Como indicó Balsamo, no había en efecto ni un momento que perder, pues a pocos minutos un gran estruendo de carruajes, caballos y voces, oyóse en el camino que conducía al castillo del barón de Taverney, tan silencioso de ordinario.
De repente aparecieron tres coches. Veíase brillar, especialmente en uno, a pesar del polvo y fango que le cubría, la magnificencia de sus dorados y bajos relieves mitológicos. Detuviéronse junto a la gran puerta que tenía abierta Gilberto, cuyos ojos dilatados y con un temblor febril, indicaban la viva emoción que experimentaba su alma a vista de tanta grandeza.
Veinte jóvenes y brillantes jinetes se colocaron junto al coche principal, en tanto que se apeaba, apoyada en un caballero vestido de negro y condecorado con el gran cordón de la Orden, una joven de quince a dieciséis años, cuya cabellera, aunque sin polvos y arreglada sencillamente, no era parte para que dejara de alzarse un pie sobre su frente.
María Antonieta llegaba a Francia con una reputación de hermosura, poco frecuente en las princesas destinadas a sentarse en el trono de San Luis.
Conseguiríamos difícilmente hacer la exacta descripción de sus ojos que, aun sin estar dotados de extraordinaria belleza, podían expresar todas las sensaciones, y en su mirada poseían la facultad de volverse a su antojo, tan pronto dulces y afables, como imperiosos y altaneros. Su nariz era bien formada; el labio superior, encantador y gracioso; pero el inferior, aristocrática herencia de diecisiete Césares, excesivamente grueso y caído, contrastaba algún tanto con las demás facciones de aquel hermoso rostro, y sólo convenía con ellas cuando en su semblante se dibujaba la expresión de la cólera o de la indignación. Su tez era admirable; vélasele circular la sangre bajo el tejido delicado de su piel; el pecho, la garganta y espaldas, eran de asombrosa belleza, y sus manos, verdaderamente reales. Su paso, ora se mostraba altanero, noble y algún tanto apresurado; ora por el contrario, afeminado, muelle y aun cariñoso. Jamás mujer alguna saludó con más coquetería, ni reina con más majestad. Con inclinar su cabeza una sola vez ante diez personas, todas quedaban satisfechas, y a todas daba lo que les correspondía con aquella única reverencia. La sonrisa y la mirada expresaban ventura y satisfacción, y se hallaba al parecer decidida a no manifestarse como princesa en todo aquel día. Dulce tranquilidad brillaba en su semblante, y sus ojos hallábanse animados de la más encantadora bondad. Vestía un traje de seda blanco, y una manteleta de espesos encajes pendía graciosamente de sus brazos, completamente desnudos.
Apenas puso el pie en el suelo, volvióse con el objeto de dar la mano a una de sus damas de honor de avanzada edad, y rechazando el brazo con que le brindaba el caballero con vestido negro y cordón azul, se adelantó, tendiendo ávidas miradas a cuanto la rodeaba. Su corazón tomó desconocida expansión, y parecía aprovecharse completamente de aquella libertad que tan raras veces disfrutara.
—¡Oh!, ¡qué delicioso es este sitio!, ¡qué hermosa la arboleda!, ¡qué linda es esa casita!, ¡dichoso el que respira este aire tan perfumado y puro, y puede vivir bajo la sombra de estos árboles!
En esto llegó Felipe de Taverney, seguido de Andrea, con sus cabellos trenzados y un traje de seda gris, que daba el brazo al barón, vestido con elegante frac de terciopelo azul, últimos restos de su antigua grandeza, sin olvidar, según la recomendación de Balsamo, su gran cruz de San Luis.
La princesa detúvose al descubrir aquellas personas que avanzaban hacia ella, y en torno suyo se agrupó su corte, compuesta de oficiales con los caballos del diestro, y cortesanos con los sombreros en la mano, sosteniéndose unos en los brazos de los otros y hablándose al oído.
Acercóse Felipe con profunda emoción, y con una nobleza que encerraba algo de melancolía:
—Señora —dijo—, si Vuestra Alteza Real lo consiente tendré el honor de presentaros al barón de Taverney Casa-Roja, mi padre, y a la señorita Clara Andrea de Taverney, mi hermana.
Inclinóse cortésmente el barón, como un hombre que está acostumbrado a saludar a las reinas, y Andrea desplegó toda la gracia de una elegante timidez, y la halagüeña política de un sincero respeto.
Contempló María Antonieta a los dos jóvenes, y recordando cuanto Felipe le había dicho sobre la pobreza de su padre, conoció cuan grande debía ser su padecimiento.
—Señora —dijo el barón con voz grave—, Vuestra Alteza Real honra excesivamente el castillo de Taverney. Tan humilde morada no es digna de recibir tanta nobleza y hermosura.
—Sé que me encuentro en la casa de un antiguo soldado de Francia —contestó la princesa—; y mi madre la emperatriz María Teresa, que ha hecho largo tiempo la guerra, me ha contado que en este país los más ricos en gloria, son casi siempre los más pobres de recursos.
Y tendió con inefable gracia su linda mano a Andrea, quien la besó arrodillada.
El barón, dominado por la idea que le agitaba, permanecía asustado al ver aquella muchedumbre que iba a invadir su pequeña casa, en que faltarían los asientos, cuando la princesa le sacó de su perplejidad, pues dirigiéndose a los que componían su escolta:
—Señores —dijo—, no sufriréis la inoportunidad de mis antojos, ni tampoco quiero que disfrutéis del privilegio de una princesa: por tanto, tendréis la bondad de aguardarme aquí, volveré antes de una hora. Acompañadme, mi querida Lanjershausen, —añadió en alemán a la señora a quien había ayudado a descender del coche—. Venid vos también, prosiguió dirigiéndose hacia el caballero vestido de negro. Este, que aun con la sencillez de su vestido sobresalía por su elegancia, tendría a lo sumo treinta años, buen semblante y aire agradable. Apartóse al oír la orden de la princesa, para dejarla libre el paso. Esta llamó a Andrea, e hizo una seña a Felipe para que se aproximase a su hermana.
El barón quedó en compañía de aquel personaje, ilustre seguramente, a quien la princesa concedía el honor de seguirla.
—¿Conque sois un Taverney Casa-Roja? —dijo este al barón, tocando con impertinencia aristocrática su magnífica pechera de encaje inglés.
—Reveladme vuestro tratamiento para contestaros —repuso aquel con un descaro semejante al del caballero vestido de negro.
—Podéis llamarme lisa y llanamente príncipe o vuestra eminencia; como os acomode.
—Pues, sí: digo a vuestra eminencia que soy un verdadero Taverney Casa-Roja —contestó el barón sin dejar el tono de burla que pocas veces olvidaba.
Su Eminencia, que tenía aquel tacto escrupuloso de los grandes señores, conoció que el que con él conversaba, no era, como se había imaginado, un hidalgo cualquiera.
—¿Este castillo será vuestra casa de recreo en la temporada de verano?
—Y en invierno también —replicó Taverney, deseando evitar aquellas desagradables preguntas, y acompañando sin embargo cada respuesta con una refinada cortesía.
Mientras, Felipe volvía de vez en cuando la vista llena de inquietud hacia su padre. La casa principiaba en efecto a verse, amenazando revelar irónica y despiadadamente su pobreza. Ya señalaba con resignación el barón hacia el umbral, cuando la princesa, volviéndose hacia él, le dijo:
—Perdonadme, caballero, si no entro: de tal modo me agradan estas sombras, que en ellas pasaría gustosa todo lo que me resta de vida. Estoy cansada de salones, y hace quince días que en ellos me reciben; a mí a quien sólo agradan el aire, la arboleda y el aroma de las flores.
Y dirigiéndose a Andrea:
—Tendréis la bondad de ordenar que me traigan una taza de leche bajo estos frondosos árboles.
—¡Cómo —dijo el barón con una palidez mortal—, nos atreveríamos a ofrecer a Vuestra Alteza tan miserable colación…!
—Prefiero a todo leche y huevos frescos, pues de esto se componían mis banquetes.
La-Brie, radiante y henchido de orgullo con una magnífica librea y una servilleta en la mano, presentóse tras un emparrado de jazmines, a cuya sombra hacía ya algunos instantes que la princesa deseaba sentarse.
—Su Alteza Real está servida —dijo con acento tan sonoro como respetuoso.
—¡Cómo! Según veo, esta casa es de algún hechicero —dijo la princesa riendo; y se dirigió rápidamente hacia el odorífero emparrado.
Con extraordinaria inquietud y olvidando la etiqueta, el barón siguió a María Antonieta, abandonando al caballero a quien acompañaba.
Felipe y Andrea se observaban con admiración y ansiedad.
La princesa dio un grito de sorpresa, al llegar bajo los verdosos arcos, y el barón no pudo reprimir un suspiro de satisfacción. Andrea, dejando caer sus manos, parecía querer decir en su asombro:
—¿Qué significa esto, Dios mío?
María Antonieta observó aquella pantomima; su inteligencia podría descubrir aquellos misterios, si su corazón no se los hubiera ya revelado.
Bajo las frescas enredaderas formadas por clefátidas, jazmines y madreselvas, de cuyos nudosos tallos nacían multitud de frondosas ramas, había una mesa, que deslumbraba por el brillo del cincelado servicio de plata sobredorada, y la blancura de los manteles de damasco que la cubrían.
Diez cubiertos esperaban a otros tantos convidados.
Una exquisita merienda atrajo al punto, por su singularidad, la atención de la princesa.
Frutas exóticas rociadas de azúcar, dulces secos de todos los países, bizcochos de Alepo, naranjas de Malta, limones y toronjas de extraordinario tamaño colocadas en anchas copas, componían la merienda. En fin, los vinos más exquisitos y notables, por su origen, brillaban con los diversos matices del rubí y del topacio en cuatro magníficas garrafas, vaciadas y grabadas en Persia.
Un jarro de plata sobredorada contenía la leche que la princesa había pedido.
Observó en torno suyo, y vio a sus huéspedes pálidos y azorados. Los de la escolta se admiraban y regocijaban, sin comprender nada.
—¿Me esperabais, caballero? —preguntó la princesa al barón de Taverney.
—¿Yo, señora? —se atrevió a balbucear este.
—Es claro; no es posible hacer semejantes preparativos en el espacio de diez minutos que hace que llegué a vuestra casa.
Al concluir esta frase, miró a La-Brie como dando a entender:
—¡Y con sólo ese criado!
—Señora —contestó Taverney—, es verdad que esperaba a Vuestra Alteza Real, o mejor dicho, estaba advertido de su llegada.
—¿Os ha escrito vuestro hijo? —preguntó aquella señalando a Felipe.
—No, señora.
—Nadie sabía que hubiese de detenerme aquí, y casi diré que aun yo misma lo ignoraba; pues deseando ocultarme ese capricho, para no motivar la molestia que causo, hasta esta noche pasada no he hablado de ello a vuestro señor hijo, quien hace una hora escasa se separó de mí, y sólo habrá podido adelantárseme unos minutos.
—En efecto, señora, un cuarto de hora cuando más.
—Será una hada la que os revelará todo esto, la madrina de esta señorita quizás —añadió María Antonieta, sonriendo y mirando a Andrea.
—Señora —dijo el barón invitándola a sentarse—, no ha sido una hada la que me ha noticiado tan fausto suceso, es…
—¿Es…? —repitió la princesa advirtiendo que aquel balbuceaba.
—Un hechicero.
—¡Un hechicero! ¡Cómo!
—Nada podré deciros, puesto que nada entiendo de magia, pero sí deberé afirmar que a él sólo debo haber podido recibiros y obsequiaros con alguna decencia.
—Pues ya que esta colación es obra de hechicería, a nada tocaremos; y Su Eminencia se ha dado mucha prisa —continuó dirigiéndose al caballero del vestido negro—, en partir ese pastel de Estrasburgo, pues aseguro no lo hemos de probar. Y vos, amiga mía —añadió a su camarista—, desconfiad como yo de ese vino de Chipre.
Mientras así hablaba llenó un cubilete de oro, del agua que tenía una garrafa de cristal redonda como un globo.
—Ciertamente —dijo Andrea con asombro—, su Alteza tiene quizá razón…
Estremecíase sorprendido Felipe, e ignorando los acontecimientos de la víspera, miraba alternativamente a su padre y a su hermana, pretendiendo adivinar en sus semblantes lo que ellos mismos ignoraban.
—Faltáis, señor cardenal —dijo la princesa—, a los dogmas de la religión.
—Señora —repuso el prelado—; nosotros, príncipes… de la Iglesia, somos excesivamente mundanos para creer que las cóleras celestes se estrellen sobre vituallas, y muy humanos para echar al fuego a un hechicero por obsequiarnos con tan ricos manjares.
—No os burléis, monseñor —interrumpió el barón—. Juro a Vuestra Eminencia, que el autor de cuanto tenéis delante, es un hechicero, el cual me profetizó con una hora de anticipación la llegada de Su Alteza y de mi hijo.
—¡Una hora antes! —repitió la princesa.
—Sí, a lo sumo.
—¿Y pudisteis durante ese tiempo preparar esta mesa y poner en contribución las cuatro partes del mundo para reunir estas frutas y traer vinos de Tokey, Constanza, Chipre y Málaga? Si es como lo afirmáis, sois vos más hechicero que ese a quien os referís.
—No, señora; ha sido él y siempre él.
—¡Cómo!, ¿aseguráis que él?…
—Ha hecho brotar de la tierra esta mesa, tal cual la veis.
—¿Podéis jurarlo? —preguntó María Antonieta.
—Por mi fe de caballero —contestó Taverney.
—¡Canario! —dijo el cardenal poniéndose serio y abandonando su plato—; creí que os bromeabais.
—No, Eminentísimo Señor.
—¿Conque tenéis en vuestra casa un hechicero?
—Un verdadero hechicero… y no me sería difícil creer que el oro de que está construida esa vajilla es hechura suya.
—¡Cómo! ¡Conoce la piedra filosofal! —gritó el cardenal centelleándole los ojos de codicia.
—¡Hola! —dijo la princesa—, sea enhorabuena, señor cardenal: feliz hallazgo para vos, que habéis empleado toda vuestra vida en buscarla sin poder dar con ella…
—Confieso a Vuestra Alteza —contestó Su Eminencia mundana—, que nada es para mí tan maravilloso como lo sobrenatural, y nada tan curioso como lo imposible.
—Me parece que he tocado vuestro punto vulnerable —repuso María Antonieta—. No hay hombre grande sin misterio, y mucho menos si es diplomático. Debo preveniros, sin embargo, que también entiendo de sortilegios y a veces descubro cosas; que aun cuando no sean imposibles ni sobrenaturales, nadie las cree.
Aquello era, sin duda, un enigma, que únicamente podía comprender el cardenal; pero no pudo disimular su turbación. Tampoco debemos negar, que la mirada tan dulce de la princesa, se había encendido al hablarle en una forma que anunciaba una tormenta interior.
Sin embargo, sólo brilló el relámpago, y María Antonieta, algo más tranquila, prosiguió:
—Vamos, señor Taverney, para completar la fiesta presentad a ese hechicero. ¿Dónde está? ¿En qué cajita le tenéis oculto?
—Creo —replicó el barón—, que él sí que podría ocultar en una cajita a mí y a toda la casa.
—Lo cierto es, que vais excitando mi curiosidad. Llamadle, deseo verle.
El barón, que seguía de pie junto a sus hijos, conoció que el acento con que la princesa pronunciaba estas palabras, no admitía réplica, a pesar de ir acompañadas del mayor agrado. Hizo, por tanto, una señal a La-Brie, que en vez de servir, observaba a todos aquellos ilustres personajes, y manifestaba con aquella contemplación, hallarse compensado de veinte años de atraso en el pago del salario.
Como La-Brie levantase la cabeza, Taverney le dijo:
—Id y anunciad al señor barón José Balsamo, que Su Alteza Real, la princesa María Antonieta, desea conocerlo.
El criado obedeció.
—¡José Balsamo…!, ¡qué nombre tan particular! —dijo la princesa.
—¡José Balsamo…! —repitió pensativo el cardenal—. Me parece que conozco…
Pasaron cinco minutos de silencio, sin que nadie lo interrumpiese.
Andrea temblaba… Algunos pasos hirieron su oído antes que los oyesen los demás.
El follaje se conmovió; apartáronse las ramas, y Balsamo se presentó ante María Antonieta.