Muy inquieta retiróse Nicolasa a su boardilla, aun fingiendo tranquilidad, pues en vez de la astucia y serenidad de que había alardeado, tenía una dosis más que suficiente de fanfarronería para hacerse temible y aparecer pervertida.
Aquella imaginación, naturalmente extraviada, y el espíritu viciado por las leyendas inmorales, combinábanse y alentaban el ardor de sus sentidos; pero su alma no estaba corrompida; y si en ocasiones su imperioso amor propio contenía las lágrimas que asomaban a sus ojos, estas, con violencia rechazadas, caían sobre su corazón tan corrosivas y ardientes, como gotas de plomo derretido.
La sola manifestación efectiva y verdadera en ella, fue la sonrisa de desprecio con que acogió las primeras groserías de Gilberto; y aquella sonrisa descubría todas las heridas de su corazón. No hay para qué ocultar que nuestra joven carecía de virtud y buenos principios; mas su victoria tenía a sus ojos cierto precio, y consistía en que habiendo entregado el corazón al mismo tiempo que su cuerpo, creía haber hecho no despreciable presente. La fatuidad e indiferentismo de Gilberto la rebajaban a sus propios ojos. Veíase cruelmente castigada por la culpa que había cometido; y aunque en extremo sensible a aquel dolor, lo resistió con firmeza jurándose a sí propia devolver a su desagradecido amante cuando no todo, al menos parte del mal que le había ocasionado…
Joven, vigorosa y dotada de la facultad de olvidar, tan apreciable para el que pretende dominar al que le ama, Nicolasa consiguió con relativa facilidad dormir después de haber combinado el plan de venganza con toda la astucia que podía encerrar su tierno corazón de dieciséis años. Bien pensado, la señorita de Taverney le parecía más culpable que Gilberto. Aquella joven noble, orgullosa, que trataba con tercera persona y con suma confianza a las princesas, tuteando a las duquesas y marquesas, aquella estatua de mármol, en apariencia helada y sensible a pesar de su frialdad, le parecía ridícula y mezquina al verla convertida en mujer por un Pigmaleón de aldea como Gilberto.
Indudablemente Nicolasa conocía por medio de la excelente inteligencia de que la mujer se halla naturalmente dotada, que Gilberto era superior a ella en talento, aunque inferior en todo lo demás. Sin esta superioridad de alma que aquel había adquirido con cinco o seis años de lectura, ella, la doncella de un barón arruinado, se creía rebajada al entregarse a un simple aldeano.
¿Y sería mucho mayor la culpa de su ama, si se había efectivamente entregado a Gilberto?
Después de pensarlo con detenimiento Nicolasa, comprendió que sería una bajeza revelar al conde, no lo que vio, sino lo que creía haber visto. En primer lugar tenía el convencimiento de que el barón, obrando según su carácter, únicamente reiría de aquel suceso después de haber abofeteado y despedido a Gilberto, y sabía también que este despreciaría su venganza, por mezquina y ruin que fuese.
La idea de que Gilberto sufriese por Andrea, de verlos palidecer o sonrojarse en presencia de una criada, dominar a ambos como señora absoluta, y obligar quizás a que su amante suspirase por aquellos días en que besara su mano sólo ruda en la superficie, fue lo que halagó su imaginación, lisonjeó su orgullo, y le pareció realmente favorable para ella. Combatida por estos pensamientos, que se dispuso a ejecutar, se quedó dormida.
Era ya muy de día cuando despertó, fresca, ligera, y dispuesto el ánimo para llevar a efecto su plan. Consumió en el tocador el tiempo demasiado corto de una hora, y decimos corto, porque una mano menos hábil, o más escrupulosa que la suya, hubiera necesitado el doble, sólo para arreglar su larga cabellera. Miró con placer sus ojos en un triángulo de vidrio azogado que le servía de espejo; jamás le habían parecido tan hermosos. Los labios, de un suave carmín, se redondeaban levemente bajo la sombra de una nariz afilada, y el cuello, oculto muy cuidadosamente a los ardores del sol, brillaba con la blancura de la flor de lis. Nada podía compararse con la hermosura de su pecho, y el talle extremadamente oprimido, la asemejaba a una liviana flor que dulcemente se columpia sobre el tierno tallo que la sostiene.
Viéndose tan bella, creyó fácilmente que podría despertar los celos en su ama. No estaba del todo corrompida, puesto que jamás pensó en un capricho o fantasía, y se sobresaltó al sospechar que otra persona pudiera amar a Gilberto.
Tenía autorización de Andrea para entrar en la alcoba de esta, si no había despertado a las siete, y nuestra doncella empujó la puerta, pertrechada como sabemos en lo físico y moral.
Andrea, pálida, con la frente inundada de sudor en que nadaban sus hermosos cabellos, se encontraba tendida en su lecho; su respiración era penosa, y estremeciéndose a menudo en medio de su letárgico sueño, una sombría tinta de dolor cruzaba por su rostro. Las sábanas, arrolladas, no habían cubierto su cuerpo medio desnudo, y en el desorden que denunciaba su agitación incesante, apoyando la mejilla sobre una de sus manos, estrechaba con la otra el seno de alabastro. Detenida a intervalos la respiración, escapábase como estertor doloroso exhalando débiles e inarticulados gemidos.
Nicolasa la contempló silenciosa algunos segundos, y con un movimiento de cabeza parecía hacer justicia a Andrea, porque había conocido que no había belleza que pudiera competir con la de ella.
Dirigiéndose a la ventana abrió los postigos. La onda de luz que rápidamente invadió el aposento, hizo temblar los amoratados párpados de la señorita de Taverney, que despertando entonces quiso incorporarse; pero oprimida por un agudo dolor, inclinóse con languidez, volviendo a caer sobre las almohadas sin poder contener un ¡ay!, lastimero.
—¡Válgame Dios!, ¿qué tenéis, señorita? —interrogó Nicolasa.
—¿Es ya tarde? —preguntó Andrea restregándose los ojos.
—Sí, señorita, y muy tarde; habéis permanecido en la cama una hora más de lo acostumbrado.
—No sé lo que tengo —añadió Andrea mirando en torno suyo y tratando de concentrar sus ideas—. Estoy estropeada, y me duele tanto el pecho…
Nicolasa, antes de responder, fijó sobre ella una mirada investigadora.
—Eso será sin duda principio de un constipado que habréis cogido anoche.
—Anoche —repitió aquella, asombrada, y viendo después el desorden de su traje, añadió:
—¡Qué es esto, Señor!, ¿no me he desnudado yo esta noche?
—¡Quién sabe! Sólo podréis recordarlo vos.
—Nada recuerdo —dijo Andrea oprimiéndose con ambas manos la frente—. ¿Pero qué me ha ocurrido, estoy loca?
E incorporándose segunda vez, dirigió una mirada afanosa alrededor, y haciendo un esfuerzo, prosiguió:
—¡Ah!, sí… ya me acuerdo: ayer estaba tan inquieta y aniquilada… sin duda sería la tormenta… y luego…
Al llegar a este punto detúvose recordando al extranjero que le había dirigido miradas tan extrañas.
Nicolasa señaló entonces hacia la cama que no se había descubierto en toda la noche, aunque se encontraba desaliñada y en el mayor desorden.
—¿Y luego? —preguntó con el más vivo interés—. Paréceme, señorita, que indicasteis acordaros de alguna cosa.
—Después —prosiguió Andrea—, me dormí, en el taburete de mi clave. De allí en adelante de nada me acuerdo, y naturalmente habré subido medio dormida a mi aposento, dejándome caer sobre la cama sin tener fuerza ni aun para desnudarme.
—¿Por qué no me llamasteis? —interrumpió Nicolasa con tono halagüeño—. ¿No soy quizá vuestra doncella?
—Sí; pero no me habré acordado, o no habré podido —repuso Andrea con acento candoroso.
—Hipócrita —murmuró Nicolasa.
Y añadió:
—Pero, señorita, os habréis quedado hasta muy tarde junto al clave, pues antes que hubieseis podido regresar a vuestro aposento, tuve que bajar porque oí ruido…
Al llegar a esta palabra se detuvo creyendo que sorprendería algún signo, algún gesto, pero su ama continuó serena, revelándose la tranquilidad de su alma, al través del transparente cristal de su rostro.
—Sí, señorita, bajé —repitió Nicolasa.
—Y bien —dijo Andrea.
—Que no estabais en el clave.
La hija del barón alzó su cabeza; pero en sus hermosos ojos no podían reflejarse más las señales de una extraordinaria admiración.
—Vaya si es extraño eso —exclamó.
—Pues es como lo he dicho.
—Afirmas que no me has visto en la sala, y no he salido de ella.
—Dispensadme, señorita, pero creo que sí.
—¿Adónde he ido?
—Mejor que yo debéis vos saberlo —dijo aquella encogiéndose de hombros.
—Me parece que te equivocas —dijo Andrea con benignidad—; repito que no me levanté de mi asiento, y sólo recuerdo vagamente haber tenido frío, una gran pesadez en todo el cuerpo, y mucha dificultad para andar.
—¡Oh! —agregó la criada con hipócrita sonrisa—, pues cuando yo os vi andabais sin embargo muy bien.
—¡Cómo!, ¿me viste tú?
—Sí, por cierto.
—¿Entonces, por qué decías hace poco, que no estaba en la sala?
—Porque no fue en la sala donde os vi señorita.
—¿Pues en dónde?
—En la entrada, junto a la escalera.
—¡A mí!
—A vos, a vos, señorita; me parece que os conozco bien.
—A pesar de eso, te digo que estoy segura de no haberme movido de la sala —replicó Andrea tratando con la mayor ingenuidad de reunir sus recuerdos.
—Y yo repito que estoy segura de haberos visto en el vestíbulo. Me figuré —añadió fijándose atentamente en el rostro de su ama— que volvíais de pasear por el jardín… como estaba tan hermosa la noche después de la tormenta… ¡es tan agradable pasear de noche…!, ¡el aire es tan puro y fresco…!, ¡tan grato el olor de las flores…!, que… ¿no es cierto, señorita?
—¿Por qué preguntas eso? —interrogó esta sonriendo—, ¿no sabes que no me atrevería a cruzar de noche el jardín y que soy muy medrosa?
—Sí, pero… cuando se va acompañada… no hay que tener miedo.
—¿Y quién me había de acompañar? —contestó Andrea muy ajena de sospechar que las preguntas de la doncella se iban convirtiendo en interrogatorio.
Esta no juzgó oportuno proseguir sus investigaciones, porque la serenidad de su ama le parecía el colmo del más terrible disimulo; y juzgando prudente dar nuevo giro a la conversación, prosiguió:
—¿No dijisteis que padecíais, ahora poco?
—En efecto —contestó Andrea—; y sufro en este instante también. Me siento tan abatida y desanimada sin saber por qué, pues anoche no hice más de lo que acostumbro a hacer siempre. ¡Dios mío!, si iré a estar enferma.
—Señorita, algunas veces se tienen ciertos disgustos…
—¿Y qué?
—Que causan el mismo efecto que el cansancio. Yo misma los he sufrido.
—¡Bah!, ¿qué disgustos pueden atormentarte a ti? Fue tan desdeñoso el acento de la hija del barón al decir aquellas palabras, que la doncella, tomando aliento, se decidió a hablar con más claridad.
—Sí, señorita —insistió, bajando la vista—; sí, tengo disgustos.
Andrea bajó de su lecho con languidez, y añadió al mismo tiempo que se desnudaba para vestirse nuevamente.
—Vaya; cuéntame.
—Con mucho gusto, puesto que sólo vine para referiros…
Nicolasa se detuvo.
—¿Para referirme? ¡Dios mío!, ¡qué alterado está tu rostro!
—Sí, pareceré tan agitada como vos rendida por la fatiga; ambas estaremos disgustadas sin duda.
La palabra ambas no gustó a Andrea, que, frunciendo las cejas, dejó escapar una ligera exclamación.
No causó asombro a Nicolasa, aunque el tono con que fue pronunciado pudiera haberla obligado a pensar algo.
—Ya que así lo deseáis, señorita, voy a comenzar.
—Sepamos —dijo aquella.
—Principio por anunciaros que quiero casarme.
—¡Hola! ¡Ya estás con ese antojo, y no has cumplido dieciséis años todavía!
—Señorita. La misma edad tenéis vos.
—¿Y bien?
—¡Y bien!, que aun cuando no tenéis más de dieciséis años, decidme: ¿no pensáis también en ocasiones en casaros?…
—¿En qué has podido conocerlo?… —preguntó Andrea con acritud.
Dispuesta estaba Nicolasa a responder con una impertinencia; pero se detuvo comprendiendo el carácter de su ama, y sabiendo que únicamente lograría cortar una conversación que no había llegado aún al término deseado.
—Es verdad —contestó—. No puedo saber lo que pensáis, siendo una pobre aldeana que no conoce más que lo que le inspira la naturaleza.
—¡Vaya una expresión singular!
—¡Cómo! ¿No creéis que sea natural amar a alguno y hacerse amar por él?
—Puede ser; continúa.
—Pues bien… amo.
—¿Y eres amada?
—Me figuro que sí.
Nicolasa pensó que tenía poca fuerza una duda, y que en aquella ocasión era preciso afirmar rotundamente. Así, pues, añadió:
—Quiero decir que estoy segura.
—¡Muy bien! Por lo que veo, no pierdes el tiempo en Taverney.
—Debe pensarse en el porvenir. Vos, como sois señorita, heredaréis quizá con el tiempo algunos bienes de fortuna por muerte de algún rico pariente; pero yo, que no los tengo, no puedo esperar nada.
Andrea, naturalmente bondadosa, hizo que le parecieran muy sencillas aquellas palabras, y olvidó poco a poco el tono con que las anteriores fueron pronunciadas.
—En fin —agregó—, ¿con quién tratas de casarte?
—¡Ah! Con uno a quien conocéis muy bien —respondió Nicolasa, fijando en los de Andrea sus expresivos ojos.
—¿A quien yo conozco?
—Perfectamente.
—Pues di quién es, porque me impacientas haciéndome esperar tanto.
—Temo que no os agrade mi elección.
—¿A mí?
—Sí, señorita.
—¿Es que tú misma conoces que será poco decente?
—No, no es eso.
—Pues entonces, habla sin temor. Los amos están obligados a interesarse por el criado que les haya servido bien, y yo siempre estuve muy satisfecha de ti.
—Sois muy indulgente.
—Vaya, dilo enseguida, y acaba de ponerme los corchetes.
Reunió Nicolasa todas sus fuerzas, y apelando a toda su perspicacia, dijo:
—Pues bien, es… Gilberto.
Pero al ver que el rostro de su ama permanecía impasible y sereno, quedó sorprendida.
—¡Cómo! ¿Gilberto, Gilbertillo el hijo de mi nodriza?
—Sí, señorita, el mismo.
—Pero… ¿es cierto que piensas casarte con él?
—Sí, señorita, con él.
—¿Y te ama?
Vio Nicolasa que había llegado el momento decisivo, y contestó:
—Mil veces me lo ha repetido.
—Pues entonces, puedes casarte —dijo Andrea muy tranquilamente—, no encuentro obstáculo alguno. Tú no tienes familia, y él es huérfano: ambos sois dueños de hacer lo que creáis más conveniente.
—Sin duda —tartamudeó la doncella, asombrada de ver aquel incidente concluido de un modo tan contrarío al que ella esperaba—. ¡Cómo, señorita!, ¿dais vuestro consentimiento?…
—Desde luego: lo que me parece es que sois aún demasiado jóvenes.
—Así viviremos más tiempo juntos.
—Sí, pero como sois pobres los dos…
—Trabajaremos.
—¿En qué trabajará él, si para nada sirve?
Nicolasa no consiguió contenerse más tiempo.
—Dispensadme que os diga que tratáis muy mal a ese pobre Gilberto.
—Lo trato nada más que como se merece. ¿Ignoras que es un perezoso?
—¡Cómo!, ¡si está siempre leyendo, y sólo trata de instruirse!
—Incapaz de hacer nada por nadie —añadió Andrea.
—Eso no podéis decirlo vos —replicó Nicolasa.
—¿Por qué?
—Debéis saberlo mejor que nadie, pues vos sois quien le ordena que vaya a cazar para la mesa.
—¡Yo!
—Y quien consiente que ande diez leguas en ocasiones, antes de hallar una sola pieza.
—Te aseguro que hasta ahora no he reparado…
—¿En la caza?… —dijo con malévola sonrisa la doncella.
Si el espíritu de Andrea se hubiese encontrado en su estado normal, hubiera hecho muy poco caso de aquella indirecta, y quizá no hubiese conocido el veneno que contenía el sarcasmo de su doncella; pero sus nervios sufrían un estremecimiento a cada acto de su voluntad; cada movimiento de su cuerpo se hacía ostensible con violentos sacudimientos, y la menor agitación de su alma era para ella un obstáculo casi insuperable. Reanimóse, al punto, y recobrando con la impaciencia toda la penetración que su abatimiento le había impedido tener desde el principio de la escena:
—¿Qué charla la sabidilla? —preguntó, dirigiéndose a su doncella.
—Señorita, yo no afirmo que tenga saber, eso queda para las grandes señoras. Soy una pobre muchacha, y digo sencillamente la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que calumniáis sin motivo a Gilberto, puesto que él está siempre desviviéndose por agradaros.
—Bien; no hace más que lo que debe, y a eso está obligado en su condición.
—Pero, señorita, Gilberto no es criado, porque no cobra salario alguno.
—Con todo, es hijo de nuestros antiguos arrendadores; le damos casa y comida, y como nada hace él en cambio, puedo decir que nos roba. Pero dime, en suma, cuál es tu propósito al defenderle con ese calor, cuando nadie trata de ocasionarle el menor daño.
—¡Ah!, demasiado sé yo que no pretendéis hacerle daño alguno —contestó Nicolasa con maliciosa sonrisa.
—¡Otra respuesta que tampoco comprendo!
—Porque no queréis comprenderla sin duda.
—Basta —dijo Andrea con áspero tono—; vas a explicarme enseguida lo que quieres dar a entender con tus palabras.
—¡Ay, señorita!, de qué serviría explicarme, si lo sabéis mejor que yo misma.
—Todo lo contrario: nada sé; ni me es posible descifrar esos enigmas. ¿No solicitabas mi consentimiento para casarte?
—Sí, señorita, y os ruego también que no me aborrezcáis porque Gilberto me quiere.
—¿A mí qué me importa que Gilberto te quiera o te deje de querer? En verdad que ya me tienes mareada.
La cólera de Nicolasa contenida tanto tiempo, comenzó a exteriorizarse.
—Quizás habréis dicho estas mismas palabras a Gilberto.
—¿Hablo yo nunca a tu Gilberto? Vamos, déjame en paz; estás loca.
—Sin embargo, señorita, aun cuando decís que no le habláis, no debe, según me figuro, hacer mucho tiempo.
Andrea dio algunos pasos hacia Nicolasa, cubriéndola con una mirada altiva y desdeñosa.
—Hace una hora que andas con rodeos, y al fin sales con una impertinencia. Quiero que esto concluya de una vez.
—Pero… —interrumpió Nicolasa muy alterada.
—Dices que he hablado con Gilberto.
—Sí, señorita, lo digo.
Acudió entonces a la imaginación de Andrea un pensamiento que hasta entonces había creído imposible.
—Esta infeliz está celosa; Dios me perdone —exclamó riéndose a carcajadas—. Vamos, pobrecilla, descuida; jamás miro a tu Gilberto, y no podría decirte ni siquiera de qué color son sus ojos.
Decidida estaba ya Andrea a perdonar lo que en su opinión era no ya una impertinencia sino una locura. La doncella, antes al contrario, considerándose ofendida, no se creía en el caso de ser perdonada.
—¡Es claro! No es muy a propósito la noche para distinguir los colores.
—¿Qué has dicho? —preguntó Andrea, que a pesar de ir ya entendiendo, no podía suponer tanta audacia.
—Digo, que si habláis con Gilberto siempre de noche como ayer, es mala hora para ver detalladamente sus facciones.
—¡Mira lo que dices! —repuso Andrea palideciendo—. Explícate enseguida.
—Abandonando mis planes de prudencia, esta noche vi…
—Calla, que llaman.
Oyóse efectivamente en aquel momento una voz que repetía desde el jardín el nombre de Andrea.
—Es vuestro padre con el forastero que ha pasado aquí la noche.
—Baja; dile que no puedo responder, porque estoy indispuesta, y vuelve a terminar esta extraña disputa.
—¡Andrea! —gritó el barón—; este caballero desea saber cómo has pasado la noche.
—Anda —repitió Andrea señalando a Nicolasa la puerta con ademán imperioso.
La criada obedeció sin pestañear ni replicar del modo que era preciso obedecer a Andrea siempre que mandaba alguna cosa. Esta experimentó una singular sensación al salir su doncella, y por más resuelta que estuviese a no presentarse, se sintió impulsada irresistiblemente hacia la ventana que Nicolasa había abierto.
Vio entonces a Balsamo, que, fijando su vista en ella, la saludaba con respeto.
Temblaron sus rodillas y tuvo que apoyarse en un postigo para no perder el equilibrio.
—Buenos días, caballero —respondió.
Nicolasa quedó asombrada sin poder adivinar la causa de aquella contradicción, pues en aquel mismo instante acababa de decir al barón que su hija no podría contestar.
Balsamo continuaba con la vista fija en la joven, que cayó desmayada en un sillón.