Capítulo XXII

Observando la curiosa escena que principiaba a atraer a todos los niños y mujeres de aquella población en la puerta de la hostelería, el joven teniente de gendarmes reales apeóse de su caballo, y el maestro de postas acudió así que pudo verle, a echarse a los pies de aquel inesperado protector que la Providencia le deparaba.

—¿No sabéis lo que sucede, señor oficial?

—No, amigo mío —contestó con frialdad Felipe—; pero podéis contármelo.

—Es que pretenden llevarme a viva fuerza los caballos de Su Alteza Real.

—¿Quién se atreve a tanto? —preguntó aquel abriendo, asombrado los ojos, como un hombre a quien refieren una cosa increíble.

—El señor —contestó el posadero, refiriéndose al vizconde.

—¿El señor? —repitió Felipe.

—Sí…, yo, yo —repuso Juan.

—Estáis equivocado —añadió Taverney moviendo la cabeza—; o el señor está loco, o no es caballero.

—El que está equivocado sois vos sobre ambos extremos, mi querido teniente —replicó el vizconde—: Tengo muy firme la cabeza, y estoy habituado a subir en los coches de Su Majestad.

—¿Cómo es posible, siendo como acabáis de decir, que os atreváis a faltar a la princesa, arrebatando sus caballos?

—En primer lugar, aquí hay sesenta, y Su Alteza sólo necesita ocho; sería una gran desgracia si al tomar tres al azar me llevase precisamente los suyos.

—Verdad es que hay los que habéis dicho. No niego que la princesa sólo se sirve de ocho; pero no es motivo para que dejen de pertenecer a Su Alteza desde el primero hasta el último, y no podéis conocer los que están destinados para su servicio.

—Muy pronto veréis, sin embargo, lo contrario —repuso el vizconde irónicamente—, puesto que me llevo el tiro. ¡Es decir, que os proponíais que yo caminara a pie, mientras esa chusma de lacayos corría con cuatro caballos! ¡Vive Dios! ¡Que se conformen con tres, y gracias!

—Si los lacayos van con cuatro caballos —dijo Felipe alargando hacia el vizconde su brazo para disuadirle de aquella terquedad—, es porque el rey así lo ordena. Por esta causa tendréis la bondad, caballero, de disponer que vuestro criado lleve esos caballos al sitio de donde los habéis tomado.

Dijo aquellas palabras con tanta firmeza como cortesía, y a no ser un impolítico, era preciso responder con alguna delicadeza.

—No creo que fuera en vos desacertado tomar como parte de vuestra consigna cuidar de estos animalitos; pero desconocía hasta ahora que los gendarmes reales hubiesen ascendido al decoroso empleo de palafrenero. Conque haced la vista gorda, amigo mío, y buen viaje.

—¡Caballero!, repito que os equivocáis, pues sin haber ascendido o descendido al grado de palafrenero, lo que hago en este momento está dentro de mis atribuciones; pues Su Alteza me envía para cuidar que estén dispuestos sus tiros.

—¡Ah! Entonces es otra cosa —repuse Juan—; pero, mi teniente, me permitiréis os advierta que es poco honroso ese servicio, y si esa joven comienza a tratar de ese modo al ejército…

—¿De quién os atrevéis a hablar en tales términos, caballero? —interrumpió Taverney.

—¡Voto va!, de la austríaca.

—Y os atrevéis a decir… —gritó palideciendo el joven.

—No sólo me atrevo a decir, sino también a hacer —añadió Juan—. Vaya, amigo Patricio, engancha cuanto antes, que tenemos prisa.

—Caballero —dijo tranquilamente Felipe cogiendo la brida del primer caballo—, ¿podréis hacerme la merced de decirme quién sois?

—Si os empeñáis…

—Os lo ruego.

—Pues soy el vizconde Juan Du Barry.

—¡Cómo! ¿Sois el hermano de la…?

—Que hará que os pudráis en la Bastilla, señor oficial, si no os calláis —contestó el vizconde subiéndose en el coche.

—Señor vizconde —dijo Taverney acercándose a la portezuela—, ¿me haréis el favor de bajar, no es así?

—¡Bah! ¡Bah! ¡A buena hora! No puedo detenerme —contestó intentando cerrar el carruaje.

—Si tardáis en obedecer un segundo —replicó Felipe sujetando con la mano izquierda la portezuela—, os juro que os atravieso de parte a parte.

Y al decir esto, desenvainó su espada.

—¡Cómo! —exclamó la viajera—, ¡sería un asesinato! Renunciad a esos caballos, renunciad.

—¿Es amenaza? —preguntó irritado el vizconde al tomar su espada que tenía colocada en el pescante.

—Y la obra seguirá a la amenaza, si tardáis un segundo: ¿lo oís?

—No podemos salir de aquí —dijo Chon al oído del vizconde—, si no ganamos la amistad de ese oficial.

—Ni a buenas ni a malas, pueden hacerme variar de rumbo en cumplimiento de mi deber —respondió Felipe acompañando estas palabras con una respetuosa reverencia al oír el encargo de la viajera—, aconsejadle vos misma la obediencia, o en nombre del rey a quien represento me veré precisado a matar al señor, si consiente batirse, o a mandar que lo prendan si rehúsa.

—Y yo debo advertiros que a vuestro pesar partiré —gritó enfurecido el vizconde desenvainando la espada y saliendo fuera del coche.

—Eso lo veremos —dijo Felipe colocándose en guardia—. ¿Estáis preparado?

—Mi teniente —dijo el sargento que mandaba seis hombres de escolta—; mi teniente, permitís…

—Todos quietos —repuso—: Es cuestión personal: estoy a vuestras órdenes, señor vizconde.

Lanzaba la viajera gritos dolorosos, y Gilberto deseaba que el coche fuese más profundo que un pozo, para poder esconderse mejor.

Juan comenzó el ataque. Era muy diestro en el ejercicio de las armas que exige más cálculo que habilidad física; pero la ira le hacía perder la mayor parte de su fuerza, al paso que Felipe manejaba al parecer su espada tan fácilmente como si se tratara de un florete.

Se movía el vizconde; avanzaba y saltaba de izquierda a derecha gritando como los maestros de esgrima. Felipe, por el contrario, apretados los dientes, fijos sus ojos, inmóvil como una estatua, todo lo veía, todo lo adivinaba.

Los circunstantes asistían con el más profundo silencio a aquella escena.

Dos o tres minutos duró el combate sin que el vizconde adelantase nada con sus acometidas, gritos y retiradas, y sin que Felipe, que estudiaba el manejo de su adversario, atacase una sola vez; pero de pronto dio Du Barry un salto hacia atrás lanzando un grito. Su puño se ensangrentó al mismo tiempo, y la sangre corrió a lo largo de sus dedos.

Habíale atravesado Felipe el brazo de una estocada.

—Caballero —le dijo—, os encontráis herido.

—Ya lo sé, ¡voto a Cristo! —contestó Juan palideciendo y soltando la espada.

Recogiéndola Felipe del suelo se la entregó, diciendo:

—Id en paz, caballero, y no volváis a hacer semejantes locuras.

—¡Pardiez!, ¡si las hago, las pago! —murmuró el vizconde—. Ven enseguida, querida Chon; ven —añadió volviéndose a su hermana que bajaba apresuradamente del coche para auxiliarle.

—Creo, señora, me haréis justicia, conociendo que no ha sido por culpa mía, y siento mucho haber tenido que tirar de la espada ante una señora —dijo Taverney saludando, al retirarse, a la viajera.

—Desenganchad ese tiro, amigo mío —díjole al maestro de postas, y conducid los caballos adonde anteriormente estaban.

El vizconde amenazó con la mano a Taverney, que se encogió de hombros sin responder.

—¡Ah! —gritó el maestro de postas—; ¡precisamente llegan ahora tres caballos! ¡Courtin! ¡Courtin!, engánchalos.

—Pero, señor… —dijo el postillón.

—Pronto y sin replicar —repuso el posadero—; el señor tiene prisa; —y dirigiéndose al vizconde añadió—: No os impacientéis, caballero; ahí vienen tres caballos.

—Bueno: bien pudieran haber llegado hace media hora; —refunfuñó Du Barry golpeando el suelo con el pie y contemplando su brazo pasado de parte a parte que su hermana vendaba con un pañuelo.

Felipe, ya montado a caballo, daba sus órdenes con igual tranquilidad que si nada hubiera ocurrido.

—Vámonos, hermano, vámonos —dijo Chon llevándose a Du Barry hacia el coche.

—¿Y mi árabe? ¡Ea!, que se le lleven los diablos, estoy de desgracia hoy —dijo subiendo en el carruaje.

—¿Qué es esto? —interrogó al ver a Gilberto—; vamos, ¿no podré ni aun estirar mis piernas?

—Caballero —respondió el joven—, sentiría mucho molestaros…

—Vamos, Juan —dijo la viajera—, deja tranquilo a mi filósofo.

—¡Que se siente en el pescante, pardiez!

—Yo no soy lacayo para ir en ese sitio —contestó Gilberto confundido.

—¡Hola! Ahora salimos con esas —añadió Juan.

—Si me autorizáis para que baje, me marcharé.

—¡Bajad con mil diablos! —gritó Du Barry.

—No, no; colocaos frente a mí —interrumpió Chon sujetando con el brazo a Gilberto— y de esta manera no incomodaréis a mi hermano.

Y acercándose al oído del vizconde, prosiguió:

—Conoce al que te ha herido.

—¡Perfectamente!, entonces que no se marche —dijo el vizconde, radiantes los ojos de alegría—. ¿Cómo se llama ese caballerito?

—Felipe de Taverney.

En este instante el joven pasaba junto al coche.

—¡Hola!, ¡estáis aquí, buen mozo! —gritó el vizconde— estaréis muy ufano, pero a cada uno le llegará su hora.

—Cuando gustéis podemos verlo —respondió con sosiego el oficial.

—Sí, sí, lo veremos, señor Felipe de Taverney —repitió Juan, procurando distinguir el asombro que el joven experimentaría al oírse nombrar tan inopinadamente.

Alzó este efectivamente la cabeza con inquietud; pero tranquilizándose al punto y quitándose con el mayor agrado el sombrero, contestó:

—Buen viaje, caballero Du Barry.

Y el carruaje salió rodando con rapidez.

—¡Mil rayos! —exclamó el vizconde— ¿sabes, querida Chon, que sufro de un modo horrible?

—Cuando lleguemos a la primera parada, haremos que llamen a un cirujano mientras almuerza este joven —contestó la viajera.

—Es cierto, todavía no hemos almorzado: yo he perdido el apetito con el dolor, pero tengo mucha sed.

—¿Quieres un vaso de la Costa?

—Bien, lo beberé.

—Si lo permitieseis, caballero, os haría una observación —dijo Gilberto.

—Podéis hacerla.

—Que no es buena bebida en el estado en que os halláis.

—Tenéis razón —dijo el vizconde, y dirigiéndose a su hermana, preguntó:

—¿Es médico también tu filósofo?

—No, señor —replicó este—, pero, si Dios quiere, lo seré algún día. Únicamente he leído en un autor, que lo primero que debe prohibirse a los heridos es el uso de licores, vino y café.

—Está bien; seguiré vuestro consejo.

—Si gustáis, señor vizconde, prestarme vuestro pañuelo, iré a empaparlo en aquel arroyo, y envolviendo en él vuestro brazo, os aseguro que experimentaréis mucho alivio.

—Hacedlo, amigo mío: ¡para, postillón! —gritó la viajera.

El coche se detuvo, y Gilberto fue a mojar el pañuelo de Juan en la corriente.

—Este chico va a molestarnos excesivamente para hablar —dijo Du Barry.

—Hablaremos en patuá[12] —contestó su hermana.

—Tentaciones me dan de decir al postillón que siga adelante, y le abandonemos ahí con mi pañuelo.

—Harías mal; puede sernos muy útil.

—¿Por qué?

—Ya me ha participado cosas del mayor interés.

—¿Sobre qué?

—Con respecto a la princesa; y ya viste que nos dijo hace poco el nombre de tu adversario.

—Vaya, pues bien, que continúe.

A poco regresó el joven, y envolvió en el pañuelo empapado en agua fresca el brazo del vizconde, que experimentó alivio como lo había anunciado Gilberto.

—Tenía razón tu ahijado: estoy en efecto mejor: hablemos.

Púsose a escuchar Gilberto atentamente después de haber cerrado sus ojos; pero fue vana su esperanza, porque Chon contestó a la invitación que le hiciera su hermano, en el dialecto de que anteriormente hablamos, y no obstante del dominio que nuestro joven tuviera sobre sí mismo, no pudo reprimir un movimiento de despecho. Al notarlo la viajera, le dirigió para consolarle una sonrisa muy afectuosa.

Comprendió el joven en aquella sonrisa que no le miraban con indiferencia, y que había llegado a granjearse la estimación de un vizconde, honrado con las bondades del rey.

La idea de que Andrea supiera su felicidad, halagó su amor propio; pero ni siquiera se acordó de Nicolasa.

—¡Hola! —exclamó de repente el vizconde, mirando hacia atrás por la portezuela del coche.

—¿Qué sucede? —preguntó Chon.

—El caballo árabe que nos viene siguiendo.

—¿Qué caballo árabe es ese?

—El que intenté comprar.

—¡Ay, sí…!, viene montado por una mujer; ¡hermosa criatura!

—¿De quién dices eso?… ¿de la mujer o del caballo? —De la mujer.

—Llámala: acaso sea más expansiva contigo que conmigo… Daría muy gustoso mil doblones por el caballo.

—¿Y por la mujer?… —preguntó sonriendo su hermana.

—Me arruinaría… Llámala, llámala.

—¡Señora! —gritó esta—, ¡señora!

Pero la joven de los ojos negros, envuelta en una capa blanca y cubierta la cabeza con un sombrerillo de fieltro, pasó rápida como la flecha por un lado de la carretera gritando:

¡Avanti, Djerid, avanti!

—Es italiana —dijo el vizconde—, ¡qué lindísima es! Juro por mi vida, que si no me molestara tanto este brazo, saltaba del coche y corría en pos de ella.

—La conozco —dijo Gilberto.

—¿Es quizá este aldeano almanaque para la provincia? Conoce a todo el mundo.

—¿Cómo se llama? —preguntó Chon.

—Lorenza.

—¿Quién es?

—La esposa del hechicero.

—¿Qué hechicero?

—El barón José Balsamo.

Miráronse con asombro ambos hermanos.

—¿Hice bien en recogerle? —dijo la viajera.

—Ciertamente —contestó el vizconde.