Capítulo IV

Lo que en primer término llamó la atención de nuestro viajero al salir del coche, fue el joven que estaba de pie y azorado. Un relámpago que centelleó en aquel mismo instante le permitió examinarle detenidamente, según acostumbraba siempre que algún objeto extraño o algún personaje desconocido se ponía delante de él.

Era un joven que tendría de dieciséis a diecisiete años, de pequeña estatura, delgado y nervioso. Los negros ojos se fijaban con resolución sobre el objeto que menos impresión le produjera, y aunque faltos de dulzura, no dejaban de tener gracia; la nariz aguileña, labios delgados y pómulos salientes, revelaban astucia y circunspección, en tanto que la decisión se manifestaba en él por la prominencia de su redonda barba.

—¿Sois vos el que ha gritado? —interrogó el extranjero.

—Sí, señor —contestó el joven.

—¿Y por qué gritasteis?

—Porque…

Nuestro joven quedóse indeciso.

—¿Por qué? —repitió el viajero.

—¿No había una señora en el cabriolé? —prosiguió el joven.

—Efectivamente.

Y los ojos de Balsamo se dirigieron hacia aquel punto, como deseando atravesar con su mirada las paredes del coche.

—¿No había además un caballo sujeto a las ruedas?

—Sí: ¿y dónde diablos está?

—La señora del cabriolé se ha marchado montada en él.

No lanzó el viajero exclamación alguna, ni dijo la menor palabra, saltó sobre el cabriolé, descorrió las cortinas de cuero, y al resplandor de un relámpago que en aquel momento brillaba en el cielo, vio que se hallaba desocupado.

—¡Sangre de Cristo! —exclamó con un rugido tan espantoso como el trueno que le acompañó—; y mirando a su alrededor para descubrir alguna forma de perseguirla, reconoció su inutilidad.

—Con uno de estos caballos —prosiguió moviendo su cabeza—, sería una necedad tratar de alcanzar a Djerid, como lo sería enviar una tortuga en persecución de una gacela… pero yo averiguaré dónde se halla, a no ser que…

Y llevando con febril rapidez la mano al bolsillo de su chupa, sacó una cartera y la abrió, encontrando un papel doblado, en el que guardaba un rizo de cabello negro.

Se serenó el viajero a su vista, y todo su ser se tranquilizó, al menos aparentemente.

—Vamos —dijo pasándose una mano por la frente, que se empapó en sudor—; vamos, bueno; ¿y nada os dijo al marchar?

—Sí, señor.

—¿Qué os ha dicho?…

—Que os participe que el temor y no el odio era el que ocasionaba su separación, y que siendo fiel cristiana, cuando vos por el contrario…

El joven dudó.

—¿Cuando yo por el contrario? —repitió el viajero.

—Ignoro si deberé decir… —dijo el joven.

—¡Decidlo, pardiez!

—Cuando vos, por el contrario, erais un ateo y un infiel, al que Dios se había dignado avisar por última vez esta noche, y que habiendo conocido este aviso del cielo, os invitaba a meditar sobre él.

Una sonrisa de desprecio apareció en los labios del viajero.

—¿Nada más os dijo? —preguntó.

—Nada más.

—Bien; pues ahora hablaremos de otra cosa.

Y las últimas señales de inquietud y disgusto, desaparecieron de su frente.

El joven advertía estas alteraciones del corazón reflejadas en su rostro, con una curiosidad, que probaba estar también dotado de cierta dosis de observación.

—Decidme ahora cómo os llamáis, amigo mío —dijo el viajero.

—Gilberto.

—¿Gilberto sólo? Supongo que ese es nombre de bautismo.

—A mí me sirve de apellido.

—Pues bien, mi querido Gilberto, la Providencia os envía para sacarme de apuros.

—Todo cuanto pueda hacer en vuestro servicio, caballero…

—Lo haréis, y lo agradezco. Sé que a vuestra edad se sirve por sólo el placer de servir. Por otra parte no es muy difícil el favor que solicito: se reduce a que me indiquéis un abrigo para esta noche.

—Ahí está esa roca —dijo Gilberto—; que me ha servido de resguardo todo el tiempo que duró la tormenta.

—Sí —contestó el viajero—; pero preferiría alguna casa donde pudiera hallar buena cama y cena.

—Esto es más difícil.

—¿Nos encontramos muy distantes de la primera población?

—¿De Pierrefitte?

—¿Se llama Pierrefitte?

—Sí, señor, y dista sobre legua y media.

—¿Legua y media? Con la noche que hace, y con sólo estos dos caballos, tardaríamos dos horas. Vamos, amiguito, pensadlo bien: ¿no hay ninguna habitación por aquí cerca?

—El castillo de Taverney estará unos trescientos pasos lo más.

—¡Ah! ¡Pues entonces…! —dijo el viajero.

—¿Qué? —interrogó el joven con la mayor admiración.

—¿Por qué no lo habéis dicho antes?

—Pero ese castillo no es una posada.

—¿Habita alguien en él?

—Seguramente.

—¿Quién?

—¿Quién ha de ser? El barón de Taverney.

—¿Quién es ese barón?

—El padre de la señorita Andrea.

—Esa noticia es interesante para mí —dijo sonriendo el viajero—; pero sólo deseaba informarme qué especie de personaje es el barón.

—Es un antiguo hidalgo de sesenta a sesenta y cinco años, y que según refieren ha sido rico en otro tiempo.

—Y ahora pobre; el mismo refrán de todos. Amigo mío, os ruego que me conduzcáis a su casa.

—¿A casa del barón de Taverney? —dijo el joven, asombrado.

—¿Acaso no deseáis prestarme ese servicio?

—Sí…, pero… pero…

—¿Qué?

—No os recibirá…

—¡Cómo!, ¿se negará a recibir a un caballero que habiéndose extraviado solicita hospitalidad? ¿Es alguna fiera ese barón?

—Pudiera ocurrir algo parecido —contestó el joven.

—Sin embargo —dijo el viajero—, quiero aventurarme.

—¡No os lo aconsejo! —respondió Gilberto.

—¡Quia!, por poco social que sea, no ha de tragarme vivo.

—No, pero os cerrará quizá su puerta.

—Entonces se la echaré abajo, y a menos que os neguéis a guiarme…

—Caballero, yo no me niego.

—Decidme, pues, cuál es el camino.

—Con mucho placer.

El viajero subió al cabriolé, y sacó una linterna.

El joven esperó, al ver que estaba apagada, a que el extranjero entrase en el interior del carruaje y le permitiese ver por la abertura de la puerta lo que en él se ocultaba; pero el desconocido se la entregó sin aproximarse siquiera al cajón. Volvióla a uno y otro lado, y terminado este examen interrogó:

—¿Qué deseáis que haga con esta linterna?

—Alumbrar el camino mientras yo dirijo los caballos.

—¡Cómo!, ¡si está apagada!

—La encenderemos.

—¡Ah! —dijo Gilberto— ¿lleváis luego en el interior del coche?

—Y en mi bolsillo también —repuso el viajero.

—Mucho trabajo ha de costar encender yesca con esta lluvia.

—Abrid la linterna —dijo aquel sonriéndose.

Gilberto lo hizo así.

—Poned vuestro sombrero por encima de mis dos manos.

Obedeció Gilberto y observaba estos preparativos lleno de curiosidad, porque no conocía otro medio de procurarse fuego sino por el eslabón y la piedra.

Sacó el desconocido un cerillo de una cajita de plata que guardaba en su bolsillo, y abriéndola por debajo, lo introdujo en una pasta inflamable sin duda, porque enseguida salió encendido.

Fue tan instantánea e inesperada la acción, que Gilberto se estremeció.

Sonrióse su compañero al ver esta sorpresa tan natural en una época en que únicamente muy contados químicos conocían los efectos del fósforo, y reservaban este secreto para sus experimentos personales. Comunicó entonces aquella mágica llama a la mecha de la bujía, cerró luego la caja guardándola en su faltriquera.

Seguía el joven aquel precioso recipiente, con ardientes miradas de codicia. Claro es que hubiera hecho muchos sacrificios por poseer aquel tesoro.

—¿Queréis guiar nuestra marcha ahora que tenemos luz? —preguntó el viajero.

—¡Vamos! —dijo Gilberto.

Adelantóse el joven y tras él el desconocido con el caballo cogido del freno.

El tiempo se tornó también más tolerable, la lluvia casi había cesado, y la tormenta se alejaba mugiendo.

El viajero fue el primero que intentó reanudar la conversación.

—¿Creo que conocéis bastante al barón de Taverney?

—Vivo con él desde mi infancia.

—¿Es vuestro pariente?

—No.

—¿Vuestro tutor?

—Tampoco.

—¿Dueño?

A estas palabras el joven se sonrojó, y sus mejillas, que de ordinario estaban pálidas, se colorearon de pronto.

—Caballero —dijo—, yo no soy criado de nadie.

—Sin embargo, algo seréis.

—Soy hijo de un antiguo colono del barón, y mi madre crio a la señorita Andrea.

—Ya comprendo, estáis en la casa como hermano de leche de aquella joven, porque supongo que la hija del barón lo es.

—Cuenta diez y seis años —contestó Gilberto desentendiéndose de una de las dos preguntas que se le dirigían y era la que le interesaba personalmente.

El viajero reflexionó, y encaminando su interrogatorio hacia otro punto, preguntó:

—¿Por qué circunstancia os hallabais en el camino a pesar del tiempo que ha hecho?

—Yo no me hallaba en el camino, sino debajo de aquella cantera.

—¿Y qué hacíais allí?

—Leía.

—¿Leíais?

—Sí.

—¿Y qué leíais?

—El Contrato social de Juan Jacobo Rousseau.

El viajero contempló entonces al joven con admiración.

—¿Cogisteis ese libro de la biblioteca del barón? —preguntó.

—No, señor: lo he comprado.

—¿Dónde… en Bar-le-Duc?

—No, a un mercader de libros que pasaba por este sitio. Hace algún tiempo que esos buhoneros pasan con frecuencia por estos pueblos con buenos libros.

—¿Quién os ha dicho que el Contrato social es un buen libro?

—Lo he conocido al leerlo.

—¿Habéis leído algunos malos que os den motivo para hacer esa comparación?

—Sí, señor.

—¿Cuáles?

—El Sofá, Tanzaï[10], Neadarmo y otros.

—¿Dónde diablos los hallasteis?

—En la biblioteca del barón.

—¿Y cómo se vale para adquirir estas novedades en un paraje como el que habita?

—Se los envían de París.

—Si es tan pobre como decís, ¿cómo es que gasta su dinero en semejantes simplezas?

—No los compra, se los dan.

—¡Ah! ¡Con que se los dan!

—Sí, señor.

—¿Y quién?

—Un gran señor, que es amigo suyo.

—¿Y sabéis cómo se llama?

—Se llama el duque de Richelieu.

—¡Cómo! ¿El viejo mariscal?

—Sí, el mariscal.

—Supongo que no consentirá que vea estos libros la señorita Andrea.

—Muy al contrario, pues andan por toda la casa.

—¿Y esa joven piensa como vos con respecto a ellos? —preguntó sonriendo con malicia el viajero.

—La señorita Andrea no los lee, señor —repuso secamente Gilberto.

El viajero guardó silencio un instante. Sin duda aquella singular naturaleza, mezcla de bueno y malo, cortedad y atrevimiento, le interesaba a pesar suyo.

—¿Y por qué habéis leído esos libros, sabiendo que eran malos?

—Porque los desconocía al abrirlos.

—Sin embargo, lo habéis sabido al principio.

—Sí, señor.

—¿Y con qué fin los continuáis leyendo?

—Porque decían cosas que yo ignoraba.

—¿Y el Contrato social?

—Demuestra lo que yo ya había pensado.

—¿Qué?

—Que todos los hombres son hermanos, que toda sociedad que se compone de amos y siervos, está mal constituida, y que llegará un día en que todos los individuos sean iguales.

Transcurrido un momento de silencio, el viajero continuó:

—¿Desearíais instruiros?

—Ese ha sido siempre mi mayor deseo.

—¿Veamos: qué quisierais aprender?

—Todo —contestó el joven.

—¿Y con que fin?

—Con el de instruirme.

—¿Hasta dónde?

Gilberto dudó. Era evidente que un pensamiento ocupaba su imaginación; pero este pensamiento nacía sin duda de un secreto que procuraba ocultar.

—Hasta donde pueda alcanzar el hombre —contestó.

—¿Habéis estudiado algo?

—¿Cómo queréis que estudie siendo pobre, y viviendo en Taverney?

—¡Cómo! ¿No sabéis de matemáticas, física o química?

—Nada, sólo sé leer y escribir, pero todo lo aprenderé.

—¿Cuándo?

—Algún día.

—¿Por qué medios?

—Lo ignoro, pero lo aprenderé.

—¡Qué joven tan especial! —murmuró el viajero.

—¡Y entonces…! —prosiguió Gilberto hablando consigo mismo.

—¿Y entonces?

—Nada.

Ya hacía un cuarto de hora que andaban Gilberto y su compañero; la lluvia cesó, y la tierra comenzó a exhalar el acre perfume que substituye en la primavera a las emanaciones abrasadoras del huracán.

Pasados algunos instantes, el joven preguntó dirigiéndose de repente al viajero:

—¿Sabéis lo que es una tormenta?, ¿conocéis las causas del rayo?

—Es —respondió aquel sonriendo— la combinación de dos electricidades; la de la nube, y la tierra.

—Yo no comprendo eso —dijo Gilberto suspirando.

El viajero se había quizá propuesto dar al pobre joven una explicación más clara, cuando una luz brilló desgraciadamente al través de las ramas.

—¿Qué claridad es esa?

—Es Taverney.

—Entonces, ¿hemos llegado ya?

—Sí, señor; y ved la puerta carretera.

—Abridla.

—¡Ay, caballero!, la puerta de Taverney no se abre tan fácilmente.

—¿Es acaso alguna plaza fuerte vuestro Taverney? Tened la bondad de llamar.

El joven dio un golpe con la mayor timidez.

—No os oirán —dijo el viajero—: Llamad fuerte.

—¿Os hacéis responsable de cuanto acontezca?

—Nada temáis.

Gilberto abandonó entonces la aldaba y suspendiéndose del cordón de la campanilla, la hizo repicar de tal manera, que se pudiera oír a una legua de distancia.

—A fe mía —dijo el viajero—, que si vuestro barón no ha oído ahora, debe ser sordo.

—¡Ah! —dijo el joven—, ya ladra Mahón.

—¡Mahón! —replicó el viajero— será quizá una memoria de vuestro barón, en obsequio a su amigo Richelieu.

—No comprendo lo que decís.

—Que Mahón es la última conquista del Mariscal.

—Caballero —dijo Gilberto suspirando tristemente—, ya os dije hace poco que soy un ignorante.

El extranjero descubrió en aquellos dos suspiros una serie de ocultos tormentos, y ambiciones comprimidas o fracasadas.

En este momento se oyeron pasos cerca de la puerta.

—¿Quién es? —pregunto el desconocido.

—Es el buen La-Brie —respondió el joven.

Abrióse la puerta; pero La-Brie, que pensaba hallar solo a Gilberto, trató de cerrarla al ver al extranjero.

—Poco a poco, amigo mío —dijo el viajero—, venimos también a esta casa; de modo que no está bien que me deis con las puertas en la cara.

—Sin embargo, caballero, debo anunciar al señor barón… una visita inesperada…

—Creedme, no es necesario avisarle. Estoy decidido a sufrir su mal humor, y si me echan, aseguro que no saldré hasta después de haberme calentado, secado y comido. He oído alabar mucho el vino de esta tierra; deberéis estar bien enterado, ¿eh?

La-Brie trató de resistir, en vez de responder a aquella pregunta, pero nuestro viajero estaba resuelto e hizo avanzar los caballos y carruaje en tanto que Gilberto cerraba la puerta. Vencido La-Brie, adoptó el partido de ir a anunciar él mismo su derrota y entró tan presuroso como se lo permitía la pesadez de sus viejas piernas, y gritando con todas sus fuerzas:

—¡Nicolasa, Legay, Legay!

—¿Quién se llama aquí Legay? —preguntó el extranjero avanzando hacia el castillo con la mayor tranquilidad.

—Es —contestó el joven bastante turbado— la doncella de la señorita Andrea.

A los desaforados gritos de La-Brie, se presentó una luz alumbrando el rostro encantador de una joven.

—¿Qué quieres, La-Brie? —preguntó aquella—; ¿qué alboroto es ese?

—Corre, Legay —gritó con voz trémula el anciano—; ve corriendo a decir al señor barón, que un forastero, sorprendido por la tormenta, solicita hospitalidad por esta noche.

La joven no esperó que se lo repitieran, y tan ligera se dirigió al castillo, que un instante después, va se había perdido de vista.

La-Brie se detuvo a tomar aliento, seguro ya de que el barón no sería sorprendido.

El mensaje tuvo rápido resultado, pues pronto se oyó una voz destemplada e imperiosa, que desde lo alto de las gradas del umbral de la puerta, repetía con tono poco hospitalario:

—¡Un forastero…!, ¿quién es? Creo que el que se presenta en una casa, debiera al menos manifestar su nombre.

—¿Es ese el barón? —preguntó a La-Brie, el causante de todo aquel barullo.

—Sí, señor, ¡ay de mí! —repuso aquel infeliz con aire contrito—; ¿habéis oído lo que pregunta?

—Pregunta mi nombre… ¿No es verdad?

—Sí, señor. ¡Y a mí que se me olvidó preguntároslo…!

—Anuncia al barón José Balsamo —dijo el viajero—, el parecido del título desarmará tal vez a tu amo.

La-Brie cumplió su encargo, reanimado un poco por el título que el desconocido se apropiaba.

—Bien: entonces —murmuró la voz—, ya que esta ahí, que pase…, adelante, caballero; por aquí…

El incógnito avanzó resueltamente, pero al llegar a la primera grada del umbral, se volvió por ver si Gilberto le seguía… y había desaparecido.