Luis XV dirigióse al gabinete; allí tenía la costumbre de detenerse, antes de alguna cacería o paseo, algunos instantes para dar sus órdenes particulares, según la clase de servicio que necesitaba para el resto del día.
—En cuanto llegó a la galería hizo una seña a sus cortesanos, dando a entender que deseaba quedar solo.
Así que lo consiguió, se adelantó por un corredor que comunicaba con las habitaciones de sus hijas, y al hallarse ya ante la puerta de estas, que ocultaba una mampara, detúvose un instante moviendo la cabeza.
—Una sola había buena —murmuró entre dientes—, y acaba de partir.
Un estrépito de voces contestó a este axioma nada satisfactorio para las que quedaban: abrióse la mampara, y Luis XV se oyó saludar por estas palabras que le dirigió en coro un trino furioso:
—Gracias, padre mío.
Y el rey vióse rodeado de sus tres hijas.
—¡Ah!, eres tú, Loque —dijo al dirigirse a la mayor, es decir, a madame Adelaida—. ¡Ah!, ¡cómo ha de ser! Lo mismo si te incomodas, que en caso contrario, he dicho la verdad.
—Por mi fe —respondió Victoria—, que no nos sorprende lo que acabáis de decir, señor, pues sabemos que siempre habéis preferido a Luisa.
—No puedo negarlo, Chiffe, acabas de decir una gran verdad.
—¿Pero por qué motivo habéis de preferir a Luisa? —preguntó madame Sofía con voz destemplada.
—Porque nunca me atormenta —respondió con aquella afabilidad de que en sus momentos de egoísmo Luis XV ofrecía un tipo tan perfecto.
—¡Oh!, descuidad, padre mío, también os atormentará —añadió madame Sofía con irritado tono.
—¿Por qué decís eso, Graille? ¿Acaso te ha confiado Luisa sus secretos? Mucho me asombraría, pues te ama bien poco.
—¡Entonces estamos pagadas! —contestó Sofía.
—Perfectamente —prosiguió el rey—; aborreceos, detestaos, despedazaos, poco me interesa, como no vengáis nunca a molestarme para restablecer el orden en el reino de las amazonas. Quisiera, no obstante, que me dijeseis en qué debe incomodarme la pobre Luisa.
—¿En qué os debe incomodar? Os lo diré, padre mío.
Luis se recostó en un gran sillón colocado junto a la puerta, procurando tener siempre fácil la retirada.
—Porque madame Luisa —contestó Sofía— está algo atormentada del mismo demonio que torturaba a la abadesa de Chelles, y se retira al convento para hacer ensayos.
—Vaya, vaya —dijo el rey—, hacedme el obsequio de no andar ahora con equívocos, tratando de la virtud de vuestra hermana. Nadie ha podido jamás decir de ella lo más mínimo, a pesar de lo mucho que hablan; conque no empecéis vos.
—¿Yo?
—Sí, vos.
—Yo no me refiero a su virtud —respondió sumamente ofendida Sofía, de la acentuación especial que diera su padre a la palabra vos, y de su afectada repetición—, sólo he dicho que hará ensayos.
—Bueno, aun cuando se haga alquimista, construya armas y ruedas para sillones, y tocara la gaita y el tamboril, ¿qué daño habría en todo eso?
—Lo que quise decir, es que se ha metido a hablar de política.
El rey se estremeció al oír estas palabras.
—Estudiar filosofía, teología, y continuar los comentarios sobre la bula unigénitas; de suerte que estrechadas por sus teorías políticas, por sus sistemas metafísicos y por su teología, pareceremos las inútiles de la familia…
—Mas si de ese modo se salva vuestra hermana, ¿qué mal encontráis en eso? —replicó Luis XV bastante admirado, a pesar de la conexión que había entre la acusación de Graille y la diatriba política de madame Luisa al despedirse—. ¿Envidiáis su beatitud?
—De ningún modo —contestó Victoria—; la dejo ir donde quiera, y no pienso acompañarla.
—Tampoco yo —contestaron a una voz Adelaida y Sofía.
—Es que ella nos odiaba —dijo madame Victoria.
—¿A vosotras? —preguntó Luis XV.
—Sí, a nosotras, a nosotras —respondieron las otras dos hermanas.
—Ya veréis —dijo Luis XV—, cómo esa pobre Luisa ha elegido el cielo para no estar con su familia.
Con una risa franca contestaron a esta agudeza las tres hermanas; y la primogénita, madame Adelaida, reuniendo toda su lógica:
—Señoras —interrumpió, con el acento satírico que le era particular al despojarse de la indolencia que le había hecho merecer el epíteto de Loque—; señoras, es que no habéis hallado, o que no os habéis atrevido a decir al rey la verdadera causa que ha ocasionado la partida de madame Luisa.
—Vamos, otra acusación tenemos —dijo el rey—. Callaos, Loque, callaos.
—¡Ah, señor! —replicó esta—, conozco bien que tal vez os vaya a disgustar.
—Mejor diréis que lo deseáis.
Mordióse los labios Adelaida, y continuó:
—Pero diré la verdad.
—Bien: esto va mejor cada vez. ¡La verdad! Absteneos de decir tales cosas. ¡La verdad! ¿La digo yo acaso nunca?, y no obstante, gracias a Dios, estoy bueno y sano —dijo el monarca encogiéndose de hombros.
—Hablad, hermana, hablad —dijeron las otras dos princesas, impacientes por saber lo que debía desagradar tanto al rey.
—¡Qué corazoncitos tan tiernos! —murmuró Luis XV—; ¡ved cómo aman a su padre!
Pero calmó su desconsuelo, pensando que nada le quedaban a deber.
—Decía —continuó Adelaida—, que lo que más temía nuestra hermana, ella tan afectada a la etiqueta, era…
—Era… —repitió Luis XV—, vamos, terminad al menos, ya que os habéis insinuado.
—Pues bien: era la intrusión de caras nuevas…
—¿La intrusión, decís? —exclamó el rey, disgustado con aquel principio, adivinando anticipadamente la idea de su hija—. ¿Por ventura hay intrusos en mi casa? ¿Me obligan tal vez a recibir los que no quiero?
Este medio parecía bastante a propósito para variar por completo el sentido de la conversación; pero madame Adelaida era demasiado astuta y maliciosa para perder tan fácilmente la pista cuando se proponía decir alguna cosa desagradable.
—Me equivoqué, señor, me equivoqué, no es el término propio. En vez de intrusión yo debía haber dicho introducción…
—Vaya —dijo el rey—, esto ya es distinto: confieso que me disgustaba la otra palabra: prefiero introducción.
—Y sin embargo, señor —respondió madame Victoria—, creed que tampoco es ese el verdadero nombre que debe emplearse.
—¿Cuál es al fin?
—Es presentación.
—¡Ah!, ¡sí! —gritaron las otras hermanas uniéndose a la mayor—, ya creo que le hemos hallado.
—¿Lo creéis así? —preguntó el rey mordiéndose los labios.
—Sí —replicó Adelaida—. Pues yo decía que mi hermana temía mucho las nuevas presentaciones.
—¡Qué! —dijo el rey, deseando concluir aquella conversación—, ¡terminad!
—Que habrá temido sin duda ver introducida en la corte a madame la condesa Du Barry.
—¡Vamos! —gritó el rey con irresistible movimiento de despecho—, ¡vamos!, ¡por Cristo!, decid pronto esa palabra, y no deis tantos rodeos. Ya estoy aburrido con vuestras verdades.
—Señor —repuso madame Adelaida—; si he tardado tanto en decir a Vuestra Majestad lo que ya he manifestado, es porque me lo impidió el respeto, y sobre semejante asunto, no hubiera abierto la boca a no habérmelo vos mismo ordenado.
—¡Es claro! ¡Siempre la tenéis cerrada, nunca bostezáis, habláis, ni mordéis…!
—Cierto es, señor —prosiguió Adelaida—, que, según creo, he dado con el verdadero motivo que ha originado la separación de mi hermana.
—Os equivocáis.
—¡Oh!, señor —repitieron a una voz, y moviendo de arriba a abajo la cabeza Victoria y Sofía—; ¡oh!, señor, estamos seguras.
—¡Bah…! —interrumpió el rey imitando a un padre de los que Moliere presenta en sus comedias—, ¡hola!, ¡hola!, tengo conspiradores en mi familia: por eso, según creo, no ha podido realizarse esa presentación: y por esta razón esas señoras nunca están en casa cuando van a visitarlas: por eso no responden cuando les dirigen memoriales o les piden audiencia.
—¿A qué memoriales?, ¿a qué audiencias? —preguntó madame Adelaida.
—¡Cómo! —dijo madame Sofía—, ¿lo ignoráis? A los memoriales de la señorita Juana Vaubernier.
—No, a la solicitud de audiencia de la señorita Lange —interrumpió madame Victoria.
El rey se incorporó encolerizado: aquella mirada dulce casi siempre, fulguró de modo tal que debía inspirar poca confianza a las tres hermanas; pero como no había en aquel trío regio ninguna heroína capaz de arrostrar la cólera paternal, todas bajaron asustadas su vista.
—Queréis demostrar con esto que me equivocaba al decir que la mejor de las cuatro se había ido.
Madame Adelaida interrumpió diciendo:
—Señor, Vuestra Majestad nos trata peor que a perros.
—Y no me falta razón, pues ellos siquiera me acarician al verme. ¡Los perros! Esos sí son verdaderos amigos, Conque, adiós, señoras. Voy a ver a Charlotte, Belle-Fille y Gredinet. ¡Pobres animales!, sí; los amo y los amaré siempre, porque al menos ellos no ladran la verdad.
Y hecho una furia salió de allí el rey; pero apenas había dado tres pasos en la antecámara, cuando oyó a sus tres hijas que cantaban en coro:
En París, ciudad famosa,
todos son sin excepción
muy blandos de corazón,
y siempre están suspirando.
¡Ay…!, ¡ay…!, ¡ay…!
La querida del buen Blas
se halla en cama tendida,
y el infeliz ve perdida,
la ilusión de consolarla.
¡Ay…!, ¡ay…!, ¡ay…!
Tales eran las dos primeras estrofas de un sainete contra madame Du Barry, que era conocida en toda Francia con el título de La bella Borbonesa.
En poco estuvo que Luis XV retrocediera y no lo hubieran tal vez pasado muy bien sus tres hijas; pero se contuvo y siguió adelante, gritando para no oírlas:
—¡Eh, señor capitán de galgos!
El oficial que había sido condecorado con tan extraño título, se presentó.
—Que abran la habitación de los perros —dijo el rey.
—¡Oh!, señor —exclamó el oficial interceptando el paso a Luis XV—; que Vuestra Majestad no siga adelante.
—¿Qué sucede? —exclamó el monarca parándose en el umbral de la puerta, por bajo de la cual pasaban silbando los alientos de los perros que olían a su amo.
—Señor —añadió el oficial—, perdonadme, pero no puedo permitir que Vuestra Majestad entre donde están los perros.
—Sí, sí —replicó el rey—, ya entiendo: el gabinete no está en orden… ¡ea!, bien, dejar salir a Gredinet.
—¡Ah, señor! —tartamudeó el oficial demostrando una viva consternación—; hace dos días que no ha comido ni bebido nada, y se teme que esté rabioso.
—Es indudable —exclamó Luis XV—, soy el más desgraciado de los hombres… ¡Gredinet rabioso! ¡Esto faltaba para colmo de mis pesares!
Creyó el oficial de galgos que sería indispensable derramar una lágrima para animar la escena.
Luis XV se retiró a su gabinete, donde le esperaba su ayuda de cámara, quien al ver el rostro desconcertado del rey, se ocultó en el alféizar de una ventana.
—Estoy seguro, segurísimo —murmuró Luis XV sin reparar en aquel fiel servidor que no era un hombre para él—, ¡ah!, bien lo veo; M. de Choiseul se burla de mí; el príncipe se cree ya medio soberano, y se imagina serlo del todo luego que consiga sentar a su austriaca en el trono. Luisa me ama, pero con demasiada dureza, pues me predica moral y se marcha; mis otras tres hijas cantan canciones en las que me llaman Blas; el conde de Provence traduce Lucrecia; el de Artois anda cortejando; mis perros están rabiosos y pretenden morderme. Lo cierto es que nadie me ama, exceptuando a esa pobre condesa. Lleve el diablo a quien pretenda ocasionarla disgustos.
Sentóse luego con desesperación cerca de la misma mesa en que Luis XIV firmaba, y que había recibido el peso de los últimos tratados, y de las gloriosas cartas del gran rey.
—Comprendo el motivo por qué todos tratan de apresurar la llegada de la princesa; me figuro que en cuanto llegue me volveré su esclavo, o seré dominado por su familia. ¡Vaya, vaya!, no me faltará tiempo para ver a mi querida nuera, y mucho más si su llegada me ocasiona nuevas inquietudes. Debemos vivir en paz, sí, todo el tiempo que sea posible; y para conseguirlo, entorpezcamos su marcha. Tenía que pasar por Reims y Noyon sin detenerse hasta llegar a Compiègnes; mantengamos el primer ceremonial: tres días de recibo en Reims, y uno… no, dos… tampoco: tres días de funciones en Noyon, y así ganaré seis, sí, seis hermosos días.
Tomó la pluma y dictó él mismo a M. de Stainville la orden de detenerse tres días en Reims, otros tres en Noyon: y llamando después al correo de servicio:
—A todo escape —dijo, hasta que llegue esta orden a quien va dirigida.
Y después, con la misma pluma, escribió lo siguiente:
Querida condesa:
Hoy debemos instalar a Zamora en su gobierno, y marcho a Marly. Iré esta noche a deciros en Luciennes lo que pienso en este momento.
La Francia
—Toma, Lebel, entrega esta carta a la condesa, y procura ponerte bien con ella: es un consejo que te doy. Inclinóse el ayuda de cámara reverentemente y salió.