Gilberto sufrió horriblemente, mientras Andrea estuvo en el aposento de Balsamo, víctima del sueño magnético que este le infundiera.
Agazapado en la escalera, no osaba Gilberto acercarse a la puerta para escuchar lo que pasaba en la cámara roja, concibió tal desesperación, que visto el impetuoso arrojo de su carácter podía esperarse que uno de sus arrebatos pusiese fin a aquel drama.
Tan horrible desesperación se aumentaba, porque estaba convencido de su inferioridad y flaqueza; Balsamo no era más que un hombre; porque Gilberto, filósofo y espíritu fuerte, creía poco en hechicerías; pero aquel hombre era vigoroso, Gilberto débil, aquel valiente, y este excesivamente joven para serlo. Veinte veces se levantó para subir la escalera y ponerse frente al viajero, si la ocasión lo exigía, y otras tantas sus piernas se doblaron trémulas, cayendo sobre sus rodillas.
Recordó entonces que La-Brie, que era a la vez cocinero, lacayo y jardinero, utilizaba una escalera de manos para emparrar en la pared los jazmines y madreselvas, quiso buscarla para apoyarla contra la galería de la escalera y escuchar desde allí todo cuanto sucediera en el aposento del extranjero.
Presuroso se encaminó al jardín para apoderarse de ella, pero al bajarse a cogerla, oyó un ligero ruido en la casa, y volvió hacia ella los ojos.
Creyó ver en la oscuridad una sombra que cruzó el fondo oscuro que trazaba la puerta del todo abierta, tan rápida y silenciosa, que más parecía la de un espectro que la de un viviente.
Abandonó la escalera, y se dirigió hacia el castillo, dándole fuertes latidos el corazón.
Existen ciertas imaginaciones supersticiosas por precisión; y de ordinario las mejor dotadas y más exaltadas, aceptan la ficción con más facilidad que lo verdadero, encontrando lo natural demasiado común, se dejan siempre dominar por su instinto hacia lo imposible, o al menos hacia lo ideal.
Esta es la razón porque se apasionan de algún bosque sombrío, pensando hallar cavernas tenebrosas, pobladas de espíritus y fantasmas. Los antiguos, esos célebres poetas, soñaban con ellas en pleno día, con la diferencia de que su sol, foco de luz incandescente, del cual sólo nos quedan los reflejos, ahuyentaba la idea de las larvas y fantasmas, representando en su lugar las risueñas Dríadas y las ligeras Oréades.
Nacido Gilberto en un país nebuloso donde las ideas son más lúgubres, imaginóse que pasaba una visión, y esta vez, a pesar de su incredulidad, todo cuanto le había dicho aquella joven al huir de Balsamo, se presentó en su mente. ¿No podía aquel hechicero invocar un fantasma, teniendo, como lo había probado, la facultad de arrastrar al mal, al ángel mismo de la pureza?
Gilbert llamaba siempre en auxilio de su imaginación, un segundo impulso más pernicioso que el primero, y era la reflexión. Reunió todos los argumentos de los espíritus fuertes contra las sombras, y el artículo Espectros del Diccionario filosófico, le animó aumentando su terror con mayores fundamentos.
Si algo había visto, debía ser persona viva, e interesada en espiarle.
Por una parte le mostraban sus temores a M. de Taverney, y su conciencia, por otra, le dictaba el nombre de otra persona.
Alzó los ojos hacia la boardilla de Nicolasa, y no pudo descubrir claridad alguna al través de los cristales, pues ya hemos dicho que había apagado la bujía.
Profundo silencio reinaba en toda la casa, a excepción del cuarto del forastero. Miró y escuchó atentamente, y no sintiendo nada, volvió a apoderarse de su escalera, convencido ya de que no tendría sus ojos turbados como los de un hombre a quien el miedo hace palpitar el corazón apresurado, y que aquella visión sería más bien, efecto de una intermitencia de su facultad perceptiva, que la consecuencia de su ejercicio.
Cuando apoyaba la escalera en la pared y puso el pie en el primer escalón, la puerta de Balsamo se abrió, para dar salida a Andrea, que descendió a oscuras y silenciosamente, como si un poder sobrenatural guiase y sostuviese sus pasos.
Así llegó a la meseta de la escalera, rozó con el traje el sitio donde se había ocultado Gilberto, y continuó su camino.
Con la seguridad de no ser sorprendido por estar todos los de la casa encerrados en sus aposentos, nuestro joven hizo un poderoso esfuerzo, y siguió a Andrea andando de puntillas y acomodando sus pasos al de aquella, para que no lo oyese.
Juntos atravesaron la antesala; pero Gilberto, con el corazón partido, se detuvo en la puerta mientras Andrea volvió a sentarse junto a su clave, sobre el cual continuaba encendida la bujía.
Heríase Gilberto el pecho con sus uñas, recordando que en aquel mismo sitio y una hora antes besara la mano de aquella joven sin que se disgustase, y que allí había esperado ser feliz. La indulgencia de Andrea dimanaba sin duda de esa escéptica corrupción, tal como Gilberto había leído en las novelas de la biblioteca del barón, o de algunas de esas desilusiones de los sentidos, semejante a las que él había visto analizadas en algunos tratados de fisiología.
—¡Ah! —exclamó luchando entre ambos pensamientos— puesto que el ángel levanta su túnica virginal, puesto que arroja al viento su pureza y candor, yo también disfrutaré algún pedazo de su virtud, yo también exploraré su corrupción, y me aprovecharé como todos del error de sus sentidos.
Decidido a realizarlo, se lanzó hacia la sala; pero en el momento de entrar, una mano que salió de la oscuridad, se apoderó fuertemente de su brazo.
Gilberto se volvió espantado, creyendo que el corazón le saltaba.
—¡Ah!, ¿me lo negarás ahora?, ¡insolente! —pronunció a su oído una voz enérgica— di, ¿me negarás que tienes citas con ella?… ¿podrás decir que no la adoras?…
Faltaron las fuerzas a Gilberto para arrancar su brazo de aquella opresión.
Lo hubiera hecho fácilmente, porque el puño de hierro que tan enérgicamente le aprisionaba, era la débil mano de una joven, y esta joven era Nicolasa.
—Veamos: ¿qué intentas tú ahora? —le preguntó en voz baja y en tono impaciente.
—¡Hola!, ¿con que deseas que nos oigan? —dijo Nicolasa alzando la voz.
—¡No!, ¡no!, lo que deseo es que te calles —contestó Gilberto apretando los dientes y empujando a Nicolasa hacia la antesala.
—Pues entonces, acompáñame.
Gilberto deseaba alejarse de Andrea y dijo resignado:
—Lo que tú quieras. Vamos andando.
Siguió efectivamente a Nicolasa, quien le hizo entrar en el jardín teniendo cuidado de cerrar muy bien la puerta.
—Pero mira que la señorita se irá a su cuarto; y te llamará para que la ayudes a acostarse, y no podrás oírla.
—Te engañas si crees que estoy ahora para pensar en eso. Me importa muy poco que me llame o no me llame; lo que quiero es hablar contigo.
—Mujer, hablaremos mañana. Bien sabes que la señorita es muy severa y que…
—¡Eso faltaba!, ¡y conmigo!, ¡que venga…!
—Nicolasa; te juro que mañana…
—¡No me vengas con mañana!, ¡buenas promesas tienes para que una confíe! ¿No quedamos en que me esperarías a las seis cerca de la Casa-Roja? ¿Y dónde estabas a esa hora?, di. ¿No fuiste tú quién trajo a ese forastero?, quien se fíe de tus palabras… ¡vaya…!, tanto caso hago de ellas, como de las del rector del convento de la Anunciada, que, obligado a guardar el secreto de la confesión, le falta tiempo para revelar nuestros pecados a la superiora.
—Nicolasa, si se enteran, te despedirán.
—¿Y a ti no te despedirán también? ¡Ya!, como eres el galán de la señorita… el barón se asustará tal vez.
—¡A mí! —dijo Gilberto—, no hay razón alguna para que me despidan.
—Oye, ¿te ha dado permiso el barón para que hagas el amor a su hija? No me figuraba yo que fuese tan filósofo.
Con una sola palabra le bastaría a Gilberto para justificarse con Nicolasa, o al menos para demostrarle que no había complicidad por parte de Andrea, pues sólo con referirle cuanto había presenciado, por más increíble que pareciera, gracias a esa buena opinión que las mujeres forman unas de otras, no hubiera dudado en creerlo. Pero una idea oculta detuvo al joven en el momento mismo de hacer aquella revelación. El secreto de la hija del barón era de aquellos que hacen rico a un hombre, bien ambicione los tesoros del amor, bien codicie otros materiales y positivos.
Del primer género eran los que pretendía nuestro joven, calculó que la indignación de la doncella era menos peligrosa, que apetecible la posesión de su ama. Y, por lo tanto, decidióse a ocultar las novelescas aventuras de aquella noche.
—Pues lo quieres, expliquémonos.
—Muy pronto —respondió Nicolasa, cuyo carácter completamente opuesto al de Gilberto, no le hacía dueña de disimular ninguna de sus sensaciones—; Pero ahora comprendo que tenías razón al decir que no estábamos bien aquí: vamos a mi aposento.
—¡A tu cuarto! —repuso temeroso el joven—; no puede ser.
—¿Y por qué?
—¿Y si nos sorprendieran?
—¡Eres demasiado miedoso! —replicó aquella con desdeñosa sonrisa—; ¿quién vendrá a sorprendernos? ¿La señorita quizá? Efectivamente, estará muerta de celos por tan esbelto doncel; pero poco se teme a las personas cuando se conocen sus secretos. ¡Ah!, ¡ah!, ¡con que la señorita Andrea tiene celos de Nicolasa! Por mi vida que nunca esperé tal honor.
Y una sarcástica carcajada y terrible como el sordo rumor de una lejana tormenta, sobresaltó a Gilberto más que pudiera hacerlo una invectiva o amenaza.
—Nicolasa, yo no temo por la señorita, sino por ti.
—¿Sí?… ¡ya te comprendo…! Ahora recuerdo que te he oído afirmar que donde no hay escándalo, no existe culpa. A veces se vuelven jesuitas los filósofos, aunque el vicario de la Anunciada me ha dicho también eso mismo antes que tú. Por eso tal vez os citáis la señorita y tú durante la noche. En fin, basta ya de malas razones; vamos a mi cuarto.
—¡Nicolasa…! —dijo Gilberto rechinando los dientes.
—¡Qué…!
—¡Cuidado conmigo…! —contestó aquel con un ademán amenazador.
—¡Bah!, no me espantas. Una vez me pegaste porque tenías celos… Entonces me querías todavía… ocho días después de nuestro día feliz; y yo me estuve quieta. Pero hoy, no sufriré que me pegues, ¿lo entiendes?… ¡No!, ¡no!, porque ahora soy yo la celosa y tú no me quieres.
—¿Qué harás? —dijo aquel, cogiéndola por la muñeca.
—¿Qué qué haré? Gritar tanto, que la señorita vendrá a enterarse con qué derecho das a Nicolasa lo que es de ella sola en este momento. Con que haz el favor de soltarme, que te conviene.
Dejó libre la mano de la doncella, y arrastrando con precaución su escalera, Gilberto la colocó en la parte exterior del pabellón de manera que alcanzase casi a la ventana de Nicolasa.
—Para que veas lo que es la buena suerte, esa escalera que tú destinabas seguramente para asaltar la estancia de la señorita, va a servir para que bajes con el mayor primor de la boardilla de Nicolasa Legay. ¡Qué agradable es esto para mí!
Creyendo la doncella tener el triunfo asegurado, se apresuró a aprovecharse de él con la precipitación de aquellas mujeres, que si no son en efecto superiores a sí mismas en el bien o en el mal pagan siempre muy caro este tan decantado primer triunfo.
Gilberto, que conoció lo falso de su situación, siguió a la joven, reuniendo todas sus ideas y preparándose para la lucha que iba a sostener.
Como hombre prudente, se cercioró de dos cosas. Primero, se informó al pasar por la ventana de la hija del barón, que esta continuaba en la sala; y luego que llegó al cuarto de Nicolasa, que podía, sin peligro de romperse la cabeza, ganar el primer escalón y deslizarse hasta el suelo.
El aposento de Nicolasa era un desván, cuyas paredes se hallaban ocultas bajo un papel de fondo gris con ramos verdes. Sus muebles consistían en un catre, una gran maceta de geranio, colocada junto a la ventanilla, y una enorme caja de cartón, que Andrea le había prestado, la cual desempeñaba al mismo tiempo los oficios de cómoda y mesa.
Nicolasa se tranquilizó mientras subía la escalera; Gilberto, por el contrario, temblando aún por el recuerdo de las agitaciones que había sufrido, no podía adquirir su carácter sereno, y se irritaba a medida que la joven se tranquilizaba por el conocimiento de su superioridad.
Hubo algunos instantes de silencio, que Nicolasa, dirigiendo una mirada ardiente e irritada, interrumpió diciendo:
—¿De modo que adoras a la señorita, y me has engañado?
—¿De dónde has sacado eso?
—¡Es claro, tienes citas con ella…!
—¿Y cómo lo has sabido?
—¿Pues con quién estabas ahora en el pabellón? ¿Con el hechicero?
—Tal vez; ya sabes que soy ambicioso.
—Di mejor envidioso.
—Es la misma idea, pero expresada de distinto modo.
—Ya que hablas de ideas, dejemos las palabras. No me quieres, ¿es cierto?
—Yo sí… te quiero como siempre.
—¿Pues por qué te apartas de mí?
—Porque cada vez que nos encontramos no haces más que armar quimeras.
—Precisamente es porque no hacemos más que encontrarnos de paso.
—Tú sabes que siempre fui poco sociable, y que soy amante de la soledad.
—Perdón: yo no sabía que para buscar la soledad fuese preciso una escalera.
Gilberto resultó vencido en este primer punto.
—Vamos, di la verdad, si es que puedes decirla, y confiesa que ya no me quieres, o que por lo menos, nos quieres a las dos.
—Bien, y si así fuera, ¿qué dirías?
—Diría que eres un infame.
—Eso no es una infamia, sino un engaño.
—¿De tu corazón?
—No, de nuestra sociedad. Tú misma sabes que existen pueblos donde cada hombre tiene siete u ocho mujeres.
—Sí, pero no son cristianos —repuso Nicolasa llena de impaciencia.
—Pero en cambio son filósofos —dijo con orgullo Gilberto.
—Está bien. Veamos, señor filósofo, ¿qué os parecería si os imitara, y buscase un segundo galán?
—No quiero ser injusto ni tirano contigo; tampoco trato de coartar los instintos de tu corazón… siempre ha consistido la santa libertad en respetar el libre albedrío… Bueno; consiento en que varíes tu amor, pues no pretendo obligarte a una fidelidad que, según mi opinión, no es natural.
—¿Lo ves? —gritó Nicolasa—, ¿negarás ahora que ya no me quieres?
La fuerza principal de Gilberto estaba en la discusión, no porque su entendimiento tuviese la lógica necesaria, sino porque era paradójico. Por muy cortos que sus conocimientos fueran, siempre superaban a los de Nicolasa, que había únicamente leído libros de recreo, mientras que aquel, por el contrario, se entretenía en estudiar los que juzgaba instructivos y útiles. Por eso mismo iba recuperando con la discusión la serenidad que la otra no podía tener.
—¿Tenéis memoria, señor filósofo? —interrogó con irónica sonrisa la doncella.
—De vez en cuando —contestó Gilberto.
—¿Recordáis lo que me dijisteis cuando llegué cinco meses ha de la Anunciada con la señorita?
—No, pero tú puedes recordármelo.
—Me dijiste: mira, ¡soy pobre!, y por cierto que era un día que leíamos al Tanzaï, bajo una bóveda del antiguo castillo hundido.
—Está bien; continúa.
—Temblabas mucho aquel día.
—Bien puede ser, pues soy tímido de naturaleza, y trato de corregir ese defecto como todos los que tengo.
—De modo, que cuando logres corregirlos todos, quedarás perfecto —dijo la joven riendo.
—Al menos seré vigoroso, porque la fuerza emana de la sabiduría.
—¿Quieres decirme dónde has leído eso?
—¿Qué te importa? Prosigue con lo del día de la bóveda.
La doncella comprendió que iba perdiendo cada vez más terreno.
—Pues bien, soy pobre, me dijiste, nadie me ama, porque no saben lo que siento aquí… y al mismo tiempo dabas golpes en tu corazón.
—Te engañas, Nicolasa, si yo daba golpes en alguna parte al decir eso, no sería en el corazón, sino en la cabeza. El corazón no es más que una bomba que comprime la sangre, dirigiéndola a las extremidades. Para que te convenzas, lee en el Diccionario filosófico el artículo Corazón.
Y el que antes se humillaba ante Balsamo, alzaba ahora erguida su frente con presuntuosa altanería.
—Es verdad, era en la cabeza donde golpeabas. Digo, pues, que golpeándote la cabeza proseguías: «aquí me tratan como a un perro, y peor que a un perro, porque al fin Mahón es más dichoso que yo». Te contesté que hacían mal en no quererte, y que si hubieras nacido hermano mío, yo te hubiera amado mucho. Quisiera no equivocarme, pero me parece que al decir esto no hablaba con la cabeza, sino con el corazón, porque a fe mía, no he leído el Diccionario filosófico.
—Pues te equivocas.
—Entonces me estrechaste en tus brazos. «Eres huérfana, me dijiste, lo mismo que yo: si la Naturaleza no nos ha unido por los vínculos de la sangre, nos ha hecho hermanos en la miseria y en la abyección. Nos querremos, pues, como hermanos, y aún más, porque si lo fuésemos se nos prohibiría amarnos como quiero que me ames, y…» acompañaste estas últimas palabras con un ardoroso beso.
—Bien, no puedo negarlo.
—Y, ¿pensabas lo que decías?
—Seguramente. ¿Has dicho tú alguna vez una cosa sin pensar en ella antes de pronunciarla?
—De modo que hoy…
—Hoy tengo cinco meses más; sé cosas que entonces ignoraba; acierto muchas sin verlas, y ahora pienso de diferente manera.
—¡Hola! ¡Conque confiesas que eres falso, embustero e hipócrita! —exclamó Nicolasa enfurecida.
—Yo no. Pues entonces también lo sería un caminante a quien preguntasen al atravesar un valle qué tal le parecía aquel país, haciéndole igual pregunta cuando estuviese en la cumbre de la montaña que le ocultaba su extensión. Ya lo ves, esta comparación es exacta, puesto que abrazo ahora con mi vista un horizonte más amplio.
—¿De suerte que no nos casaremos?
—Jamás te lo he prometido —respondió Gilberto, despreciativamente.
—¡Ah, ah! —pronunció la joven, irritada—. Tened entendido, caballero, que Nicolasa Legay no vale menos que Sebastián.
—Todos los hombres son iguales —contestó aquel—. Pero la educación y la Naturaleza han establecido entre ellos una diferencia en valor, que consiste en el mayor o menor desarrollo de sus aptitudes.
—De modo que teniendo tú facultades más desarrolladas que yo, ¿tendrás también más valor?
—Es claro. Ya veo que si no raciocinas, principias al menos a comprender.
—Sí, señor —exclamó Nicolasa exasperándose—, sí señor, ya comprendo…
—¿Qué comprendes?
—Que eres un infame.
—Quizá lo sea. Hay muchos que nacen con perversas inclinaciones; pero también tienen voluntad para dominarlas. M. Rousseau nació con inclinaciones hacia el mal, y se corrigió a pesar de todo. Yo espero hacer lo mismo.
—¡Dios mío! —gritó la joven, ¿cómo he podido amar a un hombre como este?
—Tú no me has amado nunca —replicó fríamente Gilberto—, no he hecho más que agradarte. Viniste de Nancy, donde sólo habías visto seminaristas que te causaban risa o militares que te asustaban. Ambos éramos jóvenes, inocentes y deseosos de dejar de serlo; la Naturaleza nos hablaba con su lenguaje irresistible. Hay una cosa en nuestras venas que se enciende, cuando anhelamos algo; cierta inquietud cuyo remedio se busca en los libros, que lejos de aminorarla, la fomentan. Acuérdate que estábamos leyendo, no cuando cediste, porque bien sabes que nada tuve que solicitar de ti, puesto que nada me rehusaste; sino cuando hallamos el nombre de un secreto desconocido, y ese nombre fue durante uno o dos meses felicidad. En este tiempo, en vez de existir, no hemos hecho otra cosa que vegetar. ¿Y quién diría que hemos de ser eternamente infortunados el uno por el otro, porque hemos sido dos meses felices el uno por el otro? Calla, mujer, si se comprometiera uno de tal manera al dar y recibir la felicidad, sería preciso renunciar al libre albedrío, y esto es un absurdo.
—¿Son esas las máximas que enseña la filosofía?
—Estas son.
—¿Luego los filósofos nada respetan?
—Respetan la razón.
—De modo, que yo que deseaba ser honrada…
—Perdóname, si te digo que es ya muy tarde…
Enrojeció y palideció a un tiempo el rostro de la joven, como si una rueda hiciera que cada gota de su sangre diera vueltas en rededor de su cuerpo.
—Honrada, según tú mismo; recuerda que frecuentemente has dicho, para consolarme, que una esposa es honrada, cuando guarda fidelidad a aquel a quien ha entregado su corazón. ¿Has olvidado ya esa teoría sobre los casamientos?
—Yo no hablé de casamientos, sino de uniones, pues siempre he estado decidido a no casarme.
—¿Qué nunca te casarás?
—Nunca. Tengo el empeño de ser sabio y filósofo. La ciencia impone el aislamiento del espíritu, y la filosofía el del cuerpo.
—Sois un hombre despreciable, señor Gilberto, y ahora comprendo que valgo más que vos.
—En una palabra —dijo aquel levantándose—, no perdamos el tiempo tú injuriándome y yo escuchando. Me has amado porque has querido, ¿no es así?
—Así es.
—Luego no es razón para hacerme desgraciado que hayas hecho tu gusto.
—¡Qué necio! —dijo la doncella—, me cree pervertida y finge no temerme.
—¡Temerte yo! Estás loca, ¿qué harás contra mí? Vamos, los celos te ofuscan.
—¡Celos! —contestó con febril sonrisa la joven—, ¡bah!, no desatines. ¿Y de quién había de tenerlos? ¿Hay quizás una muchacha más linda que yo, en estos contornos? ¿Si tuviera las manos blancas, como las tendré el día que no trabaje, no valdré tanto como la señorita?, ¿y mis cabellos?, míralos —y la joven soltó la cinta que los sujetaba—; mis cabellos pueden cubrirme desde la cabeza hasta los pies. Soy alta, estoy bien formada —y Nicolasa apretaba su talle entre sus manos—. Mis dientes son perlas. Si miro a alguno y me sonrío, se sonroja y estremece no pudiendo resistir la penetración de mi mirada, y aunque seas el primer amante que haya tenido, no eres el primer hombre con quien he coqueteado. Escucha, Gilberto —añadió la joven imperativamente—, ¿te ríes?, pues créeme, no me obligues a declararte la guerra, no quieras que me aparte en absoluto del estrecho sendero en que me detiene todavía no sé qué vago recuerdo de los consejos de mi madre, y qué monótona prescripción de mis plegarias de la niñez. Teme, Gilberto, si pierdo simplemente el pudor, porque no sólo responderás de las desgracias que recaigan sobre ti, sino también de las que resulten a los demás.
—Enhorabuena —replicó este—, veo que te vas elevando excesivamente, y me voy convenciendo de una cosa.
—¿De qué cosa?
—De que si pretendiera ahora casarme contigo…
—Bien.
—No habías de querer.
Después de algunos instantes de meditación, Nicolasa contestó crispando sus manos y rechinando los dientes:
—No te equivocas, Gilberto. Me figuro que también principio a subir esa montaña de que hace poco hablaste; creo además que mi horizonte se ensancha; creo que estoy predestinada a figurar en el mundo, y que es muy pobre suerte ser mujer de un sabio o de un filósofo. Toma ahora tu escalera, y procura no romperte la cabeza, aunque me parece que esto sería una gran felicidad para los demás y aun tal vez para ti mismo.
Al decir esto, nuestra joven volvió la espalda a su amante, y empezó a desnudarse como si no estuviera presente.
Gilberto permaneció un instante impasible, indeciso, dudoso; porque la poesía de la cólera y la llama de los celos, habían revestido a Nicolasa de irresistible encanto, pero decidido a realizar su propósito de romper con ella, resistió aquella tentación que perjudicaría a un mismo tiempo a su amor y su ambición.
Transcurridos algunos segundos, Nicolasa, que había notado que el mayor silencio reinaba en su habitación, tendió la vista en torno suyo, y se halló sola.
—¡Marchó! —murmuró—. ¡Sí…, marchó!
Se asomó a la ventana… nada vio… todo estaba en la oscuridad… acordándose entonces de su ama, bajó de puntillas la escalera y se aproximó a la puerta del aposenté de aquella.
Escuchó unos momentos.
Nada oyó; el silencio era absoluto.
—Bien —murmuró—, se ha acostado sola y duerme.
Hasta mañana. ¡Ay!, o he de poder muy poco, o descubriré si ella le ama.