Capítulo XIII

Felipe de Taverney, caballero de Casa-Roja, no se parecía a su hermana más que en la hermosura en que ambos corrían parejas con relación a su sexo. Verdaderamente la expresión dulce, al par que altanera de su mirada, la elegante armonía de sus facciones, la finura de sus manos, la bella forma de su pie y la gallardía de su talle, le prestaban un aire noble, gracioso y marcial.

Como esas almas nobles y distinguidas a quienes la vida y el mundo mortifican, Felipe, sin ser sombrío, era por naturaleza triste. Tal vez la dulzura que resplandecía en sus ojos nacía de aquella tristeza, pues sin ella, hubiera naturalmente sido dominante, soberbio y poco accesible. La precisión de vivir con todos los pobres sus iguales de hecho, y con los ricos que lo eran de derecho, doblegaba aquel carácter que el cielo había criado duro, imperioso y susceptible; y si en ocasiones mostraba mansedumbre, semejante a la del león era algún tanto despreciativa.

Tan pronto abrazó a su padre, cuando su hermana, libre ya del entorpecimiento magnético por la sorpresa que aquel feliz suceso le ocasionara, se apresuró, como ya dijimos, a echarse en sus brazos, expresando con sollozos de alegría lo importante que era aquel inesperado encuentro para el corazón de nuestra casta joven.

Felipe, que deseaba hablar a solas, tomó de la mano a Andrea y a su padre, llevándolos al salón, donde les obligó a sentarse junto a él.

—Sois incrédulo —dijo dirigiéndose a su padre—, y tú, hermana mía, te has sorprendido. Sin embargo, nada es tan cierto como lo que acabo de comunicaros: algunos momentos más, y tendremos en nuestro pobre castillo a la princesa heredera que viene a visitaros.

—¡Voto va! De ninguna manera lo consiento, pues quedaríamos para siempre deshonrados. ¡Voto a bríos! Si esa señora espera encontrar aquí el tipo de la nobleza francesa, va a quedar soberanamente chasqueada. Mas dime, ¿qué casualidad le ha hecho elegir esta casa con preferencia a otras?

—¡Oh! Eso es una novela.

—¿Una novela? —repitió Andrea—, refiérela.

—Sí, y que haría alabar a Dios hasta a aquellos que olvidan que es nuestro salvador y nuestro padre.

El barón manifestó con un gesto de incredulidad estar poco conforme con que el supremo árbitro de la Naturaleza se hubiese dignado inclinar su vista hasta él, y mezclarse en sus asuntos; pero Andrea, al observar el gozo de su hermano, le estrechaba la mano, como para mostrarle su agradecimiento por la buena noticia que les había comunicado, y la dicha que experimentaba, murmurando al mismo tiempo:

—¡Mi hermano! ¡Mi buen hermano!

¡Mi hermano! ¡Mi buen hermano! —repetía su padre—, me atrevo a jurar que está gozosa por lo que nos sucede.

—¿Pero no veis, padre mío, qué alborozado está Felipe?

—Porque vuestro señor Felipe es un entusiasta; pero yo, que por mi suerte o por mi desgracia, peso todas las cosas —dijo Taverney fijando una mirada melancólica en los muebles de su sala, nada agradable encuentro esta circunstancia.

—Mudaréis de opinión —dijo el joven—, cuando os refiera lo que me ha pasado.

—Acaba, pues, de contarlo —murmuró entre dientes el anciano.

—Sí, sí, cuenta, Felipe —agregó Andrea.

—Bueno. Ya sabéis que estaba de guarnición en Estrasburgo, y tampoco ignoráis que la reina debía hacer su entrada en Francia por esta población.

—¡A buena parte vienes! —dijo Taverney—, ¿cómo quieres que sepa todas estas noticias viviendo en esta madriguera?

—Decías, hermano, que por Estrasburgo debía la reina…

—Sí, la aguardábamos en la explanada desde por la mañana; llovía a mares, y teníamos ya los vestidos empapados. Como ningún aviso teníamos de la hora en que llegaría Su Alteza, mi mayor me destacó para reconocer el séquito. Andaría una legua, cuando al volver el camino, me encontré de frente con los primeros caballos de la escolta. Me detuve un momento a conversar con ellos, y advertí que Su Alteza Real se asomó a la portezuela del coche y preguntó quién era yo.

—Fui a escape para llevar la contestación afirmativa al que me había enviado, cuando me pareció oír que me llamaban; pero no me detuve. El cansancio de seis horas de servicio había desaparecido como por encanto.

—¿Y la princesa? —preguntó Andrea.

—Es tan joven como tú, hermosa como todos los ángeles.

—Dime… Felipe… —preguntó balbuceando el barón.

—¿Qué deseáis, padre mío?

—¿No tiene parecido esa señora a alguna de las personas que tú conoces?

—¡Qué yo conozco!

—Eso he dicho.

—Nadie se parece a Su Alteza Real —contestó el joven entusiasmado.

—Piénsalo.

Al cabo de unos instantes de meditación, el hermano de Andrea contestó negativamente.

—Veamos… por ejemplo… a Nicolasa.

—¡Ah…!, sí… en efecto —exclamó Felipe sorprendido—, la que acabáis de nombrar se parece mucho a la ilustre viajera; pero en grado muy inferior. ¿Cómo sabéis eso, padre mío?

—Me lo ha dicho un hechicero.

—¡Un hechicero! —dijo Felipe admirado.

—Sí, y me anunció también tu viaje.

—¿El forastero? —preguntó Andrea con timidez.

—¡Cómo!, ¿ese hombre que hablaba con vos y se retiró a mi llegada?

—Cabalmente, ese mismo; pero prosigue tu narración.

—¿No sería mejor preparar alguna cosa? —interrumpió Andrea.

—Mientras más prevenciones hagamos —repuso Taverney—, más nos ridiculizaremos. Continúa, Felipe, continúa. —Así que llegué a Estrasburgo cumplí con mi encargo, y enseguida avisaron a Mr. de Stainville, quien se apresuró en acudir a su encuentro; mas al llegar al glacis, oímos batir marcha y nos encaminamos todos hacia la puerta de Kehl, desde donde divisamos la comitiva. El gobernador estaba a mi lado…

—¡Mr. de Stainville…! —dijo el barón—. Sí… espera… yo he conocido uno que tenía ese nombre…

—Cuñado del ministro Mr. de Choiseul.

—Eso es… vamos, prosigue.

—La princesa, que siendo joven, creo que gusta también de gente joven, oyó distraída los cumplidos del gobernador, y fijando su vista en mí, que me encontraba retirado a una distancia respetuosa:

»—¿No es ese el joven a quien enviaron a mi encuentro?», —preguntó.

»—Sí, señora», —contestó Mr. de Stainville.

»—Aproximaos, caballero», —me dijo.

»Obedecí con satisfacción.

»—¿Cuál es vuestro nombre?, —me preguntó con su encantadora voz.

»—Taverney de Casa-Roja», —contesté tartamudeando.

»—Apuntad ese nombre, querida mía, —añadió dirigiéndose a una señora anciana (que he sabido después era su aya la condesa de Lanjershausen), quien apuntó efectivamente mi nombre en su libro de memorias.

»Y después, dirigiéndose hacia mí, me dijo:

»Siento muchísimo, caballero, qué os hayáis puesto en camino con un tiempo tan lluvioso. En verdad que no puedo perdonarme al considerar cuánto habéis padecido por mí».

—¡Qué palabras tan cariñosas! —exclamó Andrea juntando sus manos.

—Nunca las olvidaré, ni tampoco el acento y miradas con que las pronunció.

—¡Bien!, ¡muy bien! —murmuró el barón con una sonrisa que expresaba a la vez la petulancia paternal y la mala opinión que tenía formada de las mujeres, sin exceptuar a las reinas—. ¡Bien! Prosigue, Felipe.

—¿Qué le respondiste? —preguntó Andrea.

—Nada; me incliné hasta el suelo y pasó.

—¡Cómo!, ¿nada le contestaste? —exclamó el barón.

—Me quedé cortado. Toda la sangre se me heló en las venas y mi corazón latía fuertemente.

—¡Me agrada! ¡Bonito papel hubiera yo hecho si nada hubiese podido decir a la princesa Leszczynska a quien me presentaron cuando tenía tu misma edad!

—Sí, pero vos tenéis mucho talento, padre mío —repuso Felipe inclinándose, mientras Andrea le apretaba la mano.

—Me aproveché —añadió— de la partida de Su Alteza, para regresar a mi alojamiento y mudar de ropa, pues estaba mojada y llena de lodo.

—¡Pobre hermano! —murmuró Andrea.

—Entretanto —continuó aquel—, la princesa llegó a la casa del Ayuntamiento, y recibía las felicitaciones de los habitantes. Cuando estos se marcharon, Su Alteza se sentó a la mesa.

«—El mayor, que me envió al encuentro de Su Alteza», me dijo después, que la princesa dirigió muchas veces escudriñadoras miradas hacia los oficiales que asistieron al convite.

«—No veo», —dijo así que hubo inútilmente hecho aquella investigación al joven oficial que salió a mi encuentro esta mañana—. «¿No le han avisado que deseo mostrarle mi gratitud?».

«—Señora», —contestó el mayor—, «el caballero de Taverney se ha retirado a su casa para variar de traje, y presentarse a Su Alteza Real como corresponde».

»Llegué un momento después, y enseguida, viéndome la princesa, me hizo una seña para que me acercase.

»—Caballero», —me dijo—, «¿tendríais inconveniente en acompañarme hasta París?

»—¡Oh señora!, muy al contrario; esto sería para mí la suprema felicidad; pero estoy sirviendo de guarnición en esta ciudad, y…».

—¿Y…?

«—Quiero decir, señora, que no pueden cumplirse mis deseos».

«—¿De quién dependéis?».

«—Del gobernador militar».

«—Bien… se arreglará».

»Me autorizó para que me retirara y lo verifiqué.

»Aquella noche, llamando al gobernador, le dijo:

»—Caballero, tengo que satisfacer un capricho».

«—Decidlo, señora; y será para mí una orden».

«—Hice mal en calificar de capricho lo que sólo es una promesa que debo cumplir».

«—De ese modo, señora, será todavía más sagrada».

«—Pues bien: he prometido unir al servicio de mi persona, el primer francés, cualquiera que fuese, a quien encontrara al pisar la primera población de Francia, y hacer su felicidad y la de su familia, si es que los príncipes tienen poder para hacer la felicidad de alguno».

«—Señora, los príncipes representan a Dios en la tierra. ¿Y cuál es la persona que ha tenido esa dicha?».

«—El caballero de Taverney Casa-Roja, joven teniente, que os ha comunicado mi llegada».

«—Todos tendremos que envidiar su suerte, señora, pero nos guardaremos de perturbarle en la prosperidad que le ha cabido; y no obstante estar sujeto por su consigna y empeño, le dejaremos libre de una y otra obligación, para que marche a París al mismo tiempo que Vuestra Alteza Real».

—Efectivamente, recibí orden de montar a caballo y acompañar a la princesa el día mismo que esta salió de Estrasburgo, y desde entonces no he abandonado la portezuela de su carruaje.

—¡Eh!, ¡eh! —dijo el barón con su eterna sonrisa—, sería extraño… aunque no imposible…

—¿Qué, padre mío? —preguntó con naturalidad el joven.

—¡Oh!, yo me entiendo… —replicó aquel—, yo me entiendo… ¡eh!, ¡eh!

—Pero, hermano mío —dijo Andrea—, aún no comprendo la causa que obliga a la señora princesa a detenerse en Taverney.

—Escucha: anoche, sobre las once, llegamos a Nancy, y cruzamos la ciudad a la luz de los hachones, cuando la princesa me llamó para manifestarme que deseaba caminar más aprisa. Hice seña a los de la escolta, que se apresuraron a obedecer. Entonces añadió:

«—Quiero salir mañana muy temprano».

«—¿Vuestra Alteza querrá tal vez hacer mañana una larga jornada?».

«—No, pero pienso que haya detención en el camino».

»Al escuchar estas palabras, quedé turbado por un oculto presentimiento.

»—¿En el camino? —repetí.

»—Sí —repuso la princesa.

»Permanecí silencioso.

»—¿No adivináis en qué sitio? —me preguntó sonriendo.

»—No, señora.

»—En Taverney.

»—¡Dios mío!, ¿para qué?», —exclamé.

»—Para conocer a vuestro padre y a vuestra hermana.

»—¡A mi padre…!, ¡a mi hermana…! ¡Cómo! ¿Vuestra Alteza Real sabe…?

»—Me he informado, y sé que habitan a unos doscientos pasos de nuestro camino; por tanto, ordenaréis que se detengan en Taverney.

»Mi frente se inundó de un sudor frío, y me apresuré a decir a Su Alteza Real con un temblor cuya causa ya adivinaréis:

»—Señora, la casa de mi padre es indigna de recibir a tan alta princesa como vos.

»—¿Y por qué?», —interrogó.

«—Señora…, somos pobres…».

«—Con más razón. Al recibirme lo haréis con mayor majestad y sencillez. Además, que por muy pobre que sea Taverney, no faltará una taza de leche para una amiga que desea olvidar un instante que es archiduquesa de Austria, y princesa heredera de Francia».

«—¡Ah, señora!», —contesté inclinándome. Pero quedé cortado sin poder pronunciar otra palabra.

—Sin embargo, creí que aquella idea se le disiparía durante la noche; pero me equivoqué. En la parada que hicimos en Pont-à-Mousson, Su Alteza se informó de si estábamos ya próximos a Taverney, y me vi precisado a responderle que sólo distábamos tres leguas.

—¡Torpe! —exclamó el barón.

—Pero la princesa, que según creo, advirtió mi embarazo: «No temáis nada —me dijo—; mi detención será corta; y pues me amenazáis con un recibimiento algo molesto, quedaremos pagados, puesto que yo también os molesté a mi llegada a Strasburgo». ¿Cómo queréis, padre mío, que pudiera oponerme a tan cariñosas palabras?

—¡Oh!, sería imposible —interrumpió Andrea—, y Su Alteza Real, según parece bondadosa, se conformará, como ha dicho, con mis flores y una taza de leche.

—Sí, pero no quedará contenta de mis sillones que le estropearán los huesos, ni con mis techos que le entristecerán. ¡Lleve el diablo esos caprichos…! ¡Estamos bien! ¡La Francia estará bien gobernada por una mujer con tales antojos…! ¡Qué tal! ¡He ahí la aurora de un reinado venturoso!

—¡Dios mío!, ¡que digáis semejantes cosas de una princesa que nos honra con exceso…!

—Di más bien que nos deshonra —gritó el anciano—. ¿Quién va a acordarse ahora de los Taverney? ¡Nadie! El nombre de nuestra familia se sepultó bajo las ruinas de Casa-Roja, y nunca esperé que de allí saliera hasta que la ocasión fuese propicia; pero no; hice mal al creerlo así: el capricho de una niña, va a resucitarle empañado, lleno de polvo, mezquino y miserable; y las gacetas siempre en acecho de todo lo ridículo, para propagarlo con escándalo, pues de ese modo comen, consignando en sus innobles columnas la visita de la gran princesa en el zaquizamí de Taverney. ¡Vive Cristo…!, haré lo que he meditado.

Pronunció el barón con entonación tan diabólica sus últimas palabras, que los dos jóvenes se llenaron de asombro.

—Padre, ¿qué vais a hacer? —preguntó Felipe.

—Digo —contestó Taverney mascullando las palabras—, que yo me entiendo, y que si el duque de Mediana incendió su palacio para quemar a una reina, bien puedo pegar fuego a un casucho para dispensarme de tener que recibir a una princesa… Dejad que venga.

Los dos hermanos, que sólo entendieron las últimas palabras, se miraban inquietos.

—Dejadla venir —repitió el barón.

—Pues debe tardar breves instantes —repuso Felipe—. Tomé la vereda que atraviesa los bosques de Pierrefitte para ganar algunos minutos a la escolta; pero esta debe estar ya muy cerca.

—Pues entonces no hay tiempo que perder —añadió Taverney.

Y tan ligero como si tuviera veinte años, salió de la sala, entró presuroso en la cocina, y sacando del fogón un leño ardiendo, se dirigió corriendo hacia los trojes, atestados de paja, alfalfa y habichuelas secas. Ya acercaba el fuego a los haces de forraje, cuando Balsamo apareció, y le detuvo el brazo.

—¿Qué hacéis, caballero? —le dijo arrebatando con violencia el leño de las manos del anciano—: La archiduquesa de Austria no es un condestable, cuya presencia mancille y denigre una casa, hasta el extremo de pegarle fuego antes de dejarle poner en ella los pies.

Sin sonreír como acostumbraba, el anciano se detuvo, pálido y tembloroso. Habíale sido necesario reunir todas sus fuerzas para adoptar por punto de honor (al menos así lo creía), una decisión que convertía su medianía, aún tolerable, en una absoluta miseria.

—Id, señor barón, id —continuó Balsamo—; pues apenas tenéis el tiempo preciso para despojaros de esa bata y vestiros con decencia. El barón de Taverney era, cuando le vi en Philippsburg, caballero gran cruz de San Luis. No conozco traje que no parezca rico y elegante con esa condecoración.

—Pero, caballero —repuso Taverney—, de esa manera la princesa verá lo que quería que vos mismo ignoraseis, y es que soy un infeliz.

—Descuidad, barón; de tal modo se la distraerá que ni aun podrá reparar si vuestro castillo es nuevo o viejo, rico o pobre. Sed más hospitalario, que a ello estáis obligado como caballero. ¿Qué harán los enemigos de Su Alteza Real, que por cierto son muchos, si los amigos incendian sus casas para no admitirla bajo su techo? No adelantemos las enemistades futuras: cada cosa a su tiempo.

Resignado, obedeció Taverney, y unióse a sus hijos, que inquietos por su ausencia, le buscaban en todas partes.

Retiróse Balsamo con el más misterioso silencio, como para terminar alguna obra comenzada.