La hija mayor del rey esperaba a su padre en la gran galería de Lebrun.
Al extremo de esta galería, opuesto a aquel por donde debiera llegar el rey, dos o tres damas de honor estaban al parecer consternadas.
Cuando apareció Luis XV, los grupos comenzaban a formarse en el vestíbulo, pues la resolución que aquella mañana había adoptado la princesa, comenzaba a divulgarse en palacio.
De estatura imponente, y belleza enteramente real, pero cuya frente virginal a veces se arrugaba por una oculta tristeza, madame Luisa de Francia imponía a toda la corte, por el ejercicio de las más austeras virtudes, aquel respeto hacia el poder del Estado, que en el transcurso de cincuenta años, sólo se veneraba en Francia, o por interés, o por temor.
Es más, en aquel momento en que el pueblo expresaba el poco afecto que profesaba a sus amos (a quienes, aun no llamaba en alta voz tiranos), la amaban porque no había aspereza ni retraimiento en su virtud.
Demostraba que latía su corazón en un pecho cuyos buenos sentimientos se revelaban a cada paso, mientras los otros sólo daban señales de escándalos inauditos.
Luis XV la respetaba porque también la estimaba, y hasta a veces se envanecía de ella; he aquí por qué era la única entre sus hijas con la que se contenía en sus chanzas picantes y familiaridades triviales, y en tanto que apellidaba a Adelaida, Victoria y Sofía, Loque, Chiffe y Graille, llamaba a Luisa de Francia, Madame.
Desde que el mariscal de Sajonia había llevado consigo al sepulcro el alma de los Turenas y Condes, todo se empequeñecía alrededor de aquel trono agonizante, y entonces madame Luisa, cuyo carácter enteramente real, parecía rayar en el heroísmo, realzaba la corona de Francia, a la que únicamente restaba aquella perla fina, en medio de su oropel y falsas piedras.
Sin embargo, no podremos decir que Luis XV amaba a su hija, pues ya sabemos que sólo se amaba a sí mismo: pero aseguramos que la prefería a todas las demás.
Al entrar vio a la princesa sola en medio de la galería, recostada sobre una mesa con tablero de jaspe.
Vestía un traje negro. Sus hermosos cabellos sin polvo, se ocultaban bajo un doble encaje, y aunque su frente expresaba en aquel momento menos severidad que de costumbre, parecía, sin embargo, más triste. A veces dirigía sus melancólicas miradas hacia los retratos de los reyes de Europa, a la cabeza de los cuales, brillaban sus antepasados los reyes de Francia.
El traje negro era el que vestían de ordinario las princesas en sus viajes, ocultando las largas faltriqueras que se usaban también en aquella época, como en tiempo de las reinas caseras, y madame Luisa, siguiendo el ejemplo de aquellas, llevaba en su cintura, pendiente de un anillo de oro, las numerosas llaves de sus baúles y armarios.
El rey quedóse meditabundo al ver la silenciosa atención con que se esperaba el término de aquella escena.
El espectador parecía falto de discreción y de respeto para los actores: veían y no oían: estaban autorizados para lo primero, y les estaba prohibido lo segundo.
La princesa adelantóse algunos pasos al encuentro de su padre, y besó su mano.
—Me han dicho que pensáis marcharos, señora —preguntó Luis XV—. ¿Vais a Picardía?
—No, señor —repuso la princesa.
—Entonces, supongo —dijo el rey alzando la voz— que iréis en romería a Noirmoutier.
—Tampoco, señor; deseo retirarme al convento de Carmelitas de San Dionisio, del cual ya sabéis que puedo ser abadesa.
El rey se conmovió, y aunque su corazón estuviera efectivamente turbado, su rostro permaneció sereno.
—¡Oh!, no, hija mía, no os separaréis de mí, ¿no es cierto? ¡No es posible!
—Mucho tiempo hace, padre mío, que estoy decidida, y Vuestra Majestad me ha autorizado para ello. Os ruego que no tratéis ahora de resistiros.
—Es cierto que he dado esa autorización; pero después de haberla mucho tiempo combatido: bien lo sabéis vos misma; y si la di, fue creyendo que os faltaría el ánimo en el momento de marchar. Por otra parte, no debéis sepultaros en un convento, es ya muy antigua esa costumbre: sólo se entra en un claustro o por algún sentimiento grande, o por falta de bienes de fortuna. La hija del rey de Francia no es pobre, que yo sepa, y si es desgraciada todos deben ignorarlo.
Iba elevándose la entonación y el pensamiento de Luis XV conforme adelantaba en su papel de rey y de padre que nunca está mal representado por el actor cuando el uno lo aconseja el orgullo, y el sentimiento impulsa al otro.
Luisa respondió cada vez más enternecida a pesar de ver la emoción del rey.
—Señor, no debilitéis mi alma expresándome vuestro afecto. Mi sentimiento no es vulgar; he aquí por qué mi decisión es extraña para las costumbres de nuestro siglo.
—¿Conque sufrís mucho? —exclamó el rey con muestras de enternecimiento—. ¡Penas tú, pobre niña!
—Crueles, inmensas, señor —repuso madame Luisa.
—Pero, hija mía, ¿por qué me las ocultas?
—Porque son de aquellas que ninguna mano humana puede aliviar.
—¿Ni la de un rey?
—Ni la de un rey, señor.
—¿Ni la de un padre?
—Tampoco, señor, tampoco.
—¿Y sostenéis eso, vos, Luisa, vos, que sois religiosa y sacáis tantas fuerzas de la religión?
—No tanto como es necesario, señor, y me retiro al claustro para hallar más. En el silencio, Dios habla al corazón del hombre; en la soledad, el hombre habla al de Dios.
—Meditad que hacéis al Señor un inmenso sacrificio que nada podrá compensar. El trono de Francia extiende una augusta sombra sobre sus hijos.
—Todavía es más profunda la de la celda, padre mío; fortalece el corazón, y es tan dulce para el fuerte como para el débil, para el grande como para el pequeño.
—¿Pensáis que os amenaza algún peligro? Si así es, Luisa, el rey mismo está pronto a defenderos.
—Que Dios le defienda a él primero.
—Un celo mal entendido os extravía, debo repetíroslo. Luisa. Bueno es retar, pero no siempre. ¿Mas, de qué os sirve rogar tanto, a vos que sois tan buena y tan piadosa?
—Nunca oraré lo suficiente, ¡oh padre mío!; jamás rogaré bastante, ¡oh rey mío!, para evitar el golpe que está próximo a descargarse sobre nosotros. La bondad que Dios me ha dado, la pureza que hace veinte años me esfuerzo en conservar, todavía no satisfacen la necesaria candidez e inocencia que exige a la víctima expiatoria.
Retrocedió un paso el monarca, y contemplando absorto a madame Luisa, dijo:
—Nunca me habéis hablado así; vais extraviada, hija mía; el ascetismo os pierde.
—¡Ah, señor!, no califiquéis con ese nombre mundano al sacrificio más verdadero, y sobre todo, más preciso que jamás ofreciera súbdita a su rey ni hija a su padre en tan extrema necesidad. Vuestro trono, señor, cuyo protector amparo me ofrecíais hace poco inspirado por el orgullo, vuestro trono, señor, se estremece bajo los golpes que vos mismo desconocéis, y que yo he adivinado. Un abismo profundo en donde de un modo repentino puede sepultarse la monarquía, sordamente se ahonda. ¿Os han dicho en alguna ocasión la verdad, señor?
La princesa dirigió curiosas miradas en torno suyo para cerciorarse de que nadie podía oírla, y viendo que todos estaban distantes, prosiguió:
—Pues bien: sí, yo lo sé, yo, que con el traje de una madre de la Misericordia, he recorrido veinte veces las calles sombrías; las pobres buhardillas, y las encrucijadas donde sólo se oyen gemidos de dolor; pues en esas calles, en esas encrucijadas, en esas buhardillas, señor, perecen de hambre y de frío, en el invierno, de sed y calor durante el verano. Como vos únicamente vais de Versalles a Marly, y de Marly a Versalles, no veis los campos que ya no tienen grano, no diré para mantener a los pueblos, pero ni siquiera para sembrar la tierra, que devora sin producir frutos, maldecida por no sé qué enemigo poder, y aquellos a quienes falta el pan, rugen sordamente. Vagos y desconocidos rumores se oyen en los aires, en el crepúsculo, durante la noche, hablándoles de esposas, cadenas, tiranías… y a estas voces, despiertan, suspenden sus gemidos y comienzan nuevamente a murmurar.
»Por su parte los parlamentos exigen el derecho de representar al pueblo y la facultad de decirnos en alta voz: ¡rey, tú nos pierdes!, o sálvanos, o solos nos salvaremos.
»Con vano esfuerzo excava el militar haciendo uso de una espada ociosa, la tierra de donde va a surgir la libertad que los enciclopedistas han sembrado a manos llenas.
»Los publicistas (y advertid, señor, cómo la vista del hombre comienza a descubrir lo que antes se le ocultaba) los escritores conocen el mal al mismo tiempo que le cometemos, y lo revelan al pueblo, que ahora frunce irritado el ceño cada vez que ve pasar a sus señores. ¡Vuestra Majestad casa a su hijo! En otro tiempo, cuando la reina Ana de Austria casó al suyo, la gran ciudad de París ofreció ricos presentes a la princesa María Teresa. Hoy, por el contrario, no tan sólo permanece en silencio, no solamente nada ofrece, sino que Vuestra Majestad se ha visto obligado a aumentar las contribuciones para pagar los carruajes que deben conducir una hija del César a casa del hijo de San Luis. El clero, que desde hace mucho tiempo no rogaba a Dios, vuelve ahora a hacerlo por lo que llama la felicidad del pueblo, conociendo que las tierras están mal distribuidas, agotados los privilegios, y por completo exhaustos los fondos públicos. Por último, señor, ¿será preciso que os diga lo que vos sabéis también, lo que habéis observado con tanta amargura y a nadie habéis querido revelar? Nuestros hermanos los reyes, aquellos que en otros tiempos nos envidiaban, se alejan de nosotros. Las hijas del rey de Francia, no se han casado habiendo veinte príncipes en Alemania, tres en Inglaterra, dieciséis en los estados del Norte, sin mencionar nuestros parientes los Borbones de España y Nápoles, que nos olvidan, o se desdeñan de nosotras como los demás. Acaso nos habría querido el turco, si no fuéramos hijas del rey cristianísimo. ¡Ay!, no hablo por mí, padre mío, yo no me quejo. Dichoso estado el mío, pues me veo libre, sin que ninguno de mi familia me necesite, pudiendo en el retiro, en la pobreza, en la meditación, rogar a Dios aparte de vuestra cabeza y la de vuestro sucesor, esa horrible tempestad que oigo resonar allá, a lo lejos, en el cielo del porvenir.
Cruzó Luis XV sus brazos, e inclinando con tristeza la cabeza sobre su pecho dijo:
—Hija mía, vuestro lenguaje es muy severo; esas desgracias que me reprocháis, ¿son acaso obra mía?
—No permita Dios que tal piense; pero son obra del tiempo en que vivimos; os veis arrastrado como todos. Oíd, oíd los estrepitosos aplausos del teatro ante la menor alusión contra el trono: ved por la noche los alegres y bulliciosos grupos, descendiendo las pequeñas gradas de los entresuelos con gran estrépito, mientras la magnífica escalera de mármol está sombría y desierta. Las clases del pueblo y de los cortesanos, señor, se han procurado diversiones independientes de las nuestras, y no sólo se divierten sin nosotros, sino que se entristecen cuando alguna vez nos presentamos en ellas. ¡Ay de mí! —prosiguió la princesa, con encantadora melancolía—, ¡ay de mí!, ¡pobres graciosos mancebos!, ¡pobres adorables vírgenes!, ¡amad…!, ¡cantad…!, ¡olvidad…!, ¡sed felices…! Aquí era una molestia para vos, mientras allí os serviré; aquí reprimís vuestra alegría, temiendo molestarme: allí, allí, rogaré, ¡ah rogaré con todo el fervor de mi alma, por el rey, por mis hermanas, por mis sobrinos, por el pueblo de Francia, por todos vosotros, en fin, a quienes amo con la energía de un corazón que pasión alguna ha podido hasta ahora aminorar!
—Hija mía —exclamó con ternura el monarca pasado un instante de silencio—, no me abandonéis en este instante al menos, os lo suplico; vuestras palabras acaban de destrozar mi corazón.
Luisa de Francia cogió la mano de su padre, y fijando con amor su vista en la noble fisonomía de Luis XV:
—No —prorrumpió—, no, padre mío; ni una hora más quiero seguir en este palacio. No es ya hora de dedicarnos a la oración, tengo fuerza suficiente para redimir con mis lágrimas todos los placeres a que aspiráis, vos todavía joven, vos tan buen padre, vos que sabéis perdonar.
—Continúa con nosotros, Luisa, continúa con nosotros —dijo el rey estrechando a su hija en sus brazos.
—Mi reino no es de este mundo —respondió Luisa moviendo tristemente la cabeza y separándose de los brazos del rey—. Adiós, padre mío; os he dicho hoy cosas que pesaban sobre mi corazón, hace diez años. Ese tormento me abrumaba. Adiós, ya estoy contenta. ¿Veis cómo sonrío? Hoy principio a ser dichosa, y nada hecho de menos al apartarme del mundo.
—¿Ni aun a mí mismo, hija mía?
—¡Ah!, os echaría de menos si no debiera volver a veros; pero vendréis algunas veces a San Dionisio; no me olvidaréis por completo.
—¡Oh…!, ¡jamás, jamás!
—Procurad no conmoveros señor, no demostremos que nuestra separación es duradera. Por lo menos, mis hermanas supongo que nada saben todavía, y sólo mis camaristas conocen este secreto. Estoy haciendo los preparativos hace ocho días, y deseo fervientemente que el ruido de mi partida no resuene sino después del de las pesadas puertas de San Dionisio.
Luis XV leyó en la mirada de su hija que su propósito era irrevocable. Prefería, por otra parte, que fuese ignorada de todos su partida, pues si madame Luisa deseaba evitar el llanto que pudiera ocasionar su resolución, él temía mucho más por su salud.
Había además pensado ir a Marly, y los disgustos de Versalles debían necesariamente suspender aquel viaje.
Por último, se figuraba que no había de volver a encontrarse al salir de sus orgías, indignas a la vez de un rey y de un padre, aquel rostro grave y triste que le parecía como una condenación de su indolente y perezosa existencia.
—Cúmplase tu voluntad, hija mía —dijo—, pero recibe antes la bendición de tu padre, que fue siempre feliz a tu lado.
—Dadme permiso únicamente para que bese vuestra mano, señor, y dadme mentalmente esa grata bendición.
Para los que estaban enterados de su resolución, era un espectáculo grande y solemne el que ofrecía esta noble princesa, que a cada paso que daba, avanzaba hacia sus antepasados, cuyos retratos, desde el fondo de sus marcos de oro, parecían expresarle su reconocimiento por venir a sepultarse viva en su sepulcro.
El rey acompañó a su hija hasta la puerta, y después de saludarla, volvió sin pronunciar ni una palabra.
En cumplimiento a las leyes de la etiqueta, los cortesanos le siguieron.