Saludó humildemente el extranjero; y alzando después su rostro lleno de inteligencia y de expresión, fijó, aunque con respeto, su mirada sobre la princesa, y esperó en silencio que esta le preguntase.
—Si sois vos de quien ha hablado el señor de Taverney —dijo María Antonieta—, aproximaos, caballero, y veremos cómo es un hechicero.
Inclinóse nuevamente Balsamo, y dio un paso hacia adelante.
—¿Pronosticáis por oficio? —dijo la princesa observándole con más curiosidad que ella mismo quisiera concederle, y bebiendo a sorbos la leche.
—Aunque no pronostico profesionalmente, pronostico, señora.
—Educados en la verdadera fe, únicamente creemos en los misterios de la religión católica.
—Son muy respetables, sin duda —contestó Balsamo con profundo recogimiento—. Sin embargo, he aquí al señor cardenal de Rohán, quien aun siendo príncipe de la Iglesia, dirá a Vuestra Alteza que existen otros misterios dignos también de respeto.
Conmovióse el cardenal: a nadie había dicho su nombre: nadie lo había pronunciado; y el extranjero lo sabía.
Fingiendo no advertir esta circunstancia, María Antonieta continuó:
—Confesaréis, sin embargo, que son los únicos que se veneran.
—Señora —contestó Balsamo con el mismo respeto y firmeza—; próxima a la fe está la certeza.
—Son algún tanto misteriosas vuestras palabras, señor mago, y aun cuando mi corazón es en todo francés, mi inteligencia conoce todavía poco las sutilezas de la lengua. Me han asegurado que monsieur de Bièvre me instruiría de todo; pero mientras se verifica, me veo precisada a deciros que seáis menos enigmático, si deseáis que os entienda.
—Y yo —contestó Balsamo moviendo la cabeza con melancólica sonrisa— pido autorización a Vuestra Alteza para continuar hablando como hasta ahora. Sentiría demasiado rasgar un velo que mostraría a tan alta princesa un porvenir tan diferente quizá del que se figura.
—¡Oh!, ¡oh! Esto es más importante, y este caballero quiere excitar mi curiosidad con la esperanza de que le obligue a decirme la buena ventura.
—Todo lo contrario: Dios me libre de verme obligado a ello —replicó fríamente el extranjero.
—Tal creo, pues os veríais muy comprometido —dijo la princesa riendo.
No obstante, esta risa cesó, sin que alguno de sus cortesanos la acompañara. Sobre todos pesaba la poderosa influencia de aquel hombre singular, que era en aquel momento foco de la atención general.
—Vamos confesadlo francamente.
Balsamo se inclinó sin contestar.
—¿No sois vos quién ha anunciado mi llegada al señor de Taverney? —preguntó María Antonieta con algunas manifestaciones de impaciencia.
—Señora, yo he sido.
—¿Queréis decirme cómo? —preguntó la princesa comenzando a experimentar deseo de escuchar otra voz en el extraño diálogo que ya acaso sentía haber empezado, pero que no quería abandonar.
—Muy sencillamente —contestó Taverney—; mirando un vaso de agua.
—¿Es cierto? —dijo la princesa dirigiéndose a Balsamo.
—Sí, señora —contestó este.
—Si ese es vuestro libro mágico, lo juzgo inocente. Quiera Dios que vuestras palabras sean tan claras.
Sonrióse el cardenal. Taverney se aproximó entonces y dijo:
—Es mi opinión, señora, que Vuestra Alteza Real tendrá que aprender muy poco de Mr. de Bièvre.
—Señor barón —respondió con agrado la princesa—: O no me aduléis o aduladme mejor. No existe mérito en lo que he dicho. Volvamos al señor.
Y María Antonieta se dirigió al viajero, hacia el cual se veía impulsada irresistiblemente, como ocurre en ocasiones cuando nos encaminamos hacia un punto en que nos espera un infortunio.
—Ya que para el señor habéis leído el porvenir en su vaso, supongo que no tendréis inconveniente en hacerlo para mí en una garrafa.
—Seguramente —contestó Balsamo.
—¿Y por qué os oponíais?
—Porque es incierto el porvenir, señora, y podría encontrar en él alguna nube…
El viajero no habló más.
—¿Y bien? —dijo la princesa.
—Quedaría, como tuve el honor de decir hace poco, con la pena de haber entristecido a Vuestra Alteza Real.
—¿Me conocíais antes, o me veis ahora por primera vez?
—Tuve el honor de ver a Vuestra Alteza Real con su augusta madre en su país natal.
—¡Qué! ¿Conocéis a mi madre?
—Sí, señora: es una augusta y poderosa reina.
—Emperatriz querréis decir, caballero.
—Quiero decir reina, por su corazón y talentos; y no obstante…
—¡Reticencias hablando de mi madre! —dijo María Antonieta despreciativamente.
—Los más nobles corazones tienen sus flaquezas, y mucho más cuando piensan que se trata de la felicidad de sus hijos.
—Me parece que jamás podrá la historia justificar ni una sola falta a María Teresa.
—Porque no sabrá lo que sólo la emperatriz María Teresa, Vuestra Alteza Real y yo, sabemos.
—¡Cómo! ¿Hay algún misterioso secreto entre los tres? —dijo sonriéndose desdeñosamente la princesa.
—Entre los tres, señora —contestó Balsamo con calma—; entre los tres.
—Reveladlo, caballero.
—Si lo digo, ya no será secreto.
—Sin embargo; veamos.
—¿Lo desea Vuestra Alteza Real?
—Lo quiero.
Balsamo se inclinó y dijo:
—Hay en el palacio de Schoebrunn un aposento llamado el gabinete de Sajonia, a causa de los preciosos vasos de porcelana que encierra.
—Es cierto. Continuad.
—Este gabinete forma parte del gabinete particular de Su Majestad la emperatriz María Teresa.
—Efectivamente.
—Y en él acostumbra a escribir su correspondencia íntima.
—Así es.
—Sobre un magnífico bufete de Boule que Luis XV regaló a Francisco I…
—Todo lo que hasta ahora habéis dicho, es verdad —interrumpió la princesa—; pero todo el mundo puede saberlo fácilmente.
—Dígnese Vuestra Alteza tener paciencia. Un día, serían las siete de la mañana, y aún permanecía en el lecho la emperatriz, cuando Vuestra Alteza entró en ese gabinete por una puerta que le era particularmente conocida, pues entre las augustas hijas de Su Majestad la emperatriz, Vuestra Alteza era constantemente la más preferida.
—Proseguid, caballero.
—Vuestra Alteza se acercó al bufete, sobre el cual había una carta abierta que el día anterior fue escrita por la emperatriz.
—¿Y bien?
—¡Y bien! Vuestra alteza enteróse de su contenido.
Un vivo carmín sonrojó las mejillas de María Antonieta.
—Algunas palabras disgustaron seguramente a Vuestra Alteza; pues después de leerla, tomó la pluma, y con su propia mano…
La princesa esperaba al parecer con ansiedad. Balsamo prosiguió:
—Tachó tres palabras.
—Decid cuáles eran —gritó prontamente María Antonieta.
—Las primeras de la carta.
—No os pregunto-el lugar que ocupaban, sino su significación.
—Expresaban sin duda mucho afecto hacia la persona a quien se dirigían, y esta es la debilidad de que he afirmado, que una vez al menos hubieran podido acusar a vuestra augusta madre.
—¿Recordáis esas tres palabras?
—Perfectamente.
—¿Podéis repetírmelas?
—Con toda seguridad.
—Decidlas.
—¿En alta voz?
—Sí.
—Mi querida amiga.
—María Antonieta mordióse los labios, y palideció.
—¿Vuestra alteza real quiere que ahora diga a quién iba dirigida la carta?
—No… es mejor que lo hagáis por escrito. Sacó Balsamo un librito de memorias con manecillas de oro, escribió algunas palabras en una de sus hojas con un lápiz del mismo metal, la desgarró, e inclinándose, la entregó a la princesa.
Tomó María Antonieta la hoja de papel, y leyó: «La carta se dirigía a la marquesa de Pompadour, favorita del rey Luis XV».
Levantó María Antonieta la vista con asombro hacia aquel hombre, cuyas secas palabras, y su enérgica y clara voz, parecían ejercer predominio sobre ella a pesar de saludarla humildemente.
—Es cierto cuanto acabáis de decir; y aun cuando desconozco los medios de que os valdríais para sorprender este secreto, como no puedo mentir, repito en voz alta que es cierto.
—Ahora —dijo Balsamo—, ruego a Vuestra Alteza, me autorice para retirarme, y quede satisfecha, con este inocente testimonio, de mi ciencia.
—No, señor —contestó María Antonieta—. Cuanto más sabio parecéis a mis ojos, mayor es mi deseo de oír vuestros pronósticos. Sólo hablasteis del pasado; ahora deseo me manifestéis el porvenir.
Dijo la princesa estas palabras con una agitación febril, que en vano pretendía ocultar a los que la escuchaban.
—Estoy pronto —repuso Balsamo—; y no obstante reitero a Vuestra Alteza Real mi súplica anterior.
—Nunca he manifestado dos veces un deseo, y recordad que ya lo he hecho una vez.
—Permitidme al menos, señora, que consulte el oráculo —dijo el viajero en tono suplicante—, y comprenderé si puedo revelar el porvenir a Vuestra Alteza Real.
—Bueno o malo lo exijo. ¿Me entendéis, caballero? —dijo María Antonieta con creciente exaltación—. Si es bueno, no lo creeré, considerándolo una lisonja; y malo lo tomaré por un aviso; pero de cualquier manera os estaré agradecida. Ya podéis comenzar —añadió con un tono que no admitía réplica ni tardanza.
Callaron todos, y Balsamo, tomando la esférica garrafa de que antes hicimos mención, la colocó sobre una copa de oro.
De este modo iluminada, el agua brilló con cambiantes reflejos, que mezclados con las nacaradas paredes y el diamante del centro, parecían decir algo a las atentas miradas del adivino.
Alzóla entonces este con ambas manos, y después de observarla durante algunos instantes con la mayor atención, meneó la cabeza y la volvió a colocar sobre la mesa.
—¿Y bien? —preguntó la princesa.
—No puedo hablar —contestó el extranjero.
—Ya veréis cómo obligo a hablar a los que se niegan —murmuró María Antonieta. Y alzando la voz, agregó—: Porque nada tenéis que revelarme.
—Hay algunas cosas que nunca deben decirse a los príncipes —replicó Balsamo con un acento que expresaba la decisión a resistirse a la orden de María Antonieta.
—Y especialmente cuando esas cosas se traducen por la palabra nada.
—Muy al contrario, señora, no es eso lo que hace detenerme.
Sonrióse desdeñosamente la princesa.
Balsamo estaba al parecer turbado: el cardenal principiaba a burlarse, y el barón se acercó gruñendo.
—¡Qué tal! ¡Conque mi hechicero ha perdido ya su virtud…! ¡Válgame Dios qué poco ha durado! Supongo que sólo falta que ahora todas esas tazas de oro se conviertan en hojas de viña, como en el cuento oriental.
—Con seguridad me hubiera alegrado más de ver sólo esas hojas que decís, que tanta ostentación como ha desplegado el señor, para alcanzar serme presentado.
—Señora —dijo Balsamo palideciendo—, debierais recordar que no solicité ese honor.
—Sí; pero no era muy difícil suponer que yo solicitara veros.
—Dispensadlo, señora —dijo Andrea en voz baja—, ha creído hacer bien.
—Y yo digo que ha hecho mal —replicó María Antonieta con voz que sólo pudo ser oída del viajero y de Andrea—, no es lícito humillar a un anciano para realzarse; y cuando una princesa de Francia puede beber en el vaso de estaño de un caballero, no se la obliga a beber en una copa de oro de un charlatán.
Estremecióse Balsamo como si hubiera sentido la picadura de la víbora.
—Señora —contestó con colérica voz—, estoy pronto a haceros saber vuestro destino, puesto que vuestra ceguedad os impulsa a conocerlo.
Y terminó estas palabras con tono tan firme y amenazador, que los presentes sintieron su sangre helarse en sus venas, y la joven archiduquesa perdió el color.
—No le oigáis, hija mía —dijo en alemán la señora anciana a María Antonieta.
—Dejadla que escuche, ha querido saber y sabrá —respondió Balsamo en el mismo idioma.
Estas palabras, que fueron dichas en acento extranjero, y que sólo pudieron comprender algunas personas, aumentaron el misterio de aquella situación.
—Vamos —dijo la princesa a pesar de los esfuerzos de su tutora—, vamos, que hable. Si le ordenase callar ahora, creería que tengo miedo.
Apareció una furtiva sonrisa en los labios del vaticinador al oír estas palabras.
—Bien dije —murmuró— que todo era fanfarronada.
—Hablad —dijo la princesa—, hablad, caballero.
—¿De modo que Vuestra Alteza Real lo manda?
—Cuando tomo una decisión, nunca retrocedo.
—Pues entonces, sólo a vos, señora.
—Enhorabuena —dijo María Antonieta—: Quiero estrecharle hasta en sus últimas trincheras. Alejaos.
Así lo hicieron, pues con una señal que hizo manifestó que la orden era general.
—Este es un subterfugio como otro cualquiera para obtener una audiencia particular —dijo la princesa volviéndose a Balsamo—; ¿no es así, caballero?
—No tratéis de exacerbarme, señora —contestó este—; yo no soy más que el instrumento de que Dios se sirve para que os ilumine. Increpad a la suerte; nada le quedaréis a deber, pues tarde o temprano se vengará de vos; yo sólo descubro sus caprichos. No hagáis recaer sobre mí la ira que produce en vos mi tardanza, no hagáis que pague las desgracias de que soy únicamente el siniestro precursor.
—¿Afirmáis que son desgracias? —dijo la princesa tranquilizada por la respetuosa expresión de su interlocutor, y desarmada con su resignación aparente.
—Sí, señora, y muy terribles.
—No me ocultéis ninguna.
—Os obedeceré.
—Veamos.
—Preguntad.
—En primer término, decidme: ¿vivirá feliz mi familia?
—¿Cuál?, ¿la que habéis dejado, o la que os espera?
—Mi verdadera familia; mi madre María Teresa, José mi hermano, y mi hermana Carolina.
—Vuestro infortunio no les alcanzará.
—¿Conque están destinadas personalmente a mí?
—Y a vuestra futura familia.
—¿Podéis decírmelas claramente?
—No puedo.
—La familia real se compone de tres príncipes.
—Así es.
—El duque de Berry, y los condes de Provence y Artois.
—Exacto.
—¿Cuál es su sino?
—Reinarán los tres.
—¿Y yo no tendré hijos?
—Sí, los tendréis.
—¿Pero no varones?
—Sí, señora, varones.
—¿Y tendré el disgusto de verlos morir?
—Lloraréis la muerte del uno y la existencia del otro.
—¿Me amará mi esposo?
—Sí.
—¿Con vehemencia?
—¡Excesivamente!
—No adivino qué desgracias puedan alcanzarme, querida de mi esposo y protegida de mi familia.
—Uno y otra os faltarán.
—Me restará el amor del pueblo, y él me protegerá.
—El amor y la protección del pueblo… es el Océano en bonanza… ¿Habéis visto sus embravecidas olas durante la tempestad?
—Obrando bien, evitaré esa tempestad; y si con todo se suscita, me ensalzaré con ella.
—¿Desconocéis que mientras más alta es la oleada, tanto mayor es el abismo?
—Dios me amparará.
—Tened presente que Dios no defiende una cabeza por él mismo sentenciada.
—¡Qué decís, caballero!, ¿no llegaré a ser reina?
—¡Muy al contrario, señora; ojalá no lo fueseis!
Sonrió con desprecio la joven.
—Oídme, señora —añadió Balsamo—, y no echéis nunca en olvido lo que os voy a decir.
—Os escucho —repuso la princesa.
—¿Fijasteis la vista en las colgaduras que cubrían las paredes del primer aposento en que pernoctasteis al entrar en Francia?
—Sí —contestó muy conmovida María Antonieta.
—¿Qué representaban?
—La degollación… de los inocentes.
—Declarad que no habéis podido desechar de vuestra memoria los siniestros rostros de los asesinos.
—Efectivamente, caballero.
—Y durante la tormenta, ¿nada reparasteis?
—Un rayo que abrasó a mi izquierda el tronco de un árbol que, al caer, estuvo a pique de destruir mi carruaje.
—Paréceme que esos acontecimientos pueden llamarse presagios —dijo Balsamo con fúnebre acento.
—¿Funestos?
—Difícilmente pudiera interpretarse de manera distinta.
Inclinó María Antonieta la cabeza sobre su seno, y alzándola después de un instante de silenciosa meditación, prosiguió:
—¿Cómo morirá mi esposo?
—Decapitado.
—¿Y el conde de Provence?
—Sin piernas.
—¿El de Artois?
—Sin corte.
—Y yo, ¿cómo he de morir?
Balsamo movió su cabeza sin responder.
—Hablad, caballero, hablad —gritó María Antonieta.
—Nada más me es posible.
—¡Yo deseo que habléis! —repitió exaltada la princesa.
—¡Señora… por compasión!
—¡Oh…!, hablad…
—¡Jamás…! Señora, ¡jamás!
—Hablad, caballero —gritó de nuevo María Antonieta con voz amenazadora—, hablad o me obligaréis a creer que esto sólo ha sido una farsa ridícula. Además, quiero que recordéis, que nadie se burla impunemente de una hija de María Teresa; de una mujer… que dispone de la vida de treinta millones de hombros.
Balsamo permaneció mudo a pesar de esta amenaza.
—Vamos, confesad que no sabéis más —añadió la princesa encogiéndose de hombros despreciativamente—; o más bien, que vuestra inventiva está ya agotada.
—Os repito que nada ignoro, y pues absolutamente lo deseáis…
—Sí, lo deseo.
Balsamo cogió la garrafa, la depositó en el interior de un oscuro pabellón, formado a manera de gruta por algunos peñascos artificiales, y asiendo de la mano a la archiduquesa, la condujo a aquella oscura bóveda. María Antonieta se sobresaltó al ver la vehemente acción del extranjero.
—¿Os halláis en disposición? —la preguntó.
—Sí.
—Pues entonces… de rodillas, señora, de rodillas, y estaréis en posición de rogar al cielo que os evite el terrible fin que vais a presenciar.
Obedeció automáticamente la princesa, y cayó postrada en tierra.
Balsamo tocó con su varilla la esfera de cristal, en cuyo centro apareció sin duda, alguna sombría y pavorosa figura.
María Antonieta se esforzó extraordinariamente por levantarse; pero vaciló un momento, volvió a caer, exhaló un grito terrible y perdió el conocimiento.
El barón acudió con precipitación y la encontró sin sentido.
Volvió en sí después de algunos minutos, y llevando sus manos a la frente, como una persona que trata de reunir sus ideas, exclamó con un acento de indescriptible espanto:
—¡La garrafa!, ¡la garrafa!
Presentósela el barón: el agua estaba limpia y transparente.
Balsamo había desaparecido.