Capítulo XVII

Mientras que Andrea en su habitación se ocupaba en activar los preparativos de su viaje, ayudábala Nicolasa con tanto ardor, que bien pronto se desvaneció el resentimiento que les había ocasionado el diálogo de aquella mañana.

Mirábala esta a hurtadillas, y se sonreía al ver que ni aun tendría necesidad de perdonar.

—Es una buena muchacha —decía para sí—, servicial… agradecida… tiene sus debilidades como todos tenemos en el mundo… ¡Olvidemos!

Nicolasa, por su parte, sin dejar de observar la fisonomía de su ama, consideraba la creciente bondad que aparecía en su hermoso y sereno rostro.

—¡Qué boba soy! He estado a punto de romper por ese tunante de Gilberto con mi señorita que me lleva a París, donde casi siempre se consigue hacer fortuna.

No era fácil que estas dos simpatías que se dirigían rodando sobre aquella rápida pendiente la una hacia la otra, no se hallasen, y al encuentro dejaran de ponerse en contacto.

Andrea fue la primera en hablar.

—Pon mis encajes en una caja de cartón.

—¿En qué caja, señorita?

—¿Qué sé yo?… ¿No nos queda ninguna?

—Sí, señorita; en mi cuarto está la que me disteis.

Y corrió a buscarla tan solícita y diligente, que Andrea se decidió a perdonarlo todo.

—Pero es tuya —dijo a su doncella cuando volvió—, y podrás necesitarla.

—¡Ya!, pero si os hace más falta que a mí… y como en definitiva a vos pertenece…

—Cuando tiene una que establecerse en una nueva casa, nunca sobran muebles: luego tú eres quien más la necesita.

Sonrojóse Nicolasa.

—Necesitas precisamente algunas cajas —prosiguió Andrea—, para que guardes tus adornos de boda.

—¡Ah, señorita! —contestó alegremente la doncella moviendo la cabeza—, mis vestidos de boda ocuparán poco sitio, y quedarán fácilmente guardados.

—¿Por qué?, si te casas, deseo que seas feliz y… rica.

—¡Rica!

—Sí, aunque con proporción.

—¿Me habéis encontrado algún banquero?

—No; pero te he encontrado una dote.

—¿De veras, señorita?

—¿Sabes cuánto guardo en mi bolso?

—Sí, señorita. Veinticinco luises de oro.

—¡Pues bien!, tuyos son.

—¡Veinticinco luises! Eso es un caudal —exclamó la doncella, emocionada.

—Me alegro, si piensas con formalidad.

—¿Y me los regaláis, señorita?

—Te los regalo.

Nicolasa, absorta al principio, bien pronto quedó llena de agitación: aparecieron las lágrimas en sus ojos, y se arrojó sobre la mano de su ama, besándola apasionadamente.

—Y entonces tu marido estará contento —prosiguió la hija del barón.

—¡Vaya que sí!, y muy contento —repuso la doncella—, al menos así me lo figuro.

Y sospechó que la negativa de Gilberto habría sido sin duda ocasionada por el temor a la miseria; pero ahora que ya era rica, sería también más apreciada por aquel ambicioso joven. Decidióse a ir a ofrecerle enseguida la parte que le correspondía de aquella corta cantidad, queriendo atraerle por la gratitud, e impedirle se lanzara en la senda del delito. He aquí lo que había de generoso sin disputa en el proyecto de Nicolasa; pero acaso algún malévolo comentador de su conciencia, hubiera fácilmente descubierto en aquella liberalidad, algún germen de orgullo, unido a la involuntaria necesidad de rebajar a aquel por quien había antes sido despreciada.

Sin embargo, añadiremos sin detenernos, para objetar a este temerario intérprete, que ahora estamos plenamente convencidos de que la suma de sus buenas intenciones, excedía con mucho a la de las malas.

Andrea, que la observó todo el tiempo que duró su meditación, exhaló un suspiro, y dijo:

—¡Pobre niña! Pudiera ser tan feliz sin esas enojosas cavilaciones.

Heridos con estas palabras los oídos de la frívola doncella, no pudo menos de conmoverse, y columbrando un porvenir de sedas, diamantes, encajes y amor, en el cual Andrea, para quien consistía la felicidad en una vida tranquila, no había siquiera pensado.

Con todo, resistióse la doncella, y separando su vista de aquella nube de oro y púrpura que cruzaba su horizonte, dijo mirando a su ama:

—¡Quién sabe!, puede que sea feliz en mi medianía.

—Piénsalo bien, hija.

—Sí, señorita, lo pensaré.

—Debes obrar con prudencia. Hazte dichosa como mejor te parezca, y deja de ser loca.

—Verdad es, señorita, y aprovecho con regocijo la ocasión que se presenta, de poderos confesar que he sido en efecto muy loca, o, por mejor decir, muy culpable; pero debéis perdonarme. ¡Ay!, cuando llega una mujer a amar…

—Formalmente, ¿amas a Gilberto?

—Sí, señorita, le… le amaba —respondió la doncella.

—No es creíble —dijo Andrea—. ¿Qué has encontrado en él para amarlo tanto? La primera vez que vea a ese señor Gilberto que abrasa los corazones, voy a contemplarle detenidamente.

Miró la doncella a su ama con cierta desconfianza. ¿No podía usar, al hablar así, de la más profunda hipocresía, o era que se veía arrastrada por la más completa inocencia?

—Concedo —murmuraba para sí Nicolasa— que no haya mirado a Gilberto; pero nadie podrá convencerme de que este no haya mirado a mi ama.

Antes de hacer la petición que pensaba, quiso quedar en todo segura.

—Decidme, señorita, ¿no viene Gilberto a París con nosotras?

—¿Para qué? —respondió Andrea.

—Pero…

—¿Ignoras que no es criado nuestro? No sirve para mayordomo de una casa en París. Los ociosos de Taverney son como los pájaros que cantan en los árboles de mi jardín y en los vallados de la alameda. Por muy pobre que sea el terreno, produce lo necesario para sostenerlos; pero un holgazán cuesta mucho en París, y no le permitiríamos que estuviera sin hacer nada.

—¿Y si se casara conmigo? —dijo entre dientes la doncella.

—Entonces te quedarás con él aquí —contestó con firmeza la hija del barón—, y guardaréis esta casa que tan querida fue de mi madre.

Tan terminante respuesta dejó turbada a la doncella: no era posible entrever la menor ficción en las palabras de su ama. Renunciaba a Gilberto sin oculta intención y sin algún síntoma de pena. Era imposible imaginarse que pudiera dejar entregado a otra aquel a quien hubiera honrado el día antes con su amor.

—¿Tal vez será este el proceder de las señoritas de rango? —dijo Nicolasa para sí—: Por eso he visto tan pocos sentimientos profundos, y tantas intrigas en el colegio de las Anunciadas.

Indudablemente adivinó Andrea la causa que hiciera vacilar a Nicolasa, y acaso comprendió que sus pensamientos fluctuaban entre la ambición de los placeres parisienses, y la dulce y tranquila medianía de Taverney, pues con voz dulce al mismo tiempo que severa, dijo:

—Mira, Nicolasa, que la resolución que tomes va a decidir quizá de toda tu vida. Reflexiona, hija mía; una hora te resta. Es bien corto espacio, no lo niego, pero creo que acostumbras a resolverte con rapidez; o mi servicio o tu marido; elige. No quiero ser servida por una persona casada; detesto los secretos de familia.

—Una hora, señorita —repitió Nicolasa—, tan sólo una hora.

—Efectivamente.

—Pues bien; tenéis razón, sobra tiempo.

—Vamos, reúne todos mis trajes sin olvidar los de mi madre, que sabes venero como si fueran reliquias, y vuelve a comunicarme tu resolución. Sea cual fuere, toma tus veinticinco luises. Si te casas, será tu dote; si me sigues, serán el salario de los dos primeros años.

Nicolasa besó el bolso que su ama le entregaba.

La joven no quería, sin duda, perder ni un segundo de la hora que le habían concedido, pues lanzándose fuera del aposento, bajó con precipitación la escalera, cruzó el patio y desapareció en la calle de árboles de la entrada.

Andrea murmuró viéndola alejarse:

—¡Pobre loca!, ¡podría ser tan feliz!, ¿será tan dulce el amor?

Cinco minutos después, Nicolasa, por no desperdiciar tiempo, golpeaba suavemente los vidrios del aposento que habitaba Gilberto, condecorado tan generosamente por Andrea con el nombre de ocioso, y por el barón con el de vago.

Este, vueltas las espaldas a la ventana que daba vista a la entrada, parecía mover en un rincón de su cuarto cierto objeto que no podía percibirse.

Al oír el ruido que hiciera Nicolasa golpeando los vidrios con los dedos, abandonó la obra que le ocupaba, lo mismo que un ladrón sorprendido in fraganti, y se volvió tan presuroso, como si le impulsara un resorte.

—¡Ah! —dijo—, ¿eres tú?

—Sí, otra vez yo —contestó Nicolasa al través de los cristales con voz decisiva, pero risueña.

—Enhorabuena —dijo dirigiéndose a la ventana para abrirla.

Sensible en extremo a esta primera demostración, la joven tendió su mano a Gilberto, que la estrechó.

—Hola, no se pone esto muy mal —pensó la doncella—. Adiós viaje.

Nicolasa fue digna de alabanzas; pues sólo acompañó con un suspiro aquella reflexión.

—¿Sabes —dijo apoyando sus codos en la ventana— que se van de Taverney?

—Lo sé —contestó Gilberto.

—Ya, pero no sabrás adonde van.

—A París.

—¿Y has sabido que yo también?

—No lo sabía.

—Y bien.

—Si es de tu agrado, te felicito.

—¿Qué dijiste? —preguntó la doncella.

—He dicho, que si te agrada…

—Eso… según y conforme.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que de ti depende el que no me agrade.

—No entiendo —dijo Gilberto sentado en la ventana de forma que sus rodillas tocaban los brazos de la joven, pudiendo continuar la conversación ocultos con las enredaderas de campanillas y capuchinos enrolladas sobre sus cabezas.

Cariñosa y tiernamente miró Nicolasa a su amante, que se encogió de hombros, manifestando ignorar el sentido de aquella mirada, tanto como el de las palabras.

—Bien, ya que es preciso descubrírtelo todo, escucha.

—Escucho —contestó aquel indiferente.

—La señorita me invita a que la acompañe a París.

—Bueno.

—A no ser que…

—¿A no ser qué?

—Me resuelva a casarme.

—Según veo, sigues con tu idea de casarte —dijo impasible el joven.

—Sí, y mucho más ahora que puedo considerarme rica.

—¡Ah!, ¿eres rica? —preguntó con tanta frialdad que defraudó las esperanzas de Nicolasa.

—Y muy rica, Gilberto.

—¿Es cierto?

—Sí.

—¿Y cómo se ha realizado ese prodigio?

—La señorita me ha dotado.

—Eres muy afortunada, y recibe por ello mi felicitación.

—Mira —dijo la joven mostrando en su mano los veinticinco luises y mirando al mismo tiempo a su amante por si advertía en sus ojos un rayo de gozo o cuando menos de ambición, de avaricia; pero este prosiguió con la misma indiferencia.

—No es mala cantidad por mi fe.

—Pues no es esto sólo —añadió Nicolasa—: El barón va a ser nuevamente rico: se trata de reedificar la Casa-Roja y hermosear a Taverney.

—Ya lo considero.

—Y en este caso, será preciso cuidar el castillo.

—Es evidente.

—Pues bien; la señorita da el empleo de…

—De portero al feliz esposo de Nicolasa —interrumpió Gilberto con una ironía tan marcada, que aquella no pudo dejar de molestarse: sin embargo, se contuvo y añadió:

—Sí, al feliz esposo de Nicolasa, ¿no adivinas quién es?

—Ignoro a quién querrás referirte.

—Dime… ¿te vas volviendo tonto, o es que ya no hablo yo francés? —gritó la joven que empezaba a perder casi del todo la paciencia.

—Os comprendo muy bien, señorita; me ofrecéis vuestra mano, ¿no es así?

—Sí, señor Gilberto.

—En verdad —añadió este con presteza—, quedo muy agradecido al verte con tales propósitos, tanto más ahora que has llegado a ser rica.

—¿En verdad?

—Seguramente.

—Pues entonces —dijo con ternura la joven—, dame esa mano.

—¿Yo?

—Aceptas, ¿no es así?

—Al revés, la rehúso.

—¡Gilberto! —dijo aquella estremeciéndose— tienes mal corazón, o al menos malas ideas. Dios te castigará por lo que has hecho. Si te quisiera todavía, si lo que te he propuesto no lo hubiera únicamente hecho por punto de honor y honradez, me hubieras destrozado el alma. Pero, gracias a Dios, sólo he tratado de que jamás dijeran que Nicolasa despreciaba a Gilberto porque se había hecho rica, y que le hacía sufrir por una venganza. Todo ha terminado entre nosotros.

Sólo hizo Gilberto un gesto indiferente.

Nicolasa continuó:

—Nunca adivinarás lo que pienso de ti: ¡resolverme yo, yo, cuyo carácter es como sabes, tan libre e independiente como el tuyo, resolverme, repito, a enterrarme aquí, cuando París me aguarda! París, que será mi teatro, ¿entiendes?, ¡resolverme a ver cada día, cada año y toda la vida, ese frío e impenetrable rostro, tras el cual se esconden tan mezquinos pensamientos! ¡Desgraciado! ¿Pues no has conocido cuán grande era mi abnegación? No quiero decirte por eso que me echarás de menos, no, Gilberto; pero me temerás y te avergonzarás al ver hasta dónde va a arrastrarme tu conducta, y el desprecio que de mí haces. Pudiera haber sido honrada; sólo me restaba una mano, una mano amiga que me detuviese en el borde del abismo, al que me inclino, resbalo y estoy próxima caer. Te he gritado: ¡ayúdame, sostenme!, y lejos de hacerlo, me has despreciado. Ya ruedo, caigo y me pierdo. Dios te tomará en cuenta este crimen. ¡Adiós, Gilberto! ¡Adiós…!

Alejóse la altiva joven, ni iracunda, ni impaciente, y terminó, como todas las naturalezas privilegiadas, dejando aparecer en la superficie toda la generosidad de su alma.

Gilberto cerró con tranquilidad la ventana, y entró en el interior de su cuarto, donde continuó la misteriosa ocupación interrumpida por Nicolasa.