Después de media hora de desenfrenada carrera, Gilberto exhaló un grito de gozo. Había percibido el coche del barón, que subía una pendiente, caminando al paso. Un verdadero movimiento de orgullo hizo que dijese para sí, que sólo con los recursos de su vigorosa juventud y de su inteligencia, poseía iguales medios a los que proporcionan las riquezas, el poder y la nobleza.
Entonces sí que pudiera calificarlo de filósofo el barón, al verle con el bastón en la mano, su reducido equipaje colgado de un ojal, marchando rápidamente y parándose en cada cuesta, como diciendo desdeñosamente a los caballos:
—Andáis con mucha pesadez, y me obligáis a que os tenga que esperar.
¡Filósofo! Lo era, en efecto, aquel joven, si ese nombre puede darse al desprecio de todo goce y toda comodidad. No estaba en verdad habituado a vivir regaladamente; pero ¡a cuántos hombres no ha vuelto afeminados el amor!
No podemos negarlo, era un espectáculo grandioso, digno de Dios, padre de las criaturas enérgicas e inteligentes, el que presentaba aquel joven polvoriento y sudoroso, corriendo durante dos horas hasta alcanzar el carruaje, y descansando alegremente cuando ya no podían más los caballos. Sólo pudiera inspirar admiración al que lo siguiese con los ojos de la inteligencia, como le vamos siguiendo nosotros; ¿y quién sabe si la orgullosa Andrea se hubiese impresionado al verle, y si aquella indiferencia que mostrara hablando de su pereza, se hubiera convertido en estimación por su energía?
Así pasó el primer día. El barón se detuvo una hora en Bar-le-Duc, permitiendo así a Gilberto, no sólo alcanzarle, sino adelantarle. Nuestro joven rodeó la ciudad, habiendo oído la orden de detenerse en casa de un platero; y luego, cuando vio el carruaje que salía, se ocultó en un bosquecillo, prosiguiendo como antes la carrera des pues que hubo pasado.
Al oscurecer sería cuando el barón alcanzó la escolta de la princesa, en Brillon, y los habitantes de esta población, agrupados en lo alto de la colina, lanzaban al viento sus felicitaciones y gritos de alegría.
Gilberto no había comido durante todo el día más que un poco de pan que sacó de Taverney; pero en cambio había bebido a discreción el agua de un magnífico arroyo que cruzaba el camino, cuyas puras y cristalinas aguas, extendiéndose en desiguales surcos, acariciaban dulcemente los tiernos berros y variadas flores que festoneaban sus orillas. No pudiendo Andrea resistir su atractivo, mandó parar el carruaje y bebió en la copa de oro de la princesa que se había reservado a ruegos de su padre. Gilberto lo observó todo escondido tras el tronco de un álamo, y, después que los viajeros se alejaron, se dirigió a aquel sitio, colocándose en el mismo otero en que Andrea había apoyado su pie, y bebió el agua con sus manos a imitación de Diógenes, en el lugar en que había poco antes apagado su sed la señorita de Taverney.
Sólo le intranquilizaba una cosa, y era que ignoraba si la princesa pasaría la noche en Saint-Dizier. Si así sucedía (y era muy posible, pues según manifestara en Taverney, necesitaba algún descanso), nuestro joven se veía libre de aquella angustia, pues con dos horas que durmiera en un pajar, sus piernas, que ya empezaban a debilitarse, recobrarían toda la elasticidad y podría proseguir su marcha adelantándose cinco o seis leguas durante las horas que faltaran de noche. ¡Se camina con tanto vigor a los dieciocho años, con una hermosa noche de mayo…!
Llegó esta envolviendo progresivamente el horizonte con sus tinieblas, hasta oscurecer la parte del camino donde corría Gilberto, y al poco tiempo ya no le fue posible divisar más que la linterna colocada al lado izquierdo del coche, reflejando en el camino, semejante a un fantasma que envuelto en una blanca mortaja huye despavorido.
La oscuridad no podía ser más completa. Ya habían andado doce leguas cuando llegaron a Combles, donde se detuvieron un instante. Pensó Gilberto que el cielo se había declarado ya en su favor, y acercóse para poder siquiera oír la voz de Andrea. Breve fue la detención del carruaje en aquel sitio, y se introdujo en el sombrío callejón de una casa. Entonces logró ver a la hija del barón al resplandor de los hachones, y la oyó preguntar qué hora era. Una voz contestó: «las once». Habiendo obtenido lo que deseaba, el joven se sintió menos cansado; y, loco de alegría hubiera rehusado con desprecio un carruaje, si se lo hubieran brindado.
Porque a los ardientes ojos de su imaginación se presentaba Versalles dorado y brillante; Versalles, morada de reyes y aristócratas… y luego… París, sombrío… negro… inmenso. París, la gran ciudad del pueblo… y en cambio de estas visiones que recreaban su alma, Gilberto habría rehusado todo el oro del Perú.
Interrumpió su éxtasis el ruido que produjeron los carruajes al partir, y el golpe que recibió contra un arado que por descuido habían abandonado en el camino.
Iban faltando fuerzas también progresivamente a su estómago; pero, en cambio, decía él: «tengo dinero, soy rico», pues no habrán olvidado nuestros lectores, que Gilberto poseía un escudo.
Los coches siguieron rodando hasta las doce, a cuya hora llegaron a Saint-Dizier, que era donde Gilberto esperaba que se detendrían a dormir, puesto que habían caminado dieciséis leguas en el espacio de doce horas. Contra los deseos del errante joven, sólo hicieron una corta parada para mudar caballos, y a poco oyó el sonido de las campanillas que se alejaban. Los ilustres viajeros habían únicamente refrescado rodeados de hachones y flores.
Gilberto se vio obligado a apelar a todo su valor y continuó caminando con una energía que le hizo olvidar que diez minutos antes, sus piernas debilitadas se habían resistido a sostener el peso de su cuerpo.
—¡Bien! —dijo— andad… andad… También yo procuraré pararme en Saint-Dizier; compraré un poco de jamón y pan, beberé un vaso de vino, y con sólo el gasto de un real, quedaré más confortado que los amos.
Subrayamos la palabra amos, porque Gilberto la pronunció con el énfasis que acostumbraba.
Cuando, según se lo había prometido, entró en aquella población, empezaba a cerrar puertas y ventanas, por haber pasado ya enteramente la escolta.
El filósofo improvisado vio una posada de no muy mala apariencia, cuyos criados, a pesar de ser la una de la madrugada, estaban engalanados con sus vestidos de día festivo. Sobre grandes platos aparecían los restos de alguna opípara comida.
La dueña estaba presente vigilándolo todo y contando sus utilidades.
—Señora —le dijo Gilberto—, vendedme un pedazo de pan y un poco de jamón.
—Amiguito, no hay jamón, ¿queréis gallina?
—No, he pedido jamón porque es lo que deseo; no me agradan las aves.
—Lo siento; pero no hay otra cosa. Hacedme caso —añadió sonriendo—, tomadla; no os costará más caro, os daré media o una entera por dos reales, y podréis guardar algo para mañana. Creíamos que Su Alteza Real entraría algunos momentos en casa del señor baile, y que venderíamos nuestras provisiones a su comitiva; pero como ha estado sólo de paso, nuestros comestibles van a perderse.
Creer que Gilberto aprovecharía la única ocasión que se le ofrecía de comer regularmente, sería desconocer por completo su carácter.
—Gracias —contestó—, con menos me conformo; ni soy príncipe, ni lacayo.
—Pues os lo regalo, hijo mío, y que Dios os acompañe.
—Tampoco soy un pordiosero, señora —repuso humillado—. Compro y pago.
Y para que acompañase el efecto a las palabras, introdujo majestuosamente su mano en el bolsillo, desapareciendo hasta el codo; pero por más que registró y volvió a registrar palideciendo, sólo halló el papel en que estaban envueltos sus seis francos. El escudo había gastado, con el movimiento que hiciera Gilberto al andar, la antigua cubierta, roto su faltriquera ya maltratada, y deslizándose por la liga que él había desatado para dar más elasticidad a sus piernas.
Pudiera ocurrir que hubiese quedado a la orilla del arroyo, y el desgraciado joven había pagado con seis francos el agua que bebiera en el hueco de su mano. Al menos Diógenes, cuando discurrió acerca de la inutilidad de las horteras, ni tenía bolsillos que romper, ni escudos de seis francos que perder.
El estremecimiento y la palidez de Gilberto conmovieron a aquella pobre mujer. No faltaría quien se alegrase al ver el castigo de un orgulloso; pero ella sufrió por aquel profundo dolor que se manifestaba tan fuertemente en el inmutado rostro del joven.
—Vamos, hijo mío —le dijo—; cenad y dormid aquí, y si es absolutamente necesario que marchéis, mañana proseguiréis vuestro viaje.
—¡Ay!, sí, sí, no hay remedio, es indispensable… no mañana, sino ahora mismo.
Tomó su lío y sin escuchar más, salió precipitadamente de la casa, para ocultar en la oscuridad su vergüenza y dolor.
La puerta del parador cerróse en el acto, apagóse la ultima luz de la población, y hasta los perros, cansados de aquel día, cesaron de ladrar.
Quedaba Gilberto solo en el mundo: nadie tan aislado en la tierra, como el hombre que acaba de perder su último escudo, y mucho más, cuando es el único que ha poseído en toda su vida.
La noche con su oscuridad le circundaba; ¿qué hacer? Vaciló. Retroceder para buscar su moneda, era por una parte operación harto precaria, y se separaba también para siempre o por largo tiempo al menos, de aquellos carruajes que no volvería a alcanzar.
Decidióse, pues, a continuar, y así lo hizo; mas apenas había caminado una legua, cuando el hambre, sosegada o por mejor decir, distraída por aquel tormento moral, renació en el infeliz más aguda y aterradora.
El cansancio aumentó en breve la angustia de su posición. Con un esfuerzo desesperado, consiguió llegar otra adonde estaba la comitiva, pero parecía que todo había conspirado en contra suya.
Tan sólo se detenían los carruajes para variar el tiro y lo hacían con tanta prontitud, que apenas el pobre caminante pudo descansar cinco minutos en la primera parada.
Prosiguió, sin embargo: la aurora comenzaba a dar sus primeros resplandores al horizonte, y el sol aparecía lentamente al través de densos y sombríos vapores con todo el brillo y majestad de un dominador, prometiendo uno de esos calurosos días de mayo que se anticipan dos meses al verano. ¿Sería posible que Gilberto resistiese en el estado en que se encontraba los ardores del Mediodía?
Halagó su amor propio con la idea que a su imaginación se presentaba, de que caballos, hombres y el mismo Dios, se habían unido en perjuicio suyo. Semejante a Ayax[11], increpó al cielo mostrando sus puños, y si no dijo como este: «escaparé a pesar de los Dioses», fue porque conocía menos la Odisea que el Contrato social.
Pero llegó el momento en que como ya lo había él mismo previsto, conoció la inutilidad de sus fuerzas y la angustia de su situación. Espantoso fue aquel instante en que luchó el orgullo contra su impotencia. Fue mayor su energía a impulsos de la desesperación, y a favor de un último esfuerzo consiguió aproximarse a la escolta que ya había perdido de vista, distinguiéndose al través de una nube de polvo, a que la sangre que brotaban sus ojos prestaba fantásticos colores, resonando en sus oídos, unido a las palpitaciones de las arterias, el estrépito que hicieran rodando los carruajes.
Abierta la boca, la mirada fija en un punto y el cabello pegado a su frente inundada de sudor, asemejábase a un hábil autómata imitando los movimientos del hombre aunque con mayor formalidad e insistencia.
Eran veinte o veintidós leguas lo que había andado desde la víspera.
El instante tan temido por él llegó al cabo y sus piernas destrozadas negáronse a sostenerle; ya no veía ni oía, y la tierra parecía dar vueltas a su alrededor; quiso pedir socorro, faltóle la voz, y queriendo sostenerse al conocer que caía, golpeó el aire con sus brazos como un insensato.
Su acento resonó por fin con gritos de rabia. Mirando hacia París, o mejor dicho, en la dirección en que creía que estaba aquella ciudad, dejó escapar mil terribles imprecaciones contra los que habían vencido su valor y fuerzas, y mesando desesperadamente sus cabellos con ambas manos, giró sobre sus pies y cayó a tierra convencido y, por tanto, con el consuelo de haber luchado lo mismo que un héroe de la antigüedad hasta el último momento.
Presa de mortal angustia quedó tendido en el polvo con los puños crispados y la mirada amenazadora.
Cerráronse sus ojos, aflojáronse sus músculos y cayó desvanecido.
—¡Eh…!, ¡eh…!, cuidado —gritó en aquel instante una voz ronca acompañada de los chasquidos de un látigo.
Gilberto nada pudo oír.
—¡Eh, eh, apártate o te aplasto, demonio!
Estas voces fueron acompañadas de un latigazo que alcanzó a Gilberto en la cintura; pero este permaneció insensible e inmóvil a pesar de aquel estimulante.
Oyóse en el coche un grito de terror cuando ya estaba el joven a punto de ser destrozado por las ruedas. El postillón hizo un esfuerzo sobrenatural, no pudiendo, sin embargo, contener al caballo delantero que saltó por encima de Gilberto. Los otros dos se detuvieron, y una señora, asomándose a la portezuela, exclamó con acento angustiado:
—¡Pobre criatura, ay, Dios mío! ¡Ya estará muerto sin duda!
—Señora…, tal creo —respondió el postillón, procurando ver al joven al través del polvo que levantaban los caballos.
—Pobrecito… no paséis adelante… parad el coche —dijo la viajera saltando precipitadamente al camino.
También se había apeado el postillón y se ocupaba en apartar de entre las ruedas el cuerpo de Gilberto, que creía encontrar ensangrentado y muerto.
—¡Qué felicidad! —exclamó—; nada le ha ocurrido.
—Pero ha perdido el sentido.
—De miedo quizá; le pondremos junto a la zanja y, como tenéis prisa, continuaremos nuestro camino.
—Imposible, no puedo abandonarle en ese estado.
—¡Bah!, no tiene ni siquiera una contusión, y volverá en sí, sin necesitar auxilio alguno.
—No, no, pobrecito… tan joven, acaso sea un desertor de colegio que habrá querido emprender un viaje superior a sus fuerzas. Observad qué pálido está: se moriría. No, no le abandonaré. Colocadle con cuidado en la berlina.
El postillón obedeció enseguida, y la señora, que había vuelto a ocupar su asiento durante aquella operación, dijo:
—¡Adelante!, y si recuperáis estos diez minutos que hemos perdido, os regalo un doblón.
Crujió el látigo del cochero, y los caballos, con este aviso, partieron a todo escape.