Un profundo silencio reinó por breves instantes, durante el cual, nuestro desconocido reconcentró todos sus pensamientos.
Después pronunció las siguientes palabras:
—Rendid, señores, esas espadas que de nada sirven en vuestras manos y oíd mis palabras, que van a enseñaros cosas de mucho más interés para vosotros.
La expectación fue mayor.
—El manantial de los grandes ríos es con frecuencia divino y desconocido por lo tanto; como el Nilo, el Ganges y el Amazonas conozco adonde voy, pero ignoro de dónde vengo. Todo lo que recuerdo es el día en que los ojos de mi alma se abrieron para distinguir los objetos exteriores, y me hallé en la santa ciudad de Medina, recorriendo los jardines del Muphti Salaaym.
»Amé como a mi padre a aquel hombre venerable que me trataba con cariño, y me hablaba muy respetuosamente. Tres veces al día se apartaba de mí viniendo en su lugar otro anciano cuyo nombre pronuncio con la mayor gratitud y admiración. Althotas era el nombre de este varón respetable, receptáculo augusto de todas las ciencias humanas, habiendo sido instruido por los siete espíritus superiores de todo cuanto necesitan los ángeles para comprender a Dios. Él fue mi director y mi maestro: es mi amigo, amigo venerable; pues dobla la edad al más anciano de entre vosotros».
Lenguaje tan solemne, tan majestuosos ademanes y aquel acento lleno de unción al par que de severidad, causaron sobre toda la asamblea, una de esas impresiones que se convierten en violentos vértigos de ansiedad.
El viajero prosiguió:
»A la edad de quince años pude comprender los arcanos de la Naturaleza. Conocía la botánica, no como esa ciencia limitada que cada sabio reduce al estudio del lugar que habita en el mundo, sino con un exacto conocimiento de las sesenta mil familias de plantas que vegetan por todo el Universo. Cuando mi director me obligaba colocándome las manos sobre la frente y haciendo descender un rayo de celestial luz sobre mis ojos, yo podía, por medio de una contemplación casi sobrenatural, penetrar con mi vista las olas de los mares y clasificar esas vegetaciones monstruosas e inconcebibles que flotan y se mecen sordamente entre dos capas de agua cenagosa, ocultando con sus gigantescas ramas la cuna de esos monstruos espantosos y deformes, que la vista del hombres nunca pudo alcanzar, y que Dios mismo habrá quizá olvidado, desde el día en que los ángeles rebeldes le decidieron a crearlos.
»También estudié las lenguas vivas y muertas. Conocía todos cuantos idiomas hay desde el estrecho de los Dardanelos hasta el de Magallanes. Leía los jeroglíficos misteriosos incrustados en esas páginas de granito que se llaman pirámides. Abracé todos los conocimientos humanos, desde Sanchoniathon hasta Sócrates, desde Moisés hasta San Jerónimo, y desde Zoroastro hasta Agripa.
»Estudié la medicina, lo mismo en Hipócrates, Galeno y Averroes, que en ese gran autor a quien llaman Naturaleza.
»Sorprendí todos los secretos de los coptos y de los drusos. Me apoderé de todas las semillas buenas y malas, pudiendo, al pasar rugiendo el simún y el huracán sobre mi cabeza, entregar a un soplo simientes ignoradas que llevaban lejos de mí la muerte o la vida, conforme yo había condenado o bendecido la región hacia la cual dirigía mi semblante airado o risueño.
»Llegué a los veinte años en medio de estos estudios, de estos trabajos, de estos viajes».
»Mi director vino un día a verme a la cueva de mármol donde acostumbraba a retirarme durante las horas más calurosas del día. Su rostro era al par severo y benévolo… En la mano traía un frasco de cristal, y ofreciéndomelo, me dijo:
»—Acharat, siempre te he dicho que nada nacía ni moría en el mundo; que la cuna y el ataúd se daban la mano, y que únicamente necesitaba el hombre, para ver con toda claridad en sus existencias pasadas, esa lucidez que le hará semejante a Dios; pues, como Él, será inmortal después que la adquiera. ¡Pues bien! Ya hallé la bebida que disipa las tinieblas, muy pronto encontraré la que aniquila la muerte. Ayer bebí lo que falta al frasco; bebe tú hoy lo que queda».
»Tenía una gran confianza y una suprema veneración para mi digno maestro, y no obstante, al tomar el frasco que me ofrecía, tembló mi mano, como debió estremecerse quizá la de Adán al recibir la manzana que le ofrecía Eva.
»—Bebe» —me dijo sonriendo, y yo bebí.
»Entonces él colocó las manos sobre mi cabeza como acostumbraba a hacer cuando deseaba momentáneamente dotarme de la doble vista.
»—Duerme —me dijo—, y recuerda después».
»No tardé en dormirme. Soñé que me encontraba recostado sobre una pira de leña de sándalo y alcea, y que un ángel que se dirigía de Oriente a Occidente, conductor de la voluntad del Señor, tocó la pira con la extremidad del ala, encendiéndose al punto. ¡Cosa extraordinaria! En vez de turbarme temeroso de las llamas, me extendí voluptuosamente en medio de aquellas lenguas flameantes, como el fénix que viene a tomar una nueva vida en el principio de todas.
»Desapareció entonces todo lo que había de material en mí, quedó únicamente el alma conservando la forma del cuerpo, pero transparente, impalpable, más ligera que la atmósfera donde habitamos, sobre la cual se elevó. Entonces, lo mismo que Pitágoras recordó haberse encontrado en el sitio de Troya, así yo recordé las treinta y dos existencias porque había pasado.
»Yo vi desfilar ante mis ojos, los siglos como una serie de grandes ancianos, reconociéndome por los diferentes nombres que había llevado desde el día de mi primer nacimiento hasta el de mi última muerte; pues no debéis desconocer, hermanos míos, que uno de los puntos más positivos de nuestra creencia es que las almas, esas innumerables emanaciones de la divinidad, que se escapan del pecho de Dios cuando respira, ocupan todo el aire, dividiéndose en numerosas jerarquías desde las más elevadas hasta las más inferiores; y el hombre que en el instante de nacer aspira a la felicidad, tal vez una de esas almas preexistentes lo restituye al morir a una nueva carrera, y a transformaciones sucesivas».
Quien de esta forma hablaba con un acento tan convincente y dirigiendo unas miradas tan sublimes hacia el cielo, fue interrumpido en este período, en el que su pensamiento resumía todas sus creencias, por un rumor producido por la admiración, que ya había reemplazado al asombro, lo mismo que este había también sucedido a la ira.
»Al despertarme —prosiguió el iluminado—, comprendí que era más que el hombre, por cuanto me hallaba más cerca de un Dios. Entonces me decidí a sacrificar no sólo mi actual existencia, sino más aún: todas las que me restasen que vivir para dicha de la humanidad. Al siguiente día, como si Althotas hubiese adivinado mi proyecto, vino y me dijo:
»—Hace ya veinte años, hijo mío, que vuestra madre expiró al daros a luz; y desde entonces un obstáculo invencible imposibilita a vuestro ilustre padre para manifestarse a vos: vamos a continuar nuestros viajes, y entre las personas que hallemos, estará él. Os abrazará, pero sin que le conozcáis».
»De manera es que todo en mí como en los escogidos del Señor debía ser misterioso; pasado, presente y futuro.
»Me despedí de Muphti Salaaym, el cual me colmó de obsequios al darme su bendición y nos reunimos a una caravana que se dirigía a Suez.
»Perdonad, señores, si me conmueve este recuerdo. Llegó el día en que un hombre venerable me abrazó y un extraño estremecimiento agitó todo mi ser, al sentir los latidos de su corazón.
»Era cherif de la Meca, príncipe muy e ilustre. Se había hallado en cien batallas, y viniendo de su brazo, bajaban con humildad las frentes tres millones de hombres.
»Althotas volvióse para no conmoverse, pues no podíamos interrumpir nuestro camino.
»Nos internamos en Asia; y subiendo de nuevo el Tigris, visitamos a Palmira, Damasco, Smirna. Constantinopla, Viena, Berlín, Dresde, Moscow, Stokolmo, Petersburgo. Nueva York, Buenos Aires, el cabo de Aden, nos encontramos entonces casi en el mismo lugar donde habíamos partido, y entramos en Abisinia: bajando el Nilo, desembarcamos en Rhodes y Malta. Salió un buque a recibirnos a veinte leguas del puerto, y dos caballeros de la Orden que venían en él me saludaron, y después de abrazar cariñosamente a Althotas, nos llevaron en triunfo al palacio del gran Maestre.
»Quizá extrañaréis, señores, que siendo Acharat musulmán se le recibiese con tanta pompa por aquellos mismos que juran en sus votos la destrucción de los infieles; pero es preciso que sepáis que Acharat, además de ser cristiano, era también caballero de la Orden de Malta. Al hablarme de Dios me dijo tan sólo que era poderoso y universal, y que con el auxilio de sus ángeles, ministros suyos, había establecido la armonía general, dando a toda ella el nombre de Cosmos. Por último llegué por sus instrucciones a ser teósofo.
»Ya habían terminado mis viajes, y la vista de todas esas ciudades con diferentes nombres y opuestas costumbres, no me había causado la menor admiración; pues de cuanto alumbra el sol, nada era nuevo para mí, habiendo ya visitado esas mismas ciudades durante el curso de las treinta y dos existencias que ya había vivido. Solamente me impresionaron algo, las mudanzas que se habían realizado entre los hombres que las habitaban. Llegando a elevarme como los espíritus y conocer la marcha de la humanidad, supe que todos los hombres siguen al progreso, y que el progreso es el camino de la libertad. También vi que todos los profetas que habían aparecido sucesivamente, habían sido impulsados por Dios para que sostuviera la marcha vacilante de la humanidad, que, naciendo ciega, avanza cada siglo un paso hacia su civilización; porque los siglos son los días de los pueblos.
»Decidíme entonces a no encerrar en mí cuanto se me había revelado de grande y sublime, conociendo cuan inútil es que oculte la montaña sus vetas de oro, y la mar sus perlas; pues al interior de la una llega el minero tenaz, y desciende el buzo sin espanto a las profundidades de la otra. Conocí asimismo que en vez de semejarme al mar y a la montaña, debía, imitando al sol, esparcir mis rayos sobre todo el Universo.
»Habréis adivinado, señores, que no vine de Oriente para cumplir tan sólo con unos ritos masónicos; pues he venido a deciros: Tomad, hermanos, míos, las alas y la vista del águila, elevaos sobre el mundo, ascended conmigo a la cúspide de la montaña donde Jesús fue conducido por Satán, y tended la vista sobre todos los reinos de la tierra.
»Los pueblos constituyen una inmensa falange. Nacidos en diversas épocas y en distintas condiciones, se ha colocado cada uno en su fila, y deben llegar por turno al fin para que han sido creados. Marchan sin vacilar, aunque parezcan que descansan, y si acaso retroceden, no es que caminan hacia atrás, sino que toman impulso más grande para saltar por encima de algún obstáculo, o para destruir alguna dificultad. Francia está a la vanguardia de las naciones: coloquémosla un hachón en la mano, y aun cuando la llama la devore, el incendio será beneficioso, pues alumbrará al mundo.
»Este es quizá el motivo de que el representante de Francia no esté en su puesto; sin duda retrocedería al saber su misión… es necesario un hombre que nada tema… Yo iré a Francia».
—Estáis en ella —replicó el presidente.
—Sí; es el puesto más importante, y será el mío; es la obra más peligrosa… y de ella me encargo.
—A lo que parece, conocéis lo que sucede en Francia —dijo el presidente.
El iluminado se sonrió.
—No puedo ignorarlo, pues yo mismo lo he dispuesto: un rey viejo, timorato, corrompido; pero menos viejo, menos timorato, menos corrompido y menos desesperado que la monarquía que representa, ocupa el trono de Francia. Pocos años le restan de vida. Tenemos que preparar convenientemente el porvenir para cuando muera. Francia es la piedra fundamental del edificio. Es indispensable que los seis millones de brazos que deben levantarse a la señal de la sociedad suprema, la arranquen de raíz, para que se derrumbe el edificio monárquico: y el día en que sepa el mundo que la Francia no tiene rey, los soberanos de Europa, aquellos que con más insolencia se sientan en sus tronos, se sentirán anonadados y se arrojarán en el abismo abierto por el hundimiento del trono de San Luis.
—Perdonadme, mi muy venerable señor —dijo el jefe que ocupaba la derecha del presidente, a quien se conocía enseguida como suizo por su acento germánico montañés—. Vuestra inteligencia lo habrá quizá previsto todo.
—Todo —respondió con brevedad el gran Cophte.
—A pesar de esto me permitirá que hable el muy venerable señor. En las cimas de nuestras montañas, en medio de nuestros valles, y a la orilla de nuestros lagos, estamos todos acostumbrados a hablar tan libremente como lo hacen el soplo del viento y el murmullo de las aguas; creo, sin embargo, poco oportuna esta ocasión, pues se avecina un suceso gravísimo, al cual la monarquía francesa deberá toda su regeneración. El que tiene el honor de hablaros, muy venerable y gran señor, ha visto a una hija de María Teresa encaminarse a Francia con solemne pompa, para reunir la sangre de diecisiete cesares, con la del sucesor de sesenta y un reyes, y también ha visto a los pueblos regocijarse ciegamente, como lo hacen cada vez que se debilitan o doran sus cadenas. Insisto en nombre mío y en el de mis hermanos, en que, a mi parecer, el momento es inoportuno.
Volviéronse todos muy respetuosamente hacia aquel que con tanta serenidad y atrevimiento osaba arrostrar el enojo del gran señor.
—Habla, hermano —dijo el gran Cophte sin demostrar la más leve alteración—: Habla, y si tu opinión está bien fundada, la adoptaremos. Nosotros, los escogidos del Señor, a nadie rechazamos, ni sacrificamos nunca a nuestro amor propio el interés de todo el mundo.
El representante de Suiza prosiguió, aprovechando el silencio que reinaba:
—He logrado, venerable y gran señor, convencerme con mis estudios, de esta verdad: que la fisonomía del hombre revela, al que sabe leer en ella, sus vicios y sus virtudes. El hombre compone su rostro, suaviza su mirada, ofrece la sonrisa en sus labios, dominando en absoluto estos movimientos musculares; pero el principal distintivo de su carácter, queda a la vista como ostensible e irrefragable testimonio de lo que sucede en su corazón. El tigre dirige también cariñosas miradas, y encanta con su sonrisa; pero por su frente achatada, salientes pómulos, enorme colodrillo y sangrienta boca, se le reconoce enseguida. Por el contrario, el perro frunce el entrecejo y enseña sus dientes aparentando ferocidad; pero en su dulce y franca mirada, en su faz inteligente y en sus movimientos cariñosos, conocéis también, al punto, que es servicial y amigable.
»Sobre el rostro de todas las criaturas escribe Dios el nombre y la condición de cada una. ¡Pues bien! Yo he leído en la frente de esa joven que ha de reinar en Francia, y veo en ella arrogancia, valor y esa caridad compasiva que distingue a las hijas de Alemania. Al mismo tiempo he leído en el rostro del que está destinado a ser su esposo, y demuestra serenidad de ánimo, mansedumbre cristiana, y un carácter minucioso y observador. Pues bien, ¿cómo un pueblo, y con más razón el francés, que perdona el mal y recuerda el bien, pues le han bastado Carlomagno, San Luis y Enrique IV, para respetar la vida de veinte reyes cobardes y crueles? ¿Cómo, repito, un pueblo que espera siempre y nunca desespera, dejaría de amar y respetar a una joven reina, bella y virtuosa, y a un rey pacífico, clemente y buen administrador, después de la infausta y derrochadora época de Luis XV, después de sus públicos desórdenes y ocultas venganzas, y, en resumen, después del imperio de las Pompadour y de las Dubarry? ¿Podrá jamás Francia dejar de bendecir a unos príncipes que serán el modelo de las virtudes que he enumerado, y que le traerán por dote la paz europea? La princesa heredera María Antonieta cruzará en breve la frontera. En Versalles la esperan el ara y el lecho nupcial. ¿Es acaso esta la ocasión oportuna de comenzar por Francia, cuando ella es vuestra obra de reforma? Perdonadme, repito, muy venerable señor, si he manifestado cuanto sentía en lo íntimo de mi alma, pues creo que he cumplido con un deber sagrado sometiéndolo a vuestra infalible sabiduría.
Dichas estas palabras, el que terminaba de hablar, a quien el desconocido había designado con el nombre de Apóstol de Zurich, se inclinó, respondiendo al halagüeño murmullo de aprobaciones unánimes, y esperando la contestación del gran Cophte.
No se hizo esperar mucho, porque este le contestó al punto:
—Vos leéis en las fisonomías, muy ilustre hermano, pero yo leo en el porvenir. María Antonieta es altanera; se empeñará en la lucha y sucumbirá por nuestros ataques. El príncipe heredero, Luis Augusto, es pacífico y clemente, será débil en la lucha y sucumbirá lo mismo que su esposa y con su esposa, diferenciándose en que sucumbirán ambos por la virtud o el vicio contrario. Ahora se aprecian nada más el uno al otro, no les concederemos el suficiente tiempo para amarse, y dentro de un año se despreciarán. ¿Y de qué sirve este debate para averiguar el punto en dónde nace la luz, cuando esta luz me ha sido revelada y cuando se me ha conducido desde Oriente, lo mismo que a los pastores, por una estrella que anuncia la segunda regeneración? Mañana empezaré la obra, y exijo para cumplirla veinte años y vuestra vida. ¡Veinte años nos serán bastantes si caminamos con unión y fuerza hacia un mismo fin!
—¡Veinte años! —repitieron algunos fantasmas—, ¡es mucho tiempo!
El gran Cophte volvióse hacia los impacientes, y dijo:
—Mucho tiempo es, no cabe la menor duda, para aquellos que creen que se puede matar a un príncipe como a otro cualquier hombre con el cuchillo de Santiago Clemente, o con el cortaplumas de Damiens. ¡Necios…! Concedo que el cuchillo mata al hombre; pero semejante al acero regenerador que corta una rama para que otras diez broten de la cepa, en lugar del real cadáver tendido en su sepulcro, trae en pos de sí un Luis XIII, tirano estúpido; un Luis XIV, déspota inteligente; un Luis XV, ídolo bañado con lágrimas y la sangre de sus adoradores, semejantes a esas horribles divinidades que he contemplado en la India, pasando las ruedas de su carro con una glacial sonrisa sobre mujeres y niños que arrojaban a sus pies guirnaldas de flores. ¡Ah!, ¿y creéis que veinte años son suficientes para borrar el nombre de reyes del corazón de treinta millones de hombres, que ofrecían no ha mucho a Dios la vida de sus hijos para rescatar la del joven rey Luis XV? ¡Ah!, ¿y suponéis que es fácil empresa la de hacer repugnantes a la Francia esas flores de lis, brillantes como las estrellas del firmamento, cariñosas como el aromático olor de la flor que representan, y que han llevado a todos los ámbitos del mundo, durante mil años, la civilización, la caridad y la victoria? Haced la experiencia, hermanos míos, y os doy, no veinte años, sino un siglo.
»Os encontráis dispersos, ignorados unos de otros; yo solo conozco vuestros nombres, yo solo puedo apreciar y reunir vuestros alientos desunidos, y yo solo, en fin, represento la cadena que os une al gran lazo fraternal. De nuevo os repito, filósofos, economistas e ideólogos, que quiero que, transcurridos veinte años, proclaméis en alta voz, y a la luz del sol, esos principios que murmuráis encerrados en vuestros antiguos castillos, llenos de temor y de inquietud, y que los propaléis por toda Europa por medio de emisarios pacíficos, o en las puntas de las bayonetas de quinientos mil soldados que se levantarán peleando por la libertad con esos principios escritos en sus estandartes; quiero, en suma, que os conmováis al nombre de la torre de Londres; vos al de los calabozos de la Inquisición, y yo al de esa Bastilla, cuyas cadenas voy a arrostrar: riamos de lástima y hollemos con desprecio las ruinas de esas espantosas prisiones sobre las cuales bailarán vuestras esposas y vuestros hijos. Pues todo eso no puede suceder hasta después de la muerte, no del monarca, sino de la monarquía; de la anulación del poder religioso, del absoluto olvido de toda inferioridad social, de la destrucción de las castas aristocráticas y de la división de los bienes señoriales. Veinte años exijo para demoler un mundo viejo, y volver a reedificar otro nuevo; veinte años, por mejor decir, veinte segundos de la eternidad, ¡y creéis que es demasiado…!
Un prolongado murmullo de admiración y asentimiento sucedió al discurso del sombrío profeta. Indudable es, que había conquistado todas las simpatías de aquellos misteriosos mandatarios y de la opinión europea.
El gran Cophte disfrutó un instante de su triunfo y prosiguió diciendo:
—Ahora, hermanos, veamos, ahora que voy a atacar al león en su guarida, y a exponer mi vida por la libertad del mundo, lo que vosotros haréis por el feliz éxito de la causa a la cual hemos dedicado nuestras vidas, nuestra fortuna y nuestra libertad.
¿Qué haréis vosotros?, decid. He aquí lo que yo deseo saber.
Un silencio, espantoso por lo solemne, sucedió a estas palabras. No se percibía más en aquella sombría estancia que inmóviles fantasmas abstraídos en el pensamiento austero que debía conmover veinte tronos.
Los seis jefes se apartaron de los grupos y se acercaron después de algunos momentos de deliberación al jefe supremo.
El presidente fue el primero que habló:
—Yo, que represento a la Suecia; en su nombre y en el de los mineros que han defendido el trono de Vasa, ofrezco cien mil escudos de plata para destruirlo.
El gran Cophte escribió en su libro de memorias la promesa que acababan de hacerle.
Entonces el que se encontraba a la izquierda del presidente tomó la palabra:
—Yo, que soy el emisario de las sociedades irlandesas y escocesas, no puedo ofrecer nada en nombre de esa Inglaterra ardientemente deseosa de destruirnos; pero en el nombre de la pobre Irlanda, y en el de la pobre Escocia, yo me atrevo a prometer una contribución de tres mil hombres y tres mil coronas por año.
El jefe supremo anotó este ofrecimiento junto al anterior.
—¿Y vos? —preguntó al tercero.
—Yo, cuyo vigor y cuya ruda actividad se manifiestan en el incómodo traje del iniciado, yo represento a América, en donde no hay piedra, ni árbol, ni gota de agua, ni gota de sangre que no pertenezcan a la revolución. En tanto que poseamos oro lo daremos, mientras haya sangre en nuestras venas la derramaremos; no podemos dar un paso más que siendo libres. Divididos, cercados, numerados, representamos una cadena gigantesca de eslabones separados. Si una mano poderosa soldase los dos primeros eslabones, los otros se soldarían a sí mismos. Por eso es preciso empezar por nosotros, nuestro muy venerable señor. Si deseáis que los franceses se vean libres de la monarquía, emancipadnos de la dominación extranjera.
—Así se hará —replicó el gran Cophte—, vosotros seréis libres los primeros, y la Francia nos ayudará. Dios ha dicho en todos los idiomas: «Ayudaos los unos a los otros». Confiad, y pronto quedará realizada mi promesa. Después dirigióse al diputado de Suiza, interrogándole: —Yo sólo puedo ofrecer mi contribución personal; los hijos de nuestra república son desde hace mucho tiempo los aliados de la monarquía francesa, a la que le venden su sangre desde Marinan y Pavía. Son fieles, y entregarán lo que han vendido. Por primera vez, muy venerable y gran señor, me avergüenzo de nuestra lealtad.
—Esta bien, nosotros triunfaremos, sin ellos y a pesar de ellos… ¡A vos os toca, diputado de España!
—Soy pobre —replicó este—, pues únicamente puedo ofrecer tres mil hermanos; pero cada uno contribuirá con mil reales al año.
—Está bien —dijo el gran Cophte—. ¿Y vos? Aquel a quien había sido hecha la pregunta, contestó: —Yo represento a la Rusia y a las sociedades polacas. Nuestros hermanos son, o ricos descontentos, o pobres esclavos, consagrados a un trabajo sin descanso y a una muerte temprana. Nada puedo ofrecer en nombre de estos desgraciados que nada poseen, pues ni la vida les pertenece; pero por tres mil ricos, prometo veinte mil luises cada año en nombre de cada uno.
Los demás diputados se acercaron a él como representantes de alguna pobre nación, o de algún gran principado, haciendo inscribir sobre el libro del supremo jefe el ofrecimiento a que cada cual podía comprometerse, obligándose a cumplirlo con juramento.
—Ahora —dijo el gran Cophte—, el santo y seña simbolizado por las tres letras con las cuales me habéis reconocido, ha sido comunicado a una parte del Universo, y se va a repartir en la otra. Cada iniciado debe grabarla sobre su corazón, pues Nos, soberano jefe de las logias de Oriente y Occidente, mandamos la destrucción de las flores de lis, a vosotros hermanos de Suecia, de Escocia, de América, de Suiza, de España y de Rusia, LILIA PEDIBUS DESTRUE[2].
Una aclamación poderosa, como la voz del rugiente mar, se difundió en el interior de aquella caverna, extendiéndose en lúgubres vibraciones que resonaron en las gargantas de las montañas.
—Ahora, en el nombre del Padre y del Señor, retiraos —dijo el supremo jefe después que Vio que había cesado aquel rumor—, y marchaos con orden a los subterráneos que comunican con las veredas de la Montaña de los Truenos, separándoos antes de salir el sol. Vosotros me veréis todavía una vez; esta será el día de nuestro triunfo. Marchaos.
Terminó este discurso con un signo masónico, que sólo entendieron los seis jefes principales, los cuales se colocaron alrededor del gran Cophte después que desaparecieron enteramente todos los iniciados de orden inferior.
El jefe supremo, llamando aparte al sueco, dijo:
—Eres realmente un hombre inspirado, Swedenborg, y te doy las gracias a nombre de Dios. Mandarás a Francia, con la dirección que yo te indique, el dinero que has ofrecido.
Y marchóse estupefacto de aquel sitio al ver que había sido revelado su nombre al gran Cophte.
—Salud, bravo Fairfax —continuó—; sois el digno descendiente de vuestro abuelo. Cuando escribáis a Washington, os agradeceré que le renovéis mis afectos.
—Fairfax se inclinó también, y se alejó en la misma dirección.
Siguió idéntico camino que el de Suecia.
—Acércate, Pablo Jones —dijo Cophte al americano—, aproxímate, tú hablaste perfectamente. No esperaba yo menos de ti: serás uno de los héroes de América. Ella y tú estad dispuestos a mi primer aviso.
El americano, conmoviéndose al sentir el poderoso impulso de un dios, se retiró a su vez.
—¡Y tú, Lavater! —continuó el elegido—, abjura de las teorías, porque es ya hora de llegar a la práctica. No pienses en lo que es el hombre, sino lo que puede ser. Infelices aquellos de entre tus hermanos que osaran alzarse contra nosotros, pues la venganza será tan rápida y devoradora como la de Dios.
El diputado suizo se inclinó temblando y se alejó.
—Oídme, Jiménez —dijo el gran Cophte dirigiéndose al que había hablado en nombre de España—. Eres celoso, pero desconfías. Tu país duerme según tú afirmas, pero duerme porque no le despiertan. Ve a España, que aquella es siempre la hermosa y valiente patria del Cid.
El último principió a acercarse, pero se detuvo ante un ademán del supremo jefe.
—Tú, Scieffort de Rusia, venderás tu causa antes de un mes, pero dentro de un mes perecerás.
El enviado moscovita cayó de rodillas, el gran Cophte lo hizo levantar con un gesto amenazador: el condenado para el porvenir salió tembloroso.
El hombre misterioso que hemos introducido como personaje principal de este drama, miró a su alrededor, y advirtiendo que la sala de recepción había quedado silenciosa y vacía, abrochó su casaca de terciopelo negro, y tirando del resorte de la puerta que se había cerrado a su llegada, perdióse entre los desfiladeros de la montaña, atravesando todo aquel bosque sin luz y sin guía, como si alguna mano poderosa e invisible dirigiese sus pasos.
Llegado al otro lado del sendero del bosque, buscó su caballo, y no hallándole escuchó. Entonces creyó oír un relincho lejano. Un silbido especial salió de la boca del viajero. Un momento después acudió Djerid, fiel y sumiso como un perro juguetón. Cophte subióse ligero sobre él y ambos desaparecieron confundidos en la oscuridad de los matorrales que se extienden entre el pueblo a que hemos hecho referencia, y la Montaña de los Truenos.
Todo quedó en silencio al desaparecer el viajero.
Momentos después se había interrumpido la misteriosa calma de aquel sitio.
¿Dónde terminó aquella vertiginosa carrera del veloz Djerid? ¿Cuál fue el término del misterioso viaje que aquel jinete casi fantástico había emprendido?