Nuestros lectores nos permitirán que abandonemos por ahora a la señorita Chon y al vizconde Juan, corriendo en posta por la carretera de Châlons, y que los conduzcamos a casa de otro personaje de la misma familia.
En las habitaciones que en Versalles habitara madame[13] Adelaida, hija de Luis XV, había instalado este príncipe, hacia ya un año, a su querida la condesa Du Barry, sabiendo de antemano el efecto que este golpe de Estado produciría en la corte.
La favorita había logrado transformar aquel silencioso palacio en un turbulento caos, con sus modales libres, afectados melindres, humor placentero y escandalosas extravagancias; no permitiéndose allí ningún habitante, sino a condición de divertirse con inmoderada alegría.
De aquella, que pudiéramos llamar reducida morada, a juzgar por el poder del que la ocupaba, salían a cada momento la invitación para una solemnidad, o la orden para alguna función campestre. Lo que no dejará de parecer extraordinario, es el incalculable número de personas que la visitaban, engalanadas y brillantes, y que desde las nueve de la mañana subían por la magnífica escalera de aquella parte del palacio, para acomodarse humildemente en una antecámara llena de curiosidades, menos admirables que el ídolo a quien los elegidos venían a tributar en aquel santuario sus rendidas adoraciones.
El día anterior a aquel en que se desarrolló la escena que ya referimos, en la casa de postas de la villa de La Chaussée, sobre las nueve de la mañana, es decir, a la hora ordinaria, Juana de Vaubernier, envuelta en una blusa de muselina bordada, bajo cuyos huecos encajes se dibujaban los contornos seductores de sus piernas y brazos de alabastro, Juana de Vaubernier, llamada más tarde señorita de Lange, y al fin condesa Du Barry, por la gracia de M. Juan Du Barry, su antiguo protector, abandonaba el lecho, no podemos decir semejante a Venus; pero todo hombre que diese preferencia a la verdad sobre la ficción, la encontraría más hermosa que la diosa de los amores al surgir del mar sobre la espuma de las olas.
Sedosos rizos de color castaño claro, brillando sobre nevado cutis, con vetas azul de cielo; ojos que en su afectada languidez parecían espiritualizarse; labios, cuyo suave color hubiera envidiado la rosa al entreabrir los pétalos aromáticos de su cáliz, y que mostraban una doble hilera de brillantes perlas; garganta, a la que parecía haber servido de modelo la Venus de Milo, y una flexibilidad como la de la palma del desierto; tales eran los atractivos que la joven condesa Du Barry se aprestaba a presentar a los elegidos de su corte.
Este era el conjunto que la majestad de Luis XV, aunque su predilecto nocturno, no dejaba de ir, no obstante, a contemplar durante la mañana, poniendo en práctica aquel proverbio, que aconseja a los ancianos no desaprovechar las migajas que caen de la mesa de la vida.
La favorita había despertado hacía ya algún tiempo. Llamó a las ocho, para que diesen entrada a la luz, su primer cortesano. Por entre espesas cortinas primero, y al través de otras más transparentes después, el sol, radiante aquel día, habíase introducido con lentitud, y recordando sus aventuras mitológicas, llegó a acariciar dulcemente a aquella hermosa ninfa, que lejos de evitar la pasión de los dioses como Dafne[14], se humanaba hasta el punto de ir al encuentro del amor de los mortales. Centelleaban ya sus ojos como dos rubíes; contemplóse en un espejito de mano, con marco de oro y adornado de ricas perlas, y deslizóse del lecho en que había dormido, acariciada por los más dulces ensueños, hasta una alfombra de armiño donde se hallaban preparadas dos chinelas, de las cuales una sola hubiese bastado para enriquecer a cualquier habitante de su país nativo.
Un valiosísimo sobretodo de encajes de Malinas, cubrió después los hombros de aquella animada y seductora estatua, y sus delicados pies se escondieron bajo unas medias de color de rosa, tejidas con tan maravilloso primor, que difícilmente hubieran podido distinguirse del cutis que acababan de ocultar.
—¿No hay noticia alguna de Chon? —preguntó enseguida que entró su camarista.
—No, señora —contestó esta.
—¿Y del vizconde Juan?
—Tampoco.
—¿Se sabe si Bischi las recibió?
—Ya han ido esta mañana a averiguarlo a casa de vuestra hermana.
—¿Ya no hay cartas?
—No, señora.
—¡Ay, qué enojoso es esperar! —añadió la condesa, con un gesto lleno de encanto—. ¡Y no acabarán de inventar un sistema para recibir noticias de cien leguas en un momento! A fe mía, me compadezco de los que vengan a visitarme esta mañana; lo van a pasar bien mal. ¿Hay muchos aguardando en la antecámara?
—¿Y preguntáis eso, señora?
—Nada tiene de particular. Ya sabes que se acerca la princesa, y no sería extraño que me abandonasen por ese sol, pues no soy más que una pobre estrella. ¿Quiénes han venido? Veamos.
—M. d’Aiguillon, el príncipe de Soubise, M. de Sartine y el presidente Maupeou.
—¿Y el duque de Richelieu?
—Todavía no se ha presentado.
—¡Ni ayer ni hoy! ¿No te lo he dicho, Dorotea? Está temeroso de comprometerse. Enviarás mi correo al palacio de Hannover a saber si el duque está enfermo.
—Así lo haré: decidme, señora, ¿podrán entrar todos juntos, o daréis audiencia particular?
—Daré audiencia particular. Es necesario que hable con M. de Sartine: le introducirás solo.
A poco de haber transmitido la camarista aquella orden, a un lacayo que se hallaba en el corredor, cuando M. de Sartine se presentó, vestido de negro, y amortiguando la severidad de sus ojos con una sonrisa del más feliz agüero.
—Buen día, mi enemigo —dijo sin mirarle la princesa, que le veía en su espejo.
—¡Vuestro enemigo yo, señora!
—Sí, sí; ¡quién lo ignora! He dividido el mundo en dos clases, amigos y enemigos. Tengo por costumbre no admitir a los indiferentes, o considerarlos como contrarios míos.
—Hacéis muy bien; pero tened la bondad de decirme, señora, ¿por qué a pesar del afecto que públicamente os profeso, he merecido ser colocado en una de las dos últimas clases?
—Por haber consentido que impriman, repartan, vendan y entreguen al rey multitud de versos, folletos y libelos lanzados contra mí. ¡Eso es bajo, odioso y estúpido!
—Pero, señora, yo no soy responsable…
—Vaya si lo sois, pues que sabéis quién es el infame autor de todo.
—Si fuese uno solo, señora, nos evitaríamos el trabajo de encerrarle en la Bastilla para que allí se consumiera, pues moriría de cansancio bajo el peso de sus obras.
—De gran consuelo me sirven vuestras palabras…
—Siendo vuestro enemigo, no hablaría seguramente con tanta claridad.
—Es verdad: basta ya sobre este asunto. Conozco que por ahora estamos en buena armonía, pero aún falta algo que me llena de intranquilidad.
—¿Qué es?
—Que sois también amigo de los Choiseul.
—M. de Choiseul es primer ministro, señora; manda, y debo obedecer.
—Conque si ese caballero dispone que me martiricen y maten a pesares, dejaréis obrar libremente a mis perseguidores, ¿no es así? Debo estaros agradecida.
—Discutamos —contestó M. de Sartine, atreviéndose a tomar asiento, sin que la favorita aparentase resentirse, pues tanto se disimulaba y consideraba al hombre que más al corriente estaba de todos los negocios de Francia—. ¿Qué hice hace tres días en obsequio vuestro?…
—Avisarme que salía un correo de Chanteloup para aligerar la llegada de la princesa.
—¿Es esto cosa de un enemigo?
—Y en todos los asuntos relativos a mi presentación, en la cual, como sabéis, estriba todo mi amor propio, ¿cuál ha sido vuestra conducta?
—La mejor posible.
—No sois bastante franco, señor de Sartine.
—¡Ah!, me ofendéis, señora; ¿quién halló en menos de dos horas y en una taberna al vizconde Juan, a quien necesitabais para enviarle dónde nadie sabe, o, mejor dicho, dónde yo sé?
—Mejor fuera —repuso sonriendo la condesa— que hubieseis dejado perdido a mi cuñado. Bien sabéis que está aliado a la familia real de Francia.
—Pero no podéis negar que estos son servicios.
—¡Bien!, eso fue hace tres días: también estoy conforme con lo de anteayer; pero ayer, ¿qué hicisteis en mi obsequio ayer?
—Señora, ayer…
—¡Ah!, no recordáis… Pues me parece que tuvisteis que hacer algo en obsequio de otros…
—No os entiendo, señora.
—¡Sí!, pero me entiendo yo. ¡Veamos!, decidme: ¿qué hicisteis ayer?
—¿Por la mañana o por la noche?
—Primero por la mañana.
—Trabajé como acostumbro.
—¿Hasta qué hora?
—Hasta las diez.
—¿Y luego?
—Invité a comer a un amigo de Lyón que había hecho la apuesta de venir a París sin que yo pudiese tener noticia, y a quien esperaba en la barrera uno de mis lacayos.
—¿Y después de comer?
—Remití al subdelegado de policía de Su Majestad, el emperador de Austria, las señas de un ladrón muy famoso a quien no había podido hallar.
—¿Dónde estaba?
—En Viena.
—¿Conque no es sólo en París dónde alcanza vuestra policía, sino también en todas las demás cortes extranjeras?
—Señora, en mis ratos de ocio…
—No lo olvidaré… ¿Y después de haber despachado ese correo, en qué os ocupasteis?
—Asistí a la Ópera.
—¿Para ver a la joven Guimard? ¡Pobre Soubise!
—No, sino para ordenar que prendieran a un ratero a quien había dejado en libertad mientras se había sólo ocupado en registrar los bolsillos de los asentistas; pero habiendo tenido la avilantez de dirigirse a tres grandes señores…
—Creo que debierais decir la torpeza. ¿Y después de la Ópera?
—¿Después de la Ópera?
—Sí. Es muy indiscreta mi pregunta, ¿no es cierto?
—Señora… no… Después de la Ópera… ¡Ah, vamos… ya me acuerdo!
—Me alegro.
—Entré en casa de una señora que tiene casa de juego y la conduje yo mismo al fuerte del Obispo.
—¿En su coche?
—No, en un carruaje de alquiler.
—Continuad.
—Ya he concluido.
—Vaya, algo quedará todavía.
—Volví a subir en el coche.
—¿No os esperaba nadie en él?
Sonrojóse M. de Sartine.
—¡Hola! —exclamó palmoteando la condesa—, ¿conque he tenido la suerte de abochornar a un subdelegado de policía?
—Señora… —tartamudeó este.
—¡Muy bien! Yo misma diré quién os esperaba en el carruaje: era la duquesa de Grammont.
—¡La duquesa de Grammont! —exclamó M. de Sartine.
—La misma, sí señor. Venía a rogaros le facilitaseis la entrada en la cámara del rey.
M. de Sartine, revolviéndose en su sillón, dijo entonces:
—Voy a entregaros mi cartera. Sois vos, y no yo, quien desempeña en Francia la subdelegación de policía.
—Efectivamente, ya habéis podido conocer que también tengo quien vigile. Conque estad alerta. ¡Ah, ah! La duquesa de Grammont en un carruaje a media noche con el señor subdelegado de policía y marchando al paso. ¿Queréis saber lo que dispuse enseguida?
—No; pero estoy con el mayor recelo. Felizmente era ya muy tarde…
—¿Qué importa eso?, la oscuridad es favorable para la venganza.
—¿Puedo saber qué hicisteis, señora?
—Así como tengo mi policía secreta, también tengo mi literatura ordinaria, compuesta de estudiantinos sucios, andrajosos y hambrientos como comadrejas.
—¿Tan mal los alimentáis?
—Nada les doy de comer: porque si engordasen se volverían tan estúpidos como M. de Soubise. Todos saben que la gordura consume la hiel.
—Me hacéis estremecer: proseguid, señora.
—Herida en mi amor propio al recordar cuántas maldades han hecho contra mí los Choiseul con vuestra autorización, di a mis Apolos los siguientes programas:
1.° M. de Sartine, con traje de procurador, visitando en la calle del Árbol Seco, cuarto piso, a una joven inocente, a quien no se sonroja de entregar trescientos francos al fin de cada mes.
—¿Siendo una acción loable tratáis de infamarla?
—¿Se infaman otras, acaso?
2.° M. de Sartine, disfrazado de reverendo padre misionero, introduciéndose en el convento de Carmelitas de la calle de San Antonio.
—Señora, llevaba a aquellas religiosas noticias de Oriente.
—¿Del chico o del grande?
3.° M. de Sartine, con uniforme de subdelegado de policía, recorriendo las calles a media noche en un coche a solas con la duquesa de Grammont.
—Señora —dijo con el mayor aturdimiento M. de Sartine—, ¿queréis ridiculizar hasta este punto mi administración?
—¿Y no habéis permitido que ridiculicen la mía? —contestó riendo la condesa—; pero dejad que termine.
—Os escucho.
—Pusieron mis escolásticos manos a la obra, y esta mañana recibí un epigrama, una copla y un sainete que han escrito.
—¡Oh Dios mío!
—Extraordinariamente divertidos: quiero regalarlos al rey esta mañana, unidos al nuevo Pater noster que habéis tolerado circule en contra suya. ¿Recordáis?
«Padre nuestro que estás en Versalles, infamado sea cual merece tu nombre, tu reino está perturbado, y tan desobedecida tu voluntad en la tierra como en el cielo; el pan nuestro de cada día, que tus favoritas nos han arrebatado, devuélvenoslo, perdona a tus parlamentos que sostienen tus derechos, como nosotros perdonamos a tus ministros que los han enajenado, y no te dejes caer en las tentaciones de la Du Barry mas líbranos de tu perverso canciller. Amén».
—¿Dónde habéis encontrado eso? —preguntó M. de Sartine juntando sus manos y exhalando un suspiro.
—¡Bah!, nada tengo que buscar, pues me hacen el obsequio de enviarme diariamente lo mejor que se publica en esta clase de composiciones, y a vos estoy agradecida por estos cotidianos obsequios.
—¡Ah, señora!
—Y para pagaros en la misma moneda, mañana tendréis el epigrama, la copla y el sainete a que me he referido.
—¿Y por qué no ahora mismo?
—Porque es necesario algún tiempo para distribuirlos. ¿No es costumbre, acaso, que la policía sea la última en averiguar cuánto pasa? ¡Dios mío! ¡Cómo os vais a divertir! Tres cuartos de hora lo menos me he estado yo riendo esta mañana: el rey se indispuso de tanto reír, y ese es el motivo de su tardanza.
—Soy perdido —exclamó M. de Sartine dándose fuertes palmadas en la peluca.
—¿Os creéis perdido porque os dedican coplas? ¿Lo estoy yo quizá por la hermosa Borbona? No; pero no negaré que me desespero y deseo vengarme. ¡Dios mío, qué versos tan lindos! Tanto me han gustado que he mandado dar vino a mis literatos, que estarán ya sin duda beodos en este momento.
—¡Ay!, ¡condesa!, ¡condesa!
—Os recitaré primero el epigrama.
—¡Sí, por favor!
¿Por qué tu cetro, ¡oh Francia mía!,
a femenina mano así se fía?
—No… no… me equivoco; esos son los que habéis consentido circulen contra mí. Hay tantos, que me confundo. Esperad… esperad… ya recuerdo; poco más o menos expresaban el siguiente pensamiento:
Amigos, ¿saben el ridículo dibujo
que un dibujante de San Lucas pintó para un perfumista
en un gran frasco, dibujó a manera de píldoras
los retratos de Boynes, Sartine, Maupeou y Terray,
y abajo estampa este rótulo:
Vinagre superior de los cuatro ladrones.
—¡Ah, cruel, me convertiréis en tigre!
—Pasemos a la copla. La señora de Grammont es quien habla:
La suavidad de mi cutis,
conoces tú, ¡oh policía!
Si te agrada,
tal secreto al rey confía.
—¡Señora!, ¡señora! —gritó M. de Sartine irritado.
—¡Bah!, sosegaos. Sólo se han impreso diez mil ejemplares todavía. ¡Oh!, ¡el sainete sí que es obra maestra!
—¿Tenéis, tal vez, alguna prensa?
—¡Pregunta extraña! ¿No la tiene también M. de Choiseul?
—Cuidad mucho vuestro impresor.
—No podéis causarle daño alguno; la licencia está a mi nombre.
—¡Eso es terrible! ¡Y el rey se ríe de todas esas infamias!
—No sólo se ríe, sino que él mismo facilita consonantes, cuando mis poetas no los encuentran.
—Y tan mal me tratáis, cuando sabéis que os sirvo.
—Lo que yo sé es que me estáis vendiendo. La duquesa es Choiseul, y desea mi perdición.
—Os juro que he sido sorprendido.
—¡Ah!, ¿conque lo confesáis?
—Es preciso.
—¿Y por qué no me habéis avisado?
—A eso he venido.
—No creo…
—¡Lo juro por mi honor!
—Apuesto el doble.
—Os pediré perdón —exclamó el subdelegado postrándose en tierra.
—Así os conviene.
—Paz, condesa, en nombre del cielo.
—¿Es posible que un hombre, un ministro, se asuste porque le hablen de unos versos?
—¡Ah!, poco me interesaría si fuera eso sólo.
—¿Y no habéis podido calcular cuántas horas de disgusto puede ocasionar una copla a mí, que soy mujer?
—Pero sois reina, señora.
—Es verdad, pero no he sido todavía presentada.
—Juro, señora que nunca os he hecho daño alguno.
—Convenido; pero habéis tolerado que otros lo hagan.
—También he evitado cuanto ha sido posible.
—¡Vamos!, me aventuro a creerlo así.
—No lo dudéis.
—Trataremos ahora de hacer todo el bien posible.
—Si cuento con vuestra protección, no puedo menos de conseguirlo.
—¿Sois de mi partido, sí o no?
—Lo seré, señora.
—¿Será tanta vuestra lealtad que llegará hasta sostener mi representación?
—Vos misma fijaréis las condiciones.
—Meditadlo con madurez: mi imprenta está preparada; trabaja noche y día; mis estudiantes estarán hambrientos dentro de veinticuatro horas, y cuando tienen hambre, muerden.
—Seré discreto. ¿Qué deseáis?
—Que no se oponga impedimento alguno a mis pretensiones.
—Os juro que no pondré ninguno por mi parte.
—No me conformo con esa promesa —dijo la condesa golpeando el suelo con el pie—: Trasciende a griego, cartaginés, y hasta a fe púnica.
—¡Condesa…!
—Es una disculpa, y aunque en la apariencia nada hagáis, M. de Choiseul lo hará. Así es que no puedo conformarme: todo, o nada; ¿entendéis? Si no me entregáis a los Choiseul maniatados, vilipendiados y arruinados, os quito el poder y os dejo sujeto y miserable. Os advierto además, que mis armas no serán únicamente las coplas; conque estad alerta.
—No me amenacéis, señora; vos no sabéis cuan difícil se ha hecho esa presentación —repuso M. de Sartine meditabundo.
—Decís que se ha hecho: es la palabra más oportuna en este caso, porque se han interpuesto mil inconvenientes.
—¡Ay…!
—¿Os decidís a destruirlos?
—Solo, no puedo; necesitamos cien personas.
—Las reuniremos.
—Un millón.
—Eso corresponde a Terray.
—¿Y la autorización del rey?
—Yo la obtendré.
—No la dará.
—La tomaré.
—Y cuando hayáis alcanzado todo esto necesitaréis una madrina.
—Se buscará.
—Será inútil; todos han conspirado contra vos.
—¿En Versalles?
—Sí, han rehusado ya todas las señoras por inclinarse ante M. de Choiseul, madame de Grammont, y al partido mojigato.
—Ese último partido tendrá que variar de nombre si madame de Grammont pertenece a él, y esa es ya una gran desventaja.
—Creedme, os esforzáis en vano.
—Ya estoy casi en el término.
—¡Hola! Y con ese fin habéis enviado a Verdún a vuestra hermana; veo que estáis bien informado —dijo la condesa, disgustada.
—Es que yo también dispongo de mi policía —replicó riendo el subdelegado.
—¿Y espías?
—También.
—¿Dónde, en las caballerizas, o en las cocinas?
—En vuestras antecámaras, en vuestro salón, en vuestra alcoba, y hasta en vuestra cabecera.
—Pues bien, para primera prueba de alianza reveladme el nombre de esos espías.
—¡Ay, condesa!, no deseo que os indispongáis con vuestros amigos.
—Entonces, guerra.
—¡Guerra!, ¿eso decís?
—Lo digo como lo pienso; marchaos, no quiero volver a veros.
—Sois mi testigo esta vez. ¿Es permitido descubrir un secreto de… Estado?
—Decid más bien un secreto de alcoba.
—Eso quise decir: ¿no se halla hoy en ella el Estado?
—¡Mi espía!, ¡mi espía! —gritó la condesa.
—¿Qué pretendéis hacer de él?
—Echarle.
—Entonces será preciso que dejéis limpia vuestra casa.
—Es terrible lo que habéis dicho.
—Y, sobre todo, muy positivo. Pero ¡Dios mío!, ¿hay acaso otros medios de gobernar? Vos que sois en política tan inteligente, ya conocéis que no.
—Verdad; pero dejemos eso —dijo la condesa apoyando su codo sobre una mesa de laca. Proponed entonces las condiciones del tratado.
—Proponedlas vos misma, que sois la vencedora.
—Soy tan generosa como la Semíramis. ¿Qué deseáis?
—Que no habléis jamás al rey sobre las reclamaciones de las harinas, pues no habréis olvidado, traidora, que ofrecisteis vuestra protección.
—Cierto: en ese cofre tenéis cuantos memoriales me han dirigido sobre ese asunto. Tomadlos.
—Y a mi vez, en cambio, os entrego estas notas de los pares del reino, sobre la presentación.
—¿Os habían hecho el encargo de que las entregaseis a Su Majestad?
—Efectivamente.
—¿Como si hubieseis dispuesto que las hicieran?
—Sí.
—¿Y qué les diréis?
—Que las he entregado. Así ganaremos algún tiempo: sois excesivamente astuta para no aprovecharlo.
En este instante las dos hojas de la puerta se abrieron, y un ujier entró anunciando:
—¡El rey!
Los aliados se apresuraron a esconder las prendas de su coalición, y se volvieron para saludar a Su Majestad Luis XV.