Capítulo V

El que se anunciaba bajo el nombre del barón José Balsamo, sorprendióse extraordinariamente de la prevención que Gilberto le había hecho por anticipado de la pobreza del barón de Taverney, al ver aquella triste morada tan pomposamente bautizada con el nombre de castillo.

La casa, que sólo tenía un piso, formaba un cuadrilátero a cuyos extremos se alzaban dos pabellones en forma de torrecillas. Presentaba cierto atractivo pintoresco aquel irregular conjunto, visto al pálido resplandor de la luna que se deslizaba entre las nubes desgarradas por el huracán.

En la planta baja seis ventanas, dos en cada torrecilla y una mediana fachada, cuyas dislocadas gradas formaban pequeños precipicios en cada una de sus junturas; tal era el conjunto que presentóse a la vista del recién venido antes de llegar al umbral, donde dijimos que el barón lo aguardaba envuelto en una bata, y con una luz en la mano.

Era un anciano de poca estatura, que representaba de sesenta a sesenta y cinco años, con ojos vivos y frente espaciosa; cubría su cabeza una mala peluca, de la cual las bujías de la chimenea habían consumido los pocos rizos que habían respetado las ratas del armario. Tenía en su mano una servilleta no muy limpia, señal de que le habían incomodado en el momento de sentarse a la mesa.

Aquel malicioso semblante, entre el cual y el de Voltaire hubiérase hallado alguna semejanza, se animaba en aquel momento con doble expresión fácil de conocer; la política exigía por un lado que sonriese amistosamente a su desconocido huésped; pero su impaciencia trocaba esta disposición en un gesto atrabiliario y ceñudo; de manera que estando alumbrado por los temblorosos resplandores de la bujía, cuyas sombras surcaban sus principales facciones, la fisonomía del barón de Taverney podía fácilmente pasar por la de un hidalgo bastante feo.

—¿Podéis decirme, caballero —preguntó—, qué dichosa casualidad me ha proporcionado el gusto de saludaros?

—Sólo la tempestad que ha espantado mis caballos, los cuales, al escapar, han estado a pique de destrozar mi carruaje. Me encontraba en medio de la carretera sin postillones: uno se cayó del caballo, el otro se salvó en el suyo; cuando un joven a quien encontré, me indicó el camino de vuestro castillo, asegurándome que podía confiar en vuestra conocida hospitalidad.

El barón levantó la luz para alumbrar más dilatado espacio, pretendiendo descubrir mejor al imprudente que le proporcionaba aquella feliz casualidad de que acababa de hablar.

El viajero miró también a su alrededor para convencerse si se había en efecto alejado su joven guía.

—¿Sabéis cómo se llama el que os ha encaminado a mi castillo, caballero? —preguntó el barón de Taverney, afectando gran deseo de conocer aquel a quien debía expresar su reconocimiento.

—Creo que se llama Gilberto.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Gilberto…! Jamás supuse que fuese útil ni aun para eso. ¡Ah! ¡Conque es el holgazán Gilberto…! ¡El filósofo Gilberto…!

Conoció el recién llegado por este flujo de epítetos acentuados con tono de amenaza, que se miraban con pocas simpatías el señor feudal y su vasallo.

—En fin —dijo el barón después de un momento de silencio, no menos expresivo que sus palabras—; hacedme el favor de pasar.

—Dejadme antes, señor barón, que mande introducir mi carruaje en la cochera, pues tengo en él objetos de mucho valor.

Y dijo esto de manera tan expresiva, que obligó a ser creído.

—¡La-Brie! —gritó el barón—, ¡La-Brie!, colocad el coche del señor bajo el cobertizo, pues estará mejor resguardado que en medio del patio, puesto que todavía no está enteramente destechado. En cuanto a los caballos, es cosa muy distinta, no puedo aseguraros si encontrarán o no algo qué comer, pero os será indiferente, puesto que siendo de la posta, no os pertenecen.

—De todos modos, caballero —dijo con impaciencia el viajero—, si no os molesto demasiado… y así me va ya pareciendo…

—¡Oh! Nada de eso, caballero —interrumpió con agrado el barón—, no me molestáis; vos sólo seréis el incomodado.

—Podéis contar con mi gratitud.

—No me ilusiono —dijo el barón alzando de nuevo la bujía para dirigir el círculo de luz hacia la parte donde José Balsamo, ayudado de La-Brie conducía su carruaje; y levantando la voz a medida que su huésped se alejaba— no me ilusiono —repitió—: Taverney es muy triste, y sobre todo muy pobre morada.

El viajero se hallaba demasiado ocupado para responder; pues aprovechándose de la invitación del barón, buscaba el paraje menos arruinado del cobertizo para resguardar su coche, y cuando lo halló, volvió a reunirse al barón, dejando antes un luis de oro en la mano de La-Brie.

Este último lo guardó en su bolsillo, creyendo que sería una moneda cuando más de cinco reales, dando gracias al cielo por aquella inesperada ganancia.

—Dios no consienta que forme el concepto que vos demostráis haber formado de vuestro castillo —repuso Balsamo saludando al barón, que en prueba de haber dicho verdad, le condujo, moviendo la cabeza, al través de una espaciosa y húmeda antesala, murmurando al mismo tiempo:

—¡Bien!, ¡bien!, sé lo que digo, conozco desgraciadamente la escasez de mis recursos. Señor barón, si fuerais francés, aunque vuestro acento alemán me indica lo contrario, y vuestro nombre italiano… Pero en fin, esto importa poco; si fuerais francés, el nombre de Taverney traería a vuestra memoria recuerdos de lujo: en otros tiempos decían Taverney-el-Rico.

Balsamo creía que aquella frase concluiría con un suspiro, pero se equivocó.

—¡Filósofo tenemos! —dijo para sí.

—Por aquí, señor barón, por aquí —continuó el de Taverney y franqueando la puerta del comedor—. ¡Ea!, tío La-Brie, servidnos como si vos solo representaseis a cien lacayos de casa real.

El criado se apresuró a obedecer a su amo.

—Caballero —dijo Taverney—, sólo este lacayo tengo, y por cierto que estoy muy mal servido. Mis facultades no me permiten tener más, y hace veinte años que este imbécil permanece conmigo sin haber recibido un maravedí de salario, y yo me encargo de su manutención… como me sirve sobre poco más o menos… ¡Veréis cuán estúpido es!

Balsamo seguía mientras el curso de sus observaciones.

—¡Mal hombre! —pensó—; pero tal vez sea todo afectación.

El barón cerró la puerta del comedor, y gracias a la bujía que levantaba por encima de la cabeza, pudo abrazar con la vista toda su extensión.

Era una gran sala baja que en otros tiempos había sido la pieza principal de una granja, elevada al rango de castillo por su propietario, y estaba tan pobremente amueblada, que a primera vista parecía vacía. Todo su adorno consistía en algunas sillas de paja, con espaldares esculpidos de grabados que representaban las batallas de Lebrun, guarnecidas de marcos de madera negra barnizada, y un armario de roble ennegrecido por el humo y el tiempo. En medio había una pequeña mesa, sobre la cual humeaba un plato de perdices y coles, y una ancha botija de barro con vino. La vajilla, que se componía de tres cubiertos y un cubilete, estaba ennegrecida y abollada por el uso, exceptuando un salero que por su peso, excelentes y lujosos cincelados parecía un diamante de gran valor en medio de guijarros, sin mérito ni brillo alguno.

—Sentaos, caballero —dijo el barón ofreciendo un asiento a su huésped, cuya escrutadora mirada había seguido con su vista—. ¡Hola!, habéis observado mi salero; lo contempláis sorprendido, es de mucho gusto; es el único objeto de la casa digno de presentarse; pero no: me equivoco, ¡a fe mía que aún tengo otra alhaja de mucho valor!, ¡es mi hija!

—¿La señorita Andrea? —dijo Balsamo.

—La señorita Andrea, sí señor —dijo el barón extrañando que su huésped estuviese tan bien enterado—; y deseo presentaros a ella. ¡Andrea! ¡Andrea!, ven, hija mía, no temas.

—Yo no temo, padre mío —contestó con voz dulce y sonora al mismo tiempo, una alta y linda joven que se presentó a la puerta, sin manifestar turbación ni osadía.

Balsamo se inclinó respetuosamente ante aquella soberana beldad, a pesar de ser, como ya sabemos, plenamente dueño de disimular sus sensaciones.

Efectivamente, Andrea de Taverney, que acababa de llegar, parecía dar brillo, adorno y belleza a cuanto la rodeaba. Sus cabellos de oro flotaban con negligencia sobre su ebúrneo cuello; los ojos negros, brillantes y rasgados, poseían una mirada fija como la del águila, y más suave que la perfumada brisa matutina. La púrpura de sus labios que formaban arcos caprichosos de transparente coral, blancas y afiladas manos, unidas a unos brazos torneados, y su talle esbelto al par que flexible, la semejaban a una bella estatua del paganismo a quien animara un soplo prodigioso. Diana, al atravesar los bosques armada del carcaj, tuviera envidia de la brevedad de su planta, y diríase que no podía sostener el peso de su cuerpo sino por un milagro de equilibrio. Su ropaje, aunque modesto, era de tan exquisito gusto y tan bien ajustado a los contornos de su cuerpo, que un traje completo del guardarropa de la reina, hubiera quizá parecido menos elegante y menos rico que su sencilla vestidura.

Todos estos prodigiosos detalles, se imprimieron en Balsamo al primer golpe de vista; todo lo vio y notó en el instante en que la señorita de Taverney se presentó en el comedor. No se le ocultaron tampoco al barón las sensaciones que aquel singular conjunto de perfecciones habían ocasionado a su huésped.

—Razón tenéis —dijo Balsamo en voz baja dirigiéndose a Taverney—, esta señorita es de una prodigiosa hermosura.

—No lisonjeéis tanto a esa pobre Andrea, caballero —contestó fingiendo la mayor indiferencia el barón—; hace poco salió del convento, y podría creer con sencillez lo que decís. No os hago esta observación —añadió— porque tema su coquetería; creo, por el contrario, que no tiene la que debiera, y os aseguro que como buen padre, procuro desarrollar en ella esta cualidad, que es el principal poder de las mujeres.

Andrea sonrojóse y bajó la vista al verse obligada a oír de los labios de su padre aquella teoría singular.

—¿Enseñaban esas máximas a esta señorita en el convento? —preguntó riendo Balsamo al barón—; ¿formaban también parte de la educación dada por las religiosas?

—Caballero —contestó Taverney—, ya habréis acaso conocido que tengo ideas que son exclusivamente mías.

Balsamo se inclinó, manifestando que se adhería a esta presunción del barón.

—No —prosiguió—: No deseo imitar a esos padres de familia, que dicen a sus hijas: «Sé recatada, inflexible y ciega; muéstrate honrada, generosa y delicada». ¡Imbéciles! Se parecen a esos padrinos que llevan su campeón a la liza, después de haberle desarmado, para combatir con un adversario armado de punta en blanco. ¡No!, ¡voto a Dios!, no ocurrirá eso mismo a mi hija, aunque educada en este rincón retirado de la corte.

Por más convencido que Balsamo se hallase de que el nombre dado por el barón a su castillo era el más apropiado, con todo, parecióle que lo debía contradecir por política.

—Basta, basta —replicó el anciano, respondiendo al juego de la fisonomía de su huésped—; conozco a Taverney, insisto, y por muy apartados que vivan de ese sol resplandeciente que llaman Versalles, mi hija comprenderá el mundo lo mismo que yo lo conocí en otros tiempos. Se presentará en él, y lo hará de un modo digno y conforme a mi experiencia y recuerdos… Pero os declaro, amigo mío, que todo lo ha echado a perder el convento… Yo me entiendo: mi hija es la pensionista que más se ha aprovechado del fruto de la enseñanza, y seguido la letra del evangelio. Y… ¡por Dios, barón!, convenid conmigo en que es una desgracia.

—Es un ángel —contestó Balsamo—; y en verdad os digo que nada me admira de cuanto decís.

En prueba de gratitud y simpatía, Andrea saludó al barón, y obedeciendo a un gesto de su padre, se sentó.

—Tomad asiento, si os place, barón —dijo Taverney—, y comed si tenéis apetito. Buen guiso nos ha preparado ese animal de La-Brie.

—¡A las perdices llamáis mal guisado! —dijo sonriendo el huésped al barón—; calumniáis vuestra mesa. ¡Cómo!, ¿perdices en mayo?, ¿son quizá de vuestras posesiones?

—¡De mis posesiones! Hace ya mucho tiempo que todas cuantas mi buen padre me dejó, fueron vendidas y gastadas… ¡Dios mío…!, gracias al cielo, ya no poseo una pulgada de terreno. Es Gilberto, ese holgazán que sólo sirve para delirar y leer, que habiendo robado, no se dónde, una escopeta, pólvora y plomo, va a matar estas aves, cazando furtivamente en las tierras de mis vecinos. Irá a presidio cualquier día y le dejaré ir con gusto, pues así estaré libre de él, pero mi hija es aficionada a la caza, y es preciso le perdone.

Balsamo contempló entonces el hermoso rostro de Andrea, sin manifestar el menor indicio de impaciencia, inquietud o rubor.

Sentóse a la mesa entre ella y el conde: esta le sirvió su parte de aquel manjar suministrado por Gilberto, sazonado por La-Brie, y tan despreciado del barón, sin que la penuria de la mesa la turbase.

En este tiempo, el pobre La-Brie, que no perdía ni una palabra de las alabanzas que Balsamo a él y a Gilberto tributaba, servía los platos con aire contrito, que se cambiaba en triunfante a cada elogio que el barón hacía de su guisado.

—¡Ni aun siquiera le ha puesto sal! —exclamó el barón luego que hubo devorado dos alones de perdiz servidos por su hija con una amarillenta capa de coles.

—Andrea, ofrece ese salero al señor barón.

Con inimitable gracia obedeció la joven.

—¡Hola!, barón, otra vez os sorprendo examinando mi salero —dijo Taverney.

—Os engañáis —contestó Balsamo—, pues sólo admiraba la mano de esta señorita.

—¡Oh!, ¡es correctamente a la Richelieu! Puesto que reconocéis su mérito desde luego, examinadlo despacio. El regente lo mandó hacer al platero Lucas; representa los amores de los sátiros y bacantes; aunque algún tanto libre, es precioso el cincelado.

Entonces advirtió Balsamo por primera vez que aquel grupo de figurillas, aunque obra del mayor gusto y primor, no era libre, sino obsceno. También observó al mismo tiempo el sosiego e indiferencia de Andrea, que seguía comiendo después de haberle presentado por orden de su padre aquel salero, indiferente y sin sonrojarse.

Pero como el barón se propusiese levantar aquel barniz de inocencia que cubría a su hija, semejante al vestido virginal de que habla la Escritura, prosiguió refiriendo detalladamente la perfección de aquella obra, a pesar de los esfuerzos de Balsamo por variar el curso de la conversación.

—¡Ea!, seguid comiendo, barón —dijo Taverney, porque os prevengo que no hay más platos. Quizá esperaréis asados e intermedios; desengañaos, o quedaréis completamente burlado.

—Creo —repuso Andrea con su acostumbrada frialdad—, que si Legay me ha comprendido, ya debe haber preparado una torta, cuya receta le he entregado.

—¡Cómo la receta…!, ¡habéis enseñado una receta a vuestra doncella, a vuestra doncella para que guise! Ya no falta más sino que os pongáis vos misma a cocinar. ¿Habéis oído decir en alguna ocasión que la duquesa de Chateauroux, o la marquesa de Pompadour guisasen para el rey? Pues muy al contrario, el rey era quien preparaba para ellas tortillas de huevos… ¡Vive Dios!, ¡que haya de ver yo esto en mi casa…! Barón… os lo ruego… perdonad a mi hija.

—Supongo que es preciso que comamos —contestó tranquilamente Andrea, y dirigiéndose a Legay añadió:

—¿La has hecho?

—Sí, señorita —contestó aquella presentando un plato que convidaba por su exquisito olor.

—Dios no consienta que lo pruebe —gritó Taverney enfurecido, tirando su plato.

—Es posible que al señor le agrade —dijo con frialdad Andrea.

Y dirigiéndose a su padre:

—Recordad, señor —le dijo—, que sólo quedan diecisiete platos de ese servicio que viene de mi madre.

Y enseguida partió la humeante torta que su doncella había presentado.