Capítulo XVI

Ya hemos dicho que el primero que se enteró del desmayo de la señora princesa fue el barón de Taverney, pues se hallaba espiando con inquietud porque un oculto presentimiento le advertía lo que iba a suceder entre ella y el hechicero. Al oír el grito que arrojó la princesa, fue presuroso hacia el sitio donde esta se encontraba, y pudo ver a Balsamo que se lanzaba fuera del pabellón.

La primera frase de María Antonieta fue para pedir la garrafa, y la segunda, para ordenar que no se hiciese daño al profeta. Era tiempo, pues Felipe de Taverney se detuvo a esta orden, cuando ya corría como un león irritado en persecución de Balsamo.

Su dama de honor aproximóse entonces a ella y le hizo algunas preguntas en alemán, a las que sólo respondió que en nada le había perdido Balsamo el respeto, y que cansada sin duda por la duración de aquel viaje y por la tormenta del día anterior, se veía acometida por algún acceso de fiebre nerviosa.

Se le tradujo esta contestación a M. de Rohán, que sin atreverse a preguntar, esperaba que le aclarasen el asunto.

Siendo costumbre en la corte quedar satisfechos con media respuesta, nadie opuso la menor objeción, aun cuando la de la princesa no satisfizo completamente a ninguno: por tanto, Felipe, dirigiéndose a ella, dijo:

—Para cumplir exactamente la orden de Su Alteza Real, vengo a pesar mío a recordarle que ya ha transcurrido la media hora que tenía destinada para descansar, y que los caballos están dispuestos.

—Muy bien, caballero —contestó con agraciado ademán de penoso abandono—, pero me veo precisada a derogar mi orden anterior. No estoy en situación de ponerme en camino en este momento, y… si durmiese algunas horas… me aliviaría.

El barón perdió el color, y Andrea le observó con inquietud.

—Bien sabe vuestra alteza cuan indigno de vos es este castillo —dijo Taverney, muy confuso.

—¡Ah!, os lo suplico, caballero… —contestó María Antonieta, con el tono de una persona próxima a desmayarse—, todo está bien con tal que descanse.

Andrea se alejó enseguida para mandar preparar su habitación, que aun no siendo la mayor ni la más adornada, se encontraban en ella (como habitación de una joven aristócrata, aun cuando fuera pobre como Andrea) ciertos visos de coquetería que siempre agradan y recrean la vista de otra mujer.

Todos se apresuraron a servir a María Antonieta; pero esta, como si careciese de alientos para hablar, hizo una señal con su mano, acompañada de melancólica sonrisa, manifestando que deseaba estar sola.

Todos se retiraron de nuevo. La vista de la princesa los siguió atentamente hasta que desaparecieron, y apoyando sobre una mano su frente pálida, quedó en meditación.

Los augurios que la acompañaban a Francia, ¿no eran verdaderamente terribles? ¡Aquel aposento dónde durmió en Estrasburgo, el primero dónde puso los pies al tocar el suelo dónde iba a reinar y cuyos tapices representaban el degüello de los inocentes…! ¡Aquella exhalación que había destrozado la víspera un árbol junto a su coche, y el pronóstico que le hiciera aquel hombre extraordinario, seguido de la extraña aparición cuyo secreto estaba al parecer decidida a no revelar…!

Pasados unos diez minutos, la hija del barón volvió para anunciar que estaba ya dispuesta la habitación, y penetró hasta la enramada, no conceptuando lo que a ella también se refiriese la orden de Su Alteza Real.

Estaba al parecer tan abstraída en profunda meditación, que la hija del barón permaneció de pie y con el mayor silencio, temerosa de interrumpirla; pero María Antonieta levantó su cabeza, e hizo, sonriéndose, una señal con la mano.

—El aposento de Vuestra Alteza está preparado, y sólo osamos suplicarla…

María Antonieta le cortó la palabra.

—Mucho os lo agradezco. Hacedme la merced de avisar a la condesa de Lanjershausen, y sed nuestro guía.

Obedeció Andrea, y la anciana señora se aproximó con premura.

—Dadme el brazo, mi buena Brígida, pues no tengo realmente fuerzas para andar sola.

Así lo hizo la condesa, y Andrea se adelantó para auxiliarla.

—¡Cómo! ¿Conocéis el alemán, señorita? —preguntó María Antonieta.

—Sí, señora —contestó aquella—, y lo hablo, aunque poco.

—Mucho me alegro —exclamó la princesa, llena de emoción—. ¡Oh, cuánto conviene a mi plan!

No obstante el deseo que la hija del barón tuviera en conocer esos proyectos, no se atrevió a preguntarlos.

La princesa apoyóse en el brazo de la condesa de Lanjershausen, y sus rodillas se doblaban, a pesar de andar despacio.

Al dejar el bosquecillo, oyó la voz de M. de Rohán, que decía:

—¿Os atrevéis, señor Stainville, a hablar a Su Alteza Real no obstante la consigna?

—Es indispensable —contestó con voz firme el gobernador—, y estoy seguro que me dispensará.

—No sé, en verdad, caballero, si debo…

—Dejadle paso —dijo la princesa, apareciendo a la entrada del follaje—, aproximaos, caballero de Stainville.

Inclináronse todos, abriendo paso al cuñado del ministro omnipotente que mandaba entonces la Francia.

Observó este en torno suyo, por ver si podían escucharle. María Antonieta conoció que tenía que participarla alguna conferencia secreta; pero todos se alejaron antes que ella hubiese podido expresar su deseo de hallarse sola.

—Señora, un pliego de Versalles —dijo en voz baja M. Stainville, mostrándole una carta que hasta entonces ocultaba bajo su sombrero bordado.

Tomóla María Antonieta, y leyó el sobre:

Al señor barón de Stainville, gobernador de Estrasburgo.

—Esta carta no es para mí, sino para vos; abridla, y leédmela si contiene algo que me interese.

—Aun cuando el sobre se halla a mi nombre, Vuestra Alteza Real puede ver la señal en que hemos convenido con mi hermano M. de Choiseul, indicando que es únicamente para Vuestra Alteza.

—¡Ah!, es cierto, no había visto esa cruz; entregádmela.

Está resuelta la presentación de madame Du Barry, si encuentra una madrina. Sin embargo, aun esperamos que no podrá hallarla; pero el medio más seguro de impedirlo sería que Su Alteza Real se apresurara, pues nadie se atreverá a proponer semejante disparate tan pronto como llegue a Versalles.

—Perfectamente —dijo María Antonieta, no sólo sin manifestar la menor alteración, mas sin aparentar que pudiese inspirarla el menor interés lo que había leído.

—¿Vuestra Alteza Real va a descansar? —preguntó Andrea tímidamente.

—No: gracias, señorita; el aire fresco me ha reanimado; ved qué dispuesta y alentada me encuentro en este momento.

Y dejando el brazo de la condesa, dio algunos pasos con tanta rapidez y firmeza, como si nada le hubiese ocurrido.

—Los caballos; voy a marchar.

Dirigió una mirada M. de Rohán, lleno de asombro, a M. de Stainville, como interrogándole la causa de tan repentina mudanza.

—El príncipe está impaciente —contestó el gobernador en voz baja al cardenal.

Se urdió aquel embuste con tanto disimulo, que M. de Rohán quedó enteramente satisfecho, creyendo que era una indiscreción.

En cuanto a Andrea, aleccionada por su padre a respetar el menor capricho de las testas coronadas, nada le extrañó aquella mudanza de María Antonieta; así es, que al volverse esta hacia ella, no pudo advertir en su rostro más que una expresión de inefable bondad.

—Mil gracias, señorita, y quedo íntimamente agradecida a vuestra generosa hospitalidad. —Dirigiéndose al barón, le dijo:

—Sabréis, caballero, que al salir de Viena prometí hacer la felicidad del primer francés que viese al poner el pie en la frontera de Francia. Este francés ha sido vuestro hijo… pero no quedaré contenta con eso; y la señorita… ¿qué nombre tiene vuestra hija?

—Andrea, señora.

—Y la señorita Andrea no quedará en el olvido…

—¡Ah! Vuestra Alteza… —balbuceó la joven.

—Sí; voy a nombrarla camarista: me parece estamos en ocasión de hacer las pruebas; ¿no es así, caballero? —prosiguió, dirigiéndose a Taverney.

—¡Ay, señora! —exclamó el barón, al oír con aquellas palabras realizados, todos sus sueños—; en cuanto a este punto estamos descuidados, pues somos más nobles que ricos… sin embargo… tanto honor…

—Es merecido… El hermano defenderá al rey en el ejército, y la hermana puede servir a la princesa en palacio: el padre aconsejará al hijo la lealtad, y a la hija la virtud… Decidme, caballero, ¿no tendré dignos servidores? —agregó María Antonieta, dirigiéndose hacia el joven, que sólo pudo caer de rodillas, y a quien su viva emoción ahogó las palabras en sus labios.

—Pero… —murmuró el barón, que fue el primero en adquirir la facultad de pensar.

—Sí, lo comprendo —dijo la princesa—, ¿tenéis que hacer varios preparativos?

—Es cierto, señora —contestó Taverney.

—Admito esa disculpa, pero será de escasa duración. Una triste sonrisa, apareciendo en los labios de Andrea y de Felipe, al mismo tiempo que se dibujó amarga en los del barón, la detuvo con aquella explicación que se hacía cruel para el orgullo de los Taverney.

—No, indudablemente, si he de juzgar por el deseo que tendréis de complacerme —añadió María Antonieta—, pero… aguardad: os dejaré un carruaje, y vendréis en mi séquito. Vamos, señor gobernador, venid en mi ayuda. Este se aproximó.

—Cedo un coche al señor de Taverney a quien llevo a París con la señorita Andrea, su hija. Elegid a alguno para escoltarle, y hacerle reconocer como mío.

—Al instante, señora —respondió el barón de Stainville—. Acercaos, caballero Beausire.

Un joven de veinticuatro a veinticinco años salió de las filas de la escolta, y aproximóse con el sombrero en la mano. Su paso era firme, y su mirada viva e inteligente.

—Separaréis un carruaje para M. de Taverney —dijo el gobernador—; tendréis que ir acompañándolo.

—Haced que nos alcance pronto —añadió María Antonieta—, por lo cual os autorizo para mudar los caballos siempre que creáis que sea necesario.

El barón y sus hijos no sabían cómo demostrar su gratitud.

—Esta marcha precipitada no os ocasiona mucho disgusto, según creo; ¿no es así, caballero? —preguntó la princesa.

—Sólo servimos a Vuestra Alteza —contestó el barón.

—Adiós, adiós —dijo sonriendo María Antonieta—. ¡A vuestros carruajes, señores! ¡A caballo, M. Felipe!

Obedeció este después de besar la mano de su padre y abrazar a su hermana.

Pasado un cuarto de hora, no quedó de toda esta bulliciosa y elegante cabalgata en la avenida de Taverney, más que un joven sentado en el pilar de la puerta, que pálido y triste, seguía con ansiosas miradas las últimas densas polvaredas que el rápido trote de los caballos levantaba a lo lejos del camino. Era Gilberto.

Mientras, el barón había quedado solo con Andrea, y era tanta su turbación que no podía todavía articular una palabra.

El aspecto que ofrecía el salón de Taverney era ciertamente bien particular.

Andrea, con las manos cruzadas, pensaba en aquella multitud de extraños sueños inesperados, que acababan de pasar súbita e inopinadamente por su vida, antes tan tranquila, y creía soñar.

El barón arrancaba los largos pelos que sobresalían entre sus cejas grises y desgarraba la holanda de su pechera.

Nicolasa, recostada contra la puerta, observaba a sus amos, y La-Brie, con los brazos caídos y la boca abierta, contemplaba a la doncella.

El primero que interrumpió aquel silencio fue Taverney.

—¡Malvado! —gritó a La-Brie—, estás ahí como una estatua, en tanto que ese hidalgo exento de los guardias del rey está esperando ahí.

Dio un brinco aquel a quien fueron dirigidas estas palabras, enredáronse sus piernas y desapareció tropezando. Un momento después volvió.

—Señor —dijo—, el hidalgo abajo está.

—¿En qué se ocupa?

—Da de comer a su caballo las pimpinelas.

—No le hace. ¿Y el coche?

—A la salida.

—¿Le han puesto el tiro?

—De cuatro caballos. Válgame Dios, señor, ¡qué animalitos! Se están comiendo los granados del jardín.

—Los caballos del rey están autorizados para comer lo que mejor se les antoje. Dime: ¿y el hechicero?

—Ha desaparecido.

—¿Y ha abandonado la mesa puesta? No es creíble; él volverá o mandará alguien en su lugar.

—Creo que no; porque Gilberto le ha visto marcharse en su carro.

—¿Gilberto le ha visto alejarse en su carro? —repitió el barón meditabundo.

—Así lo ha dicho.

—Todo lo ve ese holgazán. Corre y arregla el baúl.

—Ya está arreglado.

—¿Cómo que está?

—Sí, señor, pues enseguida que oí la orden de la señora princesa, entré en vuestro aposento y dispuse toda vuestra ropa.

—¿Quién te ha ordenado eso, pícaro?

—Creí que ibais a quedar satisfecho porque me adelantaba a vuestro deseo.

—¡Imbécil! Ve y ayuda a mi hija.

—Gracias, padre mío, me ayudará Nicolasa.

—Volvió el barón a quedarse pensativo.

—Óyeme, triple bribón —dijo a La-Brie—: Aquí veo una cosa imposible.

—¿Cuál, señor?

—Y en la que tú no has pensado, porque no eres capaz de pensar en nada.

—No acierto, señor.

—Es que su Alteza Real se marchase sin dejar nada a M. de Beausire, y que el hechicero desapareciera sin entregar alguna carta a Gilberto.

Sonó un silbido en el patio.

—¡Señor barón! —dijo La-Brie.

—¿Qué sucede?

—Llaman.

—¿Quién?

—Aquel caballero.

—¿El exento de guardias?

—Sí, señor: y además veo a Gilberto que está dando vueltas como si quisiera decir algo.

—Pues entonces, ¿qué haces que no acudes, animal?

La-Brie obedeció con la ligereza que acostumbraba.

—¡Padre mío! —dijo Andrea aproximándose al barón—, conozco lo que ahora os mortifica. Ya sabéis que tengo unos treinta luises y aquel reloj adornado con los diamantes que la reina María Leszczynska regaló a mi madre.

—Ya lo sé, hija mía; pero guarda eso porque es indispensable que le hagas un vestido de lujo para tu presentación… y mientras tanto, yo estoy obligado a buscar recursos. Silencio, que se acerca La-Brie.

—¡Señor! —exclamó este al entrar, mostrando en una mano una carta, y en la otra unas monedas de oro—: Ved lo que la princesa ha dejado para mí, ¡diez luises, señor, diez luises…!

—Y esa carta, ¿para quién es, gran tunante?

—¡Ah!, es para vos… del hechicero.

—¡Del hechicero! ¿Y quién te la entregó?

—Gilberto.

—¿No te lo dije, gran bruto? Dámela pronto.

Arrancó el barón la carta de la mano de La-Brie, y después de abrirla precipitadamente, leyó en voz baja:

Señor barón: la vajilla es de vuestra propiedad desde que tan augusta mano la ha tocado en vuestra casa; guardadla como una reliquia, y acordaos alguna vez de vuestro agradecido huésped

José Balsamo.

—¡La-Brie! —exclamó el barón después de un momento de meditación.

—¿Señor?

—¿No se encontrará un buen platero en Bar-le-Duc?

—¡Oh! Sí, señor el que soldó la tembladera de plata de la señorita.

—¡Muy bien! Guardad el vaso en que bebió su alteza y mandad que conduzcan al carruaje lo restante del servicio; y tú, ganapán, ve corriendo a la bodega y lleva a ese hidalgo todo el buen vino que haya.

—Una botella, señor —dijo aquel con melancolía.

—¡Bien! Con eso basta.

El criado salió.

—Y tú, Andrea —continuó el barón estrechando las manos de su hija entre las suyas—, aproxímate, hija mía. Vamos a la corte, donde hay muchos títulos que proveer, muchas abadesas que nombrar, gran número de regimientos sin coronel, y de pensiones en barbecho. La corte es un país magnífico, a quien el sol alumbra muy bien. Colócate siempre en él sitio donde más brille, porque eres hermosa. Anda, hija mía, anda.

Andrea salió seguida de Nicolasa.

—¡Hola, monstruo! —dijo Taverney a La-Brie—, sirve esmeradamente al exento, ¿entiendes?

—Sí, señor —gritó desde el interior de la bodega.

—Y yo —dijo el barón marchando al trote hacia su aposento—, voy a poner en orden mis papeles… Te advierto, Andrea, que antes de una hora deseo que salgamos de este tugurio. ¡Gracias a Dios que pierdo de vista a Taverney! ¡Qué bueno es ese hechicero! —Ciertamente que me voy haciendo supersticioso como una beata—. ¿Pero qué diablos haces, La-Brie?

—¡Ay, señor!, si he tenido que bajar a oscuras. ¡No hay ya ni una bujía en todo el castillo!

—Según veo, ya era hora —dijo para sí Taverney.