En medio de un bosque de abedules deshojados por el tiempo, se alzaba la planta baja de unos de esos arruinados castillos edificados en otro tiempo por los señores feudales a su regreso de las Cruzadas.
Los pórticos magníficamente esculpidos, encerraban en sus nichos, en vez de las estatuas mutiladas, y arrojadas al pie de la muralla, matorrales y flores silvestres, sobresaliendo sus ojivas medio derruidas sobre el fondo de un cielo descolorido.
Al abrir los ojos, el viajero hallóse ante las gradas húmedas y mohosas del pórtico principal. El fantasma que le había acompañado estaba allí, se encontraba de pie sobre la primera.
Un largo sudario lo envolvía por completo. Brillaban sus órbitas sin vista bajo los pliegues de la mortaja, y la descarnada mano señalábale el interior de las ruinas, mostrando al viajero el término de su camino: una sala, cuya elevación por encima del piso ocultaba las piezas inferiores, en donde se veía oscilar una luz fantástica dentro de las bóvedas.
El viajero bajó la cabeza indicando su asentimiento; el fantasma subió las gradas con lentitud, e internóse en las ruinas. Con paso majestuoso y reposado, le seguía el viajero, y, subiendo los mismos escalones que su guía, penetró en el sombrío edificio.
La puerta del pórtico cerróse enseguida, vibrando como una muralla de bronce. El fantasma se detuvo a la entrada de una sala circular, alumbrada por tres lámparas que despedían verdes reflejos.
El viajero detúvose a diez pasos.
—Abre los ojos —dijo el esqueleto.
—Veo —respondió él.
Con ademán altanero, el fantasma desenvainó una espada de dos filos que escondía bajo el sudario, y dio un golpe con ella sobre una columna de bronce, que contestó con una vibración metálica.
Alrededor de toda la sala se levantaron al punto las losas, apareciendo numerosos fantasmas semejantes al primero, empuñando como él espadas de dos filos, colocándose en círculo sobre unas gradas en que se reflejaba vivamente el resplandor verdoso de las tres lámparas, confundiéndose con el mármol por su fría inmovilidad, semejante a las de las estatuas sobre sus pedestales.
Todas estas visiones contrastaban con el negro cortinaje que cubría las paredes.
Hallábanse colocados siete sillones delante de la primera grada; vacío el uno, y los otros seis ocupados por otros tantos fantasmas que parecían los jefes.
Levantóse el que ocupaba el asiento de en medio e interrogó a la asamblea:
—¿Cuántos estamos reunidos aquí, hermanos míos?
—¡Trescientos! —respondieron todos con voz de trueno que fue a extinguirse de repente en las fúnebres colgaduras de las paredes.
—Trescientos —repitió el presidente—, que representan a diez mil socios cada uno, trescientas espadas, que valen por tres millones de puñales.
Enseguida, dirigiéndose al viajero, le preguntó:
—¿Qué solicitas?
—Luz —replicó este.
—Las sendas que conducen a la Montaña de los Truenos, son demasiado ásperas y escabrosas; ¿no temes perderte en ellas?
—No temo nada.
—Mira que si das un paso hacia adelante, te será prohibido volver atrás.
—No me detendré hasta llegar al fin.
—¿Estás decidido a jurar?
—Dictad el juramento, y juraré.
Con majestuoso y solemne acento, el presidente, levantando su mano, dijo las siguientes palabras:
«En nombre del Hijo Crucificado, jura la destrucción de los lazos carnales que puedan aún enlazarte a tu padre, madre, hermanos, hermanas, esposa, parientes, amigos, queridas, reyes, bienhechores, o a cualquiera a quien hayas prometido en el mundo sumisión, gratitud u obediencia».
Con voz firme, el viajero repitió las frases que dictara el presidente, el cual continuó con la misma lentitud y solemnidad:
«Quedas libre desde este instante de la pretendida promesa hecha a la patria y a las leyes; jura descubrir al nuevo jefe a quien has reconocido, todo cuanto hayas visto o hecho, leído u oído, cuanto hayas aprendido o descubierto, y hasta investigar y espiar lo que no se presenta a tu vista».
El presidente se calló, y el desconocido repitió las palabras que acababa de oír.
«Honra y respeta el aqua toffana —prosiguió el presidente con igual tono—, que es el medio más rápido, seguro y preciso para purgar el globo, con matar o inutilizar los sentidos de aquellos que intentan envilecer la verdad, o arrancárnosla de las manos».
El desconocido repitió tan exactamente como un eco aquellas palabras. El presidente continuó:
«—Huye de España y Nápoles, huye de toda tierra maldita, huye de la tentación de revelar cuanto vas a oír y ver; porque el rayo no es más rápido para herir, que lo será para alcanzarte doquiera que te halles, el puñal tan invisible como inevitable.
»—Vive en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Todavía después de la amenaza que estas frases encerraban, el rostro del desconocido siguió impasible, repitiendo hasta el fin el juramento y la invocación subsiguiente con igual lentitud con que la había pronunciado al principio.
—En prueba de recepción —prosiguió el presidente—, orna tu frente con la cinta sagrada.
El viajero inclinó la cabeza, y dos fantasmas se aproximaron a él. El uno le puso en la frente una cinta aurora con algunos signos plateados y la imagen de la Virgen de Loreto, y el otro le ató los extremos. Terminada esta operación se retiraron y volvieron a dejar solo al incógnito.
—¿Qué es lo que deseas? —dijo el presidente.
—Tres cosas.
—Exponlas.
—La mano de hierro, la espada de fuego, y la balanza de diamante.
—¿Para qué quieres la mano de hierro?
—Para poner fin al despotismo.
—¿Y la espada de fuego?
—Para expulsar del mundo al hombre impuro.
—¿Y la balanza de diamante?
—Para pesar con ella los destinos de la humanidad.
—¿Estás dispuesto a ejecutar las pruebas?
—El hombre enérgico está dispuesto a todo.
—¡A las pruebas!, ¡a las pruebas! —gritaron muchas voces.
—Vuélvete —dijo el presidente.
Obedeció el viajero, y se encontró cara a cara con un hombre oprimido por fuertes ligaduras, con una mordaza en la boca, y pálido como la muerte.
—¿Qué ves? —preguntó el presidente.
—Un criminal, o una víctima.
—Es un traidor, que después de jurar como tú, ha descubierto los secretos de la Orden.
—Luego es un criminal.
—Sí. ¿Y qué pena merece?
—La de muerte.
—¡La muerte…! —exclamaron los trescientos fantasmas.
—A pesar de sus esfuerzos sobrehumanos, el sentenciado fue arrastrado en el acto a la parte interior de la sala. El viajero le vio luchar y resistir contra sus verdugos; al través de la mordaza, oyó su voz angustiada; un puñal brilló al fulgor de las lámparas, y el ruido de un cuerpo cayendo sobre el pavimento resonó fúnebremente.
—La justicia se ha cumplido —dijo el desconocido volviéndose hacia el espantoso grupo que con anhelantes miradas había presenciado aquel horrible espectáculo.
—¿Apruebas la ejecución que has visto? —preguntó el presidente.
—La apruebo, si en efecto era criminal.
—¿Y brindarías por la muerte de cualquiera que descubriese los secretos de esta santa sociedad?
—Brindaría sin violencia.
—¿Con cualquiera bebida?
—Con cualquiera.
—Venga la copa —dijo el presidente.
Enseguida se aproximó uno de los verdugos al desconocido presentándole un cráneo humano, con pies de bronce, lleno de un licor rojo y tibio.
Cogió él la copa de manos del verdugo, y la levantó sobre su cabeza, diciendo:
—Brindo por la muerte de todo aquel que venda los secretos de nuestra santa sociedad. —Y llevándola luego a la altura de sus labios, bebió hasta la última gota, devolviéndola con la mayor indiferencia al que se la había ofrecido.
La sociedad expresó con rumores su aprobación y los fantasmas se miraron al parecer asombrados al través de sus antifaces negros.
—Muy bien —prorrumpió el presidente—. ¡La pistola!
Llegóse un fantasma al presidente con una pistola en una mano, una bala y pólvora en la otra.
Ni aun quiso el desconocido dirigir una mirada de curiosidad hacia aquellos preparativos.
—¿Prometes obediencia pasiva a la santa sociedad? —preguntó el presidente.
—La prometo.
—¿Aun en el caso de que debiera perjudicarte esa obediencia?
—El que entra en este lugar no se debe a sí, sino a los demás.
—¿Obedecerás enseguida que recibas mi orden?
—Obedeceré.
—¿Sin vacilar?
—Sin vacilar.
—Toma esta pistola y cárgala.
El desconocido la tomó, la cargó y la cebó en un momento.
Los sombríos habitantes de aquella horrible morada le miraban en silencio profundo y aterrador que a veces interrumpía el viento que se estrellaba contra los ángulos de los arcos derruidos.
—Ya está —dijo con frialdad el desconocido.
—¿Lo afirmas? —preguntó el presidente.
Una imperceptible sonrisa apareció en los labios del extranjero, y como para satisfacer la pregunta, tiró de la baqueta, introduciéndola en el cañón, excediéndole unas dos pulgadas.
Inclinándose el presidente, dijo:
—Efectivamente, está bien cargada.
—¿Y ahora?
—Amartíllala.
Hízolo así el iniciado resonando el ruido especial del gatillo en medio del profundo silencio que reinaba en los intervalos de este diálogo.
—Ahora —continuó el presidente— coloca la boca del cañón sobre tu sien.
No vaciló un instante al ejecutarlo.
Más profundo que nunca fue el silencio de la asamblea: las lámparas despedían un fulgor pálido; los fantasmas lo eran realmente, pues ni se les oía respirar siquiera.
—¡Fuego! —exclamó el presidente.
Despidió chispazos la piedra al chocar contra el gatillo, pero ninguna detonación siguió al efímero fogonazo.
Los asociados no pudieron evitar un grito de admiración, y el presidente extendió la mano dirigiéndose al desconocido por un movimiento instintivo.
Pero no bastaban tal vez dos pruebas a los más exigentes, pues algunos exclamaron:
—¡El puñal…!, ¡el puñal…!
—¿Lo queréis? —preguntó el presidente.
—Sí, ¡el puñal!, ¡el puñal! —repitieron.
—Que traigan el puñal —dijo el presidente.
—Es inútil —repuso el desconocido, moviendo la cabeza con desprecio.
—¡Cómo inútil! —gritó la reunión.
—Inútil, sí —replicó el viajero, dominando con su voz a las demás—: Inútil, repito, supuesto que perdéis un tiempo precioso.
—¿Qué decís? —exclamó el presidente.
—Que conozco todos vuestros secretos, que esas pruebas son juegos infantiles e incapaces por lo tanto de ocupar a hombres serios: que ese hombre no ha perecido; que lo que bebí, no es sangre, sino vino encerrado en una bota y oculto bajo sus vestidos; que la pólvora y la bala han caído en la culata de la pistola cuando al montarla he levantado la válvula que lo impedía. Tomad, pues, esta inofensiva arma, capaz de amedrentar sólo a cobardes. Levántate, engañoso cadáver, que no lograrás espantar a los corazones bien templados.
—¿Conoces nuestros misterios? —preguntó el presidente—. ¿Eres traidor, o profeta?
—¿Quién eres? —interrogaron a un tiempo las trescientas voces, mientras que brillaban veinte espadas en las manos de los fantasmas que se encontraban más próximos y que por un movimiento regular como el de una falange aguerrida, llegaron hasta reunirse cercando con sus aceradas puntas el pecho del incógnito que sonrió levantando la cabeza, y sacudiendo su cabellera sin polvos, sujeta por una cinta que rodeaba su desnuda frente:
—Ego sum qui sum[1] —respondió—. Yo soy quien soy. Y fijando al mismo tiempo su vista sobre la humana muralla que le rodeaba, las espadas se bajaron con movimientos desiguales, según la resistencia que pudieron oponer los que sufrieron aquella dominadora mirada.
—Has pronunciado una palabra, imprudente, y así lo has hecho, ignorando tal vez su significado —dijo el presidente.
El extranjero, sonriendo, hizo un movimiento de cabeza, y dijo:
—He contestado lo que debía.
—Entonces, ¿de dónde vienes? —preguntó el presidente.
El desconocido contestó tranquilamente:
—Del país de la luz.
—Según nuestros informes, de Suecia.
—Quien viene de Suecia, puede venir de Oriente —repuso el extranjero.
—Habla, no te conocemos. ¿Quién eres?
—¿Quién soy?… —replicó el desconocido—. Pues demostráis no comprenderme, me explicaré; pero deseo decir antes quiénes sois vosotros mismos.
Conmoviéronse los fantasmas, y chocaron sus espadas al pasar de sus manos izquierdas a las derechas, levantándolas a la altura del pecho del desconocido.
—Primero a ti —replicó el extranjero, refiriéndose al presidente—, a ti, que me hablas creyéndote un Dios, y sólo eres su precursor, a ti, que representas las Sociedades Suecas, voy a decirte tu nombre. Dime, Swedenborg, ¿los ángeles a quienes tan familiarmente tratas, no te han dicho que aquel a quien aguardabas se hallaba en camino?
—Cierto —contestó el presidente levantándose el sudario para descubrir mejor las facciones de su interlocutor.
Y el que alzaba el sudario, no obstante los ritos y costumbres de la Orden, ostentaba un rostro majestuoso y una barba blanca, aparentando tener ochenta años.
—Perfectamente —replicó el extranjero.
—Ahora al de tu izquierda, el representante de la Sociedad Inglesa y presidente de la logia de Calcedonia, salud, milord; si hierve de nuevo en vos la sangre de vuestro abuelo, puede esperar la Inglaterra que la luz ya apagada volverá a brillar.
Las espadas se rindieron, porque la ira se convertía en asombro.
—¡Ah!, ¿sois vos, capitán? —continuó el desconocido dirigiéndose al último jefe situado a la izquierda del presidente—. ¿En qué puerto dejasteis vuestra gallarda nave a quien amabais como a una mujer querida? Es una hermosa fragata: se llama la Providencia y llevará la felicidad a América.
Luego, dirigiéndose al que ocupaba la derecha del presidente, le dijo:
—Ahora tú, profeta de Zurich, mírame de frente, tú que has llegado hasta la adivinación en la ciencia fisonómica, y di en voz alta si las líneas de mi rostro te indican el objeto de mi misión.
Aquel a quien hablaba retrocedió.
—Vamos —prosiguió dirigiéndose al que se encontraba a su lado—, acércate, descendiente de Pelayo. Se aspira a expulsar segunda vez a los moros de España, y se conseguirá fácilmente, si los castellanos no han perdido para siempre la espada del Cid.
Este jefe continuó mudo y sin movimiento. Parecía que la voz del desconocido lo había convertido en estatua.
—Y a mí —repuso el sexto, adelantándose a la pregunta—, ¿nada me dices?
—Sí —contestó este fijando sobre él una de aquellas espantosas y penetrantes miradas que parecen leer los secretos del corazón—, sí, te diré muy pronto lo que Jesús dijo a Judas.
Al escuchar esta contestación, el jefe se puso más pálido que el sudario que le envolvía, y un murmullo resonó en la asamblea cual si demandara al incógnito las pruebas de tal acusación.
—¿No te acuerdas del representante de Francia? —preguntó el presidente.
—Sabes bien tú mismo —contestó el extranjero con altivez—, que no está en nuestro seno. Su silla no está ocupada, y recuerda que el que ve en las tinieblas, hace frente a los elementos y vive a despecho de la muerte, desprecia esos lazos.
—Eres muy joven —repuso el presidente—, y hablas con la autoridad de un dios. Advierte que la audacia no es capaz de aturdir más que a los ignorantes e irresolutos.
El desconocido sonrió desdeñosamente.
—Contra mí, nada podéis; sois hombres poco decididos, y también ignorantes, pues no sabéis quién soy yo, mientras yo sé quiénes sois vosotros: además, sólo con la audacia pienso poderlo todo sobre vosotros; ¿pero de nada sirve la audacia al que es todopoderoso?
—¡Pruébanos ese poder —dijo el presidente—, pruébanoslo!
—A vosotros, ¿quién os llamó? —interpeló el desconocido cambiando así el papel de interrogado por el de juez severo.
—La Sociedad Suprema.
—Alguno será el motivo —dijo el extranjero dirigiéndose al presidente y a los cinco jefes—, para que habéis venido vos de Suecia, vos de Londres, vos de Nueva York, vos de Zurich, vos de Madrid, vos de Varsovia, y todos vosotros en suma —prosiguió dirigiéndose a la muchedumbre de las cuatro partes del mundo—, a reuniros en el santuario de la terrible fe.
—Sí, en verdad —respondió el presidente—. Venimos a buscar a aquel que ha formado un misterioso imperio en Oriente, que ha reunido ambos hemisferios en una comunidad de creencias, y que ha enlazado las fraternales manos de la humanidad.
—¿Y tiene alguna señal que le conozcáis?
—Sí, y Dios me la ha revelado por conducto de sus ángeles.
—¿Entonces, únicamente vos conocéis esa señal?
—Yo sólo la conozco.
—¿A nadie la habéis revelado?
—A nadie.
—Decidla en voz alta.
El presidente dudó.
—Decidla —insistió con imperio el desconocido—, ha llegado ya el día de la revelación.
—Una placa que traerá sobre el pecho —dijo el jefe supremo—, y sobre ella, brillarán las tres primeras letras de una divisa que únicamente él conoce.
—¿Cuáles son esas tres letras?
—L. P. D.
Abrió el extranjero rápidamente su casaca y chaleco; sobre su camisa, de holanda finísima, fulguró tan brillante como una estrella de fuego una medalla de diamante, sobre la cual centelleaban tres letras de rubíes.
—¿Él?… —exclamó asustado el presidente—; ¿él?
—¿El que espera el mundo? —preguntaron los jefes confusos.
—¿El gran Cophte? —murmuraron trescientas voces.
—¡Y bien! —exclamó triunfante el extranjero—, ¿me creeréis ahora cuando por segunda vez diga: yo soy, quién soy?
—Sí —contestaron los fantasmas inclinándose.
—Hablad, maestro —dijeron el presidente y los cinco jefes inclinándose decididamente—; hablad y obedeceremos.