Capítulo III

Lo que ocurrió durante la conversación del viajero con el sabio fue lo que sigue.

Ya dijimos que al caer el rayo, la señora del cabriolé se había desmayado.

Algunos momentos quedó sin sentido, y como sólo el miedo había causado su desmayo, volvió de él poco a poco.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó—, estoy sola y sin auxilio. ¡No habrá quién se compadezca de mí!

—Señora —murmuró una voz tímida—, aquí estoy yo si puedo serviros en algo.

La joven se incorporó al oír estas palabras, y asomándose por las cortinas del cabriolé, vio a un joven que se hallaba de pie sobre el estribo.

—¿Sois vos, caballero, quién me ha dirigido la palabra?

—Yo soy —contestó el joven.

—¿Y me habéis ofrecido socorro?

—Sí.

—¿Qué ha ocurrido?

—Una exhalación que ha descendido casi sobre vos y ha roto los tirantes de los caballos delanteros, uno de los cuales ha huido con el postillón.

La mujer miró entonces a su alrededor, manifestando la mayor inquietud.

—Y… el que dirigía los caballos del tronco, ¿dónde está? —preguntó.

—Ha entrado en el coche.

—¿No le ha ocurrido nada?

—Nada.

—¿Me decís la verdad?

—Por lo menos se apeó sano y salvo.

—¡Ay!, gracias a Dios —dijo la joven respirando con más libertad.

—¿Dónde estabais, caballero, para venir tan a tiempo en mi socorro?

—Cuando me sorprendió la tempestad me guarecí en esa oscura cantera, y vi llegar vuestro coche a escape. Al pronto supuse que los caballos estaban desbocados; pero comprendí luego que venían guiados por una mano diestra y vigorosa. De repente cayó el rayo con un estruendo tan formidable, que permanecí durante algunos instantes anonadado, creyéndome también herido. De todo cuanto acabo de relataros, me acuerdo como de un sueño.

—De modo, ¿que no estáis seguro de que el que dirigía los caballos del tronco, se halla en el coche?

—¡Ah!, sí, señora; ya había vuelto en mí, y le vi entrar.

—Hacedme el obsequio de enteraros si todavía está en él.

—¿Cómo?

—Con sólo escuchar, pues si se halla en el interior del coche, se oirán dos voces distintas.

El joven saltó del estribo, se acercó a la pared exterior de la caja, y escuchó.

Después volvió y dijo:

—Se encuentra dentro.

La joven inclinó la cabeza en señal de gratitud; pero permaneció con su frente apoyada sobre la mano, y sumida, en apariencia, en una profunda meditación.

El servicial desconocido pudo durante este tiempo contemplarla.

Era una joven de veintitrés a veinticuatro años, la tez morena, pero de una delicadeza más agraciada y hermosa que el más subido sonrosado; sus hermosos ojos negros, levantados al cielo, a quien al parecer interrogaban, brillaban como dos luceros; y los cabellos negros, que conservaba sin polvos contra la moda del tiempo, caían en voluptuosos bucles sobre el busto.

De pronto demostró tomar alguna resolución:

—Caballero —dijo—, ¿en qué sitio nos encontramos?

—En el camino de Estrasburgo a París.

—¿Y en qué lugar de él?

—A dos leguas de Pierrefitte.

—Ignoro qué es Pierrefitte.

—Una villa.

—¿Hay después de esta villa alguna población?

—Bar-le-Duc.

—¿Es ciudad?

—Sí, señora.

—¿Está muy habitada?

—Creo que tiene de cuatro a cinco mil almas.

—¿Existe alguna trocha más directa que la carretera, para ir a Bar-le-Duc?

—No, o al menos la desconozco.

¡Peccato! —pronunció entre dientes, volviéndose a sumergir en el cabriolé.

Y permaneció silenciosa un momento.

El joven esperó un instante más, por si le dirigían alguna otra pregunta; pero trató de alejarse y dio algunos pasos para verificarlo al observar que aquella mujer guardaba el silencio más profundo.

Este movimiento la distrajo, al parecer, de su meditación, pues se asomó con ligereza a la delantera del cabriolé.

—Caballero —exclamó.

El joven retrocedió diciendo:

—Estoy aquí, señora.

—Por favor, otra pregunta.

—Hacedla.

—¿No había un caballo atado a la parte trasera del carruaje?

—Sí, señora.

—¿Está todavía?

—No, señora; el caballero que entró en el interior, le desató sujetándole luego a la rueda del coche. —¿No le ha pasado tampoco nada?

—Creo que no.

—Es un animal de gran precio, y que estimo mucho: quisiera convencerme por mí misma que nada le ha acontecido; ¿pero de qué medios me valdré para no pisar lodo?

—Yo lo traeré hasta aquí —dijo el joven.

—Está bien —contestó agradecida la señora—, os suplico que lo hagáis, y os quedaré muy reconocida.

Al aproximarse el joven al caballo, levantó este la cabeza, y relinchó.

—No tengáis miedo —prosiguió la señora del cabriolé—, es tan manso como un cordero —y bajando la voz, murmuró—: ¡Djerid! ¡Djerid!

El animal conoció esta voz por ser la de su ama, pues alargó su inteligente cabeza hacia la parte donde esta se hallaba.

Procuró el joven desatarle mientras tanto; pero apenas conoció el caballo la poca destreza de la mano que sujetaba su ronzal, cuando tirando con fuerzas quedó libre, y dando un salto, se apartó veinte pasos del carruaje.

¡Djerid! —repitió la mujer con el más cariñoso acento—, aquí, Djerid, aquí.

El árabe movió su hermosa cabeza, bufó estrepitosamente, y se acercó piafando hasta el cabriolé, como si siguiera un compás musical.

Sacó entonces la señora medio cuerpo fuera de las cortinas, diciendo:

—¡Ven acá, Djerid, ven acá!

El obediente animal presentó enseguida su cabeza a la mano que se alargaba para acariciarle.

La joven asióse de la crin del caballo con su afilada mano, se apoyó con la otra en el alero del cabriolé, y saltó sobre la silla con tanta ligereza como esas fantasmas de las baladas alemanas que brincan sobre la grupa de los caballos, cogiéndose a la cintura de los viajeros.

El joven se lanzó rápidamente hacia ella; pero un ademán imperioso de su mano, le detuvo.

—Escuchadme —dijo esta—: Aunque joven, o más bien porque lo sois, tendréis sentimientos humanos y generosos. No impidáis mi partida. Huyo de un hombre a quien amo; pero ante todo, soy romana y buena cristiana. Ese hombre perdería mi alma si continuase más tiempo a su lado; es un ateo y un nigromántico a quien Dios acaba de prevenir por medio de un rayo. Ojalá se aproveche de este aviso. Referidle lo que acabáis de escuchar y Dios os bendiga por el auxilio que me habéis prestado. ¡Adiós!

Al terminar de hablar, ligera como los vapores que se mecen sobre los pantanos, se aleja y desaparece llevada por el galope aéreo de Djerid.

Al verla huir el joven, no pudo reprimir un grito de asombrosa sorpresa.

El grito del joven fue el que se oyó en el interior del carruaje y el que alarmó al desconocido.