Capítulo VII

Ya que esta fanfarronada pareciera muy exagerada, o que no lo entendiese, el barón no perdió de vista a su hija hasta que desapareció. Después, cuando el eco de su clave le probó que estaba en la sala vecina, se decidió a despedir a aquel extraño huésped, y le propuso darle un guía que le condujera hasta la ciudad más próxima.

—Ahí tengo un matalón —dijo—, que aun cuando reviente llegará, y al menos estaréis seguro de dormir como corresponde. No quiero decir con esto que falte un cuarto y cama en Taverney; pero cada cual entiende a su manera la hospitalidad: tengo por divisa bien o nada.

—Luego ya veo me tratáis como a un importuno, y me arrojáis de vuestra casa —contestó Balsamo disimulando con una sonrisa el disgusto que aquella contrariedad le producía.

—¡No por Dios! Os considero un buen amigo, y daría pruebas de quereros mal, al permitir que pasaseis aquí la noche. Mucho siento verme obligado a expresarme con tanta franqueza; pero lo hago para descargar mi conciencia, porque os declaro que me habéis cautivado.

—Si lo que decís es cierto, ¿por qué me obligáis a levantarme cuando estoy cansado, y a correr a caballo, pudiendo reposar tranquilo y a gusto en una cama? Vamos, amigo mío, no me exageréis tanto vuestra medianía, o tendré que molestarme, y creer que hay mala intención de vuestra parte.

—No insisto más; os quedaréis en el castillo, pues así lo deseáis; y dirigiéndose entonces a La-Brie:

—Ven acá, pícaro viejo —le dijo. Tímidamente se adelantó La-Brie.

—¡Acércate, tunante, no te detengas!, dime: ¿crees tú que el cuarto rojo esté habitable?

—Sí, señor, pues ya sabéis que en él se aloja el señorito Felipe cuando viene al castillo.

—No digo que no valga para un pobre teniente, que viene a pasar tres meses en casa de un padre arruinado; pero pregunto si está capaz de recibir a un rico y gran señor que viaja en posta con cuatro caballos.

—Sea cualquiera la disposición que presente, le parecerá bueno —contestó Balsamo.

Taverney dio a entender por un mohín que sabía lo que decía, y agregó en voz alta:

—Bien; pues que el señor se ha empeñado en quedarse aquí, condúcele para que se le quiten las ganas de volver a Taverney. ¿Conque estáis resuelto a pernoctar en esta casa?

—Completamente.

—Vamos a ver si arreglamos…

—¿Qué?

—Que tengáis que ir a caballo.

—¿Adónde?

—¿Adónde ha de ser?… a Bar-le-Duc.

Balsamo decidióse a esperar hasta su fin el desenlace de aquella proposición.

—¿No llegasteis hasta aquí con caballos de posta?

—A no haber venido con Satán… es muy evidente…

—Dificultaría el creerlo así, puesto que según me ha parecido estáis con él en buenas relaciones.

—Agradezco infinito la buena opinión que, según veo, habéis formado de mí.

—¡Está bien! Pero decidme: ¿qué obstáculo ponéis para continuar vuestro viaje de la misma manera que hasta aquí?

—Porque es imposible. ¿No os he dicho ya que de cuatro caballos sólo restan dos? Además, que el carruaje es muy pesado y esos animales necesitan también descansar.

—Basta: ya veo que os halláis enteramente decidido a pasar la noche en esta casa, y que serían inútiles todas mis observaciones.

—En efecto, y lo hago para poderos expresar mañana mi gratitud…

—Y lo podréis hacer a poca costa.

—¡Decidme de qué modo!

—Es claro, que siendo tanta la intimidad que tenéis con los moradores del infierno, alcanzaréis por medio de ellos que descubriese yo el sitio donde se oculta la piedra filosofal.

—Si tenéis en ello mucho empeño…

—Me sorprende esa pregunta. ¿Y quién no lo desearía?

—En tal caso, podéis dirigiros más fácilmente a otra persona.

—Mostrádmela…

—¡Yo mismo!, y repito lo que me dijo Corneille en cierta ocasión que pasábamos juntos el Puente Nuevo en París: cabalmente hace cien años de esto…

La-Brie —gritó el conde interrumpiendo aquella conversación que, en hora avanzada y con semejante hombre, se hacía extraña y peligrosa—. La-Brie, apresúrate, bribón, y busca una bujía para alumbrar al señor.

Cumpliendo la orden, llamó a Nicolasa para que precediese al viajero y orease la habitación.

Agradeció Andrea aquel pretexto que permitía alejar a su doncella, y quedarse a solas con sus pensamientos.

El conde saludó y se retiró a su aposento. Entonces recordó el huésped la promesa hecha a Althotas, sacó el reloj y conoció que se habían perdido treinta minutos, puesto que ya habían transcurrido dos horas y media, desde que el anciano quedó dormido. Preguntó a La-Brie si el carruaje se hallaba en el mismo sitio, y este le contestó afirmativamente. Se informó del mismo, que Gilberto era, en efecto, un holgazán, que hacía ya una hora cuando menos que dormía. Dirigióse entonces hacia el cobertizo para despertar a su maestro, fijándose en la topografía del camino para volver a su habitación.

Conoció que no era exagerada la manifestación hecha por el dueño de aquel castillo sobre su miseria, porque los muebles de que tenía que ser el dichoso propietario por aquella noche, contrastaban con los restantes de la casa. Un lecho de encina, cuya colcha de viejo damasco verde estaba convertida en amarillenta por el uso; una mesa de la misma madera con pies torneados; una gran chimenea de piedra de la época de Luis XIII rellena de antiguas gacetas, a la que prestaría alguna suntuosidad el fuego en invierno, pero que por no tener caballete, leña y demás utensilios necesarios, presentaba un desconsolador aspecto: por último, dos sillas y un carcomido armario pintado de un color parduzco, componían el mueblaje de aquella habitación.

Oreada esta, Nicolasa se marchó a la suya; La-Brie trató de arreglar algún tanto los muebles, y Balsamo, después de cumplir durante este tiempo con la palabra que había dado a su maestro, regresaba, no sin haberse detenido de paso, a escuchar en la puerta de Andrea.

Esta había conocido que en el momento en que salió del comedor, se hallaba libre de la misteriosa influencia que el viajero ejerciera sobre ella durante la cena.

Después que se alejó de aquel hombre tan extraño, se puso a tocar su clave para procurarse una distracción y luchar con sus ideas.

Al pararse aquel ante su puerta, hizo ciertos signos y ademanes que parecían, o eran, quizá, conjuros.

El aria que pulsaba la joven se fue debilitando por grados, y en aquel instante apoderóse de ella la misma sensación que antes había experimentado. Sus hermosos brazos cayeron inertes sobre sus rodillas, y su cuerpo adormecido se volvió lentamente hacia el lugar donde estaba el viajero, semejante al de una persona que obedece a su pesar, al imperioso poder de un extraño influjo.

Cual si penetrara con su vista al través de aquella puerta, Balsamo sonrió su triunfo en la oscuridad.

Conoció sin duda que se habían realizado sus deseos, pues en aquel mismo instante subió la escalera que conducía a su aposento.

En tanto que este se alejaba, Andrea se volvía hacia su clave con movimiento tan pausado como antes, y el viajero oyó, al llegar a la última grada, la continuación del aria interrumpida.

Enseguida que entró en su dormitorio, despidió al criado; pero este, aunque acostumbrado a obedecer a una señal, se detuvo junto a la puerta.

—¿Qué hay? —preguntó Balsamo.

Aquel introdujo entonces la mano en el bolsillo de su chupa, y sin despegar sus labios se puso a tocar un objeto que en él se ocultaba.

—¿Tenéis que decirme algo, amigo mío? —preguntó Balsamo acercándose a él.

Aquel hombre hizo un supremo esfuerzo sobre sí mismo, sacó entonces su mano, y dijo:

—Señor, quería advertiros que habéis sin duda sufrido una equivocación esta noche.

—¿Yo?, ¿y en qué?

—Me habéis dado un luis, creyendo sin duda que eran cinco reales; —y abriendo su mano a la vez le enseñó una moneda nueva y reluciente.

Contempló Balsamo a aquel pobre viejo, sorprendiéndose de encontrar en él una honradez tan poco común entre los hombres; y sacando una moneda de igual valor, la puso junto a la otra.

La alegría que sintió La-Brie es imposible describirla, al ver tan extraordinaria generosidad. ¡Hacía más de veinte años que sus ojos no habían visto brillar oro…!

Casi no se convencía de que era poseedor de aquel tesoro, y fue necesario, para que lo creyera, que el mismo desconocido las introdujese en su bolsillo.

Entonces se retiró, andando hacia atrás como el cangrejo y haciendo reverencias: pero Balsamo le detuvo.

—¿Qué acostumbras a hacer por las mañanas en este castillo? —preguntó.

—El señor barón despierta muy tarde; pero la señorita Andrea madruga siempre.

—¿A qué hora se levanta?

—A eso de las seis.

—¿Duerme alguien en la habitación que cae encima de esta?

—Señor, yo.

—¿Y en la de abajo?

—Nadie, porque allí está el portal.

—¡Bueno!, ¡gracias, amigo! Puedes retirarte.

—Buenas noches, caballero.

—Buenas noches, y no me descuides el carruaje.

—¡Ah!, señor, podéis dormir tranquilo.

—No tengáis miedo si oís ruido o veis luz, porque está habitado por un antiguo criado impedido que me acompaña. Advertidlo también a Gilberto, no sea que vaya a incomodarle, y decirle además que necesito hablar con él mañana. Conque no lo olvidaréis, ¿es cierto, amigo mío?

—Os digo con seguridad que no. ¿Pero nos vais a abandonar tan pronto?

—No lo sé todavía —repuso Balsamo sonriendo—, aunque necesitaba llegar a Bar-le-Duc mañana en la noche.

Exhaló La-Brie un profundo suspiro de resignación, y dirigiendo su última mirada al lecho, acercó su bujía a la chimenea para caldear la habitación, quemando todos aquellos papeles.

—No —le dijo Balsamo deteniéndole—, dejad esas gacetas, pues si no duermo, me distraeré leyéndolas. La-Brie se inclinó, y se retiró.

Balsamo aproximóse entonces a la puerta, para escuchar las pisadas del viejo criado, que primero se oyeron en la escalera, y después siguieron resonando hasta el cuarto en que vivía.

Enseguida se asomó a la ventana, y divisó en la otra nave del pabellón el aposento o más bien boardilla de La-Brie; y gracias a la luz, que aún permanecía encendida, pudo observar a la joven que se desnudaba, asomándose a veces a la ventana para mirar hacia el patio.

Balsamo la examinó con una atención que seguramente no había querido dispensarle durante la cena.

—¡Extraña semejanza! —murmuró. Apagóse entonces la luz de la boardilla, a pesar de no haberse acostado la joven que la habitaba, y el barón siguió recostado en la pared, mientras que sonaban las cuerdas del clave.

Escuchó si algún otro ruido se agregaba al del instrumento; y cierto ya de que sólo velaba la armonía en medio de aquel silencio general, abrió la puerta que La-Brie había cerrado al retirarse: bajó la escalera, y empujó con tanta suavidad la de la sala principal, que giró sin ruido sobre sus usados goznes.

Andrea paseaba sus bonitas manos, de una blancura mate, sobre las teclas de marfil del instrumento. Veíase incrustado en el esculpido pavimento un espejo, cuya desconchada doradura había desaparecido tras una mano de color pardo.

El aria que tocaba la joven, era melancólica y triste. Tal vez improvisaba y recapacitaba en el clave recuerdos de su pensamiento o fantásticas visiones de su joven fantasía. Acaso su alma, contristada por su mansión en Taverney, se separaba un momento del castillo, para confundirse en los umbrosos y floridos vergeles de la Anunciada[9] de Nancy, tan frecuentado por gozosas colegialas. Su vacilante y turbia mirada se confundía entonces en la oscura luna del espejo, suspendido ante ella, reflejando las tinieblas que no llegaba a iluminar en la extremidad de aquella espaciosa sala, la llama de la única bujía, que colocada sobre el clave, bañaba de luz el rostro seductor de la joven.

La música se amortiguaba por momentos… Andrea repasaba en su memoria las extrañas visiones de aquella noche, y las extrañas sensaciones que había experimentado; pero antes que su pensamiento pudiera fijar alguna de sus ideas, se agitaron sus miembros, como si el contacto de algún ser animado en medio de aquella soledad la llenase de estupor.

Aún no había terminado Andrea de darse la razón de tan singulares impresiones, cuando tornaron a presentarse ante su vista, y todo su ser se conmovió como si una descarga eléctrica la agitara. Volvió los ojos en su alrededor y fijáronse sus ideas, pues pudo divisar entonces en su espejo el movimiento que hacía la puerta al abrirse, y una sombra que se deslizó lentamente hacia el interior de la pieza.

Quedaron los dedos de la joven inmóviles y entorpecidos sobre las teclas.

Sin embargo, aquella sombra no debía inquietarla, porque sumergida en las tinieblas, pudiera fácilmente ser la de su padre o Nicolasa. Nada más natural, por otra parte, que La-Brie, antes de acostarse, viniera con cualquier pretexto a aquel salón. Esto ocurría con frecuencia, y el discreto y fiel doméstico lo hacía con la mayor cautela para ocasionar el menor ruido posible. Sin embargo, Andrea distinguía con los ojos de su alma, que no era ninguna de aquellas tres personas.

Con paso lento y silencioso, la sombra continuaba avanzando, naciéndose cada vez más distinta en medio de la oscuridad; y cuando llegó al círculo que marcaba la luz de la bujía, Andrea conoció al viajero, que tanta inquietud le había producido, pálido, y con su casaca de terciopelo negro.

Algún misterioso y extraño motivo le habría tal vez obligado a despojarse del vestido de seda que antes le cubriera.

Quiso retroceder y gritar; pero Balsamo, extendiendo sobre ella sus brazos, le cortó la palabra.

Hizo un poderoso esfuerzo, y se dirigió a su huésped, exclamando:

—¡Caballero…!, ¡caballero…!, ¡por amor de Dios!, ¿qué os proponéis?

Sin contestar sonrióse Balsamo, y Andrea cogió con avidez aquella expresión de su rostro que reflejó en el espejo.

Trató de incorporarse por segunda vez, pero fue inútil porque un poder invencible y un letargo que tenía algo de encantador la imposibilitaba para levantarse de su sillón, mientras que su mirada fija parecía clavada en el mágico espejo.

Al pasar por esta nueva sensación, el horror se apoderó dé ella, pues conoció que estaba a merced de aquel hombre que le era desconocido.

Con su esfuerzo sobrenatural abrió su boca para implorar socorro; y extendió Balsamo sus manos sobre la cabeza de la joven, la cual no pudo pronunciar una palabra.

Quedóse muda, y su pecho palpitaba con un calor narcótico, que subiendo paulatinamente al cerebro, invadió como un vapor todo su cuerpo.

Creyó Balsamo percibir en este instante un ligero ruido hacia la parte de la ventana, y, al movimiento que hizo, vio el rostro de un hombre que huía por la parte exterior de los cristales.

Sus cejas se fruncieron, y cosa extraordinaria, el semblante de la joven imitó aquella misma expresión de desagrado.

Dirigiéndose al lado de Andrea, bajó las manos que tenía sobre la cabeza de la joven, las volvió a levantar con suavidad, bajándolas de nuevo, aglomerando así, en pocos instantes, numerosas columnas de electricidad.

—¡Dormid! —dijo.

Y, como opusiera aún alguna resistencia a aquel mandato:

—¡Dormid! —repitió con imperioso acento—: ¡Dormid!, yo lo quiero.

Andrea apoyó el codo sobre el clave, descansó la cabeza en su mano, y se quedó dormida, cediendo desde entonces a la poderosa voluntad del extranjero.

Se retiró este enseguida, andando hacia atrás; y cerrando la puerta tras de sí, subió la escalera en dirección a su cuarto.

En el momento que se cerró la puerta del salón, el rostro que Balsamo había visto asomado a los cristales, apareció de nuevo. Era el de Gilberto.