En un amplísimo salón del palacio de Versalles, conocido con el nombre de los Relojes, se paseaba con los brazos caídos y la cabeza inclinada, un joven que tendría unos dieciséis o diecisiete años. Era de color sonrosado, mirada apacible y de andar bastante común.
En su pecho lucía, realzada por el terciopelo de color violeta de su uniforme, una placa de diamantes, pendiente de un cordón azul que llegaba hasta la cintura, rozando con la cruz que de él estaba pendiente, una chupa de raso blanco bordada de plata.
Difícilmente se hubiera desconocido aquel perfil severo y afable, majestuoso y risueño, que formaba el tipo característico de los Borbones de la primera rama, del cual, el joven que presentamos a la vista de nuestros lectores, era en efecto la imagen más viva y con mayor exageración reflejada. Sólo al ver los rasgos quizá degenerados de aquellos nobles semblantes, desde Luis XIV y Ana de Austria, se podría afirmar que el joven de que hablamos no podía trasmitir sus facciones a un heredero, sin alguna alteración del tipo primitivo, sin que la belleza natural se convirtiese en una fisonomía de facciones exageradas, y sin que el dibujo, en fin, pareciese una caricatura.
Porque, efectivamente, Luis Augusto, duque de Berry, príncipe heredero de Francia, que reinó después con el nombre de Luis XVI, tenía la nariz borbónica; larga y aguileña más que los de su linaje; la frente algún tanto aplastada, era todavía más espaciosa que la de Luis XV, y tan desarrollada la papada que heredó de su abuelo, que aunque delgado como estaba en aquella época, le ocupaba aún casi la tercera parte de su rostro.
Por otra parte, tenía un paso lento y pesado, y si bien su talle era bien formado, movía las piernas y los hombros con alguna dificultad; pero en sus brazos y dedos había la actividad, flexibilidad, fuerza, y, por decirlo así, esa fisonomía que en los demás se refleja en la frente, la boca y los ojos.
Pensativo se paseaba el príncipe en aquel mismo salón de los Relojes, en que ocho años antes, Luis XV entregó a madame de Pompadour el decreto del parlamento que expulsaba a los jesuitas del reino.
Más que cansado de esperar, distraído de la idea que ocupara su imaginación, se puso a examinar uno por uno los relojes que adornaban aquel salón, entreteniéndose como Carlos V en observar las diferencias siempre inevitables que aparecen hasta en los relojes mejor organizados; expresión extraña y significativa, aunque con claridad formulada, de la desigualdad de las cosas materiales, dispuestas por la mano de los hombres.
A poco se detuvo frente al gran reloj, colocado entonces en el extremo del salón, sitio que ocupa todavía en el día, el cual, por medio de una hábil combinación de mecanismos, marca los días, meses, años, cuartos de luna, y, en fin, el curso de los planetas con todo cuanto interesa a esa otra máquina mucho más admirable, a quien llaman hombre, en el movimiento progresivo de su vida hacia su muerte.
El príncipe contemplaba, como inteligente, aquel reloj que siempre había llamado su atención. Luego que hubo examinado aquella parte del reloj, se puso a mirarle de frente, siguiendo con su vista el escape de la rápida aguja, que se deslizaba sobre los segundos, semejante a esas moscas de agua que vagan por los estanques y fuentes, rozando apenas con sus largas patas el líquido cristal el que constantemente se agitan.
En aquel instante recordó que ya hacía muchos segundos que esperaba, habiendo además dejado pasar un gran número antes de avisar al rey.
Repentinamente detúvose la aguja sobre la que el príncipe tenía entonces fija su vista. Al mismo tiempo, y como por encanto, todas las ruedas de bronce suspendieron su equilibrada rotación, los ejes de acero descansaban en sus agujeros de rubíes, y un silencio absoluto sucedió al ruido y movimiento acompasado que poco antes reinara en aquella máquina, que quedó parada y muerta habiendo cesado sus sacudimientos, repercusiones metálicas, y el movimiento veloz de sus agujas, péndola y muelles.
¿Quizá algún grano de arena tan sutil como un átomo, que habiéndose introducido entre los dientes de alguna rueda, había ocasionado aquella repentina paralización, o sería tal vez que el genio de aquel maravilloso mecanismo, descansaba fatigado de su eterna agitación?
Al notar tan repentina muerte, tan fulminante apoplejía, el joven príncipe olvidó por completo el motivo de su venida y hasta el tiempo pasado desde que esperaba; olvidó también que la hora no es lanzada en la eternidad por los movimientos de una péndola, o retardada sobre el declive de los tiempos por la inopinada detención de un movimiento de metal, sino que está bien determinada en el reloj eterno, que ha precedido a los mundos, debiendo sobrevivirles, por la mano invariable del Todopoderoso. Consiguió abrir la puerta de cristal de la Pagoda, donde dormía el Genio, y miró al interior del reloj, para ver desde más cerca. Incómodo en su observación, por la péndola, deslizó con cuidado sus adiestrados dedos por la abertura, logrando descolgarla; pero no le fue posible descubrir el motivo que ocasionara aquel letargo.
Creyendo entonces que el relojero del palacio había tal vez olvidado armar aquel reloj, y que se había parado naturalmente, tomó la llave colgada en su zócalo, y comenzó a subir los resortes con todo el aplomo y destreza de un hombre perito; pero hubo de detenerse a la tercera vuelta, prueba de que aquella paralización era motivada por algún imprevisto accidente, y el resorte, aunque tirante, no hizo movimiento alguno.
Con un pequeño raspador de concha que sacó de su bolsillo, dio movimiento a una rueda, con cuyo impulso rechinaron todas durante el espacio de un segundo, volviendo enseguida a quedar en silencio. Desarmó entonces varias piezas colocando cuidadosamente los tornillos sobre una repisa, y siguiendo adelante en su operación, exhaló un grito de alegría al descubrir que un tornillo de presión, al jugar en su espiral, había aflojado un resorte, y detenido la rueda motriz.
Dio vuelta entonces a aquel tornillo, y con una rueda en una mano y el raspador en la otra, introdujo nuevamente su cabeza en la caja.
En aquel momento, y cuando más absorto estaba en la contemplación de la máquina, la puerta se abrió de repente, y una voz anunció:
—¡El rey!
Luis, sin embargo, nada oyó, sino el tic-tac melodioso, producido por él, como los latidos de un corazón que un hábil facultativo torna a la vida.
El rey miró a su alrededor con curiosidad, no pudiendo durante algún tiempo hallar al príncipe, del cual sólo podían verse las piernas, teniendo oculto todo su cuerpo con el reloj, y la cabeza dentro de la caja.
Luis XV se acercó sonriendo, y tocándole en el hombro, le preguntó:
—¿Qué diablos hacéis ahí?
Luis se retiró precipitadamente, aunque con todas las precauciones necesarias para no maltratar el hermoso mueble, cuya reparación había emprendido.
—Ya lo ve Vuestra Majestad —respondió confundido el joven al verse sorprendido en aquella ocupación—; me distraía mientras llegabais.
—Sí, en estropearme el reloj; ¡bonita diversión por cierto!
—Todo lo contrario, señor, lo estaba arreglando. No daba vueltas ya la rueda principal; entorpecida por este tornillo; le he apretado, y ya marcha muy bien.
—Te volverás ciego con tanto mirar ahí dentro. Por todo el oro del mundo no introducía mi cabeza en semejante avispero.
—¡Oh señor!, soy inteligente: yo mismo limpio, armo y desarmo el hermoso reloj con que Vuestra Majestad me obsequió el día que cumplí catorce años.
—Bueno, pero deja por ahora tu máquina, si es que deseáis hablarme.
—¿Señor, yo? —dijo él sonrojándose.
—Es claro, me han avisado que me aguardabas.
—Así es, señor —contestó el joven bajando la vista.
—Está bien: ¿qué querías?, habla. Si no tienes que decirme nada, me marcho a Marly —dijo Luis XV procurando evadirse, según acostumbraba.
El príncipe dejó en un sillón el raspador y las ruedas, lo cual manifestaba que tenía en efecto alguna cosa urgente que decir al rey, pues interrumpía su importante obra.
—¿Necesitas algún dinero? —preguntó este con prontitud, dando algunos pasos hacia la puerta—. Si es lo que deseas, espera, voy a enviártelo.
—No, no, señor —tartamudeó el joven—; tengo aún mil escudos de mi asignación mensual.
—Económico eres —exclamó el rey—; ¡y qué bien me lo ha educado M. de Lavauguyon! Creo, en verdad, que le ha dado justamente las virtudes que yo no poseo.
—Señor —se atrevió a preguntar el joven, naciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo—, ¿está todavía muy distante la princesa?
—¿No lo sabes tú tan bien como yo?
—¿Yo? —tartamudeó el príncipe turbado.
—Sin duda: ayer nos leyeron el boletín de viaje, y debió llegar a Nancy el lunes pasado. En este momento debe encontrarse a unas cuarenta y cinco leguas de París.
—¿No os parece, señor, que camina con excesiva lentitud?
—No, no —repuso Luis XV—, creo por el contrario, que viene muy de prisa; porque a pesar de los festejos que hacen en todas partes donde llega, obligándola a detenerse, anda al menos diez leguas cada día.
—Muy poco es —dijo el príncipe con timidez.
Luis XV quedaba cada vez más admirado al ver la impaciencia que nunca había podido suponer.
—¡Hola! —exclamó con sonrisa burlona—, ¿conque tanta prisa tienes?
—Puedo aseguraros, señor, que no es la causa la que Vuestra Majestad supone —balbuceó el joven sonrojándose nuevamente.
—Mucho peor; desearía fuese esa la causa. ¡Qué diablos!, tienes dieciséis años, aseguran que la princesa es muy linda, no hay por qué extrañar estés impaciente. ¡Vamos!, no pases cuidado, no te faltará.
—Y decid, señor, ¿no se pudieran abreviar esas ceremonias en su tránsito?
—Imposible; ya ha pasado sin detenerse por dos o tres ciudades donde debió pararse.
—Pues entonces ese viaje será eterno. Y es más… que también me he figurado una cosa —se aventuró a decir con timidez el príncipe.
—¿Qué te has figurado?, ¡vamos, habla!
—Que el servicio está mal dirigido, señor.
—¡Cómo!, ¿qué servicio?
—El del viaje.
—¡Qué desatino! Si he enviado treinta mil caballos, treinta coches, sesenta galeras, ¡y quién sabe cuántos cajones! Si todo se colocase en una sola línea, llegaría desde París hasta Estrasburgo. ¡Cómo has podido comprender que el servicio está mal hecho, disponiendo de tantos recursos!
—Aunque sé las bondades de Vuestra Majestad, casi tengo la evidencia de lo que he dicho, aunque no niego me habré tal vez explicado mal, y, en vez de decir que el servicio está mal hecho, hubiera acaso debido decir que está mal organizado.
Al escuchar Luis XV estas palabras, levantó la cabeza y fijó la penetrante mirada en los ojos del príncipe, adivinando que en las pocas palabras que Su Alteza había pronunciado, se ocultaban muchas ideas.
—Treinta mil caballos —repitió—, treinta coches, sesenta galeras, y dos regimientos empleados para este servicio. ¿Podéis decirme, señor sabelotodo, si jamás visteis entrar princesa alguna en Francia con semejante comitiva?
—No puedo negar que todo ha sido efectivamente dispuesto, y como Vuestra Majestad sabe disponer; ¿pero Vuestra Majestad ha ordenado que todos esos caballos, carruajes, en una palabra, que todo ese material, fuese exclusivamente para la princesa y su séquito?
El rey miró nuevamente a Luis: una leve sospecha le hirió el corazón, un recuerdo casi imperceptible comenzaba a dar luz a sus ideas, mientras que una confusa analogía entre la manifestación del príncipe, y la escena desagradable que había sufrido recorría su memoria.
—¡Extraña pregunta! —respondió el rey—; ¿por qué razón?, sólo debe emplearse para el servicio de la princesa, y esta es la causa por la que te he dicho que no puede tardar; vamos, ¿por qué me miras de esa manera? —añadió con una firmeza que pareció amenazadora al príncipe—: ¿Te estás entreteniendo tal vez en estudiar mis facciones como la máquina del reloj?
El príncipe se disponía a responder; mas se contuvo al oír esta observación de Luis XV.
—Bueno —prosiguió este con viveza—; creo que nada tienes ya que decir, ¿en?… ¿Ya estás satisfecho, no es así?… Viene la princesa, se hace su servicio a pedir de boca, y eres tan rico como Creso. Pues ahora que nada debe inquietarte, hazme el favor de armar de nuevo mi reloj.
El príncipe permaneció inmóvil.
—¿Sabes —prorrumpió Luis XV con su eterna sonrisa— que estoy tentado de concederte el empleo de primer relojero de palacio, con un sueldo correspondiente?
El príncipe, atemorizado por la mirada del rey, bajó la cabeza y volvió a tomar su raspador y la rueda que había dejado sobre el sillón, mientras aquel se dirigía durante este tiempo hacia la puerta, diciendo:
—¿Qué diablos quería decir con el servicio mal hecho? Vamos, por fin evité esta escena; pero queda disgustado.
En efecto, el príncipe, tan sufrido de ordinario, golpeaba con el pie el pavimento.
—Cada vez está esto peor —añadió Luis riendo—: Decididamente no me queda tiempo más que para escapar.
Mas en el momento en que abría la puerta, encontró en el umbral a M. de Choiseul respetuosamente inclinado.