Capítulo XXX

Temblaba la infeliz condesa como una azogada, al encaminarse a casa del canciller.

Sin embargo, una idea algo tranquilizadora se le había ocurrido en el trayecto. Tenía probabilidad de que en hora tan avanzada no la recibiese M. de Maupeou, en cuyo caso se contentaría con avisar al portero de su próxima visita.

En efecto, no había anochecido aún, cuando ya eran las siete de la tarde, y la costumbre que había adoptado la nobleza de comer a las cuatro, suspendía por regla general todos los negocios desde aquella hora hasta el día siguiente.

Si bien era cierto el extraordinario deseo de madame de Béarn por ver al vicecanciller, la idea de que no la recibirían, le sirvió, no obstante, de consuelo. He aquí una de esas contradicciones tan frecuentes en el hombre, que serán siempre comprendidas y nunca explicadas.

Por lo tanto presentóse la condesa, con el convencimiento de que el portero le prohibiría la entrada, y llevando de antemano preparado un escudo de tres libras para domesticar aquel cerbero, esperando por medio de aquella propina que inscribiese su nombre en la lista de los que solicitaban audiencia.

Al llegar frente a la casa, vio al portero hablando con un ujier, de quien al parecer recibía una orden. Entonces, por prudencia detúvose a una distancia respetable, suponiendo que si se acercaba interrumpiría a los interlocutores; mas el ujier se retiró al momento que la vio llegar en un coche de alquiler, y el portero, aproximándose enseguida al carruaje, preguntó el nombre de la solicitante.

—¡Oh! —respondió esta—, bien sé que no obtendré probablemente el honor de su excelencia.

—Eso no es obstáculo, señora —prosiguió el portero—, podéis hacerme el honor de decir vuestro nombre.

—La condesa de Béarn.

—Su excelencia está en casa —replicó el portero.

—¿Qué decís? —exclamó la vieja condesa de Béarn, llena de asombro.

—Que su excelencia está en casa —repitió este.

—¿Pero no recibe a esta hora, sin duda?

—A vos os recibirá, señora condesa.

Bajó esta del coche, pensando que era un sueño, y el portero, tirando de un cordón, dio dos campanadas. Enseguida apareció un ujier, y el portero hizo seña a la condesa que entrase.

—¿Deseáis hablar con su excelencia, señora? —preguntó el ujier.

—Deseaba ese honor, sin atreverme a esperar que me fuese otorgado.

—Tened la bondad de seguirme, señora condesa.

—Tanto como se habla en descrédito de este magistrado —decía para sí la condesa mientras seguía al ujier—, y sin embargo tiene una cualidad muy apreciable: tener franca su puerta a todas horas. ¡Un canciller…!, ¡es muy extraño…!

A pesar de todo temblaba pensando dar con un hombre más intratable e indigesto, porque había merecido este privilegio por su asiduidad en el cumplimiento de su deber.

Oculta la cabeza bajo una ancha peluca y vestido con su traje de terciopelo negro, M. de Maupeou trabajaba en un gabinete, cuyas puertas estaban de par en par abiertas.

Al entrar dirigió la condesa una rápida ojeada alrededor, y quedó asombrada al ver que estaba sola, y que su semblante y el del canciller, pálido y aterrado, se reflejaban tan sólo en los espejos.

Así que anunció a la señora condesa de Béarn, levantóse M. de Maupeou prontamente, quedando de espaldas a su chimenea.

La señora hizo las tres reverencias de costumbre, y balbuceó con bastante turbación el breve cumplimiento que seguía, manifestando que no esperaba tener el honor de… que no sabía cómo un, ministro, tan lleno de ocupaciones, tuviese valor para ocupar sus horas de descanso…

Contestó M. de Maupeou que el tiempo era tan precioso para los súbditos de Su Majestad como para sus ministros; pero que a pesar de ello atendía a las personas que tenían asuntos urgentes, y por lo tanto sacrificaba sus horas de descanso para las que merecían esta distinción.

La condesa renovó sus exageradas reverencias, a las que se siguió una silenciosa turbación, pues, terminadas las cortesías, debían comenzar las demandas.

El magistrado, pasándose la mano por la barba, esperaba la relación de madame Béarn.

—Monseñor —dijo esta, al fin—; he solicitado el honor de hablar con vuecencia para hacerle humildemente la relación de un asunto grave, del cual depende toda mi suerte.

El ministro hizo un movimiento de cabeza como indicándole que continuase y dijo:

—Hablad.

—Efectivamente, monseñor —continuó—, habéis de saber que todos mis bienes, o por mejor decir, los de mi hijo, penden del pleito que actualmente estoy siguiendo con los Saluces.

El vicecanciller continuaba mientras acariciándose la barba.

—Pero estoy tan segura de vuestra integridad, que a pesar de estar enterada del interés, o mejor dicho, del afecto que vuecencia profesa a mi parte contraria, no he titubeado un segundo en decidirme a solicitar esta conferencia.

Sonrió el ministro así que oyó elogiar su equidad, semejante a las virtudes apostólicas de Dubois, a quien se elogiaba también por ellas cincuenta años antes.

—Tenéis razón, señora condesa —contestó el canciller—, en decir que soy amigo de los Saluces; pero tampoco os equivocáis al creer que al recibir los sellos, me he desentendido de toda amistad, y por tanto, voy a responderos prescindiendo de toda preocupación particular, como está obligado al soberano jefe de la justicia.

—¡Oh! ¡Dios os proteja, monseñor! —exclamó la anciana.

—Voy, pues, a estudiar vuestro asunto como simple jurisconsulto —prosiguió el canciller.

—Sumamente agradecida quedaré a vuecencia, tan ilustrado en esta materia.

—El pleito debe, según creo, verse muy pronto.

—Está citado para la semana próxima.

—¿Qué es lo que solicitáis ahora?

—Que vuecencia tome conocimiento de los antecedentes.

—Ya lo he hecho.

—Y… —preguntó temblando la condesa—, ¿qué pensáis, monseñor?

—¿Del pleito?

—Sí.

—Creo, que sin la menor duda…

—¿Se gana?

—No; se pierde.

—¡Cómo, monseñor! ¿Se pierde?

—Con seguridad, y voy a daros un consejo.

—¿Cuál? —interrogó la condesa— todavía con algún resto de esperanza.

—Que si necesitáis hacer algún pago para cuando se sentencie el pleito…

—¿Qué?

—Que preparéis vuestros fondos.

—¡Ay, monseñor!, quedamos arruinados.

—¡Oh!, no desconocéis, señora, que la justicia no puede hacerse cargo de esa clase de consideraciones.

—Pero, monseñor, junto a la justicia, justicia ciega.

—He ahí por qué nos representan a la justicia ciega.

—Sin embargo, vuecencia no tendrá inconveniente en darme un consejo.

—¿Cómo lo deseáis? Decid.

—¿No queda medio alguno de transacción, y que recaiga una sentencia menos cruel?

—¿Tenéis amistad con alguno de los jueces que han de fallar?

—Ninguna.

—Sensible es, porque los Saluces están muy bien relacionados con las tres cuartas partes del Parlamento.

Estremecióse la condesa.

—Sin embargo, debo advertiros —prosiguió el vicecanciller—, que esto es de escasa importancia; pues un juez jamás se deja llevar de influencias particulares.

Era tan cierto esto, como la equidad del canciller, y las decantadas virtudes apostólicas de Dubois.

La condesa estaba a punto de desmayarse.

—Pero, en fin —añadió el ministro—, sin faltar a la integridad, el juez se acuerda mejor del amigo, que del desconocido; y no falta a la justicia, cuando la demanda de aquel a quien se inclina es también justa. Como es muy justo que perdáis el pleito, bien podrán esmerarse en procuraros las más desagradables consecuencias.

—Es demasiado terrible cuanto vuecencia tiene el honor de decirme.

—En cuanto a mí, me abstendré de mezclarme en esto, no tengo que recomendar nada a los jueces, y como no he de ser yo mismo quien falle, puedo hablaros claramente.

—¡Ay, monseñor!, ya me había yo figurado una cosa.

Los diminutos ojos pardos del presidente se fijaron en la litigante, al escuchar estas palabras.

—Y es que, residiendo en París los Saluces, estarían relacionados con todos los jueces y serían omnipotentes.

—En primer término, porque tienen derecho.

—¡Ah…! Cuan cruel es, monseñor, oír esas palabras en boca de un hombre tan infalible como vuecencia.

—Concedo; pero al hablar así —añadió M. de Maupeou con fingida franqueza—, os juro que desearía complaceros en algo.

La condesa se estremeció; parecíale entrever cierta confusión, si no en las palabras, al menos en las ideas del vicepresidente, y confiaba en que, si estas se aclaraban descubriría tal vez alguna cosa favorable para ella.

—Además —continuó Maupeou—, vuestro nombre, que es uno de los más esclarecidos de Francia, os recomienda singularmente.

—Pero eso no será inconveniente para que pierda yo mi pleito.

—¡Qué hemos de hacer! Eso no depende de mí.

—¡Ah, monseñor, monseñor!, al menos tal creo —dijo la de Béarn balanceando la cabeza—, ¡cómo están en el día las cosas!

—¿Conque pensáis, señora, que en nuestros tiempos marchaban mejor?

—Indudablemente, monseñor, o al menos me inclino a creerlo así. ¡Ah!, con cuánta alegría me acuerdo del tiempo en que simple abogado pronunciabais en el Parlamento aquellos elocuentes discursos, que iba yo, aún joven, a aplaudir entusiasmada. ¡Qué elocuencia, qué virtud! ¡Ay! Todavía no había intrigas ni favoritismo en aquella época; entonces sí que habría yo ganado mi pleito.

—Aunque entonces no teníamos a madame Phalaris que pretendía reinar en los momentos en que se descuidaba el regente, y a la Souris, que se introducía en todas partes, por ver si podía también sacar tajada.

—¡Sí, pero la una era señora tan principal, y la otra tan buena muchacha!

—Es claro, que era imposible negarles cosa alguna.

—Como que ellas nada podían rehusar.

—¡Ah…!, señora condesa, —dijo el canciller con una risa tan sincera y natural, que la vieja litigante no pudo menos de asombrarse—; no hagáis que desacredite mi administración, por amor a mi juventud.

—Pero a pesar de todo, vuecencia no me prohibirá que llore mis bienes perdidos, y mi casa para siempre arruinada.

—Esas son las consecuencias de no ser del día, condesa; sacrificad a los ídolos del siglo, sacrificad.

—Por desgracia, monseñor, esos ídolos no hacen caso alguno de los que van a adorarles con las manos vacías.

—¿Cómo podéis afirmar eso?

—¿Yo?

—Está claro: pues según creo no habéis hecho aún la prueba.

—¡Ah!, monseñor, sois tan bondadoso, que me habláis como un amigo.

—¿No tenemos la misma edad, condesa?

—Ojalá tuviera yo veinte años, y fueseis todavía simple abogado; vos me defenderíais, monseñor, y nada podrían contra nosotros los Saluces.

—Desgraciadamente no es como deseáis, condesa —dijo el canciller suspirando con galantería—; es, pues, indispensable acudir a los que los tienen, pues vos misma reconocéis que es la edad de la influencia… ¿No conocéis a nadie en la corte?

—Antiguos hidalgos ya retirados, que se avergonzarían de su antigua amiga, porque se ha quedado pobre. Si quisiera, monseñor, iría a Versalles, pues estoy autorizada para ello; ¿pero qué conseguiría? ¡Ay! Que posea yo otra vez mis doscientas mil libras de renta, y entonces me buscarán. ¿Por qué no hacéis ese milagro, monseñor?

Fingió el canciller no haber oído esta última frase, y continuó:

En vuestro lugar, yo olvidaría a los viejos, puesto que ellos os han olvidado, y me dirigiría a los jóvenes, que se esfuerzan en adquirir prosélitos. ¿Tenéis algún conocimiento con las princesas?

—No se acuerdan ya de mí.

—Tampoco pueden nada. ¿Y con el príncipe?

—No.

—Es verdad que está demasiado distraído con su archiduquesa, para pensar en otros asuntos. Veamos entre los favoritos.

—Ni siquiera recuerdo los nombres.

—¿M. de Alquillon?

—Mal haya sea, es un charlatán de quien refieren infamias, y que se ocultó en un molino mientras los demás se batían.

—Nunca debe darse enteramente crédito a semejantes hablillas. Pensemos, no obstante… —dijo el canciller.

—Sí, pensad, monseñor, pensad.

—¿Y por qué no? Sí… No… Si…

—¿Qué es, monseñor, qué es?

—¿Por qué no veis a la condesa misma?

—¿A madame Du Barry? —interrogó la litigante abriendo su abanico.

—Sí, sus sentimientos son muy buenos.

—¿Es cierto?

—Y sobre todo, es muy servicial.

—Soy de casa muy antigua para agradarla, monseñor.

—No; me parece que os equivocáis, condesa; lo que ella quiere es relacionarse con buenas familias.

—¿Sí? —dijo la vieja vacilando ya en su oposición.

—¿La conocéis?

—No, señor.

—Eso es lo peor, porque tiene mucho poder.

—Es verdad; pero no la he visto nunca.

—¿Y a su hermana Chon?

—Tampoco.

—¿Ni a Bischi?

—Tampoco.

—¿Ni al conde Juan, su hermano?

—Tampoco.

—¿Ni a su negro Zamora?

—¿Cómo a su negro?

—Sí, a su negro, es un gran personaje.

—¡Quién! ¿Ese ridículo enano que parece un doguillo disfrazado, cuyos retratos venden en el Puente Nuevo?

—Ese, ese mismo.

—¿Yo conocer a ese negro? —repuso la condesa dándose por ofendida—, ¿y cómo queréis que lo conozca?

—Vamos, señora, observo que no tenéis deseos de ganar el pleito.

—¿Por qué?

—Porque despreciáis a Zamora.

—¿Y de qué puede serviros en esto?

—Puede nacer que ganéis el pleito.

—¡Cómo! ¿Ese mozambique? ¿De qué manera?

—Diciendo a su señora que tendría gusto en que le ganaseis. Ya sabéis lo que son influjos. Su ama le complace en todo, y el rey hace cuanto se le antoja a su ama.

—¡Es decir que es quien gobierna en Francia!

—¡Hum! —murmuró sordamente el vicecanciller meneando la cabeza—; mucha influencia tiene, y preferiría por mi parte indisponerme con… con la princesa, por ejemplo, antes que con él.

—¡Dios mío! —exclamó madame de Béarn—. ¡Es posible que una persona tan formal como vos sostenga semejantes cosas!

—No soy yo solo: todo el mundo dice eso mismo. Interrogad a los duques y pares, si cuando van a Marly o a Luciennes, olvidan los confites para la boca o las perlas para las orejas de Zamora. Yo mismo, que os estoy hablando, sí, yo que soy el canciller de Francia, o poco menos, ¿cuál pensáis que era mi ocupación cuando llegasteis? Extendía para él un despacho de gobernador.

—¿De gobernador?

—Sí: han nombrado al caballero Zamora gobernador del castillo de Luciennes.

—Ese fue el título que otorgaron al señor conde de Béarn, después de veinte años de servicio.

—Nombrándole gobernador del castillo de Blois, ¿es cierto?

—¡Qué ignominia, Dios del cielo! —exclamó la vieja—: ¿Conque está absolutamente perdida la monarquía?

—O muy enferma cuando menos; mas ya sabréis que de un moribundo debe sacarse el mejor partido posible.

—Es evidente; mas para ello es preciso poder aproximarse a él.

—¿No sabéis por qué medio seríais bien recibida de madame Du Barry?

—No.

—Llevando este despacho a su negro Zamora.

—¡Yo!

—¡Magnífica introducción!

—¿Lo suponéis así? —dijo la condesa entristecida.

—Estoy cierto; pero…

—Pero… —repitió madame de Béarn.

—¿No tratáis a ningún amigo suyo?

—¿Y vos, monseñor?

—Sí; pero yo…

—¿Qué?

—Sería muy difícil.

—Al cabo, no hay remedio —exclamó la pobre litigante fatigada de tantas alternativas—, decididamente la suerte se ha declarado contra mí. Vuecencia me ha recibido cuando ni aun esperaba el honor de hablarle. Es más, no tan sólo yo estoy dispuesta a hacer la corte a madame Du Barry, sino que para llegar hasta ella estoy pronta a servir de mandadera a ese horrible negro, a quien no hubiera honrado con un puntapié si le hubiese encontrado en la calle, y ni aun puedo aproximarme a él…

Meditaba nuevamente M. de Maupeou pasándose la mano por la barba, cuando el ujier anunció.

—El señor vizconde Juan Du Barry.

Oyendo esto, el canciller dio una palmada, expresando su admiración, y la condesa cayó sobre un sillón sin aliento y sin pulso.

—Ahora podréis decirme que estáis abandonada de la suerte —exclamó monsieur Maupeou—. ¡Ay, condesa, condesa!, ¡ya veis que el cielo combate por vos, os ayuda!

Y dirigiéndose al ujier sin dejar a la pobre vieja tiempo para volver en sí de su estupor:

—Que pase —dijo.

El ujier se retiró volviendo enseguida precediendo al vizconde, el cual entró con aire arrogante y el brazo encabestrillado.

Después de los saludos de costumbre y cuando la condesa sin resolución y trémula iba a levantarse para despedirse, pues ya el canciller la saludaba con una ligera inclinación de cabeza, indicando de este modo que la audiencia había concluido:

—Dispensadme, monseñor —dijo el vizconde—, dispensadme, señora, si os molesto; permaneced, señora, permaneced, os lo suplico… Con su permiso, sólo dos palabras tengo que decir a su excelencia.

La condesa, se sentó de nuevo sin hacerse rogar; su corazón rebosaba de satisfacción y latía de impaciencia.

—Pero si tal vez os incomodo, caballero… —balbuceó.

—¡Ah!, no: sólo tengo que decir dos palabras a su excelencia, quitarle diez minutos de su precioso trabajo, solamente el tiempo preciso para exponer una queja.

—¿Quejas habéis dicho? —preguntó el canciller a monsieur Du Barry.

—Sí, monseñor, han querido asesinarme: ya conoceréis que no puedo pasar en silencio tan grave delito: que se nos ultraje, que se nos insulte, que se nos denigre, a todo esto se sobrevive; ¡pero que no traten de degollarnos!, porque entonces, ¡vive Cristo!, ¡la muerte segura!

El canciller dijo con fingido asombro:

—Explicaos.

—No os molestaré mucho tiempo ¡oh Dios mío! ¡Cuánto siento interrumpir la audiencia de esta señora!

—La señora condesa de Béarn —dijo el canciller presentándola al vizconde Juan Du Barry.

Este retrocedió graciosamente para hacer su reverencia: la condesa le imitó, y ambos se saludaron con tanta ceremonia como si se hallasen en la corte.

—Cuando terminéis, señor vizconde.

—Señora condesa, no me atrevería a cometer un delito de lesa galantería.

—Hablad, hablad, caballero, que mi asunto es de intereses, el vuestro de honor, y por tanto, deberéis tener más prisa que yo.

El vizconde contestó:

—Señora, me aprovecharé de vuestra bondad.

Y dio noticia de su asunto al canciller, que le escuchó gravemente.

—Se necesitan testigos —dijo M. de Maupeou después de un momento de silencio.

—¡Ah! —exclamó Du Barry—, reconozco en vos un juez íntegro, sobre quien nada influye sino la irrevocable verdad… ¡pues bien!, os presentaré testigos.

—Monseñor —dijo la condesa—, aquí tenéis uno…

—¿Quién es? —interrogaron a la vez el vizconde y M. de Maupeou.

—Yo —contestó la vieja del pleito.

—¡Vos, señora! —exclamó el canciller.

—Oíd, señor, ¿no ha ocurrido ese acontecimiento en la villa de La Chaussée?

—Sí, señora, al mudar de tiros en la casa de postas.

—¡Bueno!, yo seré vuestro testigo. Pasé por el sitio del atentado dos horas después de cometido.

—¿Es cierto? —preguntó el canciller.

—¡Ah! ¡Cuánto os lo agradezco! —añadió el vizconde.

—Y en efecto —continuó la condesa—, todo el pueblo estaba refiriendo todavía el suceso.

—¡Cuidado, señora —exclamó el vizconde—, tened cuidado!, pues si queréis servirme en esta cuestión, es muy posible que los Choiseul hallen medios de haceros arrepentir de vuestro generoso comportamiento.

—Sí —añadió el canciller—, y les será tanto más fácil, cuanto que la señora condesa tiene en este instante un pleito, cuyo éxito me parece bastante dudoso.

Y esta, llevándose las manos a la frente, exclamó:

—Monseñor, ¡salgo de un abismo para caer en otro!

—Apoyaos en el señor —dijo en voz baja el canciller—, él os prestará un brazo fuerte.

—Sí, pero solamente uno —dijo Du Barry en son de broma—, conozco a quien tiene dos buenos y largos, y os los ofrece.

—¡Oh, señor! —exclamó la anciana condesa—, ¿es formal este ofrecimiento?

—Condesa, amor con amor se paga: acepto vuestros servicios; aceptad los míos. ¿Estáis satisfecha?

—¡Que si lo estoy…!, infinitamente, y doy gracias a Dios.

—Perfectamente: ahora mismo voy a visitar a mi hermana; dignaos ocupar un asiento en mi coche…

—¿Sin preparativos ni objeto?… No me atrevo.

—Uno tenéis, señora —dijo el canciller poniendo en la mano de la condesa el despacho de Zamora.

La condesa exclamó casi sin pestañear:

—Sois mi Dios tutelar, y vos, señor vizconde, la flor de la nobleza.

—Podéis contar conmigo —repitió este señalando el camino a la condesa, que partió prontamente.

—Gracias por mi hermana —dijo en voz baja Juan a M. de Maupeou—, gracias, primo. He representado bien mi papel ¿eh?

—Está bien —respondió Maupeou—; pero contad también allá cómo he representado yo el mío; sin embargo, os prevengo que estéis alerta, pues la vieja es muy astuta.

En este momento se volvió la condesa, no pudiendo ver más que la ceremoniosa reverencia que hicieron al despedirse el canciller y el vizconde.

Un magnífico carruaje con regias libreas aguardaba en la puerta. La condesa se instaló en él, henchida de orgullo. Juan hizo una seña y partieron.

Así que salió el rey del cuarto de la Du Barry, e hizo un recibimiento tan corto como triste a los cortesanos, según tenía anunciado, la condesa quedó por fin sola con Chon y su hermano, el cual no se había presentado desde luego, a fin de que no se pudiera averiguar el estado de su herida, bastante leve en realidad.

Lo que resultó del consejo de familia fue que en vez de salir la duquesa para Luciennes como lo había anunciado al rey, se dirigió a París, donde tenía en la calle de Valois un pequeño palacio que servía de hospedaje a esta familia, continuamente errante, siempre que lo exigían sus negocios o sus placeres.

Instalóse la condesa en su estancia, tomó un libro y quedó en expectativa.

Entretanto el vizconde preparó sus baterías.

La favorita nunca atravesaba por las calles de París sin asomarse frecuentemente a la ventanilla, porque una de las propiedades de las mujeres bonitas es hacerse ver porque están convencidas que son buenas para ello. Lo hizo así, no tardando en extenderse por la ciudad la noticia de su llegada, y que desde las dos hasta las seis recibió veinte visitas. La Providencia parecía mirar por la infeliz condesa que si se hubiese encontrado sola se hubiese muerto de fastidio. Gracias a esta distracción, pasó el tiempo meditando, mandando y coqueteando.

Marcaba la gran esfera de San Eustaquio las siete y media de la tarde, cuando pasó el vizconde por delante de aquel templo, acompañando a la condesa de Béarn a casa de su hermana.

Lo que hablaron en el coche revelaba toda la indecisión de la condesa en aprovecharse de su buena suerte.

Por su parte el vizconde simulaba cierta dignidad protectora, y prorrumpía en admiraciones sin número sobre la singular circunstancia que había proporcionado a madame de Béarn el conocimiento y relaciones de madame Du Barry.

La condesa no cesaba de elogiar la afable cortesía del vicecanciller, y durante estas recíprocas mentiras, el carruaje avanzaba velozmente, pudiendo llegar a casa de la condesa a las ocho menos algunos minutos.

—Perdonadme, señora —dijo el vizconde dejándola en un salón de recibo—, vaya a anunciar a madame Du Barry el honor que la espera.

—De ningún modo caballero: no permitiré que se la moleste.

Pero aproximándose a Zamora, que por las ventanas del vestíbulo había estado acechando su llegada, el vizconde le dio en voz baja una orden.

—¡Jesús, qué negrito tan mono! —exclamó la condesa—: ¿Es de vuestra señora hermana?

—Sí, señora; es uno de sus favoritos —contestó el vizconde.

—Le doy la enhorabuena.

Las dos hojas de la puerta abriéronse entonces y el lacayo introdujo a la condesa de Béarn en el gran salón, donde madame Du Barry daba sus audiencias.

La condesa observaba con detenimiento, suspirando, el lujo de aquella deliciosa morada, y durante este tiempo el vizconde fue a buscar a su hermana.

—¿Es ella? —preguntó esta.

—En carne y hueso.

—¿No ha sospechado nada?

—Absolutamente nada.

—¿Y el vicecanciller?

—Muy bien. Todo, querida mía, conspira en favor nuestro.

—Separémonos, para que no caiga en malicia.

—Tienes razón, porque según tengo entendido, nada tiene de tonta. ¿Y Chon?

—En Versalles, ¿no lo sabes?

—Recomiéndale muchísimo que no se deje ver.

—Mucho se lo he recomendado.

—Vamos, princesa, haced vuestra entrada.

La favorita empujó la puerta de su gabinete y entró en el salón.

Ni siquiera una de las muchas ceremonias de etiqueta que se usaban para semejantes casos en aquel tiempo, fue omitida por nuestras dos actrices, impelidas del deseo de agradarse recíprocamente.

Primero habló la Du Barry, diciendo:

—Ya, señora, he dado las gracias a mi hermano, por haberme proporcionado el honor de vuestra visita; ahora me toca dároslas a vos, por vuestra mucha bondad.

—Pues yo, señora —dijo con inmensa alegría la anciana—, no sé de qué términos valerme para expresaros mi gratitud, por el amable recibimiento que me dispensáis.

—Señora —añadió la condesa con una respetuosa reverencia—, tengo el deber de ponerme a la disposición de tan distinguida persona por si puedo serviros en alguna cosa.

Ya terminadas por ambas partes las tres reverencias, la condesa ofreció un sillón a la condesa de Béarn, y tomó asiento en otro.