Capítulo XII

Despuntaba el día cuando ya se había levantado el viajero, para enterarse del estado de salud de Althotas.

Exceptuando a Gilberto, todos los moradores del castillo dormían profundamente. Oculto tras los barrotes de su cuarto, situado en el portal, había observado con el mayor interés todas las maniobras de Balsamo, seguido todos sus pasos, e interrogado todas sus acciones.

Cuando aquel se retiró, dejando cerrada la puerta del compartimiento que su maestro habitaba, quedó muy sorprendido de la variación que la luz del día había obrado en aquel cuadro que le había parecido tan triste la víspera.

El castillo, cuya edificación de piedras y ladrillos presentaba bandas de color blanco y rojo, estaba dominado por un bosquecillo de sicómoros y numerosos ébanos silvestres, cuyos aromáticos festones caían sobre su techo ciñendo aparentemente sus pabellones con guirnaldas de oro.

Había en el jardín un estanque de treinta pies en cuadro, a cuyo alrededor se extendía una mullida alfombra de césped y un cercado de florecientes saúcos que formando delicioso y ameno paisaje, deleitaba la vista que no divisaba por otro lado más que castaños sombríos, altos y frondosos álamos.

Una amplia alameda de robles, plátanos y tilos, extendiéndose desde cada ángulo de los pabellones, subía hasta un espeso bosquecillo, en donde anidaban multitud de aves, cuyos delicados gorjeos al despuntar la aurora, se oían en el castillo. Dirigióse Balsamo por el sendero de la izquierda, y a los veinte pasos se encontró en una floresta, donde las rosas y violetas, regadas la víspera por la lluvia de la tormenta, despedían aromas deliciosos. La madreselva y los jazmines, aparecían al través de los arbustos, y una larga calle de cárdenos lirios, salpicada de fragarias, perdíase en un bosque de enmarañadas floridas zarzas y espinas rosadas.

Al llegar a la parte culminante del terreno, percibió las ruinas de un antiguo y majestuoso castillo, edificado sobre una peña. Sólo restaba medio torreón que aparecía entre un enorme amontonamiento de piedras y escombros, sobre los cuales ascendían largas guirnaldas de yedra y vides silvestres, como hijos salvajes de la destrucción, a quienes la Naturaleza ha puesto sobre ruinas, para probar al hombre que hasta en ellas mismas se halla fecundidad.

Si lo pensamos bien, el señorío de Taverney, aunque reducido a siete u ocho aranzadas de tierra, no carecía ni de grandeza ni de gracia. El aspecto que presentaba el edificio parecíase al de esas grutas cuyos contornos se complace en embellecer la Naturaleza con sus flores, enredaderas y caprichosas fantasías de esos grupos formados por imponentes peñascos, que con su escabrosa desnudez asustan al caminante que llega extraviado a pedirles un asilo para guarecerse durante la noche.

Dirigíase Balsamo ya hacia su aposento, después de haber empleado una hora en admirar aquellas ruinas, cuándo vio al barón envuelto en una ancha bata de indiana grabada, que saliendo de la casa por una puerta lateral que comunicaba con la escalera, iba a pasearse por el jardín deshojando las rosas y pisando los caracoles que hallaba a su paso.

Diose prisa el viajero a alcanzarlo; y cuando lo consiguió, le dirigió las siguientes palabras con una cortesía tanto más refinada, cuanto que había profundizado hasta donde era posible, su pobreza:

—Permitidme, caballero, que os haga presente mis afectos, y perdonadme si para bajar no he aguardado a que estuvieseis despierto; porque la perspectiva que desde mi ventana ofrece Taverney es tan seductora, que he deseado ver de cerca este delicioso jardín y esas majestuosas ruinas.

—Efectivamente, son magníficas —repuso el barón después de devolver el saludo a su huésped—; y es lo único de mérito que encontraréis aquí.

—¿Esto sería un castillo? —preguntó el viajero.

—Sí; era el mío, o por mejor decir, el de mis abuelos. Llamábase Casa-Roja, y durante mucho tiempo, hemos llevado ese nombre unido al de Taverney. Pero os suplico, querido huésped, que mudemos de conversación… ¿a qué hemos de hablar de lo que ya no es?…

Balsamo se inclinó en señal de aprobación.

—En cuanto a mí —continuó el barón—, también quería disculparme con vos. Es muy pobre mi casa, y así os lo advertí por anticipado.

—Estoy perfectamente en ella.

—No es más que una perrera, barón, una perrera —interrumpió Taverney—; un nido a que van tomando afición las ratas desde que los lagartos, zorros y culebras las han expulsado del otro castillo. Pero ahora, si mal no recuerdo, sois hechicero, o cosa parecida, y bien pudierais con vuestra varita levantar esa antigua Casa-Roja, sin olvidar las dos mil aranzadas de tierra que formaban su recinto; pero no hallo obstáculo en apostar que en vez de soñar en esto, habréis tenido la santa paciencia de dormir en una incómoda cama.

—¡Qué decís! Señor barón.

—No pretendáis negármelo; la conozco muy bien, es la de mi hijo.

—Os aseguro, señor barón, que la he hallado excelente. De todos modos, vuestra bondad me anonada, y desearía con todas las venas de mi corazón, demostraros mi gratitud prestándoos algún servicio.

El anciano, aunque bromeándose, no despreció el ofrecimiento.

—Pues entonces —dijo refiriéndose a La-Brie que traía un vaso de agua sobre un precioso plato de Sajonia—, ved una buena ocasión. Haced en obsequio mío lo que nuestro Señor hizo para las bodas de Canaán; haced que esta agua se convierta en vino… como el de Borgoña o Chambertin, por ejemplo, y será el mayor favor que pudierais hacerme…

Balsamo se sonrió; y el anciano tomó aquella risa por una negativa, cogió el vaso y bebió de un trago todo el líquido que contenía.

—¡Excelente específico! —dijo Balsamo—. Es el más noble de todos los elementos, puesto que sobre él era llevado el espíritu de Dios antes de formar el mundo. Nada se opone a su acción; penetra la piedra, y quizá llegue el día en que conozcamos que puede disolver el diamante.

—Entonces podrá disolverme —repuso Taverney—. ¿Queréis brindar conmigo? Es mejor que el vino por sus virtudes especiales; aún hay bastante; no ocurre igual con mi marrasquino.

—Si hubieseis dispuesto que trajesen otro vaso para mí, tal vez hubiera encontrado la forma de seros útil por medio de esa atención.

—Explicaos; y si todavía es tiempo…

—Pues claro está. Decid a ese buen hombre que lo traiga al instante.

—¿Lo oíste? —dijo el barón a La-Brie, que acto continuo se alejó para obedecer.

—Es decir que el vaso de agua pura que bebo cada mañana, contiene propiedades o secretos que hasta ahora yo desconocía. Será posible que sin apercibirme de ello siquiera, haya yo hecho experimentos de alquimia por espacio de diez años, tan fácilmente como Mr. Jourdain escribía.

—Ignoro lo que habréis hecho —contestó Balsamo con gravedad—, pero conozco lo que hago.

Y aproximándose a La-Brie, que había cumplido su encargo con la actividad de costumbre, dióle las gracias, tomó el vaso y alzándolo a la altura de sus ojos, contempló su contenido, en el cual aparecían por el reflejo de la luz, mil variados colores.

—¡Diablos!, ignoraba yo que fuera cosa tan linda lo que se ve en un vaso de agua —dijo Taverney.

—En efecto, señor barón, en particular hoy es hermosísimo.

Parecía que Balsamo redoblaba su atención, mientras el barón continuaba embobado con su plato en la mano.

—Decidme, querido huésped, decidme por Dios qué estáis viendo —dijo el barón con soflama—. ¡Jesús! Estoy impaciente. ¿Hay una herencia para mí?… ¿Una casa roja nueva?, ¡con eso soy dichoso!

—Veo una invitación que voy a transmitiros, para que estéis alerta.

—¡Cómo!, ¿irán a atacarme?

—No, señor, pero esta misma mañana os harán una visita.

—Cuidado, que si tenéis cita con alguno en mi casa, no lo pasará muy bien, porque las perdices se han concluido.

—Os digo que hablo con formalidad —replicó Balsamo—, y el personaje que en este instante se dirige hacia Taverney, es de la mayor importancia.

—¡Dios mío…!, por qué casualidad… ¿y qué especie de visita es?, decídmelo por favor, pronto; porque debo declararos, y no debéis ignorarlo, si recordáis el recibimiento nada halagüeño que os hice, que para mí, el que me visita me molesta. Así, acabad, mi querido hechicero, acabad, si podéis, de una vez, si os es posible.

—¿Posible? Para que tengáis eso menos que agradecerme os diré que es fácil.

Y Balsamo fijó nuevamente su vista en la capa de ópalo que ondeaba en el vaso.

—¿Veis? —preguntó el barón.

—Muy claramente.

—Pues entonces hablad.

—Veo venir una persona muy distinguida.

—¿Es posible?, ¿de veras? ¿Y viene de ese modo sin que le inviten?

—Se ha invitado a sí misma, y viene acompañada de vuestro hijo.

—¡De Felipe!

—En efecto.

Al oír esto el barón soltó una carcajada poco halagüeña para el hechicero y añadió:

—¡Ah, ah!, con mi hijo… ¿sostenéis que esa persona llega con mi hijo?

—Sí, barón.

—¿Conocéis a mi hijo?

—No.

—Y ahora, ¿dónde se encuentra?

—A menos de media legua.

—¿De aquí?

—Sí, señor; de aquí.

—Pero, amigo mío, ignoráis que mi hijo está de guarnición en Estrasburgo, y que sin exponerse a que le declaren desertor, lo que os juro no hará, no puede venir con nadie.

—Sin embargo, es cierto lo que he dicho —replicó Balsamo, con la vista fija en el vaso.

—Y la persona a quien acompaña, ¿es hombre o mujer?

—Es una señora, o por mejor decir, una gran señora. Mirad qué cosa tan extraordinaria.

—¿Es importante? —repuso Taverney.

—En efecto, muy importante.

—Concluid.

—Debéis alejar a vuestra criada.

—¿Y por qué?

—Porque sus facciones en parte son parecidas a las de la persona que se dirige a vuestro castillo.

—¡Y decís que es una señora… una gran señora que se parece a Nicolasa! ¿No advertís, amigo mío, que esa es una contradicción?

—¿Y por qué? Una vez compré una esclava tan parecida a la reina Cleopatra, que se intentó conducirla a Roma para que figurase en el triunfo de Octavio.

—¡Eh, eh!, ¿volvemos a las mismas de siempre? —dijo el barón.

—Haced lo que gustéis, puesto que vos, y no yo, sois el interesado en este asunto.

—¿Y por qué se habrá de ofender esa señora por su parecido con Nicolasa?

—Supongamos que fueseis rey de Francia, que a fe mía no os lo deseo, y decidme, ¿os agradaría mucho que al entrar en una casa hallaseis entre los criados una falsificación de vuestro augusto rostro?

—Poderosísimo es, en verdad, vuestro dilema: ¿y cuál sería la consecuencia?

—Que la muy alta y poderosa señora que está próxima a llegar, se molestaría al ver su viva imagen vestida con saya corta y pañoleta de algodón.

—Bueno —dijo el barón sin cesar de reír—, todo se subsanará; pero lo que más me regocija es mi hijo, ¡válgame Dios…!, qué casualidad nos trae a ese pobre Felipe, sin decir siquiera: ¡allá voy!

Y la risa de Taverney se aumentó.

—Observo —dijo Balsamo con seriedad— que mi pronóstico os ha llenado de gozo: lo celebro mucho; pero en lugar vuestro…

—¿Qué haríais?

—Dictaría algunas órdenes…

—Tenéis razón.

—No lo dudéis.

—No hay que disgustarse, querido huésped, pensaré en ello.

—Si todavía es tiempo…

—Pero… ¿habláis formalmente?

—Con formalidad, barón, y si queréis recibir como corresponde a la persona que viene a honraros con su visita, no podéis desperdiciar un segundo.

Taverney movió la cabeza.

—¡Cómo!, ¿dudáis todavía? —dijo Balsamo.

—Os declaro que tratáis con el incrédulo más obstinado.

En este instante dirigióse el barón al gabinete de su hija con el objeto de comunicarle la predicción de su huésped. Ya dijimos del modo que Andrea respondió a la invitación de su padre, y cómo Balsamo la atrajo a la ventana con su fascinadora mirada. Nicolasa estaba allí, sin entender algunas señas que le hacía La-Brie.

—Me parece imposible, y a no verlo…

—Ya que para creer necesitáis ver, volveos —dijo Balsamo extendiendo su brazo en dirección a la calle de árboles, en cuyo extremo se veía un jinete a caballo que corría a rienda suelta, haciendo retemblar la tierra bajo su casco.

—¡Ah…! —gritó el barón, asombrado—, he aquí en efecto…

—¡El señorito Felipe! —gritó Nicolasa empinándose.

—¡Él es! —dijo La-Brie con acento de alegría.

—¡Es mi hermano! —gritó Andrea tendiendo sus brazos desde la ventana.

—¿Será acaso ese joven vuestro hijo? —preguntó con socarronería Balsamo.

—Sí, señor, por Cristo… ¡Él es! —contestó el barón lleno de asombro y de terror.

—Esto no es más que el principio —replicó aquel.

—En fin; ¿queréis confesar de una vez si sois hechicero?

A los labios del extranjero asomó la sonrisa del triunfo. Cuanto más se acercaba, tanto mayores parecían las dimensiones del caballo. Bien pronto bañado en sudor, y envuelto en un vapor húmedo, cruzó las últimas hileras de árboles, y un joven oficial, de mediana estatura, lleno de lodo y con el rostro animado por la velocidad de la carrera, saltando de él con rapidez, se dirigió hacia su padre para abrazarlo.

—¡Jesús! —decía a la vez el conde viéndose vencido en sus principios de incredulidad—. ¡Jesús!

—Sí, padre mío —exclamó Felipe al ver retratado sobre el semblante del anciano un resto de duda—, ¡yo soy!, ¡yo! —¡Por Cristo!, ¡ya lo creo…!, ¡si lo estoy viendo…!, ¡qué extraña casualidad!

—Es necesario que sepáis —añadió Felipe—, que una ilustre visita se dirige hacia este punto, y que dentro de una hora, María Antonieta Josefa, archiduquesa de Austria, y princesa heredera de Francia, llegará a Taverney.

El conde, desanimado, dejó caer ambos brazos con tanta humildad, como ironía y sarcasmo había mostrado hasta entonces.

—Perdonad —dijo dirigiéndose a Balsamo.

—Caballero —le respondió este—, os dejo con vuestro señor hijo, pues habiendo estado tanto tiempo sin veros, no es extraño que tengáis uno y otro mil cosas que comunicaros.

Y saludando a Andrea, que gozosa por el feliz arribo de su hermano corría a su encuentro, se alejó haciendo una seña que Nicolasa y La-Brie entendieron sin duda, porque le siguieron desapareciendo con él bajo los frondosos árboles que se hallaban a la entrada.