El primer motivo de aquel terrible enojo, la piedra de todos aquellos escándalos deseados o temidos en la corte, la señora condesa de Béarn, dirigíase rápidamente hacia París, según había comunicado Chon a su hermano.
Este viaje era el término de una de las maravillosas ideas que venían en auxilio del vizconde Du Barry en sus mayores apuros.
No siendo posible hallar entre las señoras de la corte aquella madrina tan deseada como necesaria, pues sin ella no podía efectuarse la presentación de madame Du Barry, había dirigido su pensamiento hacia la provincia, examinando su estado, y registrando ciudades, encontró lo que buscaba sobre las orillas del Meuse en una casa, que, aunque por completo gótica, estaba elegantemente amueblada.
Buscaba a una de esas viejas que se enredan en algún antiguo pleito y que hacen depender del fallo su porvenir.
La condesa de Béarn reunía estas dos circunstancias.
Poco tiempo hacía que M. de Maupeou se había unido a madame Du Barry, llamándola prima por haber descubierto un grado de parentesco desconocido hasta entonces. Tenía además por la favorita todo el fervor de una amistad de la víspera, amistad que le había valido el título de vicecanciller.
Efectivamente, la señora de Béarn era una litigante muy parecida a la señora de Pimbêche, excelentes tipos de aquella época, llevando además, como ya hemos dicho, un nombre de los más retumbantes.
Angulosa, ligera, delgada, siempre alerta, y fijando sus ojos de gato azorado, que brillaban bajo sus canosas cejas, madame de Béarn no había desamparado el ropaje de las jóvenes de su tiempo, y como a pesar de sus caprichos, la moda tolera tal cual vez ser racional, aquel vestido de las jóvenes de 1740 podía fácilmente pasar por un traje de vieja de 1770.
Blondas anchurosas, manteleta de encajes, una cofia de extraordinarias dimensiones, inmensas faltriqueras, amplio bolso y corbata de raso bordado, tal era el traje con el que Chon, hermana querida y fiel confidenta de la condesa Du Barry, halló a madame de Béarn al presentarse en su casa con el nombre de la señorita Flageot, es decir, como hija de su abogado.
Por capricho y por economía, vestía la condesa de aquel modo, pues no se ruborizaba, como otras, de su pobreza. Sólo un sentimiento tenía: que no le era fácil dejar una fortuna digna de su nombre a su hijo, un joven provinciano, tímido como una doncella y más aficionado al regalo de la vida material, que a los honores y ventajas que la gloria proporciona.
En el último caso le quedaba el recurso de decir mis tierras, a las que su abogado disputaba contra los Saluces; pero, como era mujer de bastante inteligencia, conocía que si pedía dinero prestado sobre aquellas tierras, ningún usurero, aun cuando los había en Francia muy osados en aquella época, le prestaría con sola aquella garantía, ni le adelantaría la suma más insignificante sobre aquella restitución.
Limitada a la renta de sus tierras y a los tributos no comprometidos en aquel pleito, la condesa de Béarn, con mil escudos de renta poco más o menos, huía de la corte, donde se gastaban doce libras diarias, únicamente para el alquiler del carruaje que le era necesario para ir a solicitar la protección de los señores jueces, e instruir a los señores abogados.
Viose obligada además a vivir en aquel retiro por haber perdido las esperanzas de que llegase su turno antes de cuatro o cinco años, y poder sacar sus legajos.
Mucho, muchísimo duran en el día los pleitos, pero, en fin, sin vivir la edad de un patriarca, el que se decide a entablar alguno, puede hacerlo esperando ver la sentencia, mientras en otros tiempos duraba dos o tres generaciones, y semejante a esas plantas fabulosas de Las Mil y una Noches, no florecían hasta después de doscientos o trescientos años.
La señora de Béarn no tenía intención, pues, de consumir el resto de su patrimonio, para recuperar las diez duodécimas partes empeñadas. Según hemos ya dicho, era una mujer sagaz, prudente, fuerte, avara, y hubiera podido, con seguridades de acierto, emplazar, defender y ejecutar, mejor que cualquier procurador o abogado; pero se llamaba Béarn, y este nombre le dificultaba muchas cosas.
Por esta causa, atormentada por sentimientos y angustias mortales a semejanza del divino Aquiles, que, retirado en su tienda, sufría mil muertes a cada toque del clarín, madame de Béarn pasaba los días en interpretar, con sus anteojos en la nariz, antiguos pergaminos; y sus noches, envuelta en un traje de persiana y con su cana cabellera al aire, en defender ante su almohada la causa de aquella sucesión, reclamada por los Saluces, causa que siempre ganaba con una elocuencia que le satisfacía tanto, que en semejante momento hubiera deseado con ahínco que su abogado pudiese poseerla.
Imagínese qué agradable sorpresa debió producir a madame de Béarn la llegada de Chon, presentándose con el nombre de la señorita Flageot.
El joven conde se encontraba a la sazón en el ejército.
Muy pronto se cree lo que se desea; así es que la condesa se dejó fácilmente seducir por la narración de aquella joven.
Sin embargo, la condesa hubiese podido caer en sospecha, pues hacía ya veinte años que conocía a M. Flageot, y le había visitado doscientas veces en su casa, calle Petit-Lion-Saint-Sauveur, sin haberle conocido familia alguna.
Pero la vieja pleitista, lejos de pensar en hacer la menor observación, ni en recorrer su memoria, creyó cándidamente todo cuanto a la supuesta señorita Flageot se le antojó decir.
Además, era casada, y finalmente, para no dar ocasión al menor pensamiento de malicia, no venía expresamente a Verdún, pues iba a reunirse con su marido a Estrasburgo.
La señora de Béarn debería quizá exigir a la señorita de Flageot una carta que acreditase aquel aviso; pero si un padre no puede enviar a su propia hija sin carta, ¿a quién podía entonces encargar una misión de confianza? Y, por otra parte, ¿a qué conducían aquellos temores?, ¿por qué tales sospechas?, ¿con qué fin caminar sesenta leguas para hacer semejante relación?
Si hubiera contado con bastantes riquezas, si como la esposa de un banquero, asentista o partidario, tuviera que llevar consigo algún lujoso equipaje, con vajilla y diamantes, quizá dudara de que fuese alguna invención de ladrones; pero madame de Béarn reíase con sobrado motivo cuando pensaba a veces en el solemne chasco que llevarían, si desgraciadamente para ellos trataban de robarla.
De modo que apenas hubo Chon desaparecido en el vetusto calesín tirado por un solo caballo que había tomado en la última posta, donde dejó su coche cuando madame de Béarn, convencida de que había llegado el momento de hacer un sacrificio, subió en un antiguo carruaje, dando tanta prisa a los postillones, que pasó por la Chaussée una hora antes que la princesa, y llegó a la barrera de San Dionisio cinco o seis horas después que la señorita Du Barry.
Deseando llegar lo antes posible para los informes, madame de Béarn, cuyo equipaje era excesivamente reducido, mandó detener su coche en la calle del León, ante la puerta de M. Flageot.
Esta operación no pudo realizarse sin que una multitud de curiosos se detuviese a contemplar aquel venerable carruaje, que parecía haber pertenecido a las caballerizas de Enrique IV, cuyo predilecto vehículo parecía, por su solidez, monumental arquitectura y cortinas de cuero arrugado, corriendo con descomunales rechinamientos sobre una varilla de cobre verdoso.
Como la calle era sumamente estrecha, la señora de Béarn la ocupó majestuosamente, ordenando a los postillones, después de haberles pagado, que condujesen su coche a la posada donde acostumbraba alojarse, es decir, al Gallo Cantador, calle San Fermín de los Prados.
Al subir luego la tenebrosa escalera de M. Flageot, cogióse a la mugrienta soga que servía de pasamano y percibió el fresco ambiente que allí reinaba, que no desagradó a la señora de Béarn, cansada de la rapidez y del ardor del camino.
El licenciado Flageot, en cuanto oyó anunciar por su criada Margarita a madame la condesa de Béarn, corrió diligente a apretarse las calzas que con motivo del calor tenía bastante caídas; encasquetóse rápidamente su peluca, de que estaba también despojado, y envolviéndose en una bata de bombasí, avanzó sonriendo hacia la puerta, expresando en su semblante tan marcada admiración, que, al verle la litigante, exclamó con extrañeza:
—¡Yo soy, mi querido M. Flageot! ¡Soy yo…!
—Sí, sí —contestó el abogado—, ya lo veo, señora condesa.
Entonces cruzó castamente la bata el curial y condujo a la vieja hacia un sillón de cuero, que había en el ángulo más alumbrado del gabinete, alejándola así de los papeles de su bufete, temeroso de su curiosidad. El licenciado dijo con la más delicada galantería:
—Permitiréis que me felicite por tan agradable sorpresa.
—La señora de Béarn, reclinada ya en su sillón, levantaba en aquel momento sus pies, con objeto de dejar entre el suelo y sus zapatos bordados, el intervalo necesario para dar paso a un cojín de cuero que Margarita colocaba en el suelo.
—¿Cómo sorpresa? —dijo incorporándose con rapidez y colocando sobre la nariz sus antiparras que había sacado del estuche para contemplar mejor a Flageot.
—Es claro: yo creía que estaríais en vuestras posesiones —replicó el abogado, usando de esta amable lisonja para calificar las cuatro fanegas de tierra sembradas de hortaliza, que poseía la condesa.
—Es cierto: en ellas he estado; pero, al primer aviso vuestro, me he apresurado a venir.
—¿A mi primer aviso? —repitió atónito el abogado.
—A vuestro primer aviso, a vuestra primera señal, a vuestra primera cita, como os plazca.
Abrió M. Flageot unos ojos tamaños, como los espejuelos de la condesa.
—He venido pronto, ¿eh?; debéis estar satisfecho.
—Como siempre, señora; pero permitidme os manifieste que ignoro lo que debo hacer en este caso.
—¿Cómo? —dijo la condesa—, ¿lo que debéis hacer?… Todo, o más bien, ya lo habréis hecho.
—¿Yo?
—Es evidente: vos… ¡Cómo!, ¿ha habido alguna novedad?
—¡Oh!, sí, señora: se asegura que el rey está meditando un golpe de Estado contra el Parlamento… pero, señora, ¿queréis tomar alguna cosa?
—¿Qué me interesa a mí el rey?, ¿qué me importan sus golpes de Estado?
—Pues entonces, señora…
—Mi pleito, mi pleito, con referencia a él me interesaba saber si había alguna novedad.
—¡Oh!, en cuanto a eso —dijo M. Flageot inclinando lentamente la cabeza—, nada, señora, absolutamente nada.
—Queréis decir, nada…
—No, nada.
—Nada, desde que vuestra señora hija fue a hablarme. Así es que, como hablé anteayer con ella, no es extraño que nada haya ocurrido de nuevo desde entonces.
—Señora, ¿mi hija…?
—Sí.
—¿Habéis dicho que mi hija?
—En efecto, vuestra hija, la que habéis enviado a verme.
—Señora, perdonad —replicó M. Flageot—, pero es imposible que os haya enviado mi hija.
—¡Imposible!
—Por una razón muy sencilla, y es que no la tengo.
—¿Estáis seguro? —dijo la condesa.
—Señora —respondió Flageot—, tengo el honor de ser soltero.
—¡Cómo! —dijo la condesa.
El curial, muy alarmado, llamó a Margarita para que trajese el refresco que había ofrecido a la condesa, y para que la vigilase.
—Pobre mujer —dijo para sí—, ha perdido el juicio.
—¡Cómo! —insistió madame de Béarn— ¿no tenéis una hija?…
—No, señora.
—¿Casada en Estrasburgo?…
—No, señora, no, mil veces no.
—¿No la encargasteis —prosiguió la condesa—, que me anunciara al pasar por Verdún, que el pleito debía verse?
—No.
La condesa se movió lentamente en su sillón, dándose con despecho sobre sus rodillas dos fuertes palmadas.
—Un trago, señora condesa, os aprovechará.
Hizo al mismo tiempo una seña a Margarita, que le acercó dos vasos de cerveza en una batea; pero la vieja, que ya no tenía sed, la rechazó tan violentamente, que la criada, que al parecer gozaba de ciertos privilegios en la casa, se resintió de aquel desaire.
—Vamos —dijo la condesa mirando por debajo de los anteojos a M. Flageot—, explicadme, si gustáis, lo que esto significa.
—Convengo —contestó el curial—; quedaos, Margarita, puede que esta señora quiera beber luego; expliquémonos.
—Sí, expliquémonos, porque estáis hoy incomprensible, mi querido M. Flageot; y por todos los santos, que parece habéis perdido la razón con estos calores.
—Señora, no os incomodéis —repuso el abogado desviando hacia atrás su sillón para alejarse de la condesa—; no os irritéis: hablemos.
—Sí, hablemos. ¿Conque afirmáis que no tenéis hija alguna, eh, M. Flageot?
—Y lo siento muchísimo, pues conozco que os hubierais alegrado, aunque…
—¿Aunque…? —repitió la condesa.
—Aunque por mi parte, prefiero a los varones, porque tienen mejor salida, o por mejor decir, no toman tan mal giro como las hembras en estos tiempos.
—¡Cómo! —dijo la de Béarn cruzando sus manos con una profunda inquietud, ¿no habéis hecho que me llamaran por una hermana… sobrina… prima…?
—No he pensado en tal cosa, señora, pues conozco cuan costosa es la residencia en París.
—¿Y mi asunto?
—He pensado teneros siempre al corriente, tan luego como ocurriese alguna novedad.
—¿De modo, que no la hay?
—Que yo sepa, no, señora.
—¿No han señalado día para la vista?
—No, señora.
—¿Y no hay esperanzas de que lo señalen?
—¡Señora, no! ¡Dios mío, no!
—Entonces —dijo la vieja gritando al levantarse—, entonces se han mofado, sí, indignamente mofado de mí.
—Tal creo, señora —balbuceó M. Flageot izando su peluca hasta lo alto de la frente.
—¡M. Flageot! —exclamó la condesa.
Flageot dio un salto disponiéndose a la defensa, e hizo una seña a Margarita que se preparó a defender a su amo.
—M. Flageot —prosiguió la condesa—, no sufriré de ningún modo semejante humillación. Ahora mismo veré a la mujerzuela que se ha atrevido a insultarme de este modo.
—¡Vamos!, ¡eso es muy dudoso! —contestó M. Flageot.
—Y así que la halle —prosiguió madame de Béarn arrebatada de cólera—, entablaré demanda contra ella.
—¡Nuevo pleito! —dijo tristemente el abogado.
En cuanto oyó estas palabras, el furor de la litigante se desvaneció.
—¡Ay! —exclamó—, ¡venía tan alegre!
—¿Pero qué os dijo esa mujer, señora?
—En primer lugar que vos la enviabais.
—¡Qué intriganta!
—Y me anunció de parte vuestra la vista de mi pleito; conocí que debía venir con la mayor rapidez, pues por mucha prisa que me diese no sería demasiada.
—¡Ay de mí, señora! —dijo entonces M. Flageot—; ¡qué lejos está esa vista!
—Nos han olvidado, ¿no es así?
—Olvidado, sepultado, enterrado, señora; sólo un milagro nos puede salvar, y los milagros son tan raros…
—¡Oh!, seguramente —murmuró suspirando la condesa. Contestó el licenciado con otro suspiro acomodado al de su cliente.
—¿Queréis, M. Flageot, que os diga una cosa?
—Decidla, señora.
—Que no sobreviviré a este golpe.
—Mal hecho.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó la pobre condesa—, si ya no tengo fuerzas.
—Animaos, señora, animaos —dijo Flageot.
—¿Pero no tenéis nada que aconsejarme?
—Sí, señora: que regreséis a vuestra casa, y no creáis en lo sucesivo a nadie que se presente de mi parte, sin llevar una esquela mía.
—Es preciso que lo haga así.
—Es lo más prudente.
—Podéis creerme, M. Flageot —dijo tristemente la condesa—; no nos veremos más, al menos en este mundo.
—¡No digáis eso, señora!
—¡Ah, qué enemigos tan encarnizados tengo!
—Sin duda es obra de los Saluces.
—Bien, bien se conducen conmigo.
—Efectivamente son muy miserables —añadió M. Flageot.
—¡Oh!, ¡la justicia!, ¡la justicia!, amigo mío, es la cueva de Caco.
—¿Por qué razón decís eso? —replicó M. Flageot—, ¿porque ya no es lo que antes era, porque molestan al Parlamento y porque M. de Maupeou ha querido ascender a Canciller, en lugar de ser presidente?
—Vamos, M. Flageot, ahora es cuando bebería a gusto.
—¡Margarita! —gritó este.
La sirvienta, que había salido al ver la marcha pacífica del diálogo, entró con la batea y vasos de cerveza que se había llevado. Madame de Béarn bebió con lentitud un vaso de cerveza, y se dispuso a salir haciendo una triste reverencia, acompañada de una despedida aún más triste.
—M. Flageot la siguió con la peluca en la mano. Había ya llegado la condesa al rellano, y extendía el brazo para agarrarse a la cuerda, cuando una mano se colocó sobre la suya, y una cabeza tropezó en su pecho. La mano y la cabeza eran de un escribiente, que subía de cuatro en cuatro los empinados escalones.
La vieja compúsose la saya refunfuñando y renegando, y siguió descendiendo, mientras que el amanuense, llegado a la meseta, empujaba la puerta gritando con la voz franca y alegre de los curiales de todas las épocas, mostrando un papel:
—Tomad, M. Flageot, es sobre el negocio de Béarn. Saltar hacia atrás al oír aquel nombre, dar un empellón al amanuense, arrojarse sobre M. Flageot y arrebatarle el papel, he aquí lo que la vieja condesa ejecutó antes que el amanuense recibiera dos bofetones que le aplicaba Margarita, o fingía aplicarle, en cambio de otros tantos besos.
—Sepamos —dijo la condesa—, ¿qué he oído decir aquí?, ¿qué dice ese papel?
—Todavía no lo sé, señora condesa, pero podré decírselo, si tenéis a bien devolvérmelo.
—Cierto, mi querido M. Flageot, leed, leed enseguida.
—Letra de nuestro procurador M. Guildou —dijo el licenciado después que hubo examinado la firma.
—¡Ay! ¡Dios mío!
Y M. Flageot continuó cada vez más admirado. Me invita a prepararme para hacer la defensa el martes, porque han señalado este día para la vista.
—¡Para la vista! —gritó la vieja dando saltos—. ¡Para la vista…! ¡Ah!, miradlo bien, M. Flageot, no lo tomemos a broma esta vez, porque moriría del disgusto.
—Señora —replicó el curial aturdido con tan inesperada noticia—; si alguno se bromea, sólo puede ser M. Guildou, y lo haría por primera vez en su vida.
—Ved si es efectivamente suya la esquela.
—Está firmada por él —dijo el licenciado—: Vedlo.
—¡No hay duda! ¡Mañana es el día señalado, y para la defensa el martes! ¡Ay, señor licenciado! Ya veo que la señora que me avisó no era una intriganta.
—Así parece.
—¿Lo sabéis con seguridad que no fue enviada por vos?
—Sin duda, pardiez.
—Pues entonces, ¿por quién?
—Eso es lo que yo también deseo averiguar.
—Porque al fin, alguno la enviaría.
—Yo me vuelvo loco.
—¡Ay!, permitid que lea nuevamente; así es: lo veo escrito aquí; se verá ante el presidente Maupeou.
—¡Demonio! ¿Dice eso?
—Eso dice.
—Mucho lo siento.
—¿Por qué?
—Porque el presidente Maupeou es íntimo amigo de los Saluces.
—¿Podéis afirmarlo?
—No sale de su casa.
—¡Ay, señor! ¡Cuán grande es mi desgracia! Ahora estamos peor que antes.
—Y no obstante —dijo el letrado—, es preciso verle.
—¿Y me recibirá mal?
—¡Quién sabe!
—¡Gran Dios! ¿Qué me decís, M. Flageot?
—La verdad, señora.
—¡Cómo! No sólo os desanimáis, sino que me hacéis perder a mí también las esperanzas.
—No podemos esperar nada bueno de M. de Maupeou.
—De modo que os acobardáis, vos que sois un Cicerón.
—Cicerón hubiera visto perdida la causa que defendía, si hubiese tenido por juez a Verres, y no al César —contestó el licenciado Flageot, que no halló contestación más modesta para rechazar el insigne honor que acababa de hacerle su cliente.
—¿Es decir, que pensáis que no debo visitarlo?
—No quiera Dios, señora, que os aconseje semejante irregularidad; pero sí me compadezco de que os veáis obligada a esa entrevista.
—Os expresáis, M. Flageot, como lo haría un soldado que pretende abandonar su puesto. No parece sino que teméis defender el asunto.
—Señora —respondió el abogado—, algunos he perdido, llevando probabilidad de escapar mejor que en el vuestro.
La condesa exhaló un profundo suspiro; pero reuniendo toda su fuerza de ánimo:
—No dejaré por agotar recurso alguno —añadió con una energía que contrastaba muchísimo con la grotesca fisonomía de aquella conferencia, y no se dirá que teniendo el derecho he retrocedido en presencia de una pandilla; se perderá el pleito quizá, pero tendré el placer de haber mostrado a esos prevaricadores la frente de una mujer de clase, como existen muy pocas hoy día en la corte. ¿Queréis que me apoye en vuestro brazo, M. Flageot, para acompañarme a casa de vuestro vicecanciller?
Con toda la dignidad posible contestó el licenciado:
—Señora, señora, nosotros, miembros opositores del Parlamento de París, hemos prometido no tener relaciones fuera de las audiencias con los que le abandonaron en el asunto de M. d’Aiguillon. La unión constituye la fuerza, y como M. de Maupeou intervino en este negocio, dándonos motivo de queja, permaneceremos en nuestro campamento hasta que enarbole una bandera.
—En peor ocasión no podía verse mi pleito, según entiendo —dijo suspirando la condesa—; los abogados, enemistados con sus jueces; los jueces, con las partes. No importa, sostendré mi derecho a pesar de todo.
—Dios os preste su auxilio, señora —dijo el abogado, colocando sobre el brazo izquierdo su bata, como hubiera hecho con su toga un senador romano.
—Bien poco vale este abogado —murmuró entre dientes Madame de Béarn.
—Temo ser más desafortunada con él ante el Parlamento, que lo era yo en mi casa ante la almohada.
Y levantando la voz y fingiendo una sonrisa, con la que trataba de disimular su inquietud, continuó:
—Adiós, M. Flageot, estudiad bien la causa, ¡quién sabe lo que puede ocurrir!
—Ya, ya —respondió este—, no temo yo la defensa, porque será brillante, os lo prometo, y tanto más, cuanto que estoy decidido a hacer en ella unas alusiones tan terribles…
—¿Contra quién, señor, contra quién?
—Contra la corrupción de Jerusalén, estableciendo la semejanza con las ciudades malditas e invocando contra ella la ira de Dios. Os aseguro, señora, que nadie ignorará que Jerusalén es Versalles.
—¡Ay! ¡M. Flageot! —repuso la vieja—, no os comprometáis, por Dios, o por mejor decir, no comprometáis mi pleito.
—Pero, señora, ya os dije que está perdido ante M. de Maupeou. Ahora nuestros esfuerzos deben encaminarse a ganarlo ante nuestros contemporáneos, y puesto que no nos hacen justicia, escandalicemos.
—M. Flageot…
—Seamos filósofos. Señora… caiga toda nuestra indignación sobre los culpables.
—¡Malos demonios la descarguen en ti! —refunfuñó la vieja—, ignorante maldito, que no tienes más interés que el de adornarte con esa andrajosa túnica filosófica. Veamos ahora a M. de Maupeou; él no es filósofo y podré sacar acaso mejor partido que contigo.
Dicho esto, la vieja condesa despidióse de M. Flageot, y se alejó de la calle de Petit-Lion, habiendo recorrido en el espacio de dos días todas las gradas de la escala de las esperanzas y de las desilusiones.