Encontróse nuestro viajero en presencia de un anciano de ojos pardos, nariz retorcida, manos trémulas pero activas, que, hundido en un gran sillón, tenía en su derecha un grueso manuscrito de pergamino rotulado Chiave del Gabinetto, y en la izquierda una espumadera de plata.
La actitud y aquella ocupación, aquel rostro surcado de innobles arrugas, cuyos ojos y boca eran los que únicamente parecían tener vida, aquel conjunto, en fin, que le será extraño al lector, era de un aspecto familiar al extranjero que no se dignó dirigir ni una mirada a su alrededor, a pesar de que lo merecían los muebles y adornos de aquella parte del carruaje.
Tres murallas (no olvidemos que el anciano llamaba así a las paredes del coche) en las que se veían estantes con libros, rodeaban el sillón, asiento ordinario y sin rival de este raro personaje, para cuyo uso se veían por cima de los libros numerosas redomas, vasijas, cajas y tablitas embutidas en estuches de madera, de la misma manera que se colocan en los navíos la loza y los vasos. El anciano, para alcanzar más fácilmente estos objetos, hacía rodar su sillón, y llegado este al punto que deseaba lo alzaba o bajaba por medio de un resorte unido al mismo asiento.
La habitación (pues tal nombre damos a este compartimiento) tenía ocho pies de largo, seis de ancho, y seis de alto. Frente a la portezuela y cerca del cuarto tablero que permanecía libre para la entrada y salida, se elevaba una estufa con su cobertizo, fuelle y rejilla, que estaba entonces sirviendo para enalbar un crisol, y hacer hervir una mixtura, que dejaba escapar por el tubo aquel humo, que salía por el imperial, y había producido el asombro y la curiosidad de los transeúntes de todas edades y sexos. Además de las redomas, cajones, libros y cartones dispersos por el pavimento desordenada y pintorescamente, había un gran número de pinzas de metal, carbones mojados en vasijas para diversas operaciones, un vaso con agua y gran cantidad de manojos de hierbas colgados con hilos en la techumbre, de los cuales los unos, indicaban que se habían cogido la víspera, y cien años antes los otros.
El odorífero aroma que despedía este conjunto, hubiera podido llamarse perfume en un laboratorio menos grotesco.
Al penetrar el viajero, el anciano, empujando su sillón, con una destreza y agilidad admirables, acercóse a la estufa y empezó a espumar su mixtura con suma atención; interrumpido luego por la persona que se presentaba a su vista, se encasquetó con la mano derecha el gorro de terciopelo, negro en otra época, que cubría su cabeza hasta por debajo de las orejas, del cual salían algunas cortas guedejas de brillante pelo, como hilada plata, y sacó debajo de las ruedecillas de su sillón el faldón de su amplia bata de seda acolchada que después de diez años de servicio parecía un andrajo sin color y sin forma.
Estaba al parecer de mal humor el anciano, y refunfuñaba entre dientes mientras que espumaba su mezcla, y levantaba su bata.
—¡Se espanta ese animal endiablado…!, ¿y de qué?, pregunto… ha bamboleado mi puerta, conmovido mi estufa, y vertido en el fuego la cuarta parte de mi elixir. ¡Acharat!, en nombre de Dios, dejad esa bestia en el primer desierto que atravesemos.
El viajero sonrióse, y dijo:
—En primer lugar, señor, ya no cruzamos desierto alguno; pues estamos en Francia, y por otra parte no puedo decidirme a abandonar así a un caballo que vale mil luises[3], o lo que es lo mismo: que no tiene precio por ser de la casta de Al-Borach.
—¡Mil luises!, ¡mil luises!, yo os daré cuando deseéis esos mil luises u otra cosa equivalente. Vuestro caballo me costado ya más de un millón, sin contar los días de vida que me ha quitado.
—Vamos a ver: ¿qué ha hecho ese pobre Djerid ahora?
—¿Preguntáis qué ha hecho? A no ser por él mi elixir hubiera hervido dentro de pocos minutos, sin verterse una gota; lo que en verdad no indican ni Zoroastro ni Paracelso, pero lo que con seguridad Borri previene.
—¡Vamos, querido maestro!, tened paciencia, y dentro de poco hervirá la esencia.
—¿Cómo ha de hervir, Acharat? Si parece una maldición… hasta mi fuego se extingue… No sé qué cae por esa chimenea.
—Yo bien lo sé —contestó el discípulo riendo—, es agua.
—¿Qué decís…? ¡Agua…! ¡Ay, Dios mío! Mi elixir se evapora, necesitaré hacer otra operación, ¡como si el tiempo me sobrara! ¡Dios mío, Dios mío! —repitió aquel sabio anciano levantando desesperadamente sus manos al cielo—, ¡agua!, ¿y qué agua es esa, Acharat?
—Agua pura… del cielo… está lloviendo a cántaros. ¿No lo habréis acaso advertido?
—¿Acaso me distrae algo cuando estoy en mi laboratorio? ¡Ya…!, ¿conque es agua?… sin la menor duda… Mirad, Acharat, ya esto me molesta mucho. ¡Cómo! Hace seis meses que estoy pidiendo un tejadillo para mi chimenea… ¿Seis meses dije?… Si hace un año. ¡Pues bien!, ni aun siquiera os acordáis, aunque sois joven, y nada tenéis que hacer. ¿Y cuáles son los resultados de vuestro olvido? Que hoy la lluvia, mañana el viento, confunden todos mis cálculos, destruyen todas mis operaciones; siendo necesario, no obstante, que me apresure, ¡voto a Júpiter!, bien lo sabéis vos mismo; mi hora se aproxima, y si para ese tiempo no he tomado todas mis medidas, si no he llegado a obtener esa esencia vital, ¡adiós docto, adiós sabio Althotas! Mi centésimo año empieza el dieciséis de julio a las once de la noche, y es indispensable que para esa fecha mi elixir haya alcanzado su mayor perfección.
—Pues me parece —dijo Acharat—, que todo va saliendo a satisfacción nuestra.
—No hay que dudar —repuso el anciano—, ya he hecho experimentos por absorción, y mi brazo izquierdo que estaba casi paralítico, ha recobrado ya toda su elasticidad, ganando además el tiempo que empleaba en mis comidas, pues una cucharada de mi elixir, aunque no sea perfecto, me sostiene durante el espacio de tres o cuatro días. ¡Oh! Cuando recuerdo que sólo me restan quizás una planta o una hojita de esa planta, para que mi esencia quede perfecta, que habremos pasado quinientas mil veces cerca de ella, que habrá sido pisoteada por nuestros caballos y por las ruedas de nuestro coche. ¡Sí, Acharat…, esa planta de que hace mención Plinio, y que los sabios no han podido hallar o reconocer, porque nada, nada se pierde! ¡Ah, sí…! Será preciso que preguntéis cómo se llama a Lorenza en alguno de sus éxtasis: ¿me lo prometéis, no es cierto?
—Descuidad, querido maestro, yo se lo preguntaré.
—Entretanto —prosiguió el sabio con un profundo suspiro—, mi esencia, otra vez disipada, necesitando tres veces quince días para conseguir lo que hoy he perdido. Os hago observar, Acharat, que perderéis tanto como yo el día que deje de existir… ¿Pero qué estrépito es ese? ¿Es que rueda el coche?
—No, señor, un trueno.
—¿Un trueno?
—Sí, y por poco nos hiere un rayo que cayó hace poco y a mí, especialmente, aunque es verdad que me preservé por ir vestido de seda.
—¿Lo vais viendo? —dijo el anciano, dándose un golpe con la mano en la rodilla—, ¿lo veis a lo que me exponen vuestras inocentadas?, a morir de un rayo; a que me mate una llama eléctrica, que si no estuviera tan entretenido en este momento, haría bajar a mi estufa para cocerme la olla. ¿Creéis que no es bastante estar expuesto a todos los accidentes producidos por la torpeza y la maldad de los hombres, sino que además es preciso estarlo también a los que vienen del cielo, que son los que más fácilmente se evitan?
—Perdonad, señor, pero no me habéis explicado todavía…
—¿Acaso no os he demostrado mi sistema de conductores de electricidad? Cuando perfeccione mi esencia os lo repetiré; pero bien conocéis que estoy muy ocupado en este momento.
—¿Conque creéis que se puede dominar el rayo? —interrogó con interés.
—No sólo dominarle, sino conducirle donde desee. Cuando mi segunda cincuentena haya transcurrido, y pueda esperar en paz la tercera, me entretendré un día en ponerle riendas de acero, y lo conduciré con tanta facilidad como vos a Djerid. Ahora os ruego, Acharat, mandéis que pongan un cobertizo a mi chimenea.
—Descuidad; así lo haré.
—¡Lo haré!, ¡lo haré!, siempre para el porvenir, ¡como si el porvenir fuese nuestro! ¡Ay!, ¡nunca me concluirán de entender! —exclamó el sabio agitándose en su sillón y torciéndose las manos con desesperación—. ¡Descuidad…! ¡Me dice descuidad…!, y todo concluirá para mí si dentro de tres meses no he perfeccionado mi elixir. Pero llegue yo a pasar mi segunda cincuentena, vuelva yo a recuperar mi juventud, la elasticidad de mis miembros, la facultad de moverme, y entonces ninguno me hará falta; no me volverán a decir, lo haré; y yo podré contestar, he hecho.
—¿No diréis lo mismo acerca de nuestra gran obra? ¿Habéis pensado en ella?
—Ah, si estuviese tan seguro de encontrar mi elixir, como lo estoy de hacer el diamante…
—¿Conque tenéis esa seguridad?
—Sí, la tengo, pues ya he hecho alguno.
—¿Qué habéis hecho alguno?
—Podéis convenceros buscándolo.
—¿Dónde?
—Ahí a vuestra derecha, en ese pequeño recipiente… justamente ese es.
El viajero lo tomó con ansiedad; era un vaso de cristal muy fino, cuyo fondo se hallaba cubierto de un polvo casi impalpable y adherente a sus paredes.
—¡Polvos de diamantes! —exclamó el joven.
—Buscad en el medio.
—¡Oh!, sí: un diamante tan grande como un grano de mijo.
—Poco importan sus dimensiones, consigamos unir todo ese polvo, y el grano de mijo se hará más grueso que un garbanzo; pero por amor de Dios, Acharat, mandad poner un tejadillo a mi chimenea, y un conductor a vuestro coche, para que el agua no inunde mi cuarto y el rayo tome otro camino.
—Descuidad.
—Siempre la misma respuesta; los demonios me lleven. ¡Juventud!, ¡loca y presuntuosa juventud! —gritó con una fúnebre sonrisa, que descubría sus encías sin dientes y que parecía profundizar más las hundidas órbitas de sus ojos.
—Señor, el fuego se apaga y vuestro crisol se enfría: ¿qué teníais en él?
—Miradlo.
El joven obedeció, y al abrir el crisol, halló una partícula de carbón vitrificado del tamaño de una avellana.
—¡Un diamante! —exclamó; luego casi al mismo tiempo—: Es cierto; pero manchado, imperfecto y sin valor.
—Porque el fuego se ha apagado; porque no tenía cobertizo mi chimenea; ¿lo habéis oído, Acharat?
—Vamos, dispensadme, querido maestro —dijo el joven mirando y remirando el diamante, que tan pronto despedía brillantes reflejos, como permanecía opaco—; dispensadme, repito, y tomad algún alimento para sosteneros.
—De nada serviría, pues hace dos horas tomé una cucharada de elixir.
—Os equivocáis, señor, la habéis bebido esta mañana a las seis.
—¡Bueno!, ¿y qué hora es?
—Pronto serán las ocho y media de la noche.
—¡Jesús! —exclamó el sabio anciano, uniendo sus manos—; otro día transcurrido, inutilizado y perdido. Decidme: ¿han acortado los días?, ¡no son como antes, de veinticuatro horas!
—¡Si no deseáis comer, dormid al menos algunos instantes!
—Bien, consiento: dormiré dos horas; pero mirad vuestro reloj y despertadme sin falta.
—Os lo prometo.
—Que no dejéis de espabilarme.
—No me olvidaré de hacerlo.
Hubo un instante de silencio.
—Veis, Acharat —prosiguió el anciano con un acento cariñoso—, cuando me duermo, siempre temo despertar en el otro mundo. Me llamaréis, ¿es verdad?, no conforme con vuestra promesa, deseo que lo juréis.
—Lo juro.
—¿Dentro de dos horas?
—Dentro de dos horas.
En aquel instante oyóse en el camino un ruido parecido al galope de un caballo, y fue seguido de un grito que expresaba a la vez inquietud y asombro.
—¿Qué sucede? —exclamó el viajero, abriendo con precipitación la puerta y saltando del carruaje.