Capítulo VI

El espíritu de observación de José Balsamo encontraba un campo amplio en cada detalle de esta existencia extraña y aislada, perdido en un rincón de la Lorena. Sólo el salero ya le revelaba toda una cara del carácter del barón de Taverney, o más bien, su carácter bajo todas sus caras.

Ya sea curiosidad o movido por otro sentimiento, Balsamo consideraba a Andrea con una perseverancia tal, que dos o tres veces, en menos de diez minutos, las miradas de la joven chica debieron encontrar los suyos. Primero, la pura y casta criatura aguantó esta singular mirada sin confusión, pero por fin su fijeza se hizo tal, que mientras el barón despedazaba un trozo con su cuchillo de la obra maestra de Nicolasa, una impaciencia febril, que le hizo montar la sangre a las mejillas, comenzó a apoderarse de ella. Pronto, sintiéndose turbada bajo esta mirada casi sobrehumana, trató de desafiarlo, y fue a ella, a su vuelta, quien miró al barón de sus grandes ojos claros y dilatados. Quedó otra vez vencida, y sus párpados inundados del fluido magnético que exhalaba la ardiente pupila de su huésped; se cerraron tímidos y pesados para no volverse a alzar sino vacilantes.

Mientras se sostenía esta secreta lucha, el barón reñía, reía y renegaba, pellizcando al mismo tiempo el brazo de La-Brie, que desgraciadamente encontró cerca en el momento en que su irritación nerviosa le obligaba a pellizcar algún objeto. Ya intentaba quizá hacer lo mismo a Nicolasa, cuando su vista se detuvo por primera vez sin duda sobre las manos de la joven doncella.

—¿No reparasteis qué dedos tan lindos tiene esta muchacha?, ¡qué uña tan afilada…!, sí, señor… y se torcería con mucha gracia sobre la piel, si no fuese por esas malditas tareas domésticas.

Poco acostumbrada a las alabanzas del barón, la joven observaba sonriendo, más admirada que envanecida.

—Ciertamente —prosiguió el barón conociendo lo que pasaba en el corazón de la coqueta doncella—. Déjate querer… toma mi consejo… Os advierto, querido huésped, que esta señorita no es beata como su ama, y que no le disgusta algún requiebro.

Miró Balsamo a la hija del barón, y vio que el más profundo desdén se reflejaba en su hermoso semblante. Intentando entonces armonizar el suyo con el de la altiva joven, observó que aquella se lo agradeció sin duda, pues desde aquel momento le miró con menos dureza, o mejor dicho con menos inquietud que hasta entonces.

—¿Creeríais, caballero —continuó el barón pasando el dorso de su mano por la mejilla de Nicolasa, decidido a galantearla aquella noche—, que esta señorita ha venido también del convento con mi hija, que ha recibido alguna educación y que jamás abandona a su ama? Es una abnegación que volvería locos de alegría a los señores filósofos que creen que están dotados de alma los señores de esta especie.

—Si no se separa de mí, no es por abnegación, sino porque se lo tengo expresamente ordenado —contestó Andrea disgustada.

Entonces miró Balsamo a Nicolasa para observar la sensación que causarían en ella las orgullosas palabras de su ama, y conoció por la crispatura de sus labios, que no era indiferente a las humillaciones propias de su clase.

Dejó de reflejarse esta impresión como un relámpago en la faz de la doncella, cuando al volverse con el fin de ocultar sin duda alguna lágrima, su vista se fijó en una ventana del comedor que daba al patio. Balsamo, que al parecer entrevió algún nuevo descubrimiento, siguió la mirada de Nicolasa, y divisó el rostro de un hombre asomado a los cristales.

—¡Demonio! —dijo para sí—, esto se va haciendo interesante; en esta casa hay, por lo que veo, muchos secretos. No obstante, antes de una hora pienso descubrir los de la niña. Ya sé los del padre, y llevo casi adivinados los de la criada.

El silencio se generalizó durante algunos instantes, y el barón, que lo advirtió, se apresuró a interrumpirlo, diciendo.

—¿En qué pensáis, amigo mío? Os ruego dejéis para la cama estas cavilaciones, puesto que el esplín es un mal muy contagioso. En testimonio de ello, ved a mi hija, ya está meditabunda; lo mismo sucede a su doncella, y me atrevo a asegurar que ese holgazán que nos ha traído las perdices, anda también haciendo calendarios.

—¿Quién? ¿Gilberto?

—Sí, señor, ese filósofo del temple de La-Brie. Ya que incidentalmente he hablado de ellos, decidme, barón: ¿sois partidario suyo por ventura?

—Ni partidario ni enemigo, puesto que a ninguno conozco.

—Mucho me complace que no tengáis trato con esa casta de animales ponzoñosos, pues con sus disparatadas máximas han conseguido corromper toda la monarquía. En Francia nadie ríe ya, sólo se ocupan en leer. ¿Y qué leen? Frases semejantes a estas: «Es imposible que el pueblo sea virtuoso, bajo un gobierno monárquico[4]». «La verdadera monarquía, no es otra cosa que una constitución imaginaria, que sólo sirve para corromper la moral y dominar a los pueblos[5]». «Si el poder del soberano no emana de Dios, debe compararse con las plagas y castigos del género humano[6]». Decidme, ¿no os parece que son en extremo halagüeñas estas palabras? ¿Para qué serviría un pueblo virtuoso? ¡Ay! Su Majestad lo echó a perder todo desde el momento en que habló con M. de Voltaire, y leyó las obras de Diderot.

Balsamo distinguió entonces el mismo rostro que antes apareció en los cristales; pero se retiró al momento que fijó en él su mirada.

—¿Esta señorita es filósofa también? —preguntó sonriendo el viajero.

—Aun cuando desconozco en absoluto qué cosa es filosofía, comprendo que todo lo que es severo y formal es de mi aprobación.

—Sea enhorabuena —exclamó el barón—. Vamos, hija mía, nada es tan severo como vivir bien: si así lo haces, se cumplirán tus deseos.

—Supongo que esta joven no ha de tener motivo alguno para odiar la vida.

—Según y conforme —replicó Andrea.

—¡Otra palabra necia! —dijo el barón—, y lo que siento es que mi señor hijo me saltó el otro día con esa misma contestación al pie de la letra.

—¡Hola! ¿Conque además tenéis un hijo? —preguntó Balsamo.

—Sí, señor, desgraciadamente tengo un vizconde de Taverney, que ahora es teniente de guardias del Delfín: ¡otra buena alhaja…!

Estas últimas palabras las pronunció el barón con marcada acentuación como si hubiese querido tragarlas.

—Amigo mío, os felicito.

—Sí, señor —añadió el anciano—, otro filósofo… que ya me desespera… ¡Pues si se atrevió a decir en cierta ocasión que debería libertarse a los negros! ¿Qué sería del azúcar? —pregunté—. ¿No sabes que me gusta el café muy dulce como al rey Luis XV? Más valdría —replicó— que nos privásemos de él, y no presenciáramos el cruel y bárbaro tratamiento que sufre esta raza… —de monos, agregué—, y los favorezco mucho. El niño trató de sostener entonces que todos los hombres son hermanos… ¡No cabe duda, es preciso que tenga la cabeza a pájaros para decir tan enormes disparates! ¿Qué os parece?… ¡hermano yo de un mozambique…!

—No, sin duda, esa es una exageración.

—Sin embargo, convendréis conmigo en que estoy lucido con mis dos hijitos. No podrán ciertamente decir que se parecen a su padre. La niña es un ángel y su hermano un apóstol. En fin, ¡cómo ha de ser…! Bebed un trago amigo, aunque es detestable este vino…

—A mí me parece excelente —dijo Balsamo mirando al mismo tiempo a Andrea.

—¡Vamos! ¡Vamos!, basta ya de filósofos, o cuidadito conmigo, no os haga predicar un sermón para mi hija. Pero no, los filósofos no tienen religión, aun cuando es muy útil. En otros tiempos se cumplía con creer en un solo Dios y el rey, pero por falta de creencia, nos vemos hoy obligados a estudiar en tantos autores, y creer en tantas cosas que… vamos, prefiero no dudar nada. En mi época se aprendían cosas agradables, y así todos sabíamos jugar al faraón, al biribi, o a los tres dados; tirar a la espada[7] a pesar de cuantos edictos y prohibiciones publicaban, y arruinar duquesas para arruinarse luego por las bailarinas. No es este prójimo el que menos ha hecho, puesto que malgasté toda mi hacienda de Taverney con las artistas de la Ópera. Y os ruego que me creáis, ahora me pesa, porque el hombre sin dinero no es hombre. Tal cual me veis, os pareceré viejo, ¿es verdad? ¡Y qué queréis que parezca, estando arruinado, y viviendo en una cueva con mi peluquín raído y este gótico frac! Que miren y comparen a mi amigo el mariscal, y al verle tan engalanado y elegante, habitando en París con doscientas mil libras de renta, se le creerá joven, lozano, dispuesto y afortunado, aunque tiene diez años más que yo. ¡Diez años! ¡Sí señor!

—¿Os referís a M. Richelieu?

—Claro está.

—¿Al Duque?

—¡A quién ha de ser, al cardenal! ¿Por qué soy yo tan viejo como este?

—Mucho extraño que viváis lejos de la corte, contando allí con amigos tan poderosos.

—¡Qué! Esta es una escapatoria momentánea, pues pienso volver pronto a ella —contestó Taverney, dirigiendo al mismo tiempo una significativa mirada a su hija.

—A pesar de todo, el mariscal protegerá, sin duda, a vuestro hijo en su carrera.

—¡Ah mi hijo! ¡Bah! Ni pensarlo; lo aborrece.

—¡Cómo!, ¿al hijo de un amigo?

—Sí, señor, y yo le doy la razón.

—¿Y eso lo decís vos?

—¡Y cómo queréis que no lo deteste! ¿No os he dicho que es filósofo?

—Nada le queda Felipe a deber —interrumpió Andrea muy sosegadamente. Y enseguida, dirigiéndose a su doncella, añadió:

—Nicolasa, quita esta mesa.

—¡Ay! —exclamó el barón lanzando un suspiro—, ¡ay!, cuando recuerdo aquellos tiempos en que estaba en la mesa hasta las dos de la madrugada… Entonces lo merecía la cena, y cuando había satisfecho el apetito, bebía buenos tragos. ¿Pero cómo queréis que beba ahora esta aguachirle?

Y hablando con Nicolasa añadió:

—Oye, muchacha, mira si hay todavía marrasquino, y tráenos un frasco.

—Ve —dijo Andrea a su criada, que se detenía esperando a que su señorita confirmase aquella orden.

Encontrábase el barón recostado en su sillón y con los ojos cerrados, exhalando melancólicos y grotescos suspiros.

—Íbamos hablando del mariscal de Richelieu —continuó Balsamo, decidido a continuar aquella conversación.

—En efecto —contestó Taverney tarareando al mismo tiempo un aria tan tétrica como sus suspiros.

—¿Aun cuando aborrezca a vuestro hijo, y habéis dicho que con razón por ser filósofo, mantendréis las relaciones con él, puesto que vos no lo sois?

—¡Quién! ¡Yo filósofo! Ni pensarlo.

—Supongo que tendréis honores: ¿habéis servido al rey?

—Durante quince años. Fui edecán del mariscal, hicimos juntos la campaña de Mahón, y nuestra amistad data… esperad… sí… desde el célebre sitio de Philippsburg, es decir, desde 1742 o 1743.

—¡Hola! ¿Conque estuvisteis en el sitio de Philippsburg? Yo también me encontré en él.

Se incorporó el anciano en su sillón, y mirando a Balsamo cara a cara con ojos espantados, le dijo:

—¡Cómo…! ¿Pues qué edad tenéis?

—No tengo edad —contestó este, acercando al mismo tiempo su vaso para que el marrasquino le fuese servido por la hermosa mano de Andrea.

El conde interpretó a su modo aquella respuesta convenciéndose de que Balsamo tenía algún motivo particular para ocultar sus años.

—Dispensadme, caballero, que os diga que no representáis la edad que tendría un soldado de Philippsburg. Veintiocho años han trascurrido desde el sitio de aquella ciudad, y si no me engaño no representáis más de treinta.

—¡Bah! ¿Quién no tiene treinta años? —dijo con indiferencia el viajero.

—¡Yo, pardiez! —interrumpió el conde—, pues hace justamente treinta que dejé de tenerlos.

Andrea miraba al extranjero con una insistencia que indicaba el irresistible atractivo de la curiosidad. Efectivamente, aquel hombre se mostraba cada instante a ella con calidades distintas.

—Por mi vida —replicó el barón—, que me confundís… aunque creo más probable que estéis engañado, tomando a Philippsburg por alguna otra ciudad. Cualquiera diría que no tenéis más de treinta años: ¿es cierto, Andrea?

—Efectivamente —contestó esta, queriendo otra vez, aunque en vano, sostener la poderosa mirada de su huésped.

—No, no —replicó este— sé lo que digo, y digo verdad. Hablo del famoso sitio de Philippsburg, en el que el duque de Richelieu mató en duelo al príncipe de Lixen su primo. No hay duda, que el desafío se verificó al volver de la trinchera… en el camino real… sobre la izquierda… y por cierto que le atravesó de una estocada. Pasé precisamente en el momento en que el príncipe de Dos-Puentes le sostenía agonizante entre sus brazos, y estaba sentado a la orilla del foso, en tanto que M. de Richelieu limpiaba con tranquilidad la hoja de su espada.

—Me desconcertáis, caballero —dijo el barón—; en efecto… Sucedió como decís.

—¿Os han referido el lance? —preguntó Balsamo con indiferencia.

—¡Cómo!, si yo lo presencié: si tuve el honor de asistir como testigo del mariscal, que por cierto no lo era todavía, aunque esto no es del caso.

—Aguardaos… —dijo Balsamo observando atentamente al barón.

—¿Qué?

—¿No usabais el uniforme de capitán en aquella época?

—En efecto.

—¿Servísteis en el regimiento de caballería ligera de la reina, que fue derrotado en Fontenoy?

—¿Os hallasteis también en Fontenoy? —preguntó el barón con ironía.

—No —contestó pacíficamente Balsamo—, cuando lo de Fontenoy, ya había muerto.

El barón abrió asombrado sus ojos, Andrea se estremeció y Nicolasa persignóse.

—Pues como iba diciendo… —continuó Balsamo—, ahora recuerdo, como si lo viera aún, que vestíais el uniforme de caballería ligera, y observé al pasar que llevabais del diestro vuestro caballo y el del mariscal, durante el desafío. Me acerqué entonces a vos, y me contasteis todos los pormenores de aquel lance.

—¡Quién!, ¿yo?

—¡No lo dudéis!, ¡vos mismo! Os reconozco muy bien, y me acuerdo que teníais entonces el título de caballero, por más señas, que comúnmente os llamaban el caballerito.

—¡Diantre! —exclamó Taverney maravillado.

—Perdonadme, si no os he reconocido antes; pero no debéis ignorar que treinta años desfiguran mucho a un hombre. ¡Brindemos por el mariscal de Richelieu, barón! —agregó Balsamo vaciando su vaso.

—¿Qué me visteis en aquella época? —insistió este—. ¡Es imposible!

—Os vi —contestó Balsamo.

—¿En la carretera?

—En la carretera.

—¿Sujetando los caballos?

—Sí señor: sujetando los caballos.

—¿Durante el duelo?

—Ya os he dicho que cuando el príncipe murió.

—Pues entonces contaréis cincuenta años.

—Tengo los suficientes para haberos visto.

El barón se removió en su sillón con movimiento tan desesperado, que Nicolasa no pudo reprimir la risa: Andrea se quedó pensativa, con los ojos fijos en los de Balsamo.

Se creería que este sólo esperaba aquel momento que ya había previsto, pues, levantándose enseguida, lanzó dos o tres miradas a la joven, que se estremeció como si le hubiera tocado una emoción eléctrica.

Sus brazos se entorpecieron, e inclinando su frente sonrió a pesar suyo al extranjero, y cerró sus ojos.

Este le tocó un brazo, y ella se estremeció nuevamente.

—¿Y vos también, señorita, creéis que miento cuando pretendo haberme encontrado en el sitio de Philippsburg?

—No, señor: yo lo creo —articuló Andrea haciendo un esfuerzo sobrehumano.

—Entonces yo estoy chocheando, a menos que el señor sea duende o alma del otro mundo.

Nicolasa abrió sus ojos llena de estupor.

—A saber —contestó Balsamo con una gravedad, que concluyó de cautivar a la joven.

—Vamos, formalmente —dijo el anciano que demostraba no estar satisfecho hasta haberlo aclarado todo—. ¿Tenéis más de treinta años? Repito que en efecto no los representáis.

—¿Queréis creerme, aunque os diga cosas aparentemente imposibles?

—No os lo aseguro —contestó el barón moviendo malignamente su cabeza, mientras que Andrea no perdía ni una palabra de aquella sorprendente conversación—. Os hago observar que soy muy incrédulo.

—¿Y por qué hacéis preguntas, si no creéis en las respuestas?

—Bien… bien… os creeré, os creeré. ¿Estáis satisfecho?

—Os repito como antes, que no sólo os vi sino que además os conocí en el sitio de Philippsburg.

—Seríais un niño.

—Quizá.

—Por lo menos tendríais cuatro o cinco años.

—Os engañáis, tenía cuarenta y uno.

El barón y Nicolasa se echaron a reír a carcajadas, mientras que Balsamo añadía con gravedad:

—¡Y bien, barón!, ¿no os anuncié que no ibais a creerme?

—¿Cómo queréis que os crea? ¡Veamos…!, dadme una prueba.

—Fácil es —añadió Balsamo sin desconcertarse—. He dicho que tenía entonces cuarenta y un años, pero no que entonces fuese el mismo hombre que soy ahora.

—¡Bah! ¡Bah!, esto se convierte en gentilismo. ¡Pues si hubo un filósofo griego que se abstenía de comer habas, sosteniendo que tenían alma, ni más ni menos que mi hijo afirma que los negros también la tienen! No me acuerdo quién inventó eso. Fue… ¿cómo diablos se llamaba?

—Pitágoras —dijo Andrea.

—El mismo; los jesuitas me lo enseñaron, y el padre Poreas me hizo componer unos versos sobre este asunto en competencia con otro niño del colegio llamado Arouet. Todavía recuerdo que le parecieron los míos infinitamente mejores que los suyos. ¡Ya lo creo! Pitágoras; ese mismo.

—¿Y quién os ha dicho que yo no sea Pitágoras? —repuso Balsamo con indiferencia.

—No osaré negarlo —dijo el barón—; pero sí que no estaba en el sitio de Philippsburg, o al menos, yo no le vi.

—Es verdad —contestó Balsamo—, pero veríais al conde Juan Des-Barreaux, que militaba en los mosqueteros negros.

—¡Toma! A ese sí… y no era seguramente filósofo; pues, aunque aborrecía las habas, bien que las comía cuando carecía de otro alimento más sustancioso.

—Ahora recordaréis que el día siguiente al desafío de M. de Richelieu, estuvisteis en las trincheras con Des-Barreaux.

—¡Vaya si me acuerdo!

—No habréis tampoco olvidado que los mosqueteros negros y la caballería ligera, hacían juntos la guardia cada siete días.

—Es muy cierto, ¿y después?

—Que la metralla llovía como agua aquella noche: Des-Barreaux estaba triste, y acercándose a vos, os pidió un polvo que le ofrecisteis en una caja de oro.

—¿Qué tenía un retrato de mujer?

—¡Verdad! Me parece que la estoy viendo ahora: era rubia, ¿es verdad?

—¡Vive el cielo! —dijo el barón asombrado—; ¡tenéis razón!, ¿y después?

—Después —continuó Balsamo—, una bala rasa le deshizo la cabeza, mientras saboreaba el polvo, como ocurrió en otro tiempo a M. de Berwick.

—¡Así es! —dijo el barón—. ¡Pobre Des-Barreaux!

—¿Negaréis que os vi y reconocí en Philippsburg, como que yo era el mismo Des-Barreaux?

El conde se dejó caer atemorizado contra el respaldar, adquiriendo con su estupor una gran ventaja el extranjero.

—Estas son hechicerías, querido huésped: os hubieran quemado un siglo antes. ¡Dios mío!, ¡si me parece que ya esto huele a duendes, ahorcado y chamusquina…!

—Señor barón —contestó Balsamo sonriendo—: Debéis conocer de una vez que nunca ahorcan ni queman al que es verdaderamente hechicero, pues sólo necios son los que tienen cuentas que ajustar con la hoguera y los cordeles. Si os parece, acabaremos por esta noche, porque esta señorita se está ya durmiendo. Por lo que veo, muy poco le interesan las discusiones metafísicas y las ciencias ocultas.

Así era en efecto: Andrea, dominada por un irresistible poder, balanceaba con suavidad su frente, semejante a una flor cuyo cáliz se inclina por la gravedad de una pesada gota de rocío.

Al escuchar las últimas palabras del barón para rechazar la dominadora invasión de un fluido que la oprimía, sacudió con energía su cabeza, e incorporándose, salió vacilante del comedor, y sostenida por Nicolasa.

En aquel momento desapareció aquella cara que Balsamo había visto por los cristales de la ventana, la que reconoció por la de Gilberto.

Oyóse poco después pulsar las teclas del clave vigorosamente por Andrea y exclamó Balsamo con aire de triunfo al verla cruzar la estancia, temblando.

—¡Vamos!, ya puedo decir como Arquímedes: ¡Eureka![8]

—¿Quién es Arquímedes? —preguntó el barón.

—Un pobre sabio a quien hace dos mil ciento cincuenta años que conocí.