Capítulo XXIV

Entró Luis XV con la frente erguida, arrogante apostura, expresando en su sonrisa y mirada, satisfacción y alegría.

Veíase a su paso por la puerta cuyas hojas estaban de par en par abiertas, una hilera de cortesanos, con la frente inclinada, y deseando ser introducidos, desde que veían en la llegada del rey una ocasión de hacer su corte a dos poderes a un mismo tiempo.

Las puertas se cerraron después, y no habiendo autorizado a nadie para que lo siguiera, el rey se encontró solo con la condesa y M. de Sartine, sin que hagamos mención de la camarista íntima, y de un negrillo, por ser personajes de escasa importancia.

—Muy buenos días, condesa —dijo el rey besando la mano de madame Du Barry—. A Dios gracias, veo que habéis descansado. Buenos días, Sartine: ¿se trabaja aquí? ¡Dios mío!, papeles, por favor, escondedlos. ¡Oh!, ¡hermosísima fuente!

Y con su curiosidad versátil y displicente, los ojos de Luis XV se fijaron en un chinesco de colosales dimensiones, que adornaba desde la víspera solamente uno de los ángulos de la alcoba de la condesa.

—Señor —repuso esta—, es una fuente de China, ya lo habrá conocido Vuestra Majestad. Al torcer la llave, las aguas hacen silbar pájaros de porcelana, nadar peces de vidrio, y las puertas de la pagoda[15] se abren dando paso a una hilera de mandarines.

—Es admirable, condesa.

Enseguida pasó el negrillo con el traje fantástico y caprichoso con que se vestían en aquel tiempo los Orosmanes y Otelos. Lucía un turbante con plumas colocado sobre la oreja, una chupa de brocado de oro que dejaba ver sus brazos de ébano, unos anchos calzones de raso blanco, bordado, que le llegaban hasta las rodillas, un cinturón de colores vivos que sujetaba este calzón a un chaleco bordado, y finalmente, un puñal incrustado de pedrería brillaba en su cintura.

—¡Demonio! —exclamó el rey—, ¡qué lindo está hoy Zamora!

Paróse este a contemplarse con orgullo ante un espejo.

—Tiene que solicitar un favor de Vuestra Majestad.

—Paréceme —contestó Luis XV sonriendo— que se va haciendo muy ambicioso tu protegido.

—¿Por qué?

—Porque ya le habéis concedido lo que más pudiese desear.

—¿Qué es?

—Lo mismo que a mí.

—No os entiendo, señor.

—Lo habéis hecho esclavo vuestro…

Se inclinó M de Sartine, mordiéndose los labios sonriendo al mismo tiempo.

—¡Oh!, sois muy galante, señor —dijo la favorita.

—Veamos —prorrumpió Luis sonriendo—, ¿qué pretendéis para Zamora?

—La recompensa de sus largos y numerosos servicios.

—No tiene más que doce años.

—De sus largos y numerosos servicios futuros.

—¡Ah, ah!

—Claro es; pues creo que cuando durante tantos años se han estado premiando servicios pasados, ya es tiempo de que se recompensen los venideros, y así ya se estará seguro de no ser premiados con ingratitud.

—No me parece mala esa idea —dijo el rey—; ¿qué os parece, M. de Sartine?

—Que todo el que se precie de leal, verá en ella una prueba de vuestra gratitud, y por lo tanto, señor, no puedo menos de apoyarla.

—En fin, sepamos, condesa, ¿qué deseáis para Zamora?

—¿Conocéis, señor, mi pabellón de Luciennes?

—He oído hablar de él.

—Vos tenéis la culpa; cien veces os he invitado para que le honréis con vuestra visita.

—Sí, pero ya conocéis la etiqueta, querida condesa, y, a no estar de viaje, el rey no puede pernoctar más que en castillos reales.

—He ahí precisamente la gracia que solicito de vos. Convirtamos en castillo real a Luciennes, nombrando por gobernador a Zamora.

—Eso sería una comedia, condesa.

—Bien sabéis que me agradan mucho, señor.

—Se quejarán los demás gobernadores.

—Eso no es obstáculo.

—Y esta vez sus quejas serán justas.

—Mejor. ¡Se han quejado tantas sin motivos! Vamos, arrodillaos, Zamora, y dad las gracias al rey.

—¿De qué? —preguntó Luis XV.

—Del premio que le concedéis por haber llevado la cola de mi vestido, y hecho rabiar así a tanto cortesano de reata y mojigatas de la corte.

El negro arrodillóse, y al verle Luis XV:

—Es feo si los hay —exclamó riéndose a carcajadas.

—Alzaos, Zamora —dijo la condesa—, ya estáis nombrado.

—Pero en verdad, señora…

—Me obligo a ordenar que se expidan los despachos, circulares y provisiones. Desde hoy tenéis un castillo más, mi rey, donde podréis deteneros cuando os plazca.

—Vamos, Sartine, ¿hay medio de negarle alguna cosa?

—Si lo hay, no se ha encontrado todavía.

—Y si se encuentra os puedo asegurar que M. de Sartine será el que consiga hacer ese descubrimiento.

—¿Cómo, señora? —preguntó con temblor convulsivo el subdelegado.

—Figuraos, señor, que hace tres meses estoy pidiéndole un favor y aún no he podido alcanzarlo.

—¿Qué pretendéis? —dijo el rey.

—¡Oh!, él bien lo sabe.

—¡Yo, señora!, os juro…

—¿Está en sus atribuciones? —interrogó el rey.

—En las suyas o en las de su sucesor.

—En verdad, señora, me tenéis intranquilo.

—Sepamos, ¿qué le habéis pedido?

—Que me busque un hechicero.

Tranquilizóse algún tanto M. de Sartine.

—¿Para que le quemen? —repuso el rey—. ¡Bah!, hace mucho calor ahora, esperad el invierno.

—No es eso, señor; es para darle una varita de oro.

—¿Os ha vaticinado, quizá, alguna desgracia y no ha sucedido?

—No, señor; me anunció felicidades y acertó.

—¿Del todo?

—Con escasa diferencia.

—Contadme eso, condesa —dijo Luis XV recostándose en su sillón como un hombre que no sabe si va a divertirse o fastidiarse.

—Con mucho gusto, señor; pero os debo prevenir que es preciso tengáis parte en la recompensa…

—O en toda si es necesario.

—Como queráis, he ahí una palabra real.

—Os escucho.

—Comienzo —dijo la condesa. Pues señor, en cierta ocasión ocurrió…

—Esto principia como un cuento de brujas.

—Y lo es efectivamente.

—Vaya, me alegro mucho; me gustan extraordinariamente los hechiceros.

—Prosigo: era, pues, una pobre joven, que en aquella época no tenía ni pajes, ni carruajes, ni negro, ni cotorra, ni tití.

—Ni rey —dijo Luis XV.

—¡Oh señor!

—¿Y qué hacía esa infortunada joven?

—Trotaba.

—¡Cómo!

—Sí, señor, por las calles de París, a pie como una simple mortal; pero andaba ligera, porque se decía que era muy hermosa, y abrigaba el temor de que su hermosura le valiese algún tropiezo.

—Esa joven, ¿era por ventura una Lucrecia? —preguntó el rey.

—Ya sabe Vuestra Majestad que no las hay desde el año… no sé cuántos de la fundación de Roma.

—¡Oh Dios mío!, condesa, ¿os vais volviendo erudita?

—No, porque si así fuese, habría citado una fecha cualquiera.

—Es verdad —dijo el rey—, continuad.

—Ya os dije que corría… corría… y cruzando las Tullerías observó de repente que iban siguiéndola.

—¡Demonio! —dijo el rey—, se detendría entonces.

—¡Ah, Dios mío!, ¡qué opinión tan mala habéis formado de las mujeres! Bien se advierte que sólo habéis tratado con marquesas, duquesas y…

—Y princesas, ¿no es verdad?

—Soy demasiado atenta para permitirme el contradeciros. Por lo que más miedo tenía, era por una niebla que cada momento se hacía más densa.

—¿Sabéis, Sartine, lo que hace la niebla?

—No, señor —contestó el subdelegado de policía, que distraído entonces, se estremeció al oírse nombrar tan inesperadamente.

—Pues ni yo tampoco —repuso el monarca—. Proseguid, querida condesa.

—Asustada la joven, echó a correr cuanto le permitieron sus piernas; había ya parado y se encontraba en la plaza que tiene el honor de llevar vuestro nombre, cuando de repente lanzó un grito, al ver frente a ella al desconocido que la había seguido y de quien creía estar ya bien lejos.

—Pues qué, ¿era tan feo?

—Todo lo contrario, señor, pues era un hermoso joven de veintiséis a veintiocho años, moreno, ojos negros y rasgados, y voz dulce y armoniosa.

—¿Y se asustó vuestra heroína?, ¡diablo!, ¡qué tímida era!

—Su intranquilidad se calmó, no obstante, algún tanto al verle, aun cuando su situación no podía inspirarle confianza, pues si el viajero hubiera tenido malas intenciones, aprovechándose de la niebla, no había medio de poder recibir socorro. Por tanto, juntando sus manos, exclamó afligida:

«—Caballero, por el amor de Dios, no me hagáis daño alguno».

«—Dios es testigo que no son tales mis propósitos», —dijo el desconocido balanceando su cabeza con una sonrisa encantadora.

«—Entonces, ¿qué es lo que pretendéis?».

«—Que me hagáis una promesa».

«—¿Qué deseáis que prometa?».

«—Que me habéis de otorgar el primer favor que de vos solicite, cuando…».

«—¿Cuándo?», —repitió con curiosidad la joven.

«—Cuando seáis reina».

—¿Y entonces qué hizo?

—No creyendo obligarse a nada, prometió.

—¿Y el hechicero?

—Desapareció.

—¿Y M. de Sartine se niega a buscarle?, hace mal.

—No es que me niego, señor, es que no le hallo.

—¡Ay!, señor subdelegado —dijo la condesa—, esa palabra no debiera existir en el diccionario de la policía.

—Le seguimos la pista.

—¡Bueno!, esa es la frase sacramental.

—No, señora; es la verdad; pero no podréis ignorar que son muy vagas las señas que dais.

—¡Cómo!, joven, hermoso, moreno, cabellos y ojos negros, voz sonora…

—¡Diablos!, ¡cómo habláis de él! Sartine, no le busquéis, os lo prohíbo.

—Hacéis mal, señor, pues sólo pretendo preguntarle una cosa.

—¡Hola!, ¿conque se trata de vos?

—¿Quién lo duda?

—¿Y qué vais a pedirle ahora? ¿No está acaso cumplido ya el pronóstico?

—¿Lo pensáis así?

—Es indudable; sois reina.

—Casi, casi.

—Luego nada tiene ya que revelaros.

—Al contrario. Deseo que me diga cuándo se celebrará mi presentación. No basta reinar sólo por la noche, señor; no estaría demás reinar también un poco durante el día.

—El hechicero nada puede hacer en ese asunto —dijo Luis XV frunciendo la frente como un hombre que ve que la conversación toma un carácter desagradable.

—¿Pues quién puede entonces?

—Vos.

—¿Yo?

—Es evidente: buscad madrina.

—¿Entre las idiotas de vuestra corte? Vuestra Majestad sabe muy bien que no es posible; todas están vendidas a los Choiseul y a los Praslin.

—Si no recuerdo mal habíamos convenido en no volver a hablar más de ellos.

—Nunca lo prometí, señor.

—Pues ahora os exijo un favor.

—¿Cuál?

—Que los dejemos donde se encuentran, y quedéis donde estáis. Creedme, ocupáis el mejor puesto.

—¡Pobres negocios extranjeros!, ¡infeliz marina!

—Condesa, no hablemos de política, os lo ruego.

—Está bien; pero no podréis evitar que cuando esté sola me ocupe de ella.

—¡Oh!, de ese modo cuando os plazca.

Tendió la favorita una de sus preciosas manos para alcanzar dos naranjas de un frutero y las hizo saltar alternativamente al aire diciendo con sarcasmo:

—Salta, Praslin; salta Choiseul. Salta Praslin; salta Choiseul.

—¡Bien! —dijo Luis—, ¿qué hacéis?

—Uso del permiso que Vuestra Majestad me ha concedido; hago saltar el ministerio.

Entró Dorotea en este instante, y después de hablar al oído de su señora:

—¡Ay!, ¡de veras! —exclamó esta.

—¿Qué ocurre? —preguntó el rey.

—Que Chon ha llegado de su viaje, y solicita permiso para hacer su homenaje a Vuestra Majestad.

—¡Qué pase! Estaba conociendo que me faltaba una cosa, sin saber cuál, desde hace tres o cuatro días.

—Gracias —dijo Chon entrando apresurada; y acercándose a la condesa, añadió en voz baja:

—Todo está arreglado.

La favorita no pudo reprimir un grito de gozo.

—¿Qué es esto? —preguntó Luis XV.

—Estoy loca de placer al ver a mi hermana querida.

—Y yo también. Sea enhorabuena, mi querida Chon, sea enhorabuena.

—Si lo consiente Vuestra Majestad —repuso esta—, tengo que decir una cosa a mi hermana.

—Dila, dila, hija mía. Mientras, preguntaré de dónde vienes a M. de Sartine.

—Señor —interrumpió este pretendiendo evitar la pregunta—, dígnese Vuestra Majestad concederme un instante.

—¿Para qué?

—Para tratar de negocios de la mayor urgencia e interés.

—Estoy muy ocupado ahora, M. de Sartine —contestó el rey bostezando.

—Dos palabras nada más, señor.

—Acerca de…

—Acerca de esos profetas, desenterradores de milagros.

—¡Bah!, son unos charlatanes. Llamadlos juglares y dejarán de ser temibles.

—Sin embargo, me atrevería a insistir, para anunciar a Vuestra Majestad, que la situación es más grave de lo que suponéis. Nuevas logias masónicas se abren cada día; ya no se trata de una sociedad, es una secta, en la cual toman partido los ideólogos, enciclopedistas, filósofos, y en fin, cuantos enemigos tiene la monarquía. Dentro de poco recibirán con solemne pompa a M. de Voltaire.

—Se está muriendo.

—¿Quién, él? Estáis en un error: no piensa en tal cosa.

—Se ha confesado ya.

—Es una astucia.

—Con hábitos de capuchino.

—¡Una impiedad! Todos se agitan, escriben, hablan, facilitan cantidades, intrigan, amenazan, y hasta se ha descubierto por algunas palabras escapadas indiscretamente a uno de los socios, que esperan a un jefe.

—No importa, Sartine: cuando llegue le prenderéis, le encerraréis en la Bastilla, y todo esté terminado.

—Pero, señor, es que esa sociedad dispone de grandes recursos.

—¿Y vos que sois subdelegado de policía de un gran reino, contáis acaso con menos?

—¡Ay, señor!, han conseguido de Vuestra Majestad la expulsión de los jesuitas, cuando debieran haber solicitado antes la de los filósofos.

—Vamos, vamos, me desagrada hablar de esos cortadores de plumas.

—Pero no debéis olvidar, señor, que son muy peligrosas las que se preparan con el cortaplumas de Damiens.

Luis XV palideció y M. de Sartine prosiguió:

—Y esos filósofos a quienes despreciáis, señor…

—¿Qué?

—Os lo repito, concluirán con la monarquía.

—¿Cuánto tiempo necesitan para ello?

—¿Es posible que yo lo sepa, señor?, quince, veinte, treinta años quizá —contestó el subdelegado, confuso, contemplando a Luis XV.

—Entonces, amigo mío, hablad de eso con mi sucesor. Dentro de quince años ya habré pasado a mejor vida —repuso el monarca volviéndose hacia la condesa que aparentemente sólo esperaba aquel momento.

—¡Ay, Dios mío!, ¿qué me dices, querida Chon? —exclamó dando un amargo suspiro.

—Sí, ¿qué ha dicho? —preguntó el rey—: ¡Parecéis triste!

—¡Ah, señor! —repuso la favorita.

—¡Vaya!, hablad, ¿qué ha ocurrido?

—¡Pobre hermano!

—¡Pobre Juan!

—¿Y crees que será preciso cortárselo?

—Confío que no.

—Cortarle, ¿el qué? —preguntó Luis XV.

—Un brazo, señor.

—¡Cortar un brazo al vizconde!, ¿pero por qué causa?

—Porque se encuentra gravemente herido.

—¿Le han herido gravemente en un brazo?

—¡Ay!, sí señor.

—En alguna sarracina, garita, casa de baños…

—No, señor, en el camino real.

—¿Cómo ha ocurrido eso?

—No hay más, sino que pretendieron asesinarle.

—¡Ay, pobre vizconde! —exclamó el rey Luis XV, que aunque jamás se compadecía del prójimo, tenía, sin embargo, el arte de fingir lo contrario. ¡Asesinado!, ¡ah!, es un asunto muy formal: ¿qué pensáis de esto, Sartine?

Pero este, que aun cuando manifestaba menos inquietud que el rey en apariencia, se compadecía mucho más en realidad, aproximóse a las dos hermanas, preguntando con ansiedad:

—¿Es posible, señoras, que haya ocurrido esa desgracia?

—Sí, señor, y por desgracia muy posible —contestó Chon con voz lastimera.

—¡Asesinado…!, ¿y cómo?

—¡Oh! En una emboscada.

—¿En una emboscada?… Creo, Sartine, que este negocio es de vuestra incumbencia.

—Contadlo, señora —dijo el subdelegado—, pero os ruego que no exageréis con vuestro natural sentimiento las circunstancias del lance. Siendo justos, seremos más severos, porque los sucesos, considerados imparcialmente y de cerca, pierden generalmente parte de su gravedad.

—¡Oh!, no me han referido nada, lo he visto con mis propios ojos.

—¿Qué has visto, querida Chon? —interrogó el rey.

—Un hombre que se precipitó sobre mi hermano, y obligándole a tirar de la espada, le hirió gravemente.

—¿Iba solo? —preguntó M. de Sartine.

—No, señor, seis le acompañaban.

—¡Pobre vizconde! —dijo Luis XV sin separar su vista de la condesa, tratando de conocer el grado de su aflicción y arreglar por ella la suya—. ¡Pobre vizconde…! ¡Obligado a batirse…! ¡Y herido! —añadió con voz melancólica al descubrir en los ojos de su favorita que estaba efectivamente acongojada.

—Pero veamos, ¿cuál ha sido la causa de esa pendencia? —preguntó al subdelegado, procurando averiguar la verdad, a pesar de los rodeos que hacia por evadirse.

—Por la más insubstancial del mundo: unos caballos de posta que disputaron al vizconde, el cual tenía gran prisa por conducirme junto a mi hermana a quien yo había prometido llegar esta mañana mismo.

—Esto clama venganza —dijo el rey—, ¿no es verdad, Sartine?

—En efecto, señor —repuso el subdelegado—, y voy a tomar mis informaciones. Os ruego, señora, me digáis el nombre, calidad y profesión del agresor.

—¿Profesión?, creo era militar… oficial de gendarmes. En cuanto a su nombre, me parece que… Barverney, Faverney… Taverney… sí, Taverney, así es.

—Señora —dijo M. de Sartine—, mañana dormirá en la Bastilla.

—¿Cuánto apostamos que no? —gritó la favorita que había observado hasta entonces el más diplomático silencio.

—¿Cómo que no? —dijo el rey—, ¿por qué no se ha de prender a ese tuno? ¿Ignoráis que odio a los militares?

—Y yo, señor —dijo la condesa con igual firmeza—, repito que no se impondrá castigo alguno al que ha pretendido asesinar a M. Du Barry.

—¡Cómo!, condesa, es extraño lo que estáis sosteniendo. Explicaos, explicaos.

—Fácil es: creo que no ha de faltar quien lo defienda.

—¿Quién?

—Aquel a cuyas instigaciones ha obedecido.

—¿Y le defenderá contra nosotros?, ¡oh!, no digáis eso condesa.

—Señora —balbuceó M. de Sartine al ver cada vez más próximo el golpe que en vano trataba de evitar.

—Contra vos, sí, contra vos; y no hay ¡oh!, ¡oh!, que valga. Pues qué, ¿sois vos acaso quién manda?

Sintió el rey el golpe que espejaba ya M. de Sartine, y se puso en guardia.

—Nuevamente volveremos a las discusiones de Estado, y a alegar para un simple duelo razones del otro mundo.

—¿Lo veis? —dijo la condesa—, ya me abandonáis, y el que hace un instante era un asesinato, ahora no es más que un simple duelo, porque sospecháis su origen.

—¡Vamos!, como gustéis —repuso el rey Luis XV soltando la llave de la fuente, que principió a correr.

—¿Desconocéis de dónde nos han dirigido el golpe? —preguntó la condesa manoseando las orejas de Zamora, echado a sus pies.

—No, a fe mía.

—¿Tampoco lo sospecháis?

—Os lo juro. ¿Y vos, condesa?

—Lo sé; voy a decíroslo, y puedo aseguraros que no os revelaré nada nuevo.

—Condesa, condesa —repitió Luis XV deseando recobrar su dignidad—. ¿Osaréis desmentir al rey?

—No negaré, señor, que he sido tal vez algo ligera, mas si creéis que podré tolerar con calma que M. de Choiseul mate a mi hermano…

—¡Vamos!, ¿ahora es M. de Choiseul? —interrumpió el rey encolerizado, como si escuchase desprevenido aquel nombre que ya hacía diez minutos temía que saliese en la conversación.

—Si persistís, señor, en desconocer que es mi más encarnizado enemigo, yo, por mi parte, no puedo ignorarlo; pues ni aun quiere tomarse la molestia de encubrir el odio que me profesa.

—Entre aborrecer y asesinar, querida condesa, hay una diferencia muy grande.

—Para los Choiseul ambas cosas son lo mismo.

—¡Ah, querida amiga!, vuelta a las razones de Estado.

—¡Dios mío! Ved, M. de Sartine, si no hay razón para desesperarse.

—No, señora, si lo creéis…

—Lo que creo es que no me defendéis, y aun añadiré que estoy convencida de que me abandonáis —gritó irritada la favorita.

—Vamos, vamos, no os molestéis, condesa —repuso Luis XV—: No sólo no seréis abandonada, sino que seréis defendida, y tan bien…

—¡Tan bien!

—Sí, tan bien, que ha de costar muy caro al agresor de ese pobre Juan.

—Sí, justamente; destruiréis el instrumento, y estrecharéis la mano.

—¿Es injusto tal vez castigar al que ha cometido el atentado?, ¿a ese M. de Taverney?

—No; pero lo que hacéis por mí, lo haríais también por cualquier mercader de la calle San Honorato, a quien atropellase un soldado en el teatro. Es necesario que sepáis que no debéis tratarme como a todo el mundo. Si por aquellos a quienes amáis no hacéis más que por los indiferentes, es preferible el aislamiento y la soledad de estos últimos, pues al menos están libres de enemigos que los asesinen.

—¡Ay!, condesa, condesa —dijo tristemente Luis XV—. Casualmente había despertado tan alegre, dichoso y contento, y os proponéis disgustarme para todo el día.

—¡Me gusta por cierto lo que decís!, y yo, ¿cómo estaré sabiendo que asesinan a mi familia?

Al escuchar la palabra asesinan, el rey no pudo contener una sonrisa a pesar del temor con que veía la tormenta que a su alrededor le amagaba.

Levantóse llena de cólera la favorita gritando:

—¡Ah!, ¡ah!, ¿esa es la lástima que nos tenéis?

—¡Vamos, vamos!, no hay que irritarse.

—Quiero irritarme.

—Hacéis mal: sois tan hermosa al sonreír, y os ponéis tan fea cuando os enfadáis…

—¿Qué me importa a mí la hermosura?, ¿me libra acaso de las asechanzas de mis enemigos?

—Sosegaos, querida condesa.

—No, no, elegid: o yo, o vuestro Choiseul.

—Imposible, hermosa mía, a los dos os necesito.

—En este caso me retiro.

—¿Vos?

—Sí, dejo libre el campo a mis enemigos. ¡Ay!, moriré de angustia; pero vos quedaréis tranquilo viendo a Choiseul dichoso.

—Os juro, condesa, que lejos de odiaros como os figuráis, os estima mucho, y es hombre muy honrado —añadió Luis XV procurando que M. de Sartine oyese estas últimas palabras.

—¡Un hombre honrado!, ¿y os empeñáis en llamar honrado a un asesino?

—¡Cómo! —dijo el rey— todavía no se sabe.

—Además, —añadió el subdelegado de policía—, que un duelo entre militares, es tan corriente… tan natural…

—¡Ah! ¡Ah! —replicó cada vez más ensoberbecida la favorita—; y vos también, M. de Sartine.

Sabiendo el valor de aquel tu quoque[16], el subdelegado retrocedió algunos pasos.

A las últimas palabras de la condesa sucedió un silencio sordo y amenazador.

—Vos, Chon —dijo el rey en medio de aquella consternación general—, vos sois la culpable.

Inclinó esta su vista, y contestó con hipócrita modestia.

—Perdonad, señor, si el dolor de una hermana, ha superado a la lealtad de una súbdita.

—¡Buena alhaja! —murmuró entre dientes Luis XV—. Ea, condesa, nada de rencor.

—No guardo rencor… pero estoy decidida a partir para Luciennes y desde allí para Bolonia.

—¿Por mar?

—Sí, señor: quiero abandonar un país donde el ministro atemoriza al rey.

—¡Señora! —gritó ofendido Luis XV.

—Consentidme, señor, que me retire para no faltar más tiempo al respeto debido a Vuestra Majestad —dijo levantándose la condesa y observando a hurtadillas la impresión que ocasionaría este movimiento en el ánimo del rey. Exhaló este al mismo tiempo un suspiro, expresando estar fastidiado ya de aquella escena.

Conociólo Chon y sujetó a su hermana por el vestido, conociendo que sería peligroso para ella seguir adelante aquella disputa, y dirigiéndose al rey, exclamó:

—Señor, el amor que profesa mi hermana al vizconde, la ha arrastrado excesivamente… Pero yo soy la culpable, y yo debo reparar la falta. Sólo, señor, pido justicia para mi hermano, como el vasallo más humilde, y a nadie acuso, confiando en la rectitud de Vuestra Majestad.

—¡Dios mío!, si lo que yo también pretendo, es que se haga justicia; pero con imparcialidad. Si un hombre ha cometido un crimen, que se le castigue; pero si es inocente, ¿por qué se le ha de imputar?

Y al pronunciar estas palabras, Luis XV miraba a la condesa, deseando recobrar, si era posible, la alegría que experimentaba al despertar.

La favorita era tan bondadosa, que se compadeció del rey cuya ociosidad le tenía triste y aburrido en todas partes excepto a su lado, y volviéndose, pues ya había comenzado a dirigirse hacia la puerta, dijo con hechicera resignación:

—¿Exijo yo acaso otra cosa?, pero deseo que no se rechacen mis sospechas cuando las expreso.

—Vuestras sospechas son sagradas para mí —repuso el rey—; y ya veréis hasta dónde llega mi deseo de hacer justicia, si se confirman. Pero ahora que recuerdo… hay un recurso muy sencillo.

—¿Y cuál, señor?

—Que llamen a M. de Choiseul.

—Sobradamente sabe Vuestra Majestad que nunca viene aquí; se desdeña de entrar en el aposento de la amiga del rey. Su hermana, al contrario, bien lo desea.

—M. de Choiseul sigue las huellas del príncipe heredero para hacérsele agradable —añadió la favorita, advirtiendo que el rey se reía—. Nadie quiere compromisos.

—El príncipe es muy religioso, condesa.

Y M. de Richelieu un hipócrita.

—Os repito, querida amiga, que vais a tener la satisfacción de verle, porque le voy a mandar llamar. Se trata del servicio del Estado; no podrá excusarse, y le obligaremos a explicarse en presencia de Chon, que es testigo ocular. Va a ser un careo: así se le llaman en el palacio de justicia; ¿no es cierto, Sartine? Que vayan a buscar a M. de Choiseul.

—Y a mí, que me traigan mi tití, Dorotea, mí tití, mi tití —gritó la condesa.

A estas palabras, dirigidas a la camarista que se encontraba en la pieza de tocador, y que pudieron ser oídas desde la antecámara, puesto que fueron dichas en el momento mismo en que se abría la puerta para dar paso al ujier enviado a casa de M. Choiseul, una voz cascada respondió tartamudeando:

—El tití de la señora condesa, soy yo sin duda; presentóme, corro, heme aquí.

Y se vio llegar a un hombre de pequeña estatura, jorobado y risueño, vestido con la mayor magnificencia.

—¡El duque de Tresmes! —gritó impaciente la condesa—; ¿quién os ha llamado, duque?

—Señora —contestó este saludando a un mismo tiempo al rey, a la favorita y al subdelegado—; pedíais un tití, y como seguramente no hay entre los cortesanos mico más feo que yo, no dudé que me llamabais a mí, y he entrado sin vacilar.

Y al concluir la frase, se echó a reír, mostrando unos dientes tan largos, que la condesa no pudo menos de acompañarle en su hilaridad.

—¿Permanezco? —interrogó como si fuese el favor que más hubiera ambicionado en su vida.

—El rey os lo dirá, señor duque, él es dueño soberano aquí.

Volvióse con aire suplicante hacia Luis XV.

—Quedaos, duque, quedaos —dijo este deseoso de multiplicar distracciones a su alrededor.

El ujier de servicio abrió la puerta en aquel momento.

—¡Ah! —preguntó el rey con cierto aire de disgusto—, ¿es M. de Choiseul?

—No, señor —contestó aquel—, es Monseñor[17] que desea hablar a Vuestra Majestad.

Dio la favorita un brinco de alegría, suponiendo que el príncipe pretendía amistarse con ella: pero Chon, que estaba en todo, arrugó el entrecejo.

—¡Y bien!, ¿dónde está el príncipe? —preguntó impaciente el monarca.

—En la cámara de Vuestra Majestad, esperando que Vuestra Majestad regrese.

—Mi destino me impone el tormento de no disfrutar un instante de tranquilidad —murmuró el rey.

Pero se alegró recordando que la audiencia que el príncipe solicitara, le evitaba por el pronto, al menos su escena con M. de Choiseul.

—Podéis decir que voy —añadió—, decid que voy. ¡Adiós, condesa, ved cuán desgraciado soy! Todos me reclaman privándome de vuestra compañía.

—¡Vuestra Majestad se retira —exclamó la favorita—, cuando va a llegar M. de Choiseul!

—¿Qué queréis?, ¡paciencia! El rey es el primer esclavo. ¡Ah!, ¡si supieran los señores filósofos lo que es ser rey!, ¡y sobre todo, rey de Francia!

—Pero, señor, esperad.

—¡Oh!, no puedo hacer esperar al príncipe, pues no ha faltado ya quien haya murmurado que amo sólo a mis hijas.

—¿Y qué voy a decirle a M. de Choiseul?

—Que vaya a buscarme a mi aposento.

Como deseaba evitar toda observación, besó la mano de la condesa, que temblaba de cólera, y desapareció corriendo, según acostumbraba cada vez que temía perder el fruto de alguna batalla ganada con sus astucias y nada delicadas contemplaciones.

—¡Ah!, ¡de nuevo se nos escapa! —gritó la condesa, dando con despecho una fuerte palmada.

Luis XV no pudo oír esta exclamación, pues la puerta se había ya cerrado, y cruzaba en aquel momento la antecámara, diciendo:

—Adelante, caballeros, adelante. La condesa os va a recibir, aunque os prevengo que la hallaréis muy triste por la desgracia ocurrida a ese pobre Juan.

Los cortesanos miráronse estupefactos, ignorando qué accidente pudiese haber ocurrido al vizconde. Creyendo algunos que había muerto, entraron en la estancia de la condesa usando de la licencia que el rey les concediese, acomodando sus rostros a las circunstancias y manifestando en sus semblantes la más profunda tristeza.