dulce amabilidad que casi siempre la reconciliaba con Luis XV—, yo no dispongo aquí.
—Pues yo tampoco; ya veis qué modo tienen de obedecerme.
—Ni vos tampoco, señor. —¿Pues quién? ¿Sois vos, Chon?
—¡Yo! —exclamó esta sentada al otro extremo del aposento—. Bastante me cuesta obedecer, para tomarme la molestia de mandar.
—¿Quién es el amo entonces?
—¿Quién queréis que sea? El señor gobernador.
—¿Zamora?
—Sí.
—Es cierto, podéis llamar.
Tendió la condesa la mano con adorable negligencia, y tiró de un cordón se seda que remataba en una bellota de perlas.
—Un lacayo, prevenido sin duda por anticipado, se presentó.
—¿Y el gobernador? —preguntó el rey.
—El gobernador —contestó muy respetuoso el criado—, vela por la interesante vida de Vuestra Majestad.
—¿Dónde anda?
—Rondando.
—¿Rondando? —repitió Luis XV.
—Con cuatro oficiales —agregó el lacayo.
—Como Mambrú —exclamó la condesa.
—No está malo el lance —dijo el rey sin poder contener una sonrisa— pero esto no es inconveniente para que enganchen.
—El señor gobernador ha ordenado que se cierren las caballerías, para que no se oculte en ellas ningún malhechor.
—¿Dónde están mis cocheros?
—En las habitaciones de la servidumbre.
—¿Qué hacen?
—Dormir.
—¿Dormir, has dicho?
—Tienen esa orden.
—¿Quién la ha dictado?
—El señor gobernador.
—¿Y las puertas? —interrogó el rey.
—¿Qué puertas, señor?
—Las del castillo.
—Cerradas.
—¡Bien!, pero podrán buscarse las llaves.
—El señor gobernador las lleva pendientes de su cintura.
—¡Vaya un castillo bien guardado! —dijo el rey—. ¡Demonio, qué orden…!
Viendo el lacayo que el rey no le dirigía otra pregunta, se retiró.
Reclinada la condesa en su sillón mordía una rosa, a cuyo lado, sus labios parecían de coral.
—Vamos, señor —dijo con aquella sonrisa de languidez que le distinguía—; me compadezco de Vuestra Majestad. Tomad mi brazo, e iremos a buscarlos. Alúmbranos. Chon.
Salió esta la primera, formando la avanzada pronta a dar aviso de cualquier obstáculo que pudiera presentarse.
Al llegar al primer ángulo del pasillo, el rey percibió un perfume capaz de excitar el apetito del más delicado gastrónomo.
—¡Ah…!, ¿qué olorcillo es este, condesa? —dijo parándose.
—El de la cena, señor. Deseaba que me hubieseis hecho el honor de cenar conmigo en Luciennes, y adopté mis medidas.
Luis XV aspiró repetidas veces el aroma apetitoso, y considerando al mismo tiempo que su estómago le estaba dando señales de existencia, que se necesitaría media hora al menos para despertar sus cocheros; un cuarto de hora para enganchar; diez minutos para llegar a Marly; que en Marly no le esperaban, y sólo encontraría algunas prevenciones por si acaso, aspiró otra vez el incitante olorcillo, y se detuvo en la puerta del comedor, donde había dos cubiertos sobre una mesa espléndidamente alumbrada, y suntuosamente servida.
—¡Diablos! —dijo Luis XV—, ¡qué buen cocinero tenéis, condesa!
—Pues este era precisamente el primer ensayo, y el infeliz se había esmerado para conseguir la aprobación de Vuestra Majestad. Sería capaz de suicidarse como el pobre Vatel.
—¿Es cierto? —dijo Luis XV.
—Hay principalmente una tortilla de huevos de faisán, con la cual esperaba…
—¡Qué lástima!
—Bueno, condesa… no desairemos a vuestro cocinero —dijo el rey sonriendo—, y puede que mientras cenamos vuelva Zamora de su ronda.
—¡Magnífica idea! —dijo la condesa sin ocultar su alegría al ver que se realizaban sus deseos—. Entrad, entrad.
—¿Pero quién nos servirá? —preguntó el rey, buscando inútilmente algún lacayo.
—¿Os parece malo el café cuando yo misma os lo sirvo?
—No, condesa, y aún diré que me agrada mucho más, cuando sois vos quien lo hace.
—Pues entonces, aproximaos.
—¡No veo más que dos cubiertos! —dijo el rey—. ¿No cena Chon?
—Sin la orden expresa de Vuestra Majestad no habríamos osado…
—¡Qué tontería! —exclamó el rey llevando por sí mismo un cubierto a la mesa—. Ven, querida Chon, colócate ahí, frente a nosotros.
—Señor… —dijo Chon.
—Sí, échala de humilde y obediente vasalla: ¡hipócrita! Colocaos aquí, condesa, cerca de mí. ¡Qué bello perfil tenéis!
—¿Hasta ahora no os habíais fijado en ello, señor Francia?
—Tomó la condesa una botella y sirvió a Luis XV.
Los dedos de la graciosa copera, tornáronse blancos y las uñas de color de rosa, al oprimir el cuello de la botella.
—Seguid echando, condesa; así, despacio —dijo el rey.
—¿Para no enturbiar el licor?
—¡No, para estar mucho tiempo contemplando vuestra mano!
—Vamos, Vuestra Majestad se ha empeñado esta noche en hacer descubrimientos.
—Sí, hasta creo —replicó Luis XV volviendo a su acostumbrada alegría— que estoy ya próximo a descubrir…
—¿Otro mundo? —preguntó la favorita.
—¡No!, no soy tan ambicioso, tengo bastante con un reino: pero… una isla, algún rinconcito de tierra, algún cerro encantado, con un palacio cuya Armida[19] fuese una hermosa amiga mía, y cuya puerta quedase guardada por monstruos de todas clases, cuando se me antojara olvidarlo todo.
—¡Cabalmente! —repuso la condesa presentando una garrafa de vino de champaña helado—, he aquí una invención que Vuestra Majestad desconoce todavía. Esta es agua cogida en el Leteo.
—¡En el Leteo!, ¿de veras, condesa?
—Sí, señor; ese pobre Juan me la trajo de los infiernos, donde ha estado a punto de quedar para siempre.
—¡Brindo por su feliz resurrección, condesa! —dijo el rey elevando su vaso—; pero repito que nada de política.
—Entonces nada tengo que agregar: pero si Vuestra Majestad, que se luce tanto contando cuentos, quisiera referirnos uno…
—No; pero voy a recitaros unos versos.
—¡Unos versos! —exclamó la favorita.
—Sí, unos versos… ¿Qué encontráis de particular en eso?
—Que nunca le han gustado a Vuestra Majestad.
—¡No lo dudo! Si de cien mil que escriben, los noventa mil son contra mí.
—¿Y los que Vuestra Majestad va a recitarme, forman parte de los diez mil que no han obtenido su perdón para los otros noventa mil?
—No, condesa, los que voy a recitaros están dedicados a vos.
—¿A mí?
—Sí, condesa.
—¿Por quién?
—Por M. de Voltaire.
—Y ha confiado a Vuestra Majestad…
—No, no; los enviaba directamente a Vuestra Alteza.
—¿Sin carta?
—Al contrario, venían en una carta muy expresiva.
—¡Ah!, ya comprendo: Vuestra Majestad habrá estado trabajando esta mañana con su director de correos.
—Precisamente.
—Vamos, señor, esa composición de M. de Voltaire. Desdobló Luis XV un papelito, y leyó:
¡Ahí madre de las gracias y diosa del placer,
de Paptios en las fiestas! ¿Por qué quieres mezclar
angustias indecibles, horrendo padecer,
de un héroe la derrota con furia meditar?
Continuaban otras estrofas hablando de Ulises y de la diosa Venus, como una alegoría en la cual figuraban Luis XV y la Du Barry.
La última estrofa decía así:
Ese convicto caudillo que su poder humilla,
y que se rinde al peso de tu cruel furor,
y la belleza adora e inclina la rodilla
ante la voz sublime del inefable amor.
—¡Lo veo! —dijo la condesa más ofendida que agradecida del poético obsequio—, está visto que M. de Voltaire intenta reconciliarse con Vuestra Majestad.
—En balde se esfuerza, si es así —contestó Luis XV—, porque es tan entrometido y trapisondista, que me lo revolvería todo si viniese a París. Que se vaya con mi primo Federico II que es amigo suyo. Ya tenemos bastante que hacer con Rousseau; pero conservad estos versos, condesa, y meditadlos bien.
La condesa tomó el papel, lo enrolló, y colocó junto a su plato.
El rey la contemplaba mientras tanto.
—Vamos, señor —dijo Chon—, un poco de Jockey.
—Viene de las bodegas de Su Majestad el emperador de Austria —dijo la condesa—: Bebedle con confianza.
—¡Cómo!, ¡de las bodegas del emperador! —dijo el rey—, únicamente yo lo tengo de allí.
—Ya, pero me lo ha proporcionado vuestro despensero.
—¿Lo habéis seducido?
—No, se lo he ordenado.
—Bien dicho: el rey es un necio.
—¡Ah!, sí, pero el señor Francia…
—El señor Francia tiene al menos la candidez de amaros con todo su corazón.
—¡Ah! Si fuerais siempre el señor Francia y nada más.
—Condesa, que no habléis de política.
—¿Desea Vuestra Majestad café? —preguntó Chon.
—Sin duda.
—¿Y lo hará Vuestra Majestad arder como de costumbre? —interrogó la condesa.
—Si no lo impide la señora del castillo…
La condesa se levantó.
—¿Qué hacéis?
—Voy a servir a Vuestra Majestad.
—Vamos —exclamó el monarca recostándose en su silla, como hombre que ha cenado opíparamente, y cuyos humores ha puesto en completo equilibrio una buena comida—; vamos, condesa, no puedo hacer otra cosa mejor que dejaros hacer vuestro gusto.
La favorita vino enseguida con una estufilla de plata, sobre la cual había una cafetera que contenía el humeante moka, y luego ofreció al rey en un plato, una taza de plata sobredorada, junto a la cual dejó un papel enrollado en forma de pajuela.
Luis XV calculó el azúcar matemáticamente, con la profunda atención que de ordinario prestaba a esta operación, midió después el café, y echando lentamente el ron, para que el alcohol sobrenadase, cogió el papelito que encendió en la bujía, y comunicó la llama al licor inflamable, arrojándole después en la estufilla, donde concluyó de consumirse.
Pasados cinco minutos, saboreaba su café con toda la voluptuosidad de un gastrónomo consumado.
Enmudeció la favorita durante este tiempo; pero cuando apuró la última gota, exclamó:
—¡Qué lástima, señor! Habéis encendido vuestro café con los versos de M. de Voltaire. ¡Qué desgracia para los Choiseul!
—Me he equivocado —contestó Luis XV riendo—, cuando os creía una hada: ya veo que sois un demonio.
—Si queréis, señor —exclamó la favorita levantándose—, me informaré si ha vuelto el gobernador.
—¿Quién, Zamora?… ¿Y para qué?
—¿No pensáis ir a Marly?
—Es cierto —contestó el rey, haciendo un esfuerzo para apartar de sí aquel dulce encanto—; bien, condesa, veamos si ha vuelto.
Chon desapareció a una señal de su hermana.
Luis XV comenzó nuevamente su investigación, aunque su espíritu no se hallaba en el estado que al principio de su pesquisa. Han dicho los filósofos que la manera triste o alegre con que el hombre mira las cosas, procede casi siempre del estado de su estómago.
Y como el estómago de los reyes no se diferencia en nada del de los hombres, y aun puede afirmarse que son menos buenos, en general, que los de sus súbditos, pero que comunican su bien o malestar al resto del cuerpo, exactamente como los demás, hallábase el rey de tan buen humor, cuanto le pueden tener los reyes.
Habría dado el rey diez pasos por el pasillo, cuando un nuevo perfume salió a su encuentro.
Abrióse la puerta de un aposento magnífico, colgado todo de raso azul, recamado de flores naturales, pudiendo el observador distinguir alumbrada por una luz misteriosa la alcoba, a la cual hacía ya dos horas que la linda encantadora procuraba conducir a Luis XV.
—Sigue nuestra reclusión —dijo aquella—, pues según parece no ha vuelto todavía Zamora, y como no salgamos del castillo por las ventanas…
—¿Con las sábanas de la cama? —preguntó el rey.
—Señor —dijo la favorita—, se puede usar sin abusar. El rey abrió los brazos, y la condesa dejó caer la linda rosa, que se deshojó sobre la alfombra.