La doncella detúvose en la escalera antes de presentarse a su ama, para comprimir los últimos clamores de la ira que resonaran aún en su interior.
El barón, pasando junto a ella, la encontró inmóvil y pensativa, apoyada en una mano su mejilla, arrugado el entrecejo, y, a pesar de hallarse tan ocupado, al verla tan hermosa, no pudo reprimirse, y le dio un beso como lo hiciera M. de Richelieu a los treinta años.
Abstraída en su meditación la joven por tan atrevida galantería, subió precipitadamente al cuarto de su ama, que estaba en aquel momento entretenida en cerrar un cofrecillo.
—Vaya —preguntó esta—, ¿has reflexionado ya?
—Sí, señorita —contestó Legay resueltamente.
—¿Te casas?
—No, al contrario.
—¡Ah!, ¡bah!, ¿y ese amor tan firme?
—No vale lo que las bondades con que me favorecéis. Soy toda vuestra, y deseo serlo para siempre, ya que conozco tan bien al ama a quien me he entregado, y no sé si conocería al amo que yo misma me diera.
Conmovióse Andrea con esta manifestación, que revelaba unos sentimientos que estaba tan lejos de esperar en su atolondrada doncella; y, aun cuando aquella desconocía que esta abrazaba aquel partido como su único recurso, sonrió alegre al hallar una criatura humana con mejores inclinaciones que ella se había imaginado.
—Haces bien en dedicarte a mi servicio —repuso la hija del barón—, lo recordaré siempre: confíame tu suerte, hija mía, y te prometo que si es dichoso el porvenir que me espera, tú tendrás también parte.
—¡Oh, señorita!, estoy decidida a seguiros.
—¿Sin sentimiento?
—Ciegamente.
—No te pregunto yo eso, y no quiero que llegue un día en que puedas reconvenirme por haberme seguido sin meditarlo.
—Nada tendré jamás que reprochar a nadie, y, si tal ocurriese, a mí sola culparía.
—¿Has quedado conforme con tu novio?
—¿Yo? —dijo ruborizada la doncella.
—Sí, tú; te he visto hablar con él.
Nicolasa mordióse los labios recordando que había una ventana paralela a la de Andrea, desde la cual podía fácilmente verse la de Gilberto.
—Es cierto, señorita —contestó.
—Y le has dicho…
—Le he dicho —replicó ásperamente aquella, figurándose que su ama trataba de examinarla—, le he dicho que ya no le quiero.
Aquellas dos mujeres parecían destinadas a no entenderse nunca, la una con su virginal pureza, y la otra con su natural tendencia hacia el vicio. Andrea siguió interpretando benignamente las desagradables contestaciones de su doncella.
El barón entretanto disponía su equipaje, que se componía del antiguo espadín que llevaba en Fontenoy, los pergaminos que acreditaban su derecho a montar en los carruajes de Su Majestad, una colección de la Gaceta, y ciertas correspondencias. Concluida la operación, colocó todo aquel tren bajo el brazo, y se dirigió hacia el carruaje.
La-Brie iba abrumado, y haciendo como si sudase mucho con el peso de un baúl, que llevaba casi por completo vacío.
Encontráronse a la salida al exento, que se había ya bebido todo el líquido que contenía su botella durante aquellos preparativos, y corría incesantemente desde el estanque a los castaños, deseoso de encontrar a la linda criada, cuya delgada cintura y bien torneada pierna, habían llamado su atención al verla atravesar presurosa el bosquecillo.
M. de Beausire, ya dijimos que así se llamaba, fue interrumpido en su acecho por el barón, que le invitaba que mandara acercarse el carruaje.
Saludó respetuosamente, y cumplió su encargo con la mayor prontitud.
Adelantó entonces el coche, y La-Brie, satisfecho y alegre, depositó en él su cofre, murmurando al mismo tiempo con extraordinario júbilo, creyendo que nadie le escuchaba:
—¡Qué placer! ¡Voy a viajar en un coche real!
—Tanto no, mi buen amigo —replicó Beausire con aire de protección—, os situaréis detrás.
—Si viene con nosotros La-Brie —dijo Andrea a su padre—, ¿quién queda al cuidado del castillo?
—El filósofo holgazán.
—¡Gilberto!
—Sin duda; tiene escopeta…
—¿Y con qué ha de mantenerse?
—¡Con ella, pardiez! No pases cuidado, hija mía, que no lo ha de pasar muy mal. Lo que sobran son tordos y mirlos en Taverney.
Volvióse Andrea hacia Nicolasa, y al verla sonriente, la dijo:
—¿Ese es el sentimiento que demuestras, mal corazón?
—¡Oh, señorita! Es tan habilidoso, que nada debéis temer por él.
—No obstante, es preciso dejarle uno o dos luises —dijo aquella a su padre.
—¿Para que se pervierta? Ya es bastante vicioso sin eso.
—No, para que pueda vivir.
—Le mandaremos algo, si nos lo pide.
—¡Bah! —dijo Nicolasa— podemos marchar descuidados: no ocurrirá nada.
—Sin embargo —replicó Andrea—, déjale tres o cuatro doblones.
—No los aceptará.
—¡Que no los aceptará! ¿Con que es tan orgulloso tu señor Gilberto?
—¡Ay!, gracias a Dios, ya no es mío, señorita.
—Vamos, vamos —dijo Taverney, interrumpiendo aquel diálogo, que ya molestaba su egoísmo—. Llévese el diablo al señor Gilberto; el coche nos aguarda; montemos, hija mía.
Andrea nada objetó; despidióse con una mirada del pequeño castillo, y penetró en el pesado y sólido carruaje. Su padre se colocó junto a ella. La-Brie, con su magnífica librea, y Nicolasa, que se hallaba tan tranquila como si no hubiese conocido jamás a Gilberto, se instalaron en el pescante.
—¿Y el caballero exento dónde se coloca?
—A caballo, señor barón, a caballo —contestó Beausire, observando al mismo tiempo de reojo a Nicolasa, cuyas mejillas se colorearon de satisfacción, al ver que había reemplazado tan pronto a un rudo aldeano con aquel elegante jinete.
Poco después, bamboleábase el carruaje por los esfuerzos de cuatro vigorosos caballos, y los árboles de la alameda comenzaron a desfilar por ambos lados, desapareciendo uno tras otro, inclinándose tristemente con el soplo de un viento del Este, como haciendo la última despedida a sus dueños, que le abandonaban.
No tardaron mucho en llegar los viajeros a la puerta cochera.
Junto a ella estaba Gilberto, inmóvil, con el sombrero en la mano; diríase que a nadie miraba; pero veía a Andrea, que asomada a la portezuela del lado contrario, deseaba contemplar todo el tiempo que le fuera posible, aquella triste y querida morada.
—Un momento —gritó Taverney al postillón.
—¡Hola, señor holgazán! —dijo luego que aquel hubo obedecido—, vais a vivir contento. Ahí os quedáis solo; así debe vivir un verdadero filósofo. Nadie podrá en lo sucesivo reprenderos; y nada tenéis que hacer. Tened cuidado siquiera de que no se incendie el castillo mientras dormís, y os recomiendo a Mahón.
El joven inclinóse con respeto. Experimentaba un peso insoportable, y temía cual el contacto de un hierro ardiente tropezar con la mirada de su examante, y ver su sonrisa triunfante e irónica.
—¡Anda, postillón! —gritó Taverney.
Mas Nicolasa, en vez de reír como imaginaba Gilberto, necesitó todas sus fuerzas y valor para no gritar, condoliéndose de aquel desventurado a quien abandonaban, sin pan, sin porvenir y sin consuelo, y tuvo que mirar, para distraerse, a M. de Beausire, no pudiendo ver que Gilberto devoraba con su vista a Andrea.
En nada se fijó la hija del barón, pues al través de sus lágrimas, únicamente contemplaba aquella casa en que había nacido, y donde su madre exhalara el último aliento.
Desapareció el coche, y los viajeros, que un momento antes pensaban en Gilberto, comenzaban ya a olvidarle por completo.
Parecióles haber entrado en un mundo nuevo al atravesar por última vez el umbral del castillo, y cada uno tenía un pensamiento que interiormente le ocupaba.
Iba el barón pensando que podrían fácilmente prestarle cinco o seis mil francos por la vajilla de Balsamo.
Andrea recitaba en voz baja una oración que su madre le había enseñado, para ahuyentar al demonio del orgullo y de la ambición.
Nicolasa cerraba su pañoleta, que el viento no separaba todo lo que hubiera deseado M. de Beausire.
La-Brie contaba los diez luises de la reina y los dos de Balsamo en el interior de su bolsillo.
Cuando sus amos hubieron salido de Taverney, cerró Gilberto la puerta, corrió hacia su cuarto, y sacó un lío de ropa que ocultaba tras una cómoda de roble. Introdujo después la punta de su bastón por los nudos de una servilleta en que lo tenía envuelto, y descubriendo su cama, que se componía de un catre y un jergón de paja, descosió este, y sacó un papel doblado que encerraba un escudo de seis francos. Eran quizá todos sus ahorros de tres o cuatro años.
Desdobló el papel, para convencerse de que no se lo habían cambiado, y, envolviéndolo nuevamente, lo guardó en uno de los bolsillos de sus calzones.
Entretanto, Mahón se desesperaba saltando hasta donde se lo permitía la cadena a que estaba sujeto, aullando al mismo tiempo al ver que se marchaban todos sus amigos, y adivinando con su admirable instinto que Gilberto iba a abandonarle también, redoblaba por momentos sus lastimosos ladridos.
—¡Calla, Mahón! —le gritó el joven.
Y sonriendo de aquel contraste que se presentaba a su vista, agregó:
—Si me han abandonado como a un perro, ¿por qué no te he de abandonar yo como a un hombre?
Pero después de reflexionar un instante, prosiguió:
—Pero me han desamparado con libertad al menos; sí, con libertad para poder buscarme la vida como mejor me parezca. Pues, bien, Mahón, haré por ti exactamente lo mismo que han hecho por mí.
Y desatando la cadena:
—¡Ya estás libre! Puedes buscar tu vida como se te antoje.
El perro corrió hacia la casa, cuyas puertas halló cerradas, y dirigiéndose entonces a las ruinas, desapareció por entre los matorrales.
—Veamos ahora quién tiene más instinto, si el perro o el hombre.
Nuestro joven salió por la puerta falsa, cerrándola con dos vueltas, y tiró la llave al estanque por encima de la pared, con esa destreza que los aldeanos tienen para arrojar piedras.
Sin embargo, como la Naturaleza, aunque monótona en la reproducción de los sentimientos, es varia al manifestarlos, Gilberto experimentó al separarse de Taverney, una impresión algún tanto parecida a la de Andrea, con la diferencia que, por parte de esta, era el sentimiento que le ocasionara el recuerdo del tiempo pasado; y por la de Gilberto, la esperanza de un porvenir más halagüeño.
—¡Adiós! —exclamó, volviéndose para contemplar por última vez aquel castillo cuyo techo divisaba al través del espeso ramaje de sicómoros, y entre las flores de los castaños—. ¡Adiós, mansión dónde tanto he padecido, despreciado por todos; dónde me han arrojado el pan, diciendo que lo robaba! ¡Adiós! ¡Maldita seas…! Mi corazón gime de gozo, y se siente libre desde que abandono para siempre el recinto que forman tus paredes. ¡Adiós, cárcel!, ¡adiós, infierno!, ¡cueva de tiranos, adiós, adiós para siempre…!