Capítulo I

Un carruaje, tirado por cuatro caballos que guiaban dos postillones, y que había dejado atrás a Pont-à-Mousson, pequeña ciudad situada entre Nancy y Metz, dirigíase a París, una semana después de la escena que hemos referido.

Veinte muchachos y diez comadres que se habían detenido alrededor de él mientras se paraba para remudar caballos, entraron en sus respectivas casas expresando con sus ademanes y exclamaciones, extraordinaria hilaridad los unos, y los otros la más profunda admiración.

No había atravesado aquel puente ningún carruaje como aquel, desde que el buen rey Estanislao lo había mandado construir en el Mosela, cincuenta años antes, para facilitar las comunicaciones de su pequeño reino con Francia, sin excepción siquiera de esas galeras de Alsacia, tan curiosas como raras, que en los días de feria conducen fenómenos con dos cabezas, osos bailadores y tribus errantes de saltimbanquis, gitanos de los países cultos.

Aun sin ser burlón ni amigo de la sátira, podía cualquiera pararse sorprendido al ver pasar aquel vehículo monumental, que no obstante ir suspendido sobre cuatro ruedas de igual diámetro, y sostenido por firmes y sólidos resortes, caminaba con suficiente rapidez para justificar la siguiente exclamación escapada a algunos curiosos:

—¡Vaya un carruaje para correr la posta!

Nuestros lectores, que felizmente no lo han visto pasar, nos perdonarán que lo describamos.

La caja principal (la llamamos de este modo porque la precedía una especie de birlocho) estaba pintada de un azul celeste, y ornada con una preciosa diadema de barón, sobre la cual aparecían las letras J y B enlazadas artísticamente.

En lugar de portezuelas tenía dos ventanas con cortinas de muselina blanca, a través de las cuales penetraba fácilmente en el interior suficiente claridad, y casi invisibles al profano vulgo por estar colocadas en la delantera del coche, dando vista al cabriolé.

Una rejilla permitía fácilmente hablar con el habitante de aquel cajón, y apoyarse al mismo tiempo sobre los cristales, encima de los cuales se hallaban colgadas las cortinas; lo que no hubiera podido verificarse sin aquella precaución.

La caja posterior, que en apariencia era la parte más importante de aquel extraño faetón, tendría unos ocho pies de largo, y como seis de ancho, no percibiendo más luz que la que se introducía por aquellas ventanas, ni más aire que el que penetraba por un postiguillo guarnecido de vidrios, que daba al imperial. Se completaban las muchas singularidades que aquel extraño cofre ofrecía a la vista de los transeúntes, con un enorme cañón de chimenea que se elevaba un pie poco más o menos por encima del carro, y arrojaba un humo azulado que emblanquecía los aires a manera de columna, dilatándose por el surco aéreo que trazaba su veloz carrera.

Rareza semejante hubiera tenido por resultado en nuestro siglo confundirla con alguna nueva invención, en la que combinase prudentemente el maquinista la fuerza del vapor con la de los caballos.

Hubiera parecido bastante probable, porque detrás del extraño carruaje seguía un caballo ensillado y atado con un ronzal mostrando con su bonita y bien cortada cabeza, delgadas piernas, pecho estrecho, espesa crin y ondulante cola, las señales características de la raza árabe, e indicando que alguno de los misteriosos viajeros encerrados en aquella nueva arca de Noé, era aficionado a la cabalgata, galopando al lado del carruaje para cuyo tiro este alazán no podía ser destinado.

El postillón de la parada anterior recibió en el primer pueblo además del valor de su posta, doble propina de una mano blanca y muscular que se había deslizado por entre las cortinas de cuero que cerraban la parte anterior del extraño vehículo, tan herméticamente casi, como las de muselina cerraban la parte anterior del cajón.

El postillón, asombrado al ver tal generosidad, dijo quitándose el sombrero con servil prontitud:

—Gracias, señor.

Y una voz sonora le contestó en alemán, lengua que todavía se entiende, aun cuando ya no se hable, en los alrededores de Nancy:

¡Schnell! ¡Schneller!

O lo que es lo mismo: ¡de prisa, más de prisa!

Los postillones entienden todas las lenguas cuando cierta música metálica acompaña a frases que se les dirigen, pues ningún viajero debe ignorar que son con especialidad golosos; y así es que al punto hicieron todo cuanto pudieron por salir a galope, no logrando a pesar de sus esfuerzos, más que un trote bastante regular, con el cual podían caminarse dos leguas y media o tres por hora.

Debía variarse el tiro a las siete, en Saint Michel. La misma mano pagaba al través de las cortinas el precio de la posta anterior, y la misma voz hacía igual encargo.

Sería inútil repetir que este extraño vehículo excitaba la misma curiosidad que en el pueblo donde había parado primero, tanto más cuanto que aproximándose la noche, la oscuridad lo hacía fantástico.

A corta distancia de este último punto en donde se detenía, comienza la montaña; allí fue necesario que los viajeros se contentasen con ir al paso; pues para caminar un cuarto de legua, se precisa el espacio de media hora.

Se detuvieron los postillones sobre la cima de la montaña para que los caballos descansasen y los viajeros pudieran contemplar un extenso horizonte que oscurece con lentitud las brumas precursoras de la noche.

El calor era insufrible y sofocante, porque el día había estado despejado y caluroso hasta las tres de la tarde. Una blanquecina y espesa nube que llegaba de la parte del Sur, seguía al carruaje, al parecer con premeditación, y amenazaba alcanzarle antes del sitio en donde los postillones se habían propuesto detenerse a toda costa para pasar la noche.

La montaña estrechaba por un lado el camino, y del otro por una pendiente escarpada, descendiendo hacia un valle, en cuyo fondo serpentaba el Meuse, y presentaba en el espacio de media legua un declive tan rápido, que no podía bajarse sin peligro más que al paso. Esta fue la marcha prudente que adoptaron los postillones cuando llegaron a él.

La nube seguía avanzando, dilatándose por grados y juntando los vapores que subían de la tierra a la que casi tocaban, y rechazando al mismo tiempo con su siniestra blancura todas las demás nubes azuladas que parecían colocarse a sotavento como las naves en un día de combate.

Se extendió después en el cielo con la rapidez de la marea creciente, e interceptó bien pronto los postreros rayos del sol, despidiendo al través de ella con dificultad sobre la tierra una claridad parda y sin brillo. Agitáronse las hojas de los árboles, adquiriendo el color negruzco de que se revisten a la aproximación de las tinieblas de la noche.

Un relámpago la cruzó de repente; el cielo se rasgó en llamaradas de fuego, y la vista del hombre descubrió las inconmensurables profundidades del firmamento, tan ardientes como las del mismo infierno.

Un horrísono trueno retumbó en aquel momento chocando de árbol en árbol hasta la selva dividida por el camino; hizo retemblar la tierra, y empujó el nubarrón que voló con la rapidez de un caballo desbocado.

Entretanto avanzaba el carruaje y el humo negro y denso que antes despedía por la chimenea, se tornó ligero y de un color de ópalo.

El cielo se oscureció más y más, y el postiguillo del imperial se iluminó entonces con un vivo resplandor, permaneciendo alumbrado; lo cual denotaba que el morador de aquella celda ambulante, extraño sin duda a las ocurrencias exteriores, adoptaba sus precauciones contra la noche, para no ser interrumpido en sus importantes operaciones.

No empezaba a bajar la pendiente el carruaje que estaba en la explanada de la montaña, cuando un segundo trueno más violento y cargado de vibraciones metálicas que el primero, descargó el agua de las nubes, que principió a descender gota a gota, y luego tan espesa, continuada y rápida, como haces de flechas que se hubieran disparado del cielo.

Pararon los postillones los caballos y meditaron sobre el partido que habían de tomar.

—Y bien, ¿qué debemos hacer? —interrogó la misma voz que hablaba ahora en correcto francés.

—Dudábamos si continuar o no —contestaron los postillones.

—Creo que soy yo y no vosotros quien ha de resolverlo —contestó—, ¡andando!

Había en aquella voz un acento de autoridad tan poderoso, que al momento obedecieron los postillones, y el carruaje empezó a bajar la cuesta de la montaña.

—¡Está bien! —replicó, y las cortinas entreabiertas un momento se interpusieron de nuevo entre los viajeros y el avantrén del coche.

Empero el camino, que era gredoso y húmedo, empapado también por los torrentes de la lluvia, se hizo tan resbaladizo, que los caballos se resistían a continuar.

—Caballero —dijo el postillón que montaba el del tronco—, no podemos seguir adelante.

—¿Por qué? —preguntó la voz conocida.

—Porque los caballos ya no andan, sino patinan.

—¿Falta mucho para llegar a la primera parada?

—¡Ay!, caballero, faltan cuatro leguas.

—Está bien, pondrás a tus caballos herraduras de plata y volarán —dijo el extranjero abriendo las cortinas y dándole cuatro escudos.

—Mil gracias, caballero —dijo el postillón recibiéndolos en su desmesurada y tosca mano, y guardándolos en una de sus anchas botas.

—Creo que el amo te ha hablado —dijo el segundo postillón a su compañero, al oír aquel sonido metálico, deseando no ser excluido de una conversación que tomaba un giro tan interesante.

—Sí —repuso aquel—, dice… que prosigamos.

—¿Y tenéis algo que oponer a este deseo, amigo mío? —dijo el viajero con acento afectuoso al par que firme, que indicaba no consentiría la menor contradicción.

—¡Yo! No, señor, son los caballos que se niegan a continuar.

—¿Y para qué lleváis espuelas?

—Aun cuando las hundiera hasta los acicates, no darían un paso más: que me confunda el cielo si…

No terminó el postillón de proferir aquella blasfemia, porque un cárdeno rayo le hizo callar.

—Lo que es el tiempo no es muy católico —dijo amedrentado el pobre hombre—. Ahora sí… el carruaje anda solo ¡Dios mío!, ya empieza a rodar a pesar nuestro.

El pesado coche, descansando sobre la grupa de los caballos, que ya no podían sujetarlo, progresaba en su carrera, que se trocó al poco tiempo en una violenta e impetuosa rotación, causada por la multiplicación del peso.

Se arrebataron de dolor los caballos, y el equipaje rodó sobre la oscura pendiente con la velocidad de una flecha, dirigiéndose visiblemente al precipicio.

La voz y la cabeza del viajero salieron en aquel momento del coche.

—¡Torpe! —gritó—: Vas a matarnos; ¡a la izquierda tus guías!, ¡a la izquierda!

—Yo desearía conocer lo que haríais en mi lugar —contestó el postillón asustado, tratando inútilmente de reunir las riendas, y de adquirir sobre sus caballos la superioridad perdida.

—¡José! —exclamó entonces una voz femenil que se oía por primera vez—, ¡José! ¡Socorro!, ¡socorro! ¡Ay, Virgen santa!

El peligro podía ciertamente motivar esta invocación de la madre de Dios, pues era urgente, terrible y supremo.

El carruaje, que continuaba violentamente arrastrado por su peso, faltándole una mano diestra que le dirigiera, avanzaba hacia el precipicio, sobre el cual uno de los caballos estaba ya casi suspendido, y sólo faltaba que las ruedas diesen tres vueltas más, para que caballos, coche y postillones cayesen al abismo en completo destrozo. Saltó el viajero del cabriolé a la lanza del coche, y agarrando al postillón por el cuello y la cintura, lo levantó con la misma facilidad que a un niño, arrojándolo a diez pasos de distancia. Ocupó al punto su lugar, reunió las guías, y dirigiéndose al otro postillón le gritó con voz fuerte y terrible:

—Vuelve a la izquierda, gran tuno, o te levanto la tapa de los sesos.

Aquel poderoso mandato causó su efecto, pues el postillón que dirigía los dos caballos delanteros, al oír las voces lastimeras de su infeliz compañero, hizo un esfuerzo sobrehumano, y dando el impulso necesario al carruaje, lo volvió con el poderoso auxilio del viajero a la mitad del camino, y siguió rodando con la rapidez y estruendo del trueno, contra el cual en apariencia luchaba.

—¡A galope! —gritó el viajero— a galope, y si te detienes, paso sobre tu cuerpo y sobre el de tus caballos.

El postillón conoció que esta no era una frívola amenaza, dobló la energía, y el carruaje siguió bajando con una rapidez tan espantosa, que se hubiera creído al verle descender con tanta rapidez por la oscuridad, con aquel ruido sordo y terrible, la chimenea inflamada y sofocados gritos, que eran algún carro infernal conducido por fantásticos caballos, y arrastrado por el huracán.

Nuestros viajeros no habían evitado aquel peligro, sino para caer en otro. La eléctrica nube que se cernía en los aires avanzaba con una rapidez igual a la de los caballos. El viajero levantaba de cuando en cuando su cabeza, notándose sobre su rostro, al destellar de los relámpagos, una impresión de inquietud que no disimulaba, porque sólo Dios fuera susceptible de conocerle. En el instante en que el coche llegaba al final de la pendiente, y rodaba arrastrado por su rápida carrera sobre un terreno más llano, el aire varía de pronto, combina ambas electricidades, rásgase la nube con horrorosa detonación vomitando un relámpago seguido de un rayo. Una llamarada de color de violeta que se convirtió luego en verdosa y blanquecina, envolvió a los caballos. Los del tronco se alzaron de manos y respiraron aquel aire azufrado, y los delanteros cayeron al suelo. Aquel en que cabalgaba el postillón se alzó al punto, y sintiendo que se habían roto sus tirantes en aquel violento suceso, escapó, desapareciendo con su jinete en las tinieblas, en tanto que el carruaje, que había rodado unos diez pasos más, se detenía al tropezar con el cadáver del caballo herido del rayo.

Acompañaron a este episodio los agudos gritos de la señora del birlocho.

Era un cuadro espantoso.

Reinó un momento de terrible confusión, durante el cual nadie supo si estaba muerto o vivo. El desconocido se palpó a sí mismo para justificar su identidad. Nada le había ocurrido; pero la viajera se había desmayado.

Si bien aquel no tenía la menor duda de cuanto sucedió, porque el más profundo silencio había seguido de pronto a los gemidos que se percibían en el birlocho, sus primeros cuidados no fueron para la mujer desconsolada; pues, por el contrario, apenas se hubo apeado se dirigió presuroso hacia la parte posterior del carruaje.

Allí se veía el fogoso alazán que ya hemos mencionado, asombrado, envarado, erizadas las crines, estremeciendo al mismo tiempo la puerta a la cual se hallaba sujeto, y estirando fuertemente el ronzal. El brioso animal, con la vista fija y la boca espumosa, después de estériles tentativas por romper aquel lazo, había quedado fascinado por el horror de la tempestad; y cuando su amo le pasó la mano por la grupa para acariciarlo, silbándole al mismo tiempo según acostumbraba, dio un bote y relinchó a la vez como si lo desconociera.

—¡Hum!, ese maldito caballo —murmuró una voz quebrada en el interior del carro— estremece de nuevo mis muros, ¡maldito sea!

Y esforzándose, esta voz continuó gritando en árabe con tono impaciente y amenazador:

¡Nhe goullac hogoud shaked haffrit! ¿No has oído que te estés quieto, diablo?

—No os enfadéis con Djerid, señor —dijo el viajero desatando el caballo para amarrarlo a una de las ruedas traseras del carruaje—; se ha espantado y ciertamente con justa razón.

Al decir estas palabras, abrió la portezuela y entró en el coche, cerrándolo después.