Veíase fácilmente desde la cumbre de la cuesta que la silla de posta tocaba en aquel momento, el lugar de La Chaussée, donde debían hacer parada.
Hallábase formada esta población por un corto número de casas, distribuidas graciosamente según el capricho de sus habitantes, unas a un lado del camino, otras a la sombra de un bosquecillo, cerca de una fuente, y la mayoría, siguiendo la corriente del arroyo que hemos mencionado, sobre el cual y en la puerta de cada casa habían colocado ligeras tablas a manera de puente.
Pero lo que más llamaba la atención en aquel momento, era un hombre que estaba a un lado del arroyo y en medio del camino como cumpliendo con alguna consigna, ya dirigiendo ansiosas miradas hacia la carretera, ya contemplando un hermoso caballo que sujeto al postigo de una choza, hacía bambolear con repetidos golpes sus tableros con una impaciencia que pudiera disculparse al verle ensillado, indicando de este modo que esperaba a su dueño.
Sin duda ya cansado de explorar inútilmente el camino, el desconocido se acercaba al caballo y le examinaba al parecer con inteligencia, arriesgándose a pasarle por la grupa su adiestrada mano o a pellizcarle sus delgadas piernas. Tan pronto como evitaba la coz con que contestaba el animal a cada una de sus tentativas, volvía a su observación dirigiendo de nuevo su vista a la carretera completamente desierta. En fin, viendo que nadie venía, se decidió a dar golpes en el postigo.
—¡Hola! ¿No hay nadie? —gritó.
—¿Quién llama? —preguntó un hombre abriendo al mismo tiempo la ventana.
—Si está de venta ese caballo —dijo el extranjero—, ya habéis hallado comprador.
—Amigo mío, esta no es feria —contestó el aldeano cerrando de nuevo el postigo.
No satisfizo esta respuesta al extranjero, y volvió a llamar de nuevo.
Era un hombre que representaba cuarenta años, alto y robusto, color tostado, barba roja, la nerviosa mano se ocultaba bajo los encajes del ancho puño de su camisa. Cubría su cabeza un sombrero con galones, e inclinado sobre la sien izquierda a la usanza de los oficiales de provincia cuando quieren atemorizar a los parisienses.
Llamó por tercera vez, e impacientándose al ver que nadie respondía:
—¿Sabéis, buen amigo —le dijo—, que sois poco cortés, y que si no os asomáis hago pedazos la ventana?
Abrióse con esta amenaza, y apareció el mismo rostro.
—¡Qué diablos! ¿Cuántas veces es necesario deciros que no está de venta ese caballo? Me parece que debiera bastaros con la primera.
—Tampoco habréis puesto en olvido que también os dije que lo necesitaba.
—Si le necesitáis podéis ir a la casa de postas y escoger entre los sesenta que allí hay pertenecientes al rey; pero dejad este que es el único que posee su amo.
—Lo creo; pero insisto en que este es el que deseo.
—Se conoce que no tenéis mal gusto. ¡Un caballo árabe!
—Por ese motivo tengo en ello más empeño.
—Es muy posible; pero tendréis que dejarle donde está, pues ya os he dicho que no se vende.
—¿De quién es?
—Sois muy curioso.
—Y tú un indiscreto.
—Os lo diré para terminar. Es de una persona hospedada en mi casa, que lo quiere como a una criatura.
—Deseo hablar con esa persona.
—Está durmiendo.
—¿Es hombre o mujer?
—Mujer.
—Pues dile que estoy pronto a darle por su caballo cuatro duros.
—¡Vaya un capricho!
—Añade, si quieres, que es un antojo del rey.
—¿Del rey?
—Sí.
—Ea, ¿pretendéis hacerme creer que vos sois el rey?
—No, pero lo represento.
—¿Qué lo representáis? —dijo el campesino quitándose rápidamente el sombrero.
—Sí, date prisa, que urge —contestó el hércules mirando atentamente a lo largo de la carretera.
—Descuidad, hablaré con la señora enseguida que despierte.
—¡Ya!; pero yo no puedo aguardar tanto tiempo.
—Entonces, ¿qué haremos?
—Despertarla. ¡Pardiez!
—¡Ay!, no me atrevo.
—Pues espera; allá voy yo a quitarle el sueño —dijo el personaje que pretendía representar a Su Majestad, aproximándose para llamar al postigo superior con un látigo con puño de plata.
La mano tenía ya alzada para llamar cuando se detuvo al ver una silla de posta que hacia aquel punto se dirigía a escape, tirada por cuatro caballos, y le era sin duda muy conocida, pues corrió a su encuentro con una precipitación que hubiera honrado al caballo árabe, cuya posesión deseaba.
Venía en este carruaje la viajera, ángel tutelar de Gilberto.
Le hacía señas al postillón al ver aquel hombre que detuvo sus caballos, pues ignoraba dónde quería pararse la viajera.
—¡Chon, querida Chon! —gritó el extranjero—, ¡vamos, has llegado ya, sea enhorabuena! ¡Dios te guarde!
—Sí, Juan, ya llegué —contestó la viajera que había sido interpelada con tan particular nombre—, ¿y tú qué es lo que haces?
—¡Vaya una pregunta!, te estoy aguardando —contestó el hércules saltando sobre el estribo. Pasó los brazos por la portezuela y estrechó a la joven llenándola de besos. Pero fijándose en Gilberto, que ignorante de las relaciones que existían entre estos nuevos personajes que hemos introducido en la escena, miraba con enfado semejante al perro a quien arrebatan un hueso:
—¡Demonio!, ¿qué traes ahí? —preguntó.
—Un filósofo en extremo divertido —contestó la joven sin meditar que aquella respuesta podía ofender a su ahijado.
—¿Dónde le encontraste?
—En la carretera; pero eso no es lo que nos interesa ahora.
—Tienes razón —contestó Juan—. ¿Y nuestra viajera condesa de Béarn?
—Está conforme.
—¿Qué quieres decir?
—Que vendrá.
—¿Qué vendrá?
—Sí, sí —respondió la señorita Chon moviendo la cabeza.
—¿Qué le has contado?
—Que yo era la hija de su abogado M. Flageot, y que cumpliendo con el encargo de mi padre para cuando pasase por Verdún, me apresuraba a notificarle que su pleito estaba próximo a verse.
—¿Nada más?
—También le dije, que para cuando eso ocurriese era indispensable marcharse a París.
—¿Qué hizo entonces?
—Abrió los ojos admirada; sorbió un polvo, y dijo que M. Flageot era el hombre más sabio del mundo. Concluidas sus exclamaciones, ordenó que se dispusiese su viaje.
—¡Perfectamente! Te nombro mi embajador extraordinario; pero entretanto vamos a almorzar.
—Sí, porque este pobre joven se muere de debilidad; pero vamos aprisa.
—¿Por qué?
—Porque viene ahí.
—¿Quién, la vieja del pleito?, ¡bah!, en llegando dos horas antes que ella… tenemos tiempo para prevenir a M. de Maupeou…
—No: es la princesa.
—No puede ser. La princesa debe estar todavía en Nancy.
—Está en Vitry.
—¿A tres leguas de aquí?
—Efectivamente.
—¡Fuego! ¡Esto ya es otra cosa! ¡Adelante, postillón, adelante!
—¿Adónde vamos, caballero?
—A la posta.
Partió el carruaje, y cinco minutos después se detuvo en la fonda de la Posta.
—Pronto, a escape —gritó Chon—, chuletas, pollos, huevos, una botella de Borgoña; cualquier cosa; no podemos detenernos ni un instante.
—Señora —dijo el dueño de la fonda—, si os vais al instante, tendréis que hacerlo con vuestros caballos.
—¡Cómo! ¿Con nuestros caballos? —repuso Juan saltando a tierra.
—Pues ya, o con los que os han traído.
—No puede ser —contestó el postillón—; ved como vienen esos animalitos; ya han doblado la posta.
—Sin duda —replicó Chon—, no es posible que puedan andar más.
—¿Quién impide que me deis otros caballos? —interrogó el vizconde.
—Nadie; pero no los tengo…
—Vuestra obligación es tenerlos… y según el estatuto…
—El estatuto me obliga a tener quince en mis cuadras.
—¿Exactamente?
—¡Pues bien!, tengo dieciocho.
—¡Vaya!, pues siendo así…
—Pero no están aquí.
—¿Los dieciocho?
—Sí, señor.
—¡Mil rayos…!
—¡Vizconde…! ¡Vizconde!, ¡cuidado! —interrumpió la joven.
—Es verdad —contestó el perdonavidas—; descuida, procuraré reprimirme —y dirigiéndose al dueño de la casa, añadió—: ¿Cuándo vuelven tus rocines?
—Según: de aquí a una hora o dos acaso; eso depende de los postillones.
—¿Pensáis acaso —dijo el vizconde encasquetándose el sombrero y doblando la pierna derecha—, que estoy para bromas?
—Desearía que así sucediese.
—Conque veamos si enganchan enseguida, o si no…
—Venid conmigo a la cuadra, y si encontráis algún caballo, os lo regalo.
—¿Y si encuentro sesenta, qué harás, pícaro socarrón?
—Sería igual que si no encontrarais ninguno, puesto que pertenecen a Su Majestad, y no puedo alquilarlos.
—Entonces, ¿para qué los tienes aquí?
—Para el servicio de la señora princesa.
—¿Has dicho que hay sesenta caballos en los pesebres y que no puedo disponer de ninguno?
—Sin duda. Ya comprenderéis…
—Lo único que conozco es que debo marchar.
—Lo siento…
—Y como la princesa no llegará hasta la noche…
—¿Qué decís? —preguntó aturdido el dueño de la posta.
—Que los caballos podrán regresar antes de su llegada.
—Caballero —exclamó aquel pobre hombre—; ¿os atreveríais?
—¡Ya lo creo! —dijo el vizconde dirigiéndose hacia la cuadra—, aguárdame y lo verás.
—Pero, caballero…
—Me conformo con tres, no exijo ocho como las altezas reales, aun cuando tengo derecho… al menos por la alianza; no, con tres tengo bastante.
—Ni uno solo os llevaréis —dijo el maestro de postas colocándose entre sus caballos y el vizconde.
—¿No sabes quién soy, gran pillo? —gritó este palideciendo de cólera.
—¡Vizconde! —gritaba Chon—. ¡Por Dios, vizconde; sin escándalo!
—Tienes razón, querida mía.
Y con excesiva amabilidad dijo al dueño después de un momento de reflexión:
—Vamos, amigo mío; basta ya de palabras, y acudamos a los hechos. Voy a descargaros de toda responsabilidad.
—¿Cómo? —preguntó aquel desconfiado a pesar de la afabilidad de su interlocutor.
—Tomándolos yo mismo. Aquí veo tres caballos de talla exactamente igual, y me los llevo.
—¿Qué os los lleváis?
—Sí.
—¿Y es eso dejarme libre de toda responsabilidad?
—Es evidente. No los dais, pues os lo quitan.
—Repito que es imposible.
—Ea, vamos pronto, ¿dónde tenéis colgados los arreos?
—Todos quietos —gritó el maestro a dos o tres mozos de cuadra que andaban por las caballerizas y el patio.
—¡Ah, imbéciles!
—¡Juan!, ¡querido Juan! —gritó Chon al oír las voces—. No te arrebates, amigo mío. Es preciso sufrirlo todo con paciencia.
—Pero no una detención —contestó aquel tratando de tranquilizarse—; y estoy seguro que me detendría si esperase a que estos tunos me ayudaran a enganchar. Voy a hacerlo yo mismo.
Y, poniendo por obra su amenaza, desató tres arreos que colocó sobre los tres caballos.
—¡Por piedad, Juan! —exclamó Chon juntando sus manos; ¡por piedad!
—¿Deseas llegar a tiempo o no? —repuso el vizconde rechinando los dientes.
—¿Pues no he de desearlo? Lo perdemos todo, si no llegamos a tiempo.
—En este caso déjame hacer —dijo el vizconde separando los tres caballos que había elegido, y dirigiéndose hacia el coche conduciéndolos del diestro.
—Mirad lo que hacéis —gritaba el maestro de postas siguiendo a Juan—: Es un delito de lesa majestad robar esos caballos.
—Yo no los robo, imbécil, los llevo prestados. ¡Vamos, negrillos, adelante!
Nuevamente intentó oponerse el maestro; pero Juan lo rechazó con energía.
—¡Hermano!, ¡hermano! —gritó Chon.
—¡Hola!, con que es su hermano —murmuró Gilberto respirando con más libertad que en el interior del carruaje.
Abrióse en este instante una ventana en la otra acera de la calle, y una bellísima joven se asomó azorada al oír aquel ruido.
—¡Ah!, ¿sois vos, señora? —dijo el vizconde variando el rumbo de la conversación.
—¡Como yo! —repuso la señora en mal francés.
—Pues os habéis levantado ya, me alegro. ¿Queréis venderme vuestro caballo?
—¿Mi caballo?
—Sí, señora, aquel árabe que estaba amarrado al postigo.
—No, señor —contestó la joven cerrando la ventana.
—Está visto, tengo hoy mala suerte: no puedo encontrar quien venda ni alquile. ¡Pero, por vida de Sanes, he de llevarme el árabe, y reventaré estos rocines! Patricio —dijo volviéndose hacia su lacayo que obedeció enseguida—. Ven acá.
—Engancha a escape.
—¡Acá, mozos! ¡Acá! —gritó el posadero.
Acudieron dos palafreneros a estas voces.
—¡Vizconde! ¡Juan! —exclamaba la viajera pretendiendo, aunque inútilmente, abrir la portezuela—: ¿Estás loco?; mira que esos pícaros van a matarnos.
—¡A matarnos! Nosotros sí que no vamos a dejar uno con vida: somos tres contra tres. ¡Ea, joven filósofo! —añadió dirigiéndose a Gilberto, que lejos de moverse permanecía impasible en el carruaje—. ¿Oyes?, ¡abajo!, ¡abajo!, y nos ayudarás a dar garrotazos, pedradas, pescozones o lo que creas más conveniente. ¿No oyes? ¡Por Cristo, que según estás arrinconado, pareces un santo de yeso!
Gilberto quiso conocer el deseo de su protectora y le dirigió una mirada inquieta y suplicante. La dama le detuvo por el brazo.
Mientras esto ocurría, se desgañitaba el maestro de postas dando voces y tirando de los caballos que Juan sujetaba con todas sus fuerzas.
Por fin llegó el término de aquella lucha. Hostigado, fatigado e impacientado, el vizconde propinó tan recia puñada al defensor de los caballos, que este cayó rodando a un estanque en medio de los patos y gansos espantados.
—¡Socorro!, ¡qué me matan! ¡Al asesino! —gritaba el posadero, en tanto que el vizconde, que sabía lo que valía cada minuto, se daba prisa a enganchar—. ¡Socorro! ¡Qué me matan! ¡Al asesino! ¡Favor al rey! —repetía aquel, confiando en que los dos palafreneros le ayudasen.
—¿Quién pide favor al rey? —gritó un hombre a caballo que entró a galope en el patio de la casa de postas y paró, en medio de los actores de aquella escena, su caballo fatigado y sudoroso.
—¡M. Felipe de Taverney! —murmuró Gilberto, encogiéndose para ocultarse cuanto le fue posible en un rincón del coche.
Chon, que en todo estaba, pudo oír el nombre del jinete.