Fue grande la sorpresa del joven, cuando al volver de su desmayo, hallóse colocado a los pies de una joven que atentamente le miraba.
Representaba unos veinticuatro o veinticinco años; tenía los ojos pardos, nariz remangada, y mejillas tostadas por el sol del Mediodía, la delicada y pequeña boca, delineada caprichosamente, imprimía a aquel franco y alegre semblante, cierto carácter de astucia y circunspección. Sus brazos, hermosísimos, estaban cubiertos en aquel instante con mangas de terciopelo color de violeta, realzadas con botones de oro. Llenaba casi el carruaje con los ondulantes pliegues de su traje de seda gris, adornado con grandes ramos. Extraordinaria fue la sorpresa de Gilberto al conocer que se hallaba en un coche llevado al galope por tres caballos de posta.
El semblante de aquella señora era risueño, y manifestaba interés hacia él; y se puso a contemplarla hasta cerciorarse completamente de que no era un sueño cuanto le sucedía.
—Vamos, hijo mío —le dijo después de un momento de silencio—, ¿estáis mejor ahora?
—¿Dónde estoy? —preguntó el joven, acordándose de esta frase que había leído en las novelas, y que únicamente en ellas se suele pronunciar.
—En sitio seguro —contestó la señora, con acento enteramente meridional—; pero habéis estado hace poco en gran peligro de ser destrozado por mi carruaje. ¿Qué os ha ocurrido para caer así en medio de la carretera?
—Sentí un desfallecimiento tan grande…
—¡Cómo!, ¿y de qué os provenía esa debilidad?
—Había andado mucho.
—¿Hace mucho tiempo que estáis viajando?
—Desde ayer a las cuatro de la tarde.
—¿Habéis caminado desde esa hora?…
—Dieciséis o dieciocho leguas, según pienso.
—¿En doce o catorce horas?
—Pues si no he dejado de correr.
—¿Adónde os dirigís?
—A Versalles, señora.
—¿Y habéis salido?…
—De Taverney.
—¿Qué lugar es ese?
—Es un castillo situado entre Pierrefitte y Bar-le-Duc.
—¿No habréis tenido siquiera tiempo de comer?
—No sólo me ha faltado tiempo, sino también proporción.
—¡Cómo!
—Perdí mi dinero en el camino.
—¿Y no habéis comido desde ayer?
—Sólo unos mendrugos de pan que saqué del castillo.
—¡Pobrecito!; pero ¿por qué no habéis pedido de comer en cualquier sitio?
A los labios del joven asomó una sonrisa de desprecio, y respondió:
—Porque soy orgulloso, señora.
—¡Orgulloso!, ¿y en eso pensáis cuando vais a morir de hambre?
—Vale más morir, que deshonrarse.
La señora examinó con una especie de admiración al sentencioso interlocutor.
—¿Y quién sois para expresaros así?
—Un huérfano.
—¿De qué?
—De nada.
—¡Cómo! —dijo la joven, cada vez más asombrada, mientras su compañero se consideraba satisfecho al ver que se había atraído el interés de la hermosa viajera—. Sois muy joven para andar solo por esos caminos.
—Dejáronme sin amparo en un viejo castillo que sus amos abandonaron, y al encontrarme solo, hice como ellos.
—¿Sin objeto?
—El mundo es bien grande, y según afirman, hay sitio para todos bajo el sol.
—Este es —dijo para sí la señora— algún bastardo de aldea, que huye de su solar. ¿Decís que habéis perdido vuestro bolsillo? —agregó en voz alta.
—Sí, señora.
—¿Llevabais mucho dinero?
—Tan solo un escudo de seis francos, pero me hubiera sido suficiente —contestó, sintiendo la vergüenza de descubrir su pobreza, el peligro de hacer alarde, aumentando un capital que pudiera suponer mal adquirido.
—¡Tan exigua cantidad para un viaje tan largo! ¡Si apenas teníais bastante para comprar pan durante dos días! ¿Y desde Bar-le-Duc hasta París habéis dicho?
—Sí, señora.
—¡No es nada! De sesenta a setenta y cinco leguas, según opino.
—No las he contado; lo que únicamente dije: es necesario ir.
—¡Pobre loco! ¿Y decidisteis caminar?
—¡Bah!, tengo buenas piernas.
—Por muy buenas que sean, ya veis que también se cansan.
—No fueron ellas las que me faltaron, sino las esperanzas.
—Ciertamente, paréceme que estabais cuando os vi, muy desesperado.
Gilberto sonrió dolorosamente.
—¿En qué pensabais? Os golpeabais la frente y os arrancabais los cabellos.
—Ilusión vuestra, señora —respondió Gilberto, turbado.
—Segura estoy, y sin duda vuestra desesperación no os dejó oír los caballos.
Pensó el joven que podría engrandecerse con la narración de la verdad desnuda: su instinto le anunciaba que era interesante su situación, y mucho más para los ojos de una mujer.
—En efecto, estaba muy desesperado —contestó.
—¿Y por qué? —preguntó la señora.
—Porque no podía alcanzar el carruaje que seguía.
—¡Hola! —dijo sonriendo la joven—; ¿será esto alguna aventura?, ¿la habrá acaso motivado el amor?
No era aún el joven bastante dueño de sus sensaciones para evitar el sonrojo.
—Decidme, ¿qué carruaje era ese?
—Uno de los del séquito de la princesa.
—¡Cómo! —prorrumpió admirada la joven—, ¿van delante de nosotros?
—Seguramente.
—Pensé que iban detrás, y que apenas habrían llegado a Nancy. ¿No la hacen honores por el camino?
—Sí, señora; pero según creo, Su Alteza lleva mucha prisa.
—¿Quién os ha enterado de todo eso?
—Lo supongo.
—¿Qué lo suponéis? ¿Por qué?
—Porque anunció que descansaría dos o tres horas en Taverney, y apenas se detuvo tres cuartos de hora.
—¿Sabéis si ha recibido algún mensaje de París?
—Observé que entraba un caballero con uniforme bordado, y una carta en la mano.
—¿Oísteis su nombre?
—No, pero supe que era el gobernador de Estrasburgo.
—M. de Stainville, el cuñado de M. de Choiseul. ¡Cáspita! Más ligero, postillón, más ligero.
Un vigoroso latigazo contestó a esta orden, y Gilberto conoció que el coche, a pesar de ir a escape, aumentó su velocidad.
—¿Decíais que la princesa va delante?
—Sí, señora.
—Bien, pero se parará para almorzar —murmuró la desconocida, como hablando consigo misma—, y entonces podremos adelantarla, a no ser que esta noche… ¿Se ha detenido en algún punto esta noche?
—En Saint-Dizier.
—¿A qué hora?
—A las once, próximamente.
—Sería para cenar. También tendrá que almorzar. Postillón, ¿cuál es la primera ciudad de alguna importancia que hay en este camino?
—Vitry, señora.
—¿A qué distancia nos encontramos?
—A tres leguas.
—¿Dónde se mudan caballos?
—En Vauclère.
—Proseguid, y si veis una hilera de coches avisadme.
Se había desmayado otra vez Gilberto durante el diálogo que precede, y cuando la viajera volvió a sentarse, le encontró pálido y cerrados los ojos.
—¡Infeliz! Vuelve a perder el conocimiento y por causa mía, pues le hago hablar cuando está muriéndose de hambre y de sed, en lugar de darle lo que necesita.
Y con el fin de aprovechar el tiempo perdido, sacó inmediatamente de uno de los bolsos del coche un frasco cincelado, de cuyo cuello pendía con una cadenita de oro un cubilete de plata.
—Ahora bebed un poco de esta agua de la Costa —dijo llenando el vaso y ofreciéndoselo al joven.
Este bebió sin necesidad de que se lo repitieran, ya fuera por el influjo que para él tuviese la mano que se lo daba, ya porque su necesidad fuese más imperiosa que en Saint-Dizier.
—Ahora, comed este bizcocho, y de aquí a una o dos horas os daré mejor almuerzo.
Gilberto le dio las gracias.
—¡Bien!; pues ya que estáis más dispuesto, decidme: si no halláis dificultad en admitirme por confidente vuestra, qué móvil os inducía a seguir ese carruaje que, según me habéis indicado, es uno de los del acompañamiento de la princesa.
—Os voy a decir la verdad en dos palabras —repuso Gilberto—. Yo vivía en casa del señor barón de Taverney cuando Su Alteza llegó y llevó consigo al barón que he nombrado. Como soy huérfano, nadie se acordó de mí, y me dejaron sin dinero ni provisiones. Al ver esto juré que puesto que todos iban a Versalles con la ayuda de buenos caballos y brillantes coches, yo iría también a pie, y llegaría al mismo tiempo que ellos. Desgraciadamente me faltaron las fuerzas, o mejor dicho, la fatalidad se declaró contra mí. Si no hubiese perdido mi dinero hubiera comido anoche y pudiera haberlos alcanzado esta mañana.
—¡Muy bien! Eso es tener valor —exclamó la señora—, y os felicito. Pero veo una cosa que acaso ignoraréis…
—¿Cuál?
—Que en Versalles no se vive únicamente con tener ánimo.
—Iré a París.
—Es lo mismo.
—Pero si no se vive sólo con valor, se podrá vivir con el trabajo.
—Muy bien contestado. ¿Con qué trabajo? Vuestras manos no son las de un jornalero ni de un mozo de cordel.
—Entonces estudiaré.
—Me parece que ya estáis bien adelantado.
—Sí, porque conozco que nada sé —contestó de un modo sentencioso Gilberto recordando el dicho de Sócrates.
—¿Me diréis qué ciencia estudiaríais preferentemente?
—Creo, señora, que la mejor de todas, es la que hace al hombre ser útil a sus semejantes. Y como la criatura es tan poca cosa en el mundo, creo qué debe estudiar el secreto de su flaqueza para conocer el de su fuerza. Deseo saber algún día el motivo por qué la debilidad de mi estómago ha ocasionado la de mis piernas, y conocer si es ella misma la que atrajo a mi cerebro la ira, la fiebre y el desvanecimiento que me abatieron.
—Conozco que podéis ser un excelente médico, y me parece que poseéis ya no pocos conocimientos de esa ciencia. Os ofrezco mi visita para dentro de diez años.
—Haré los esfuerzos imaginables para merecer ese honor, señora.
En aquel momento se detuvo el postillón, habiendo llegado a la parada sin haber visto carruaje alguno. Se informó la joven viajera, supo que la princesa había pasado por aquel sitio hacía un cuarto de hora, debiendo detenerse en Vitry para almorzar y mudar los tiros.
Ordenó la señora que el nuevo postillón saliese de la población al paso ordinario, y luego que estuvo enteramente fuera:
—Postillón —le dijo—, ¿os atrevéis a alcanzar los coches de Su Alteza?
—¡Pues es claro!
—¿Antes que llegue a Vitry?
—¡Cómo!, si iban a un trote largo.
—Ya, pero yendo a escape… os daré triple gratificación.
—Si eso me lo hubieseis dicho al salir, ya nos encontraríamos a un cuarto de legua de aquí.
—Ahí tenéis un escudo de seis francos a cuenta de lo que os he ofrecido, y tratad de recuperar el tiempo perdido.
Tomólo el postillón, y el carruaje salió con la rapidez del viento.
Bajóse Gilberto durante la parada para lavarse la cara y las manos, habiéndose mejorado mucho con esta operación, y se ocupó luego en alisar sus cabellos, que eran hermosísimos.
—En verdad que no es muy mal parecido mi futuro médico —dijo para sí su compañera al mismo tiempo que le miraba sonriendo cuando volvió a subir.
Sonrojóse Gilberto cual si adivinara lo que daba motivo a la sonrisa de la viajera.
Cuando esta terminó su diálogo con el postillón, dirigióse hacia el joven filósofo, cuyas paradojas, viveza de carácter y máximas, le habían agradado en extremo.
Interrumpíase, no obstante, en medio de alguna carcajada, provocada por alguna respuesta que olía a filosofismo a una legua en circunferencia, para asomarse y extender una mirada a lo largo del camino; pero si tocaba ligeramente su brazo el rostro de Gilberto, o su torneada rodilla se apoyaba sobre su cuerpo, la hermosa viajera se divertía al observar el contraste que formaban los ojos del futuro médico, humildemente inclinados, con el vivo carmín que coloreaba sus mejillas.
Una legua habrían caminado ya, cuando la joven dio un grito de alegría, e inclinándose al mismo tiempo sobre el banquillo del coche con tan poca precaución, que cubrió con su cuerpo completamente al de su compañero.
Había divisado los últimos carruajes de la escolta que subían trabajosamente una cuesta sobre la cual se veían ordenados veinte coches, distinguiéndose también casi todos los viajeros que habiéndose bajado, la subían a pie para aliviar algún tanto a los caballos.
Gilberto separó el vestido, y deslizándose, asomó su cabeza por encima del hombro de la viajera, hincándose sobre el asiento intentando descubrir con sus abrasadoras miradas a la señorita de Taverney en aquella multitud de ascendientes pigmeos, entre los que le pareció reconocer a Nicolasa.
—¿Qué hago ahora? —preguntó el postillón.
—Adelantar a toda esa comitiva.
—No es posible, señora; no se puede dejar atrás a la princesa.
—¿Por qué?
—Porque está prohibido. ¡Diablo! ¡Pasar delante de los caballos del rey! Iría a presidio.
—¡Pues es indispensable que así lo hagas!, arréglate de la mejor manera posible.
—¡Cómo, señora! ¿No formáis parte de la escolta? —preguntó Gilberto creyéndose que aquel era un carruaje rezagado, y que toda aquella prisa era sólo ocasionada por, el afán de ocupar cuanto antes su puesto.
—El deseo de instruirse es laudable —replicó la joven—, pero la indiscreción es inconveniente.
—Perdonad, señora —dijo Gilberto abochornado.
—¡Vamos!, ¿qué hacemos? —preguntó la señora al postillón con imperiosa voz.
—Iremos detrás hasta Vitry, y si Su Alteza se detiene, pediremos permiso para proseguir el viaje.
—Pero se enterarán y sabrán que yo… no, eso no conviene; veamos otro medio.
—Si me permitieseis os daría un consejo —interrumpió Gilberto.
—Vamos a ver, amigo mío, y si es bueno lo seguiremos.
—Si tomásemos una trocha y rodeásemos la población, nos hallaríamos delante de la princesa sin acusarnos de perder el respeto.
—¡No dice mal este joven, postillón! ¿Conocéis travesía alguna?
—¿Qué conduzca adónde?
—Dondequiera, con tal de que nos adelantemos a la princesa.
—¡Ya!, sí… A la derecha está el camino de Marolle que pasa alrededor de Vitry, y, se une con la carretera en La Chaussée.
—¡Bien!, eso es.
—Pero sabéis, señora —añadió aquel—, ¿qué al hacer ese rodeo duplico la posta?
—Dos luises, si estamos en La Chaussée antes que Su Alteza.
—¿Y si se rompe el coche?
—Continuaré a caballo.
El carruaje giró enseguida sobre la derecha, y entrando en un carril, siguió por la orilla de un riachuelo, cuyas aguas desembocan en el Mame entre La Chaussée y Mutigni.
Fiel a su palabra, el postillón hizo cuanto fue humanamente posible para destrozar el coche, y llegar cuanto antes.
Lo menos veinte veces fue arrojado Gilberto sobre su compañera, quien otras tantas cayó en los brazos del joven filósofo.
Consiguió este ser cortés sin ser molesto, y ni una sola sonrisa apareció en sus labios, aun cuando manifestaban sus ojos bien a las claras que la viajera no le era desagradable.
La soledad es causa generalmente de la intimidad: después de dos horas de caminar por trocha, nuestros viajeros se contemplaban ya como si fueran amigos desde la niñez.
Las once serían cuando llegaron al camino real que conduce de Vitry a Châlons. Informado por un correo a quien hallaron, supieron que Su Alteza se detendría no sólo para almorzar, sino que, encontrándose muy cansada, haría en Vitry dos horas de descanso. También les manifestó que era enviado a la próxima parada para decir a los palafreneros que estuviesen dispuestos a las tres de la tarde.
Enterada de esta noticia la viajera con el mayor placer, dio al postillón los dos luises que le había prometido, y dirigiéndose a Gilberto:
—A fe mía que nosotros también vamos a comer en la próxima parada.
Sin embargo, el destino lo dispuso de otro modo.