Capítulo IX

Balsamo salió al encuentro de la joven, que tan firme en su marcha como la efigie del Comendador, había llegado hasta su aposento sin apartarse en nada de la línea recta.

Por sorprendente que esta aparición fuese, para cualquier otro, no causó ningún asombro a nuestro desconocido.

—Os he mandado dormir —le dijo—; ¿habéis obedecido?

Andrea suspiró y no contestó.

Acercóse entonces Balsamo, amontonó sobre ella más cantidad de fluido.

—Deseo que habléis —le dijo.

Al escuchar esta orden, Andrea se estremeció.

—¿Me habéis oído bien? —preguntó el extranjero.

La joven hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—¿Y por qué no habláis?

Andrea llevó su mano a la garganta, expresando que no podía pronunciar las palabras.

—Bien —dijo Balsamo—, sentaos.

Cogióla de la misma mano que poco antes besara Gilberto, sin que ella lo advirtiese, y a este leve contacto, sufrió la misma conmoción que un momento antes había experimentado al recibir el poderoso fluido.

La joven, conducida por Balsamo, dio tres pasos hacia atrás y se sentó en un sillón.

—¿Ahora veis? —preguntó el viajero.

Los ojos de Andrea se abrieron más, como si quisieran abrazar todos los luminosos rayos que esparcían en la habitación los divergentes fulgores de las dos bujías.

—No os mando ver con los ojos —agregó Balsamo—, ved por el pecho.

Y al decir esto, sacó una varilla de acero, que ocultaba bajo su chupa bordada, apoyó un extremo sobre el seno palpitante de la joven, que se agitó con tal violencia como si una flecha le hubiera atravesado el corazón y cerró sus ojos.

—Vamos —dijo el viajero—, ¿es cierto que veis? Contestó Andrea con un gesto afirmativo; llevándose al mismo tiempo la mano a su frente en ademán de sufrir agudos dolores.

—¿Sentís algo? —preguntó Balsamo.

—¡Ay…!, sufro mucho.

—¿Cuál es el motivo?

—Que me forzáis a ver y a hablar.

Alzó el viajero entonces sus dos manos sobre la frente de Andrea, disolviendo una porción de fluido próximo a hacerla estallar.

—¿Sufrís todavía? —preguntó.

—No tanto —contestó la joven.

—Muy bien: mirad dónde estáis.

Los párpados de aquella permanecieron cerrados, pero su rostro se puso sombrío expresando la mayor admiración.

—En el cuarto rojo —murmuró.

—¿Con quién?

—Con vos —añadió estremeciéndose.

—¿Qué tenéis?

—Miedo… vergüenza.

—Pero ¿de qué? ¿No estamos quizá unidos por la simpatía?

—Sí, señor.

—Vos misma, ¿no conocéis la pureza de mis intentos?

—Ay, sí, cierto es.

—¿Y que os trato con el respeto que a una hermana? —Sí, bien lo sé.

Serenóse un instante su rostro, y a poco se entristecía otra vez.

—Algo me ocultáis. ¿No me perdonáis todavía?

—Aun cuando conozco que no tratáis de causarme mal, veo, sin embargo, que deseáis hacerlo a otros.

—Bien puede ser —dijo Balsamo—; pero no penséis en eso —añadió con imperioso tono.

Andrea recobró su serenidad acostumbrada.

—¿Duermen todos en la casa?

—No lo sé —replicó aquella.

—Miradlo bien.

—¿Hacia dónde queréis que mire?

—Primero hacia vuestro padre. ¿Dónde se encuentra?

—En su habitación.

—¿Qué hace?

—Está acostado.

—¿Duerme?

—No; lee.

—¿Qué lee?

—Uno de esos malos libros que pretende que yo lea.

—¿Y que vos no queréis leer?

—Sí, señor —contestó la joven con desprecio.

—Perfectamente. Podemos estar tranquilos por ese lado. Mirad ahora hacia el cuarto de Nicolasa.

—Está sin luz.

—¿Y os hace falta para ver?

—Si me lo mandáis, no.

—Bien, os lo ordeno.

—¡Ah!, ya lo veo.

—¿Qué hace?

—Está desnuda… abre con precaución su puerta… ahora baja por la escalera.

—¿Dónde se dirige?

—Se detiene en la puerta del patio… se esconde tras esa puerta… acecha… espera…

Balsamo preguntó entonces sonriendo:

—¿Es a vos a quien acecha y espera?

—No.

—Entonces podemos estar tranquilos. Cuando una joven está libre de su padre, y de su doncella, nada tiene que temer, a no ser que…

—No —contestó ella.

—¡Ah!, ¡respondéis a mi pensamiento!

—Sí: porque lo veo.

—¿A nadie amáis, según eso?

—¿Yo? —replicó desdeñosamente la joven.

—Sin duda; creo que no sería un absurdo que amaseis a alguien. No habréis salido del convento para vivir encerrada, pues al par que con el cuerpo, se da libertad al corazón.

Andrea movió su cabeza, y repuso tristemente.

—¡Ay!, el corazón está libre.

Fulguró en su semblante una cándida aureola de virginal modestia, hasta el extremo de hacer exclamar a Balsamo con gozo inexplicable, juntando sus manos como dando gracias al cielo:

—¡Una pupila, una somnámbula! Y volviéndose a la joven, repuso: —Si no amáis, no faltará quien os ame.

—No lo sé —contestó la joven dulcemente.

—¡Cómo!, ¿que lo ignoráis? —replicó Balsamo con dureza—. Considerad, que cuando pregunto, exijo que se me conteste.

Entonces apoyó de nuevo la extremidad de la varita contra el pecho de la joven.

Volvió esta a estremecerse con la impresión del dolor aunque al parecer menos agudo que antes.

—Ya sí, ya veo —exclamó—; pero ¡ay!, tened cuidado, pues de lo contrario me mataréis.

—¿Qué veis? —preguntó Balsamo.

—No… es imposible… —replicó Andrea.

—Contestad, ¿qué veis?

—Un joven que desde que salí del convento me persigue y acecha sin apartar de mí sus ojos, pero siempre se oculta.

—¿Quién es?

—No distingo su rostro, y únicamente su traje: Está vestido al parecer de artesano.

—¿Dónde está?

—Al final de la escalera: sufre… llora…

—¿Por qué no miráis su rostro?

—Porque lo oculta con sus manos.

—Mirad al través de ellas.

Andrea, haciendo un gran esfuerzo, exclamó:

—¡Gilberto! Bien decía yo que no podía ser.

—¿Por qué motivo?

—Porque no se atrevería a amarme —contestó con orgullo la hija del barón.

Balsamo se sonrió, pues comprendía muy bien a los hombres, y no ignoraba que el corazón iguala toda distancia, aun cuando sea un abismo.

—¿Y qué hace al final de la escalera?

—¡Silencio! En este momento separa las manos de la frente… se apoya en el pasamano… se levanta… sube…

—¿Dónde sube?

—Aquí… pero es inútil; no se decidirá a entrar.

—¿Y por qué no?

—Porque tiene miedo —contestó Andrea sonriendo despreciativamente.

—No obstante, podrá escuchar.

—Sin duda; ahora aplica su oído a la puerta.

—¿Os molesta?

—Sí, porque puede oírme.

—¿Será capaz de abusar, aun de vos misma, a quien ama?

—Sí, en un arrebato de cólera o de celos… ¡oh!, no lo dudéis, es capaz de todo en uno de sus ímpetus.

—Desembaracémonos de él —dijo el viajero, avanzando con presteza y ruidosamente hacia la puerta.

No había llegado aún la hora de probar el valor de Gilberto, quien, para no ser sorprendido, se subió a la baranda, deslizándose hasta el fin de la escalera.

Andrea se sobresaltó y dio un grito de espanto. Acudió entonces el extranjero, diciéndole:

—No volváis a mirar hacia ese punto, pues los amores vulgares son poco interesantes.

—¿Me hablaréis de vuestro padre el barón?

—Hablaré —contestó Andrea suspirando.

—Decidme, ¿de verdad es tan pobre como dice?

—Sí, señor.

—¿Y lo es tanto que no le sea posible procuraros distracción alguna?

—Ninguna absolutamente.

—De modo que os hallaréis aburrida en este castillo.

—Con exceso.

—¿Sois ambiciosa quizá?

—No.

—¿Amáis a vuestro padre?

—Sí —contestó casi titubeando.

—Según me pareció anoche —dijo Balsamo sonriendo—, no es muy sólido ese amor filial.

—Estoy disgustada, porque ha derrochado sin consideración los bienes de mi madre, de manera que el pobre Casa-Roja se aburre en su guarnición, careciendo de medios para dar al nombre de nuestra familia el timbre que corresponde.

—¿Quién es ese Casa-Roja?

—Mi hermano Felipe.

—¿Por qué le llamáis Casa-Roja?

—Porque este es, o mejor dicho, era el nombre de uno de nuestros castillos, y los primogénitos de la casa lo usaban, hasta que por muerte de su padre tomaban el de Taverney.

—¿Amáis mucho a vuestro hermano?

—¡Ay, mucho, sí, mucho!

—¿Más que a nadie?

—Más que a nadie.

—¿Y por qué lo queréis con tanta pasión siendo así que amáis tan moderadamente a vuestro padre?

—Porque su corazón es noble y sacrificaría gustoso su vida por mí.

—En tanto que vuestro padre…

Andrea permaneció silenciosa.

—¿No respondéis?

—No quiero responder.

El viajero no creyó oportuno violentar en aquel momento la voluntad de la joven. Además, que tal vez estaría ya suficientemente instruido sobre aquel asunto.

—¿Dónde se encuentra vuestro hermano?

—De guarnición en Strasburgo.

—¿Le veis?

—¿En dónde?

—En Strasburgo.

—Yo no le veo.

—¿Conocéis la ciudad?

—No.

—Vamos, pues yo la conozco: ¿os desagrada que vayamos en su busca?

—De ningún modo. Al contrarío.

—¿Está en el teatro?

—No.

—¿Y en el café de la plaza con los demás oficiales?

—Tampoco.

—Mirad el aposento de vuestro hermano, y respondedme si está en él.

—Nada veo: sospecho que ya no está en Strasburgo.

—¿Conocéis el camino?

—No.

—Poco importa; yo le conozco. Vamos a ver. ¿Está en Savernia?

—No.

—¿Y en Sarbruck?

—Tampoco.

—¿En Nancy?

—Esperad, esperad…

La joven permaneció muda y pensativa; su corazón latía violentamente.

—¡Lo veo, lo veo! —gritó con estrepitosa alegría— ¡ay… qué felicidad…!, ¡mi querido Felipe…!

—Sepamos, ¿qué hay?

—¡Querido Felipe! —continuó Andrea, con ojos radiantes de emoción.

—¿Dónde está?

—Cruza a caballo una ciudad que conozco perfectamente.

—¿Cuál es?

—¡Nancy, Nancy!, ¡dónde estuve en el convento!

—¿Estáis segura de que es él?

—¡Oh… sí!, los hachones que le rodean alumbran muy bien su rostro.

—¡Hachones decís! —exclamó Balsamo admirado—. ¿Qué hachones son esos?

—¡Está a caballo, a caballo, próximo a la portezuela dé un magnífico coche, brillante como el oro!

—¡Ah…! —exclamó el viajero, que al parecer conocía aquel suceso—, ¿y a quién lleva en ese coche?

—¡Una joven…! ¡Oh, y qué majestuosa… qué linda… y qué hermosa es…! ¡Ay, se me figura haberla visto en otra ocasión! No, no me engaño; pero… es muy parecida a Nicolasa.

—¡Cómo! ¿Nicolasa se parece a esa joven tan altiva, tan majestuosa y tan bella?

—Sí; pero se parece como el jazmín a la flor de lis.

—Respondedme: ¿qué ocurre en este momento en Nancy?

—La joven se inclina hacia la portezuela… hace una señal para que se acerque Felipe: este obedece, y se aproxima saludando muy respetuosamente.

—¿Podéis oír su conversación?

—Escucharé —dijo, y con un ademán hizo callar a Balsamo, para que ningún ruido pudiese distraer su atención.

—¡Oigo, oigo! —dijo.

—¿Qué habla la joven?

—Le dice con sumo agrado, que mande activar la marcha, y que esté dispuesta la escolta para las seis de la mañana, porque desea detenerse durante el día.

—¿Dónde?

—La misma pregunta le hace Felipe. ¡Santo Dios!, ¡quiere parar en Taverney y conocer a mi padre…! ¡Cómo!, ¡detenerse en tan pobre casa una princesa de un rango tan alto…! ¿Cómo nos vamos a arreglar sin vajilla y casi sin mantelería?

—Sosegaos. Todo se arreglará.

—¡Ay, gracias, gracias!

Andrea se incorporó un momento, y cayó rendida en su sillón, lanzando un profundo suspiro. Balsamo se aproximó a ella, variando por medio de pases magnéticos la dirección de las corrientes de electricidad, devolvió la tranquilidad del sueño a aquel hermoso cuerpo rendido de cansancio, y a aquella frente que, abrumada, caía sobre su palpitante seno.

Un sueño dulce y tranquilo apoderóse de la joven.

—Recobra tus fuerzas —le dijo Balsamo, contemplándola con un sombrío éxtasis—, porque pronto necesitarás toda tu lucidez.

—¡Oh ciencia! —exclamó con exaltación—, sólo tú no engañas. Luego por ti sólo debe el hombre sacrificarlo todo. ¡Qué hermosa es esta mujer…! ¡Oh Dios mío, qué ángel más puro…! ¡Tú lo sabes, tú que crías los ángeles y las mujeres! Pero… en este instante, ¿qué atractivo tiene para mí la hermosura?… ¿Qué vale la inocencia?… ¡Una simple lección, que únicamente pueden darme la hermosura y la inocencia…! ¡Perezca la criatura, por más hermosura, por más pura y por más perfecta que sea, con tal que hable…! ¡Concluyan los placeres del mundo entero, amor, pasión, éxtasis, con tal que yo pueda caminar siempre con fijo y cierto paso!

»Y tú, joven, tú, que con algunos segundos de sueño has recobrado, sólo por el imperio de mi voluntad, tantas fuerzas como si hubieses dormido veinte años, despierta, o mejor decir, vuélvete a sumergir en tu divinatorio sueño. Necesito todavía que hables. Sólo para mí vas a hablar esta vez.

Y extendió de nuevo sus manos hacia Andrea, obligándola a incorporarse bajo la influencia de un soplo potente.

Cuando después conoció que estaba en disposición, y sumisa, sacó de su cartera un papel doblado, que encerraba un rizo de pelo, tan negro y brillante como el azabache. Los perfumes de que se hallaba impregnado, habían vuelto transparente el papel.

Balsamo puso el rizo en la mano de Andrea, y la dijo:

—Ved.

—¡Otra vez! —exclamó la joven con la mayor angustia—. ¡Ay, por Dios, dejadme descansar, sufro mucho! ¡Qué bien me hallaba ahora poco, Dios mío!

—Ved —repuso Balsamo, apoyando sin piedad la extremidad de su vara de acero en el pecho de la joven.

Esta torció convulsivamente sus manos, intentando evadirse de la tiranía que experimentaba. Sus labios se llenaron de espuma, como ocurrió en otro tiempo a la sacerdotista de Apolo, sentada sobre el trípode sagrado.

—¡Jesús!, ya veo, ya veo —exclamó con la desesperación de su voluntad abatida.

—¿Qué veis?

—Una mujer.

—Bueno —exclamó Balsamo con salvaje alegría—; la ciencia no es una palabra vana como la virtud; Mesmer venció a Bruto. Veamos: describidme esta mujer para que yo conozca si os habéis equivocado.

—Alta y morena, ojos negros, brazos robustos…

—¿Qué hace?

—Corre, vuela y huye en un hermoso caballo cubierto de sudor.

—¿Hacia dónde va?

—En esa dirección… —contestó la joven señalando al Oeste.

—¿Por la carretera real?

—Sí.

—¿De Châlons?

—Sí.

—Perfectamente. Por el mismo camino que yo. Como yo, camina a París; allí la alcanzaré.

Se dirigió a la joven y le arrebató el rizo que esta no había abandonado.

—Descansad —le dijo.

Los brazos de Andrea cayeron sin fuerza a lo largo de su cuerpo.

—Sentaos ante el piano.

La hija del barón dirigióse a la puerta, y al llegar a ella vaciló, porque sus rodillas no la sostenían, a causa del cansancio que las quebrantaba.

—Recobrad fuerzas y continuad —gritó Balsamo envolviéndola con mayor cantidad de fluido.

Andrea, semejante al generoso alazán que toma aliento para obedecer la voluntad de su amo, por más injusta que sea, marchó.

Balsamo abrió entonces la puerta, y Andrea, que aún estaba dormida, bajó con lentitud la escalera.