Capítulo XXXII

Había partido el rey para Marly según tenía anunciado, y ordenó a cosa de las tres de la tarde que le condujesen a Luciennes.

Suponía que tan pronto como hubiese madame Du Barry recibido su esquela, se apresuraría también a salir de Versalles, e iría a esperarle en el delicioso palacio que se había mandado edificar, y que ya había el rey visitado los o tres veces, aunque sin pernoctar en él nunca, bajo el pretexto de ser castillo real.

De tal manera, que fue extraordinaria su sorpresa cuando al llegar vio a Zamora, que poco envanecido por su nuevo título de gobernador, entreteníase en arrancar plumas a la cotorra, que procuraba defenderse a picotazos.

Rivales eran los dos favoritos, como lo eran M. de Choiseul y la condesa Du Barry.

El monarca se instaló en el salón y despidió a su comitiva.

Aunque era el caballero más curioso de su reino, nunca acostumbraba preguntar a criados ni lacayos, pero Zamora no debía entrar en esta categoría, pues ocupaba su rango entre el tití y la cotorra.

Interrogó Luis XV a Zamora.

—¿Se encuentra en el jardín la señora condesa?

—No, mi amo —contestó.

Con el tratamiento precedente se sustituía el título de Majestad, de que la favorita había despojado al monarca en Luciennes por uno de sus innumerables caprichos.

—¿Ha ido al estanque de las carpas?

Gastando el oro a manos llenas, habían abierto un lago en medio de la montaña, que se surtía con las aguas del acueducto, y habían llevado a él las carpas más hermosas de Versalles.

—Tampoco, mi amo —repitió Zamora.

—Pues ¿dónde se encuentra?

—En París.

—¡Cómo en París…! ¿No ha venido la condesa a Luciennes?

—No, mi amo, pero ha mandado a Zamora.

—¿Con qué fin?

—Para que reciba al rey.

—¡Cómo! —exclamo el rey—; ¿te confían el cuidado de recibirme? ¡A fe mía, que es agradable la compañía de Zamora! Lo agradezco, condesa, lo agradezco —repitió el monarca levantándose despechado.

—No, mi amo —repuso el negrillo—, el rey no tendrá la sociedad de Zamora.

—¿Por qué?

—Porque se marcha.

—¿Y adónde vas?

—A París.

—Está bien; me quedaré solo. Esto va cada vez peor. ¿Qué vas a hacer en París?

—Voy a buscar a mi ama Du Barry, para comunicarle la noticia de que el rey está en Luciennes.

—¡Ah!, ¿de modo que la condesa te ha encargado que me digas eso?

—Sí, mi amo.

—¿Y no te ha dicho lo que debo hacer mientras regresas?

—Me dijo que durmierais.

—En fin —dijo consigo mismo el rey—; esto será que no debe tardar, y quiere sorprenderme.

Y luego alzando la voz añadió:

—Corre, y tráeme a la condesa… Pero… dime, ¿en qué te vas?

—En el gran caballo blanco, con la mantilla encarnada.

—¿Cuánto tiempo tardas en llegar a París en ese caballo?

—No sé —contestó el negro—, pero es muy ligero, muy ligero. A Zamora le gusta correr mucho.

—Vaya, no es lo peor eso —dijo Luis XV acercándose a la ventana para verle marchar.

Ayudóle su lacayo a encaramarse sobre el caballo, y con esa feliz ignorancia del peligro, propia de la infancia, el negrillo salió a escape sobre su gigantesca cabalgadura.

Cuando quedó solo el rey, preguntó al criado si había alguna novedad que ver en Luciennes.

El criado contestó:

—Ahí está M. Boucher pintando en el gran gabinete de la condesa.

—¡Ah! ¡Boucher! ¡El buen Boucher se encuentra aquí! —exclamó Luis XV con cierta satisfacción—; ¿dónde has dicho que está?

—En el gabinete del pabellón. ¿Quiere Su Majestad que le acompañe?

—No —contestó el rey—, prefiero ir a ver las carpas. Trae un cuchillo.

—¿Un cuchillo, señor?

—Sí, y un pan grande.

El lacayo obedeció, y trajo en una batea del Japón un pan grande, en el cual habíase clavado un cuchillo.

Indicó entonces Luis XV al lacayo que le acompañara, y se dirigió alegre hacia el estanque…

Había como tradición de familia, la costumbre de echar pan a las carpas. El gran rey no la olvidó un solo día.

Luis XV se sentó en un banco de césped, desde donde se admiraba un delicioso paisaje.

En primer término, se veía el estanque cercado de césped, luego la aldea entre dos colinas, una de las cuales, parecida a la alfombrada Roca de Virgilio, se eleva al Oeste, y sostiene las chozas techadas de paja, parecidas a una capa de juguetes cubiertos de helecho.

Allá, más lejos, distinguíanse las torrecillas de San Germán, sus gigantescas gradas, y las innumerables copas de los arbustos de su azotea, y más lejos aún, las laderas azuladas de Corneilles, y en el fondo, en fin, el cielo con tintas de color de rosa, rodeándolo todo como cúpula de metal brillante.

Era el tiempo tempestuoso, y el follaje se destacaba oscuro sobre las verdes praderas; el agua, inmóvil y lisa como una extensa superficie de aceite, a veces se agujereaba, cuando de su centro surgía algún pez refulgente y plateado, para coger la mosca de los estanques, que arrastraba veloz sus largas patas sobre el agua.

Marcábanse entonces en el agua círculos que se extendían progresivamente, surcando la superficie con negras y blancas vetas.

En la orilla veíanse aparecer los enormes hocicos de algunos peces silenciosos, que seguros de nunca tropezar con el anzuelo ni la red, acudían a chupar los pendientes tréboles, y a fijar sus ojos, al parecer sin vista, en los lagartos y ranas que jugueteaban entre los juncos.

Así que contempló el rey con detenimiento todos los ángulos del paisaje, como hombre experimentado en la manera de emplear el tiempo, y después de contar las casas de la aldea más cercana y las poblaciones que alcanzaba con la vista, tomó el pan del plato que junto a él estaba, y empezó a cortarle en rebanadas.

Los peces oyeron rechinar el acero en la corteza, y acostumbrados a aquel ruido que les anunciaba la comida, acudieron presurosos a presentarse, aproximándose cuanto les fue posible a Su Majestad para que se sirviera suministrarles su alimento cotidiano. Por el último de los lacayos hubieran hecho lo mismo; pero el monarca creyó sencillamente que sólo a él guardaban aquellas atenciones.

Empezó, pues, a lanzar consecutivamente los pedazos de pan, que sumergiéndose al principio, salía; luego sobre la superficie del estanque, eran durante algunos instantes disputados, y desmigajándose disueltos por el agua, desaparecían pronto.

Después de media hora, Su Majestad, que había tenido la paciencia de cortar unas cien rebanadas, disfrutaba también de la satisfacción de no ver sobrenadar ni una sola, aburrióse; y recordando que M. Boucher podría proporcionarle una distracción secundaría, aun cuando fuese menos divertida que la de las carpas, se convenció de que en el campo es preciso conformarse con lo que se encuentra.

Dirigióse hacia el pabellón, y Boucher, que ya estaba prevenido, le seguía con la vista, sin dejar de pintar, o más bien, aparentando que pintaba. Tan pronto como se convenció de que él venía a visitarle, arregló enajenado de gozo su guirindola, y subió a la escalera, pues le habían especialmente encargado que fingiese ignorar la presencia del rey en Luciennes. Apenas oyó crujir el pavimento bajo las plantas del amo, empezó a bosquejar a una pastorcita vestida de un traje de raso azul, y cubierta con un sombrerillo de paja.

Temblaba su mano, y el corazón le latía violentamente.

Luis XV se detuvo en la puerta, y dijo:

—¡Hola! ¡M. Boucher!, ¡cómo oléis a trementina!

Y se adelantó.

El infeliz pintor aguardaba otra cosa a pesar de lo poco artista que era el monarca y estuvo próximo a caer de la escalera.

Bajó y se fue con los ojos llenos de lágrimas, sin raspar su paleta, ni lavar sus pinceles, cosa que nunca omitía al terminar su tarea.

Miró el rey el reloj: eran las siete.

Habiendo vuelto al castillo hizo rabiar al mono, hablar a la cotorra, y sacó uno por uno todos los objetos de china que había en los armarios.

Anocheció entretanto, y el rey, a quien no le agradaba la oscuridad, ordenó que encendieran; y en fin, cada vez más fastidiado, pues tampoco quería estar solo.

—Que estén preparados mis caballos para dentro de un cuarto de hora —gritó.

Y luego añadió hablando consigo mismo:

—Sí, un cuarto de hora la aguardo todavía… pero ni un minuto más.

Y reclinóse en el canapé frente a la chimenea, imponiéndose la obligación de esperar que los quince minutos, o sea novecientos segundos, transcurriesen.

Habían pasado cuatrocientas ondulaciones de la péndola del reloj que representaba un elefante azul, montado por una sultana, color de rosa. Su Majestad dormía.

Como era muy natural, el lacayo que entró para decirle que estaba enganchado el coche, no tuvo el atrevimiento de despertarle. Semejante respeto al augusto sueño dio por resultado que al despertar el rey se hallase a frente con madame Du Barry, que le miraba con los ojos desmesuradamente abiertos. Zamora aguardaba órdenes junto a la puerta.

—¡Hola!, ¿estáis aquí, condesa? —dijo el rey sin levantarse, pero adoptando una posición vertical.

—Aquí estoy, sí, señor, ya hace bastante tiempo.

—¡Cómo!, ¡cómo!, mucho tiempo…

—Lo menos hace una hora. ¡Jesús!, ¡cuánto duerme Vuestra Majestad…!

—¿Y qué había de hacer, condesa? Aburrido por no encontraros aquí; además, como duermo tan poco de noche… ¿pero sabéis que me iba?

—Sí, vi enganchados los caballos de Vuestra Majestad.

—¡Son las diez y media! —dijo el rey después de mirar el reloj—, ¡he dormido cerca de tres horas!

—Así es, señor; luego diréis que no se duerme bien en Luciennes.

—No trato de desmentiros; pero ¿qué veo ahí? —añadió Luis XV divisando a Zamora.

—El gobernador de Luciennes.

—Más despacio, más despacio, aún no lo es —replicó el rey—, ¿por qué usa ese tuno el uniforme antes de ser nombrado? ¿Tanta confianza tiene en mi palabra?

—Por ser sagrada, señor, confiamos todos en ella. Os haré, no obstante, observar que ya tiene también su despacho.

—¡Cómo!

—Vedle: el vicecanciller me lo ha enviado. La única circunstancia que ahora le falta para su instalación, es el juramento. Permitid que lo haga enseguida y desde luego quedará obligado a custodiarnos.

—Acercaos, señor gobernador —dijo el rey.

Adelantóse Zamora con paso sereno y reposado: vestía una casaca con cuello bordado, calzón corto, media de seda, capa larga y charreteras de capitán. Completaba su uniforme un sombrero de tres picos de extraordinaria magnitud, que llevaba debajo del brazo.

—¿Podrás tú pronunciar siquiera el juramento? —preguntó Luis XV.

—Sí, señor, haced la prueba.

—¡Veamos! —continuó el rey mirando con curiosidad aquel bronceado muñeco.

—De rodillas —dijo la condesa.

—Prestad juramento —agregó Luis XV.

El negrillo puso una mano sobre su corazón y la otra sobre las del rey, diciendo:

—Juro fe y homenaje a mis amos: juro defender hasta la muerte el castillo cuya guardia se me confía, y tragarme hasta el último tarro de conserva antes de entregarme si me atacan.

Prorrumpió el monarca en una carcajada, tanto por la ridícula fórmula del juramento, como por la gravedad con que lo había pronunciado Zamora.

—En cambio de ese juramento —contestó revistiéndose de la dignidad conveniente—, os confiero, señor gobernador, el derecho soberano de alta y baja justicia sobre cuantos habitan el aire, la tierra, el fuego y el agua de este palacio.

—Gracias, mi amo —replicó levantándose el negro.

—Bueno —añadió el rey—, ahora anda a lucir tu hermoso uniforme en las cocinas y déjanos en paz.

Zamora obedeció, y cuando se alejaba por una puerta, Chon aparecía por la otra.

—¡Ahí!, ¿eres tú, mi Chon? Muy buenos días —dijo el rey, sentándola sobre sus rodillas y abrazándola—. Vaya, veamos si tú me dices la verdad.

—Buen auxilio buscáis, a buena parte venís —respondió la hermana de la favorita—, ¡la verdad!, ¿la he dicho yo quizá alguna vez en mi vida? Debierais dirigiros más bien a mi hermana, que no sabe mentir.

—¿Es verdad eso, condesa?

—Demasiado buen concepto tiene de mí Chon: el ejemplo me ha perdido, mentiré de aquí en adelante como una verdadera condesa, pues he conocido que casi siempre amarga la verdad.

—Me parece —replicó el rey—, que Chon me oculta alguna cosa.

—No por cierto.

—Quizá un duque, algún marqués o algún vizconde a quien habrá ido a visitar.

—Creo que no —replicó la condesa.

—Responde, Chon.

—Creemos que no, señor.

—¿Será necesario que me facilite informes la policía?

—¿De la de M. Sartine o de la mía?

—De la de M. Sartine.

—¿Cuánto le pagaréis?

—No regatearé si me revela cosas curiosas.

—Preferidme a mí y recibid mis informes. Os serviré… regiamente.

—¿Cómo, os venderéis a vos misma?

—¿Por qué no, si me pagan con esplendidez el secreto?

—¡Está bien! Da principio a tu informe, pero nada de mentir.

—Me ofendéis, Francia.

—Sin rodeos quise decir.

—Pues venga el dinero: aquí tenéis los informes.

—Ya está —repuso el rey agitando algunas monedas de oro en su bolsillo.

—Empiezo, señor. En primer lugar, que han visto en París a la condesa Du Barry a las dos de la tarde.

—Ya lo sé, proseguid.

—En la calle Valois.

—Tampoco lo niego.

—A las seis fue Zamora a buscarla.

—También lo creo; ¿pero adónde se dirigía madame Du Barry por la calle Valois?

—Iba a su casa.

—Ya entiendo ¿pero con qué objeto iba a su casa?

—Para aguardar a su madrina.

—¡Su madrina! —repitió el rey, sin que pudiese ocultar un gesto de despecho—, ¿se va tal vez a bautizar?

—Sí, señor, en las pilas de Versalles.

—Muy mal hecho, el paganismo la sentaba tan bien…

—¡Cómo ha de ser, señor! Ya conocéis el refrán: Siempre se desea lo que no se tiene.

—¿Desea ella una madrina?

—Y la tiene.

Luis XV encogióse de hombros con extrañeza.

—Me agrada mucho ese movimiento, señor, pues me prueba que a Vuestra Majestad le mortificaría mucho la derrota de las Grammont, Guemenée y de todas las mojigatas de la corte.

—¡Cómo decís…!

—Sí, señor, estáis ligados con todos ellos.

—¿Ligado?… Sabed, condesa, que el rey jamás se liga sino con otros reyes.

—Es verdad; pero ellos son todos amigos de M. Choiseul.

—Condesa, hablemos de vuestra madrina.

—Mejor será.

—¿Es decir que habéis conseguido elaborar alguna?

—La he encontrado muy hábilmente fabricada; es nada menos que una condesa de Béarn, familia que ha ocupado tronos. Nunca se deshonrará a una aliada de los aliados de los Stuardos.

—¡Condesa de Béarn! —exclamó el rey sorprendido—: Sólo conozco una que debe vivir hacia Verdún.

—La misma es; ha venido con sólo ese fin.

—¿Y os dará la mano?

—Las dos.

—¿Cuándo?

—Mañana a las once tendrá el honor de ser recibida por mí en audiencia secreta; aprovechando esa oportunidad, pues no la tacharán de indiscreta, pedirá al rey se sirva fijar día, y el rey le fijará lo más pronto posible, ¿no es cierto, señor Francia?

—Claro es que sí, por supuesto —contestó Luis XV besando la mano de la condesa.

Pero exclamó de pronto:

—¡Mañana a las once!

—Sí, a la hora de almorzar.

—No puede ser, querida amiga.

—¿Qué decís?

—Me voy esta noche misma, y no almorzaré aquí.

—¡Pues me agrada! —exclamó madame Du Barry sintiendo helársele el corazón—. ¿Qué os vais, habéis dicho?…

—Es preciso, condesa; tengo citado a Sartine para un asunto muy urgente.

—Hágase vuestro gusto, señor; pero al menos cenaréis aquí.

—Sí, tal vez… cene… Efectivamente, tengo hambre, cenaré.

—Que pongan la mesa, Chon —dijo la Condesa a su hermana, haciéndola una seña particular que se relacionaba con algún convenio arreglado anticipadamente.

Chon salió.

En el fondo de un espejo había visto el rey la seña y, aunque no pudo comprenderla, conoció que le preparaban una celada.

—Por vida de… —dijo—; tampoco puedo quedarme a cenar, tengo que marcharme ahora mismo para firmar; es sábado.

—Como gustéis; entonces dispondré que enganchen los caballos.

Algunos momentos después, oyóse su voz que gritaba en la antesala:

—Los caballos de Su Majestad.