Luis XV retrocedió un paso al hallar de un modo tan inesperado a aquel nuevo actor, que venía a mezclarse en la escena, para dificultar su salida.
—Demonio —murmuró para sí—, ya no me acordaba de este. No me disgusta, sin embargo, su venida; él pagará por todos.
—¡Ah…!, ¿sois vos? —exclamó—. Os he mandado llamar, ¿lo sabíais?
—Sí, señor —contestó francamente el ministro—, y cuando recibí la orden, me disponía a ver a Vuestra Majestad.
—Está bien. Tengo que tratar con vos de negocios formales —dijo Luis XV frunciendo el entrecejo, con objeto de atemorizar, si era posible, a su ministro; pero desgraciadamente M. de Choiseul era de los hombres menos asustadizos del reino.
—También yo, si lo consiente Vuestra Majestad, tengo que hablar de asuntos del mayor interés —contestó el ministro inclinándose y dirigiendo una ojeada al príncipe que estaba casi oculto tras el reloj.
—No hay escape —dijo para sí Luis XV confuso—, heme aquí cogido también por este lado, y encerrado en un triángulo de donde no es posible escapar.
Pero procurando descargar el golpe primero sobre su antagonista, dióse prisa a decir en alta voz:
—Ya habréis sabido que el pobre vizconde Juan, ha estado en peligro de ser asesinado.
—O, por mejor decir, que ha recibido en el brazo una estocada. Deseaba hablar a Vuestra Majestad de este suceso.
—Ya, ya os entiendo; queréis precaver los rumores.
—Pretendo anticiparme a los comentarios, señor.
—¿Es decir que conocéis este asunto? —preguntó el rey con aire significativo.
—Perfectamente.
—¡Hola! —exclamó Luis XV—, ya lo sabía yo de buena tinta.
M. de Choiseul oyó impasible las palabras del rey El príncipe ocupábase en examinar una tuerca de bronce y, aunque con la cabeza inclinada, escuchaba sin perder el menor detalle de aquella conversación.
—Voy a relataros ahora los pormenores de ese lance.
—¿Vuestra Majestad cree estar bien informado? —preguntó M. de Choiseul.
—¡Oh! Seguramente…
—Os escuchamos, señor.
—¿Escuchamos? —repitió Luis XV.
—Sin duda, Monseñor y yo.
—¿Monseñor? —repitió el rey mirando alternativamente de Choiseul a Luis Augusto—. ¿Qué pueden interesar al príncipe las circunstancias de ese lance?
—Mucho —replicó el ministro volviéndose cortésmente hacia Luis Augusto—, como todo cuanto se relaciona con Su Alteza Real madame la princesa.
—¡Con madame la princesa! —exclamó turbado el monarca.
—Pues qué, ¿lo ignorabais, señor? Si así es, Vuestra Majestad está mal informado.
—¡Madame la princesa y Juan Du Barry! Curiosísimo ha de ser esto. Vamos, explicaos enseguida, y nada me ocultéis, aun cuando la princesa misma sea quien haya herido a Du Barry.
—Su Alteza Real no ha sido, señor —dijo M. de Choiseul sosegadamente—, sino uno de los oficiales de la escolta.
—¡Ah! ¿Conocéis quizás a ese oficial? —exclamó con seriedad Luis XV.
—No, señor; pero Vuestra Majestad debe conocerle, si recuerda a sus buenos servidores. El nombre de ese oficial Se hizo célebre en la persona de su padre, en Philippsburg, Fontenoy y Mahón. Es un Taverney Casa-Roja.
—¡Casa-Roja…! —repitió Luis XV—, efectivamente, no me es desconocido; conozco ese nombre. ¿Y por qué se ha batido con Juan, a quien quiero?… ¿Porque le quiero tal vez?… Rivalidades y quejas absurdas… parcialidades…
—Si Vuestra Majestad me permite explicarme… —dijo M. de Choiseul.
Conociendo Luis XV que sólo encolerizándose podría salir de aquel atolladero, exclamó:
—Os confieso, señor, que descubro en esto un germen de conspiración contra mi sosiego, y una persecución contra mi familia.
—¡Ay, señor! —repuso M. de Choiseul—, el valiente joven que defendió a la princesa, nuera de Vuestra Majestad, ¿merece acaso semejantes reconvenciones?
—Yo —exclamó Luis Augusto adelantándose y cruzando los brazos— declaro que le estoy agradecido por haber expuesto su vida por la que de aquí a quince días será mi esposa.
—¡Expuesto su vida…! —murmuró Luis XV—. ¿Y por qué motivo? Es preciso saberlo.
—Porque el vizconde Du Barry, que deseaba viajar con mucha rapidez, trató de apoderarse de sus caballos en la casa de postas donde debía mudar de tiros, sin más razón que la de querer ir más aprisa.
Palideció el monarca y mordióse el labio inferior al vislumbrar, como si fuese un amenazador fantasma, la analogía que hacía poco le inquietara.
—No es posible: conozco los detalles, y vos, duque, estáis mal informado —repuso el monarca deseando ganar algún tiempo.
—No, señor: estoy bien informado, y lo que tengo el honor de exponer a Vuestra Majestad, es la verdad. El vizconde Juan ultrajó a la princesa, apoderándose de los caballos destinados para su servicio, y ya se los llevaba a viva fuerza cuando el caballero Felipe de Taverney se presentó enviado por Su Alteza Real; y después de reconvenirle atenta y amistosamente…
—¡Oh!, ¡oh! —murmuró con acritud el rey.
—Amistosamente y atentamente, lo repito, señor.
—Sí, y yo lo sostengo —añadió el príncipe.
—¿Tenéis también conocimiento de este suceso? —preguntó asombrado Luis XV.
—Sí, señor, e informes positivos.
—Si Su Alteza tiene a bien proseguir —dijo M. de Choiseul, alegre por su triunfo y haciendo una reverencia—, imagino que Su Majestad dará seguramente más crédito a las palabras de su augusto hijo que a las mías.
—Sí, señor —continuó el príncipe—, estoy muy bien informado, y he venido para decir a Vuestra Majestad que M. Du Barry había no solamente faltado al respeto que se debe a la princesa, sino que se había también opuesto con violencia a un oficial de mi regimiento que le reprendía por aquel insulto.
—Es preciso que nos informemos, sí, es preciso informarnos —dijo el rey moviendo la cabeza.
—Yo lo estoy —respondió con afabilidad el príncipe—, y no tengo duda alguna de que M. Du Barry tiró de la espada.
—¿El primero? —interrogó Luis XV, satisfecho porque se presentaba aquella ocasión de igualar la lucha.
El príncipe ruborizóse y dirigió su vista hacia el ministro, quien, al verle turbado, se apresuró a acudir en su ayuda, diciendo:
—La verdad es, señor, que dos hombres han cruzado las espaldas, uno de ellos insultaba, y el otro defendía a la princesa.
—Bien, ¿pero quién fue el agresor? —interrogó Luis XV—, conozco a Juan, es manso como un cordero.
—Según yo he sabido, el agresor es quien insultó —contestó el príncipe con su moderación acostumbrada.
—Delicado asunto es este —prosiguió el rey—, ¡el agresor es quien insultó…!, ¿y si a pesar de todo, el oficial ha sido insolente?
—¡Insolente! —repitió el ministro—, ¿insolente contra el que pretendía llevarse a viva fuerza los caballos de la princesa? ¿Es posible, señor?
Nada contestó Luis Augusto; no obstante, perdió el color.
—Pronto quise decir —añadió el rey queriendo enmendar lo que antes dijera, al ver el efecto que habían producido sus palabras.
—Y por otra parte —prosiguió M. de Choiseul aprovechando aquella retirada para avanzar un paso—, Vuestra Majestad debe conocer que un servidor leal nunca puede insultar ni ofender a nadie.
—Mas decidme: ¿cómo habéis sabido este acontecimiento? —preguntó Luis XV a su hijo, sin apartar su vista de M. de Choiseul, a quien desagradó aquella brusca interpelación.
—Por medio de una carta —contestó Luis Augusto.
—¿De quién?
—De una persona que se interesa por la princesa y que considera sin duda muy extraño que se la ofenda.
—¡Vaya! —exclamó el rey—, tenemos misterios… correspondencias secretas… conspiraciones… Ya comienzan de nuevo a ponerse de acuerdo para atormentarme como en tiempo de madame de Pompadour.
—No, en verdad —respondió el ministro— no puede ser más claro este asunto: se trata de un delito de lesa majestad cometido contra la princesa. Castíguese con severidad al culpable, y todo queda terminado.
El rey creyó ver ya a la condesa levantarse enfurecida, y a Chon azorada, cuando oyó la palabra castigo. Figuróse que desaparecería la paz doméstica, que durante toda su vida había buscado sin poderla hallar, apareciendo en su lugar la guerra intestina, con sus uñas corvas, ojos encendidos y henchidos de lágrimas.
—Castigar —replicó—, sin oír a las partes y sin conocer quién tenía mejor derecho. ¡Un golpe de Estado! ¡Oh!, ¡qué proposición!, ¡qué proposición tan acertada me hacéis, señor duque! ¡En buen negocio queréis envolverme!
—Pero, señor, ¿quién ha de respetar en lo sucesivo a la princesa, si no se hace un severo ejemplar con el primero que se ha atrevido a ofenderla?
—Sería un escándalo —añadió Luis Augusto.
—¡Un ejemplar!, ¡un escándalo! —repitió el rey—. ¡Ah!, ¡pardiez!, haced un ejemplar por cada escándalo, y pasaré mi vida firmando cartas órdenes. Adiós gracias no son pocas las que firmo.
—Pues es preciso, señor —dijo M. de Choiseul.
—Señor, suplico a Vuestra Majestad… —añadió el príncipe.
—¡Cómo!, ¿todavía no conceptuáis bastante castigo, la estocada que recibió?
—No, señor —respondió el ministro—, porque hubiera sido fácil herir a M. de Taverney.
—Y entonces, ¿qué hubierais pedido?
—Su cabeza.
—No se llegó a tanto con M. de Montgomery, por haber matado al rey Enrique II —replicó Luis XV.
—Sí; pero M. de Montgomery mató casualmente al rey, y M. Juan Du Barry ha insultado con propósito de hacerlo así, a la princesa.
—Y vos —dijo el rey dirigiéndose a Luis Augusto—, ¿pedís también la cabeza de Juan?
—Sabe bien Vuestra Majestad —replicó con dulzura el príncipe—, que no estoy por la pena de muerte, y, por tanto, me limito a solicitar su destierro.
—Su destierro, sólo por una disputa de mesón —dijo temblando Luis XV—. Sois excesivamente severos, Luis, a pesar de vuestras ideas filantrópicas.
—Señor —dijo el príncipe—, yo no odio personalmente a M. Du Barry.
—¿Pues a quién?
—Al que ha ultrajado a madame la princesa.
—Excelente modelo —dijo Luis XV con ironía—, pero por fortuna a mí no se me engaña con facilidad, y sé muy bien hasta dónde se me quiere arrastrar con esas exageraciones.
—No imaginéis, señor, que se exagera —contestó M. de Choiseul—; el público está realmente indignado ante tanta insolencia.
—¡El público!, otro monstruo que os forjáis, y con el que tratáis de amedrentarme. ¡El público!, ¿hago yo caso de él, por ventura, cuando por medio de sus mil bocas, los libelistas y folletistas, coplistas y sediciosos me dicen que me están robando, vendiendo y mofándose de mí? ¡Bah!, ¡me río de sus declamaciones! Haced lo que yo hago: oídos sordos y dejadlo que chille hasta que se canse. ¡Vamos!, ¡vamos!, me saludáis disgustado: ved a Luis que también lo está. ¡Extraño es, en verdad, que no me sea permitido disfrutar lo que disfruta el último de mis súbditos! ¡Que no me han de dejar vivir a mi gusto! ¡Qué han de aborrecer incesantemente lo que yo amo, y amar lo que yo detesto! ¿Soy prudente o loco? ¿Soy o no el soberano?
El príncipe tomó otra vez el raspador, y prosiguió su obra, mientras M. de Choiseul volvió a inclinarse como la vez primera.
—Bien está: nadie contesta… ¡pero por vida de Sanes!, responded alguna cosa. ¿Os habéis convenido para matarme a sofocaciones con vuestras proposiciones y vuestro silencio?
—No aborrezco yo a M. Du Barry, señor —contestó sonriendo Luis Augusto.
—Ni yo le temo, señor —añadió arrogantemente M. de Choiseul.
—¡Ay!, conozco que tenéis malas intenciones —exclamó Luis XV fingiendo furor, cuando sólo experimentaba despecho—: ¿Queréis hacerme servir de fábula a Europa entera, y exponerme a la mofa de mi primo el rey de Prusia? O por mejor decir, ¿pretendéis que se realice la casa sin gobierno de ese bribón de Voltaire? Pues no, no será así; no os daré ese placer. Yo tengo mi concepto formado sobre el honor, y lo observaré como me parezca.
—Señor —dijo el príncipe con su acostumbrada dulzura, aunque con su eterna constancia—, Vuestra Majestad se equivoca; no es de su honor de lo que se habla sino de la dignidad de la princesa insultada.
—Monseñor dice bien; una sola palabra de Vuestra Majestad será suficiente para que no se repita ese delito.
—¿Cómo ha de repetirse sin existir el primero? Juan es tonto, pero no tiene mal corazón.
—Sea —contestó el ministro—, atribuyámoslo a tontería, y que se excuse como pueda de ella ante M. de Taverney.
—Ya os he dicho —continuó el rey—, que nada tengo que ver en eso. Que dé Juan sus disculpas, o que no las dé, si así te acomoda, tiene derecho para hacerlo así.
—No obstante tengo el honor de anunciar con tiempo a Vuestra Majestad —añadió M. de Choiseul—, que va a escandalizar ese negocio, si se abandona por completo a su voluntad.
—Mejor —respondió Luis XV—: Por mucho que sea el escándalo, permaneceré sordo, y no escucharé vuestras necedades.
—Es decir, que me autoriza Vuestra Majestad —prosiguió M. de Choiseul con su implacable serenidad—, para que haga público que da la razón a M. Du Barry.
—¿Yo, yo dar la razón a nadie en tan negro asunto? —exclamó el rey—. ¡Estáis decididos a conducirme al último extremo…! ¡Oh! Cuidado conmigo, señor duque… Y vos, Luis, os prevengo que seáis por vos mismo más comedido conmigo en lo sucesivo… reflexionad sobre lo que os he dicho, porque ya estoy tan fatigado y desesperado, que no puedo más. Adiós, señores, voy a ver a mis hijas, y a escaparme a Marly, donde acaso podré disfrutar de alguna tranquilidad.
En el instante mismo, y cuando Luis XV se encaminaba hacia la puerta, se abrió esta, y un ujier, apareciendo en el umbral, dijo:
—Señor, Su Alteza Real madame Luisa, espera en la galería para despedirse de Vuestra Majestad.
—¡Para despedirse de mí! —dijo el monarca azorado—; ¿a dónde va?
—Su Alteza Real dice que Vuestra Majestad le ha autorizado para dejar el palacio.
—Ea; ya tenemos otro acontecimiento. ¡Se trata de mi santurrona que hace de las suyas! ¡Soy el más desgraciado de los hombres! —exclamó Luis XV saliendo precipitadamente.
—Su Majestad se aleja sin contestarnos —dijo el duque al joven príncipe—. ¿Qué piensa Vuestra Alteza Real?
—Ya se oye —exclamó Luis Augusto, prestando oído con una alegría aparente o real, a las ondulaciones del reloj puesto en movimiento.
Frunció el entrecejo M. de Choiseul, y abandonó la Sala de los Relojes, dejando solo al príncipe.