Capítulo XXXI

—Podéis hablar cuando gustéis —dijo la favorita a la condesa—, ya os escucho.

—Debo decirte, hermana mía —dijo Juan que se mantenía de pie—, permite que te diga, que esa señora no viene a solicitar, pues ni aun pensaba en venir. Únicamente te trae un encargo que le ha recomendado el canciller.

Madame de Béarn destelló una mirada llena de gratitud al vizconde, y presentó el despacho firmado por el vicecanciller, que convertía en castillo real a Luciennes, concediendo a Zamora el título de gobernador.

—Os estoy sumamente agradecida, señora, por este servicio —dijo la condesa pasando una rápida ojeada por el despacho—, y mi mayor deseo consiste en hallar una ocasión de pagaros…

—No os será difícil —dijo la pleitista con una viveza que dejó encantados a los dos hermanos.

—¿Cómo, señora?

—Según habéis indicado, no os es desconocido mi nombre.

—¡Pues ya; una Béarn!

—Habréis oído hablar de un pleito, en el que se disputan los bienes de mi casa.

—Contra los Saluces, según tengo entendido.

—¡Ay!, sí señora.

—Ya, ya estoy enterada de ese asunto. La otra noche habló Su Majestad de él en casa, con mi primo M. de Maupeou.

—¡Su Majestad! —exclamó la vieja—. ¿Su Majestad ha hablado de mi pleito?

—Sí, señora.

—¿Y en qué sentido?

—¡Ay!, ¡pobre condesa! —exclamó madame Du Barry moviendo la cabeza.

—Negocio perdido, ¿no es verdad? —preguntó la vieja, angustiada.

—Si he de decir verdad, creo que sí.

—¿Lo dijo Su Majestad?

—Sin expresar su parecer, porque tan delicado como circunspecto, Su Majestad habló como si juzgase esos bienes propios ya de los Saluces.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Si Su majestad conociera el asunto, si supiera que se trata de una cesión procedente de una obligación ya satisfecha, sí señora, satisfecha, pues ya tienen recibidos los doscientos mil francos! Verdad es que no poseo los recibos, pero hay pruebas morales, y si pudiese presentarme yo misma a defender mi causa ante el Parlamento, manifestaría por deducción…

—¿Por deducción? —interrumpió la condesa, que aunque no comprendía una palabra de cuanto había dicho madame de Béarn, hacía, sin embargo, como si oyera con suma atención sus informes.

—Sí, señora, por deducción.

—¡Ah!, pues esa clase de pruebas la admiten los tribunales —dijo Juan.

—¿Estáis cierto, señor vizconde? —exclamó la vieja.

—Ya lo creo.

—Pues yo demostraré por deducción que esa obligación de doscientas mil libras, que con los intereses constituyen hoy un capital de más de un millón, esa obligación fechada en 1406, debió ser satisfecha por Guy-Gastón IV, conde de Béarn, en su última enfermedad y próximo a la muerte, en los años de 1417, pues en su testamento se ve escrito de su puño y letra: «En la hora de mi muerte, no debiendo nada a los hombres, y dispuesto a presentarme ante Dios».

—Bien, ¿y qué? —dijo la condesa.

—Que si nada debía a los hombres, es porque habría pagado a los Saluces, pues de lo contrario, hubiera dicho: «debiendo doscientas mil libras», en lugar de decir: «no debiendo nada».

—Evidente —interrumpió Juan—, así lo hubiera dicho.

—¿Pero no poseéis otra prueba?

—¿Nada más que la palabra de Gastón IV? No señora; pero es de notar, que le apellidan el Irreprochable.

—Sin embargo, nuestros contrarios tienen la escritura.

—Es claro, y justamente he ahí lo que embrolla el pleito.

Si hubiese dicho madame de Béarn lo que le aclara, hubiera estado en lo cierto; pero ella veía las cosas bajo el punto de vista que mejor le acomodaba.

—Así es —repuso el vizconde—, tenéis el convencimiento de que los Saluces están ya pagados.

—Sí, señor vizconde —replicó la vieja con ahínco—, convencidísima.

—¿Sabes, Juan —dijo la condesa—, que según mi parecer, esa deducción, como dice madame de Béarn, cambia completamente el aspecto del negocio?

—Completamente, sin duda —repuso el vizconde.

—Sí, cambia de un modo terrible para mis enemigos —añadió la condesa—: Los términos del testamento son terminantes: no debiendo nada a los hombres.

—Es que no tan sólo claros, sino lógicos —continuó Juan—. No debía nada a los hombres; luego había pagado lo que les debía.

—Efectivamente: había pagado —repitió también madame Du Barry.

—¡Ay, señora!, ¡si fueseis mi juez! —exclamó la litigante.

—En otro tiempo —dijo el vizconde—, no hubieran acudido al tribunal en circunstancias como estas, y el juicio de Dios hubiera decidido. Estoy tan persuadido por mi parte de la justicia de vuestra causa, que juro, que sí en el día estuviesen en práctica esos combates, me ofrecería a ser campeón vuestro.

—¡Oh!, ¡caballero…!

—Sin duda alguna; bien que no haría en este caso más de lo que hizo mi abuelo Du Barry Moore, quien tuvo el honor de aliarse a la familia real de los Estuardos, ofreciéndose a combatir en palenque por la joven y hermosa Edith de Scarborough, apremiando a su contrario a declarar que mentía como un bellaco; pero por desgracia —continuó el vizconde suspirando con tristeza— ya no vivimos en aquellos gloriosos tiempos, y los hidalgos deben someter hoy sus causas al juicio de un hato de golillas, que ni siquiera interpretan bien una frase tan clara como esta: No debiendo nada a los hombres.

—Debes, a pesar de todo, tener presente, querido hermano —se atrevió a decir madame Du Barry—, que hace ya trescientos años que se escribió esa frase, y es preciso no olvidar lo que los tribunales llaman, según creo, prescripción.

—No importa, no importa —repuso Juan—, estoy seguro de que si Su Majestad oyese a la señora defender su pleito, como lo ha defendido delante de nosotros…

—Sí, sí, quedaría convencido, ¿no es verdad?, estoy muy segura, señor vizconde.

—Y yo también.

—Sí, ¿pero cómo alcanzaré que me oiga?

—Sería necesario que me hicierais el honor de visitarme un día en Luciennes, y como Su Majestad me favorece con frecuencia…

—No hay duda, querida mía, pero eso depende de la suerte.

—Vizconde, vamos —repuso con halagüeña sonrisa la condesa—, bien sabes que confío bastante en ella, y que no tengo motivo alguno para quejarme.

—En verdad es que la suerte puede hacer que en ocho, quince o veinte días no pueda ver esta señora a Su Majestad.

—Es cierto.

—Y se verá su pleito el lunes o martes.

—El martes, señor vizconde.

—Y ya es viernes hoy —dijo la condesa casi desesperanzada—, no podemos contar con eso.

—¿Cómo arreglarnos? —dijo el vizconde sumergido al parecer en una profunda meditación—. ¡Qué diablos…!

—Si solicitáramos una audiencia en Versalles… —dijo madame de Béarn muy tímidamente.

—¡Qué!, no se conseguiría.

—¿Ni con vuestra protección, señora?

—Nada significaría mi protección: Su Majestad aborrece los actos judiciales, y en estas circunstancias sólo un asunto excita su interés.

—¿La cuestión de los parlamentos? —preguntó madame de Béarn.

—No, la de mi presentación.

—¡Ah! —dijo asombrada la condesa.

—Pues ya debéis saber, señora, que a pesar de los inconvenientes opuestos por M. de Choiseul, de las intrigas de M. de Praslin, y de las proposiciones de madame de Grammont, el rey ha decidido que yo sea presentada.

—No lo sabía, señora —replicó la litigante.

—¡Ah!, pues está enteramente resuelto —dijo Juan.

—¿Y cuándo se verifica esa presentación?

—Lo antes posible.

—Sí, porque querrá Su Majestad que todo esté concluido para cuando llegue la princesa, a fin de poderse llevar consigo a mi hermana a las fiestas de Compiègne.

—Ya, ya comprendo. De modo que esta señora se halla en disposición de ser presentada —repuso con cortedad la condesa.

—En efecto; y la señora baronesa de Alogny… ¿conocéis a la baronesa de Alogny?

—Si ya no me relaciono con nadie: hace veinte años que salí de la corte.

—Esa señora es quien la sirve de madrina. El rey está enteramente decidido a protegerla, su marido es gentilhombre de cámara, su hijo pasa a la guardia con promesa de ser nombrado para la primera tenencia que vaque: la baronía ha sido erigida en condado, sus créditos contra el tesoro real han sido en acciones de la ciudad, debiendo a más recibir veinte mil escudos al contado el día de la presentación. Por esta razón nos están dando una prisa…

—Pues ya lo creo —dijo la condesa con sonrisa afable.

—¡Por vida de…!, ahora me acuerdo… —exclamó Juan.

—¿De qué? —preguntó madame Du Barry.

—¡Qué lástima! —agregó—. ¡Qué lástima que yo no hubiese conocido ocho días antes a esta señora!

—¿Por qué?

—Porque entonces no nos habíamos aún comprometido con la baronesa de Alogny.

—Hablas como un esfinge, querido vizconde; pero no te comprendo.

—¡Cómo! ¿No has caído en lo que quiero decir?

—No.

—¿Qué apostamos a que esta señora me ha entendido ya?

—Perdonadme; pero inútilmente me esfuerzo en comprender…

—¿Qué hace ocho días no teníais madrina?

—Sin duda.

—¡Pues bien!, la señora… pero temo le desagrade…

—Continuad, caballero, continuad.

—Decía yo que la señora hubiera podido servirte, y el rey la hubiera protegido como protege a madame de Alogny.

—¡Cómo ha de ser! —contestó la condesa abriendo tamaños ojos y exhalando un suspiro.

—¡Ay! —prosiguió Juan—, si supierais cuán generosamente ha otorgado el rey todos esos favores. No ha sido necesario pedírselos, pues se ha anticipado a todo, y al punto que supo que la baronesa se brindaba a ser madrina de Juana, exclamó: «Me alegro infinito, ya estaba fastidiado de esas presumidas, que, según parece, ostentan más orgullo que yo. Me presentaréis esa señora, ¿no es así, condesa? ¿Tiene pendiente algún pleito… deudas… atrasos?».

La condesa abría cada vez más los ojos.

—Sólo —añadió el rey— una cosa me disgusta.

—¡Ah!, ¿conque disgustaba solamente una cosa a Su Majestad?

—Sí, una sola. «Una sola cosa me disgusta, y es que para la presentación de madame Du Barry, yo hubiera preferido un nombre histórico». Y diciendo estas palabras, Su Majestad contemplaba el retrato de Carlos I hecho por Van Dick.

—Entiendo —repuso la litigante—, Su Majestad lo diría aludiendo a esa alianza de los Du Barry Moore con los Estuardos, a que hace poco os referíais.

—En efecto.

—Pues yo, por lo que a mi toca, os aseguro —añadió madame de Béarn con acento imposible de describir—, que jamás oí hablar de los Alogny.

—Con todo —replicó la condesa—, es buena familia, y según creo, tienen ya hechas todas sus pruebas.

Juan dio un grito de pronto, haciendo grotescos movimientos en su sillón e incorporándose.

—¿Qué es eso? ¿Qué te sucede? —preguntó madame Du Barry haciendo todos los esfuerzos posibles para contener la risa al ver las contorsiones de su cuñado.

—¿Alguna punzada? —preguntó con interés la pleitista.

—No —repuso Juan sentándose de nuevo—, es que se me ha ocurrido una idea.

—¿Qué idea? —preguntó la condesa—, mucha fuerza tendrá, pues creí que te derribaba.

—Será magnífica —añadió la vieja.

—¡Oh…!, sí, magnífica.

—Pues comunícanosla al momento.

—Sí, pero tiene una contra.

—¿Cuál?

—Que es imposible realizarla.

—Explícala, no obstante.

—Sentiría disgustar a cierta persona.

—No importa; habla, Juan, habla.

—Pensaba yo, que si dijeses a madame de Alogny la observación que hizo el rey mirando el retrato de Carlos I

—¡Oh!, eso le desagradaría mucho, vizconde.

—Es verdad.

—Nada, olvida eso.

La vieja exhaló tristemente un suspiro.

—Es sensible —prosiguió el vizconde como hablando consigo mismo—; todo estaba ya tan bien arreglado… Esta señora, que tiene un nombre distinguido y es persona de talento, se ofrecía a ocupar el lugar de la baronesa de Alogny. El pleito se fallaría conforme a sus deseos, su señor hijo obtendría una tenencia en la real casa, y como esta señora ha hecho grandes gastos en sus diferentes viajes a París con motivo del pleito, se le concedería una indemnización. ¡Ah!, tan feliz oportunidad no se presenta dos veces en la vida.

—¡Ay!, ¡bien seguro que no! —exclamó sin poder contenerse la condesa, sobrecogida por aquel golpe imprevisto. Es necesario conocer que cualquiera que se hubiese encontrado en la situación de la pobre condesa habría prorrumpido en la misma exclamación, quedando lo mismo que ella, abismada en un sillón.

—¿Lo ves, Juan? —dijo la condesa con profunda conmiseración—, ¿estás viendo cómo has disgustado a esta señora? ¿No bastaba que yo la hubiese probado que nada podía con el rey antes de mi presentación?

—¡Ay!, ¡si yo pudiese demorar mi pleito!

—Aunque no fueran más de ocho días —añadió Du Barry.

—Sí, ocho días eran bastantes, pues entonces ya habría podido verificarse la presentación de vuestra hermana.

—Ya, pero el rey concurrirá a las fiestas de Compiègne, porque la princesa habrá ya tal vez llegado.

—Evidente —dijo Juan—, pero…

—¿Qué?

—Esperad… se me ha ocurrido otra idea.

—¡Veamos!, ¡exponedla, señor! —exclamó la litigante.

—Paréceme que sí; ¡no, sí, sí!

Madame de Béarn pronunciaba con indecible ansiedad los monosílabos de Juan.

—¿Creéis que sí, señor vizconde? —preguntó.

—Ya creo haber hallado un medio que allane todas las dificultades.

—¿Cuál es?

—Prestadme atención.

—Ya oímos.

—¿No es todavía un secreto para todos tu presentación?

—Sin duda, y sólo esta señora…

—¡Por mi parte podéis estar descuidada! —exclamó la litigante.

—¿Es decir, que nadie sabe que has encontrado madrina?

—Claro está; el rey quiere que esta noticia estalle como una bomba.

—Enhorabuena; ya hemos vencido.

—¿Es cierto, señor vizconde? —preguntó madame de Béarn.

—Vencimos —repitió Juan aproximando su sillón a los otros dos.

La litigante y la hermana de Juan prestaron oído atento, mientras que sus ojos se dilataron con ansiedad.

—¿Luego esta señora ignora como todos, que has encontrado madrina, y vas a ser presentada?

—Si vos no me lo hubieseis participado, todavía lo ignoraría.

—No revelando a nadie esta entrevista, en el supuesto de que nada sabéis, os presentáis a solicitar vuestra audiencia al rey.

—Ya, pero vuestra señora hermana presume que no se la concederá Su Majestad.

—Pediréis audiencia, ofreciéndoos a ser madrina de mi hermana. ¿Estamos? Supongo que no sabéis si la ha encontrado. Decía yo, que pediréis audiencia, ofreciendo ser madrina de mi hermana. Esta oferta, hecha por una persona de vuestra categoría, debe agradar mucho al rey. Os recibe, os da las gracias, os pregunta en qué puede seros útil. Entonces habláis de vuestro negocio, dais valor a vuestras deducciones. Su Majestad se hace cargo de todo, os recomienda, y ganáis el pleito que ya creéis perdido.

Madame Du Barry fijó sus ardientes miradas en la condesa, quien, conociendo probablemente el lazo que la tendían, exclamó con prontitud:

—¡Cómo!, ¡yo, pobre criatura! Queréis que Su Majestad…

—Basta. Ya creo que he hecho lo suficiente por serviros en este apuro —contestó Juan.

—Si deseáis tan sólo servirme… —añadió la condesa.

—Mi intención no puede ser otra —contestó sonriendo madame Du Barry—; pero acaso repugnen a esta señora semejantes supercherías, aun para ganar su pleito.

—No, no son supercherías —exclamó Juan—. ¡Vamos!, ¿suponéis que ha de saberlo nadie?

—Dice bien madame Du Barry —dijo la condesa, procurando salir por este medio de aquella dificultad—; mas preferiría prestarla un servicio verdadero, para conciliar realmente su amistad.

—¡Cuán bondadosa sois! —repuso madame Du Barry con cierta ironía, que no se ocultó a la vieja condesa.

—Pues aun tengo yo otro medio —continuó Juan.

—¿Otro medio?

—Justamente.

—¿De prestar ese servicio?

—Mira, hermano —dijo madame Du Barry—; ¿te vas volviendo poeta? No sería más fecunda en recursos la imaginación de M. de Beaumarchais[18].

Esperaba la vieja con ansiedad la manifestación del medio anunciado.

—Déjate de bromas —dijo Juan—. Vamos a ver, hermanita; ¿no te relacionas íntimamente con madame de Alogny?

—¡Ya lo creo…!, ¿no lo sabes tú?

—¿Y se ofendería, si no te presentase?

—Pudiera suceder.

—Creo que no iréis a contarla de sopetón lo que el rey ha dicho sobre su nobleza, y, como eres mujer de talento, sabrás prepararla…

—¡Bien!, ¿y qué?

—Que cedería a esta señora la ocasión de servirte y hacer fortuna.

La vieja se estremeció al oír la proposición del vizconde, conociendo que aquel ataque tan directo no admitiría evasivas de ningún género.

Una encontró sin embargo.

—Sentiría en el alma indisponerme con esa señora —dijo—; las personas de nuestra condición se deben mutuas atenciones.

Madame Du Barry dio a conocer su despecho con un movimiento, pero su hermano la tranquilizó con una seña.

—Considerad que nada os propongo. Esperáis la resolución de un pleito pendiente, a cualquiera le sucede; deseáis ganarle, es muy natural. Muy mal se presenta, y estáis desesperada; en medio de vuestra desesperación aparezco yo, simpatizamos, me intereso en vuestro asunto, busco medios de que salga bien, cuando ya están perdidas sus tres cuartas partes. Si hago mal, lo siento y punto concluido —dijo Juan levantándose.

—¡Ay, señor vizconde! —gritó la vieja con el corazón oprimido, temerosa de que los Du Barry, indiferentes hasta entonces, se ligasen en adelante contra su pleito—. ¡Ay!, ¡muy al contrario, señor vizconde, yo reconozco y admiro vuestra excesiva bondad!

—Porque ya habréis conocido —prosiguió Juan con la mayor indiferencia, aunque aparente—, que a mí me interesa muy poco que mi hermana sea presentada por madame de Alogny, de Polastron o de Béarn.

—Así es, señor vizconde.

—Es verdad: reconozco que me hallaba encolerizada, temiendo que los beneficios del rey recayesen en un mal corazón, que incitado por un sórdido interés, capitulase con nuestra influencia, conociendo la imposibilidad de combatirla.

—Indudablemente eso es lo que ocurriría —añadió madame Du Barry.

—Y entretanto, esta señora a quien no se le ha solicitado, y que apenas conocemos, se ofrece generosamente, me parece más digna de aprovecharse de las ventajas de esta posición.

La vieja iba a protestar contra aquel generoso ofrecimiento a que se había referido el vizconde; pero madame Du Barry no le dio tiempo para ello.

—Lo indudable es que semejante comportamiento sería en extremo agradable al rey, y nada podría negar a la persona que así procediera.

—¿Qué nada le podría negar el rey?

—En tales términos, que se anticiparía a los deseos de esa persona, y por vuestros propios oídos le oiríais decir al vicecanciller: «Deseo que se sirva a madame de Béarn; ¿lo entendéis, M. de Maupeou?». Mas como madame de Béarn encuentra mil obstáculos para ello, concluyo. No obstante, sólo pretendo —añadió inclinándose el vizconde—, que esta señora quede persuadida de mis buenas intenciones.

—¡Ah! —prorrumpió la vieja con expresión de gratitud.

—¡Cuánto desinterés! —exclamó el vizconde.

—Pero…

—¿Cómo?

—Que madame de Alogny no transigiría con ceder sus derechos —dijo la litigante.

—Pues como decíamos al principio, vuestro ofrecimiento no tendrá por eso más valor, ni Su Majestad quedará menos agradecido.

—Pero supongamos que madame de Alogny se conformase —añadió madame de Béarn—, no por eso perderá las ventajas…

—La bondad del rey es inagotable para conmigo —contestó la favorita.

—¡Oh!, ¡qué golpe tan terrible sería este para los Saluces, a quienes aborrezco!

—Si os brindara con mis servicios, señora —añadió la vieja cada vez más impelida, tanto por el interés, como por la ridícula comedia que representaban con ella—, no por eso esperaría ganar mi pleito, pues al fin, si todo el mundo lo cree hoy perdido, difícilmente podría ganarse mañana.

—¿Y quién podría oponerse si el rey lo deseara? —contestó el vizconde apresurándose a desvanecer aquel nuevo temor.

—Mi opinión —dijo la favorita—, es la de esta señora.

—¡Cómo! —exclamó el vizconde abriendo extraordinariamente sus ojos.

—Para una persona que lleva un nombre tan ilustre, me parece muy decoroso dejar que su pleito siga los trámites legales, aunque esto no es obstáculo para que la voluntad del rey sea absoluta, ni su munificencia inagotable. Y si Su Majestad no quiere, sobre todo en la posición en que se encuentra con sus parlamentos, dificultar el curso de la justicia, no por eso dejará de poder ofrecer a esta señora una indemnización.

—Honrosa —añadió con presteza el vizconde—. ¡Ah!, en ese caso soy también de tu opinión.

—Pero ¡ay! —dijo con profunda tristeza la litigante—, ¿cómo ha de indemnizarme de la pérdida de un pleito que asciende a veinte mil libras?

—En primer término —contestó madame Du Barry—, con un regalo regio de cien mil, por ejemplo.

—Los dos hermanos miraron ansiosamente a su víctima.

—Tengo un hijo —añadió esta.

—Mejor, será un defensor más para el Estado, y un partidario más para el rey.

—¿Y vos pensáis que harán algo en favor suyo?

—Sí: respondo que lo menos que han de concederle es una tenencia de gendarmes.

—¿Tenéis más parientes? —interrogó la favorita.

—Un sobrinito.

—Algo se inventará también para él.

—Y te lo confiamos, vizconde, pues hace poco nos probaste cuan fértil eres en invenciones —dijo riendo la favorita.

—Vamos a ver, señora, ¿qué opinaríais del rey, si hiciese cuanto hemos dicho? —añadió el vizconde que, siguiendo el precepto de Horacio, apresuraba al desenlace.

—Lo que a mí me parecería el rey en este caso, sería generoso sobre todo encarecimiento, y quedaría enteramente agradecida a esta señora, convencida de que a ella se lo debía todo.

—¿No os bromeáis, señora? —preguntó la favorita.

—Hablo formalmente —contestó la litigante perdiendo el color al pensar en la obligación que iba a contraer.

—¿Conque me autorizáis para que hable de vos a Su Majestad?

—Me haréis este honor —contestó suspirando madame de Béarn.

—Esta noche misma quedará todo arreglado —dijo madame Du Barry abandonando su asiento—. Creo, señora, poder contar desde ahora con vuestra amistad.

—La vuestra es para mí tan estimable —replicó la litigante, comenzando la serie de sus reverencias—, que me parece hallarme bajo la influencia de un sueño.

—Ea, resumamos —dijo Juan queriendo dar al espíritu de la condesa toda la fijeza necesaria para la ejecución de aquella empresa material—. En primer término, cien mil libras en concepto de indemnización, de los gastos ocasionados por el pleito, viajes, honorarios de abogados, etcétera, etc., etc.

—Sí, señor.

—Una tenencia para vuestro hijo.

—¡Oh!, ¡no empezaría mal su carrera!

—Y alguna cosa para vuestro sobrino.

—¿Alguna cosa?

—Sí, yo me encargo de hallarla.

—¿Y cuándo tendré el honor de volver a veros, señora condesa?

—Mañana por la mañana os mandaré mi coche para que vayáis a Luciennes, donde estará el rey. Para las diez habré cumplido mi palabra. Su Majestad estará ya avisado, y no aguardaréis.

—Si me lo permitís, os acompañaré, señora condesa —dijo Juan ofreciéndola el brazo.

—No puedo consentirlo de ningún modo —contestó esta—; os ruego, señor, que no paséis de aquí.

—Supuesto que os empeñáis… —insistió Juan.

—Os habéis empeñado… —contestó la vieja, apoyándose en el brazo del vizconde.

—¡Zamora! —gritó la condesa.

—El negro se presentó.

—Que alumbren a la señora y acerquen el carruaje de mi hermano.

Zamora salió corriendo, para obedecer el mandato de su ama.

—Me confunden vuestras atenciones, señora —dijo madame de Béarn.

Y entrambas condesas hicieron la última reverencia.

Tan pronto como llegaron a la escalera, abandonó el vizconde el brazo de madame de Béarn, para volver con su hermana, mientras bajaba majestuosamente la pleitista.

Zamora iba delante seguido de dos lacayos con luces, y detrás venía la condesa de Béarn, cuya cola, algo corta, llevaba otro lacayo.

Los dos hermanos se asomaron a la ventana, queriendo seguir con su penetrante mirada aquella simpática madrina, con tanto esmero buscada, y hallada con tanta dificultad.

Llegaba ya madame de Béarn al vestíbulo en donde le esperaba el carruaje, cuando una silla de posta entró en el patio, de la cual se apeó una joven.

—¡Ay!, ¡la señorita Chon! —prorrumpió el negro Zamora abriendo extraordinariamente sus abultados labios ¡buenas noches, señorita Chon!

Madame de Béarn quedó con un pie levantado; había reconocido en la recién llegada a la fingida hija del licenciado Flageot.

Como Du Barry hubiese abierto precipitadamente su ventana, hacía desde allí infinidad de señas a su hermana que no le veía.

—¿Está aquí ese tonto de Gilberto? —preguntó Chon a los lacayos sin ver a la condesa.

—No, señora —respondió uno—, no le hemos visto.

Dirigió entonces su vista hacia la ventana, y advirtió las señas de Juan.

Entonces siguió la dirección de su mano, que indicaba a madame de Béarn.

En cuanto Chon la reconoció, dio un grito, calóse su cofia, y ocultóse en el vestíbulo.

Sin demostrar que había reparado en aquella pantomima, la vieja subió al carruaje, dio las señas de su casa al cochero y partió al momento.