Siendo Gilberto de inferior condición, estaba excluido de la sala del castillo de Taverney, y espió a todos los personajes que por su rango figuraba en él.
Observó, mientras que duró la cena, que Balsamo reía y gesticulaba; echó en olvido las atenciones con que Andrea le había favorecido, la inaudita amabilidad del barón, y el celo respetuoso de La-Brie.
Para evitar que Nicolasa le viese después que se levantaron de la mesa, se escondió en un bosquecillo de lilas, pues así se libraba de que interrumpieran su espionaje.
Nicolasa había dejado abierto, cuando hizo su acostumbrada ronda, uno de los postigos de la sala por estar inservibles sus goznes.
Aprovechó Gilberto esta ocasión para seguir el curso de sus observaciones, después que aquella se hubiera acostado.
No se nos oculta, que al decir sus observaciones, esta palabra parecerá ciertamente vaga al lector, pues ¿qué observaciones pudiera hacer Gilberto? ¿Ignoraba acaso algunas de las circunstancias del castillo de Taverney, habiendo nacido en él? ¿Le eran ajenos sus moradores, no habiendo transcurrido sin verlos ni un solo día, durante el espacio de diecisiete o dieciocho años, o es que aquella noche, no sólo estaba preocupado en acechar, sino que, además, aguardaba alguna cosa?
Así que salió Nicolasa de la casa, y después de haber lenta y descuidadamente cerrado sus puertas y ventanas, fue a pasearse al jardín manifestando con sus miradas que alguien la esperaba; mas como nada viera, se retiró, dirigiéndose a su habitación.
Mientras, Gilberto, inmóvil y oculto tras de un árbol, respirando apenas, observó todos los movimientos y ademanes de la doncella. Cuando esta desapareció, y hubo visto luz por las ventanas de la boardilla, cruzó de puntillas el espacio vacío, llegó hasta la ventana, y protegido por la oscuridad, devoró con su vista a Andrea que estaba sentada con pereza delante del clave; esperó sin siquiera saber lo que esperaba.
En este momento José Balsamo penetró en la sala.
Se estremeció, y su ardiente mirada se fijó en los dos personajes de la escena que anteriormente hemos referido.
Creyóse que Balsamo cumplimentaba a Andrea por su habilidad, que esta le contestaba con su acostumbrada indiferencia, que insistía él sonriendo, y que ella suspendía su tocata para despedir a su huésped.
Miró la gracia con que este se retiraba; pensó comprenderlo todo, y no había entendido nada, porque la realidad de aquella escena era el silencio.
Tampoco pudo escuchar nada: sólo percibió la gesticulación de los labios y los ademanes de los brazos. ¿Y cómo había de venir, por buen observador que fuese, en conocimiento de un misterio, cuando aparentemente todo pasaba con naturalidad?
En cuanto salió Balsamo, siguió Gilberto contemplando la belleza de Andrea en su negligente y graciosa postura; mas se sorprendió cuando después de algunos segundos de observación, conoció que dormía. Se detuvo algunos minutos más en aquella actitud para convencerse si era el sueño quien ocasionaba su inmovilidad, y, convencido de ello, levantóse estrechando con ambas manos su cabeza, como si temiera que estallase por la multitud de pensamientos que le acosaban, y dirigiéndose hacia la joven, en un ímpetu de voluntad semejante a un vértigo de furor, exclamó:
—¡Sólo una vez… acercar a mis labios su mano… y después… la muerte! ¡Sí, Gilberto, sí…!, ¡yo la quiero…!
Y obediente a su propio mandato, se precipitó a la antesala y llegó a la puerta, que se abrió tan silenciosa para él como para Balsamo.
Pero al verla abierta, y hallarse ante la joven, conoció cuan temeraria e imprudente era la acción que comenzaba a ejecutar. ¡Él…! ¡Gilberto…!, ¡el hijo de un labrador y de una aldeana…!, ¡él…!, ¡tímido y respetuoso que apenas osara alzar los ojos delante de la altanera y desdeñosa joven, iba a tocar con sus labios la extremidad del vestido o las punta de los dedos de aquella majestad dormida, que pudiera al despertar confundirle con su mirada…!
Los engañosos y enloquecedores rayos de esperanza que un momento extraviaron su imaginación y trastornaron su cerebro, se disiparon con este recuerdo. Recostado en el dintel de la puerta, sintió sus rodillas vacilar, y temió caer al suelo.
Pero la meditación o el sueño de Andrea era tan profundo, que ignorando Gilberto a cual de estas dos cosas estaba entregada, ni se movió siquiera aun cuando pudiera escuchar fácilmente los latidos de su corazón, inútilmente comprimidos en su pecho.
La admiró tan bella, con la frente apoyada en la mano, los largos cabellos, sin polvos, esparcidos por su cuello y espalda, que su deseo adormecido pero no apagado por el temor, ardió en su corazón con mayor violencia.
Se apoderó de él un nuevo vértigo, parecido a una embriagadora locura, y una poderosa necesidad de tocar algo que estuviese en contacto con la joven, le impulsó a dar un paso más hacia ella.
El entarimado crujió; un sudor glacial inundó su frente; pero Andrea no dio señales de oír nada.
—¡Duerme! —exclamó—. ¡Oh ventura!, ¡está durmiendo!
Y se detuvo a tres pasos, admirado del no acostumbrado brillo de la lámpara que próxima a extinguirse, despedía sus postrimeros resplandores, precursores de las tinieblas.
No obstante, el más profundo silencio reinaba en todo el castillo, pues La-Brie estaría seguramente dormido, y la luz no se veía en el cuarto de Nicolasa.
—¡Adelante! —dijo.
Y avanzó por segunda vez; crujió también el entarimado, pero Andrea no se movió. Tan extraordinario sueño produjo en Gilberto admiración y terror.
—¡Duerme! —repitió con esa volubilidad del pensamiento, que hace variar veinte veces en un minuto las resoluciones de un amante o de un cobarde; pues cobarde es el hombre que es impotente para dominar su corazón. ¡Dios mío, duerme! ¡Dios mío!
Y luchando con estas febriles alternativas de temor y de esperanza, continuó avanzando hasta llegar a dos pasos de ella. Todo cuanto le sucedió en aquel momento, fue efecto de algún encanto. Al entrar en el luminoso círculo en que dormía la joven, se sintió como detenido por algún oculto poder, y si en aquel instante hubiese intentado escapar, la fuga le habría sido absolutamente imposible. Sólo tuvo fuerzas para caer de rodillas.
Silenciosa e inmóvil continuaba Andrea como una estatua. Tomó entonces Gilberto con ambas manos la extremidad de su traje, lo estrechó contra sus labios, y levantando después su cabeza lentamente sin atreverse a respirar, trató de encontrar y fijar las miradas de Andrea, cuyos ojos, aunque abiertos, no tenían vista.
Desconociendo Gilberto la causa de aquel maravilloso éxtasis, permanecía de rodillas, fascinado por la sorpresa. Vagó un momento en su mente la espantosa idea de si estaría muerta; y para desengañarse cogió su mano, que encontró tibia; y si bien su pulso latía uniforme, quedó inmóvil en la suya. Arrobado por tan voluptuosa presión, se figuró que Andrea veía, sentía y había adivinado su insensata pasión. Su ciego corazón llegó además a creer que ella esperaba su visita, que el silencio expresaba su consentimiento, y la inmovilidad su favor.
Entonces levantó la mano de Andrea a la altura de sus labios, e imprimió en ella delirante un apasionado beso.
Se estremeció entonces la joven, y Gilberto sintió que ella le rechazaba.
—¡Soy perdido! —murmuró tocando el suelo con su frente, y abandonando pesaroso la mano.
Alzóse ella de improviso con la cabeza erguida como si obedeciera al impulso de algún resorte, o arrastrada por alguna oculta fuerza, pasó junto a Gilberto rozándole el hombro, sin dignarse siquiera fijar su vista en él, que humillado en tierra, abismado de vergüenza y terror, le faltaba aliento, hasta para implorar un perdón que no esperaba alcanzar, y continuó avanzando hacia la puerta con paso violento y penoso.
Al ver Gilberto que se alejaba Andrea, se levantó sobre una de sus manos, y volviéndose lentamente, la siguió con la vista extraviada.
Ella, en tanto, prosiguió en dirección a la puerta, la abrió, y cruzando la antesala, llegó junto a la escalera.
Gilberto, pálido y trémulo, la siguió arrastrándose sobre sus rodillas.
—¡Ay de mí! —exclamaba—, es su enojo tal, que ni aun se ha dignado manifestármelo. Busca a su padre tal vez, le referirá mi vergonzosa locura, y me echarán a la calle como a un lacayo.
El joven enloqueció con la idea de que se vería obligado a abandonar a Taverney, que no vería más a la que era su luz, su alma y su vida, la desesperación le hizo cobrar ánimo: levantóse y se lanzó hacia Andrea gritando:
—¡Perdonadme, señorita, perdonadme por Dios!
Pero esta no dio indicios de haberle oído y pasó adelante sin detenerse en el cuarto de su padre.
Gilberto se tranquilizó.
Subió Andrea la primera grada de la escalera y luego la segunda…
—¡Dios de bondad! —murmuró Gilberto—, ¿adónde va? Esa escalera sólo conduce al cuarto que habita el extranjero y a la boardilla de La-Brie. Si buscara a este llamaría o tiraría de la campanilla. Irá acaso… ¡Oh!, no es posible.
Y sus puños se crisparon por la rabia, sólo al pensar que Andrea se atreviese a entrar en la habitación del extranjero.
Sin embargo, la joven se detuvo ante la puerta de este.
Un sudor frío bañó la frente de Gilberto, y se cogió a los hierros de la escalera para no caer en tierra. Todo cuanto veía y creía adivinar, le parecía horroroso y fatal.
La puerta de Balsamo estaba entornada. Sin llamar Andrea la empujó. La luz iluminó de pronto sus facciones tan nobles y puras, y se reflejó como oro en sus ojos, que llevaba abiertos.
Fácilmente nuestro joven pudo conocer al extranjero, que estaba de pie en medio de la habitación con la vista fija, entrecejo arrugado y el brazo extendido en actitud imperiosa.
La puerta se cerró.
Gilberto se sintió desmayar. Una de sus manos soltó los hierros, su abrasada frente se apoyó lánguida sobre la otra, y girando sobre sí mismo a semejanza de una rueda que escapa del eje, cayó exánime sobre la helada losa de la primera grada, con la vista fija sobre aquella puerta maldita que concluía de ocultar todos sus ensueños pasados y esperanzas, para el porvenir.