I

A la margen izquierda del Rin, cerca de la imperial ciudad de Worms, y hacía el sitio donde nace el pequeño río Selz, empiezan a elevarse las primeras cordilleras de innúmeras montañas, cuyos erizados picos parecen alejarse hacia el Norte, simulando una manada de espantados búfalos que se pierden entre la bruma.

Estas montañas, que desde la cumbre dominan ya aquel país casi desierto, y que semejan la comitiva de la más alta, tiene cada una un nombre particular que expresa su forma o recuerda alguna tradición.

Llámase una la Silla del Rey, la otra la Piedra de los Agavanzos, esta la Roca de los Halcones y aquella la Cresta de la Serpiente.

La más alta de todas, la que parece llegar al cielo, ceñida la granítica frente de una corona de ruinas, es la Montaña de los Truenos. Cuando la noche condensa la sombra de los árboles y el crepúsculo vespertino dora las altas cumbres de esta familia de gigantes, parece que el silencio desciende lentamente desde las sublimes gradas del cielo hasta la llanura, y que un brazo invisible y poderoso desenvuelve de sus flancos, para extenderlo sobre el mundo cansado por los ruidos y penalidades del día, ese inmenso manto azulado, en cuyo fondo brillan las estrellas. Entonces todo pasa insensiblemente de la vigilia al sueño, todo enmudece sobre la tierra. Únicamente en medio de este silencio solemne, el riachuelo a que nos hemos referido prosigue día y noche su curso misterioso bajo los abetos de la orilla, hasta desembocar en el caudaloso Rin, que es su muerte. La arena de su seno es tan fresca, sus cañas tan flexibles y sus peñas se hallan tan cubiertas de suave musgo y saxífragas, que sus ondas no producen el más pequeño ruido desde Morsheim, donde principia, hasta el lugar en donde termina.

Poco más arriba del punto de su origen, un sendero tortuoso y lleno de malezas conduce a Danenfels. Pasado este pueblo, el camino se reduce a una senda, que también disminuye hasta que termina. Inútilmente busca algo la vista en el suelo, pues sólo se ve la inmensa pendiente de la Montaña de los Truenos, cuya misteriosa cumbre, acariciada con tanta frecuencia por el fuego del cielo, que le ha dado su nombre, ocúltase tras un círculo de frondosos árboles, que forman impenetrable muro.

Pocas veces bajo estos árboles tan altos como las encinas de la antigua Dodona, el viajero puede continuar su camino sin ser visto desde la llanura, ni aun en la mitad del día; pues, aunque su caballo llevara más campanillas que una mula española, no se percibiría ruido alguno; y si fuera enjaezado de terciopelo y oro como un caballo de emperador, ni un rayo de oro o de púrpura atravesaría el espeso ramaje: tanto apaga el ruido la frondosidad de este inmenso bosque, como disminuye los colores la oscuridad de su sombra.

Ahora, que las más elevadas montañas han llegado a ser meros observatorios, y que las leyendas más poéticamente terribles no inspiran más que una sonrisa de duda en los labios del viajero; ahora aterra aún aquella soledad y hace venerable aquel sitio, en que sólo se hallan algunas casas de pobre apariencia, a semejanza de centinelas avanzados de los vecinos pueblos, para indicar la presencia del hombre en aquel país que parecía el más a propósito para ser teatro de escenas misteriosas y fantásticas.

Los habitantes de esas casas esparcidas por aquellas soledades son, o molineros que dejan alegremente al río moler su trigo, cuya harina transportan ellos luego a Rockenhausen y a Alcey, o pastores que al conducir sus ganados a pacer en la montaña, estremécense ellos y sus perros al estruendo producido por algún abeto secular, que al peso de su vejez rueda a los abismos desconocidos del bosque. Porque, como hemos dicho, los recuerdos del país son lúgubres, y la senda que se extiende al lado opuesto al sitio que antes indicamos en medio de la maleza de la montaña, no ha conducido siempre, según los más valientes y buenos cristianos, al puerto de su salvación.

Probablemente alguno de sus actuales habitantes habrá oído referir a sus ascendientes lo que nosotros vamos a relatar.

El día 6 de mayo de 1770, cuando las aguas del gran río se tiñen de un reflejo blanco matizado de rosa, es decir, en el momento en que para todo el Rhingan se oculta el sol tras la aguja de la catedral de Strasburgo, dividiéndolo en dos hemisferios de fuego, un hombre que venía de Mayenza, después de haber recorrido la distancia que le separaba de la senda, llegó a ella, siguiéndola en tanto fue visible, y después que esta desapareció, apeóse de su caballo, y tomándole por la brida, atóle al primer árbol de aquella selva pavorosa.

El caballo, inquieto, relinchó.

—Bueno, bueno —dijo el viajero—, cálmate, mi buen Djerid; hemos caminado ya doce leguas, y por lo menos tú has conseguido llegar al término de tu jornada.

Dicho esto, trató de penetrar con la vista la espesura del bosque; pero las sombras eran tan opacas, que sólo podían verse inmensas masas negras destacándose sobre otras más negras todavía, y tan espesas como las primeras.

Después de este inútil esfuerzo, dirigióse el viajero hacia su caballo, cuyo nombre árabe expresaba a la vez su origen y velocidad, y cogiendo con las dos manos la parte inferior de su cabeza, y aproximándola a sus labios:

—Adiós, valeroso caballo —le dijo—, adiós, por si no nos volvemos a ver.

Estas palabras fueron acompañadas de una rápida ojeada que el viajero echó alrededor de sí, como si temiera y al mismo tiempo deseara ser oído.

Sacudió el animal las sedosas crines, hirió fuertemente el suelo con la herradura y relinchó del mismo modo que anunciaba, en los desiertos, la llegada del león.

El viajero hizo un expresivo movimiento de cabeza, acompañado de una sonrisa, como si hubiera querido decir:

—No te equivocas, Djerid; el peligro está próximo.

Pero resuelto sin duda a no combatirlo nuestro desconocido, sacó del arzón dos hermosas pistolas, cuyos cañones se hallaban lujosamente cincelados, y las descargó tirando al suelo la pólvora y las balas.

Concluida esta operación, colocólas nuevamente en su sitio.

No estaba todo hecho.

Llevaba colgada de su cintura una espada con puño de acero, desabrochó el cinturón, y arrollándolo alrededor de ella, colocóla bajo la silla, sujetándola con el estribo, de modo que la punta correspondiese a la ingle del caballo, y el puño al brazuelo.

Terminadas estas extrañas formalidades sacudió el viajero las empolvadas botas, quitóse los guantes, buscó en sus bolsillos, y como hallase unas pequeñas tijeras y un cortaplumas, arrojó ambos objetos por encima de su hombro sin mirar el sitio donde iban a caer.

Después de haber vuelto a pasar la mano por la grupa de Djerid, y de respirar con fuerza como para dar a sus pulmones toda la dilatación posible, trató en vano de encontrar alguna senda y se internó en el bosque.

Pensamos que esta será la mejor ocasión de dar a nuestros lectores una idea exacta del viajero que hemos presentado ante su vista, y que está destinado a desempeñar un papel muy principal en nuestra historia.

El hombre que se había apeado de su caballo para internarse en el bosque con tanto valor, representaba de treinta a treinta y dos años de edad. Su estatura era algo más que mediana, y su cuerpo, perfectamente formado, demostraba al mismo tiempo la flexibilidad y fuerza de sus miembros ágiles y nerviosos. Vestía una especie de casaca de viaje, de terciopelo negro con ojales bordados de oro, y por bajo de los últimos botones de ella, aparecían las puntas de una chupa también bordada. Unos calzones de ante ceñían sus piernas que podían servir de modelo a un estatuario, distinguéndose su forma elegante, aun al través de las botas de charol.

En su rostro, que demostraba toda la viveza del tipo meridional, se percibía una extraña reunión de fuerza y astucia: su mirada, que podía expresar todas las sensaciones, despedía, al fijarse en alguno, dos rayos de luz que parecían querer llegar hasta el alma. Y sus morenas mejillas demostraban haber sido quemadas por un sol más ardiente que el nuestro. Por último, su boca grande, pero de una forma bellísima, dejaba ver al abrirse una doble hilera de perfectísimos dientes, que aparecían más blancos por el contraste que hacían con el color moreno de su cutis. El pie era elegante, aunque largo, y la mano pequeña, pero nerviosa.

No habría aún andado diez pasos en medio de la oscuridad del bosque el desconocido que acabamos de retratar, cuando percibió presurosas pisadas hacia el lugar donde había dejado su caballo. En el primer momento pensó retroceder; pero se contuvo: mas no pudiendo resistir al deseo de conocer la suerte de Djerid, se empinó sobre las puntas de los pies, dirigiendo su vista al través de las ramas, y vio que había desaparecido, desatado quizá del árbol por alguna mano invisible.

La frente del viajero se plegó ligeramente, y algo parecido a una imperceptible sonrisa, asomó a sus labios.

Luego continuó tranquilo su camino hasta el centro de la selva.

Durante un breve instante el crepúsculo exterior que penetraba al través de los árboles, guio sus pasos, mas faltándole a poco aquella tibia claridad, se encontró en una oscuridad tal, que, tal vez temeroso de extraviarse, detuvo su marcha.

—Creo no confundirme —dijo en alta voz—; porque de Mayenza a Danenfels hay un camino que he seguido, y luego por una senda hasta el Matorral Negro; desde este último punto he venido hasta aquí, pues a falta de camino o sendero, el bosque me ha guiado: ahora ya nada veo, y estoy obligado a detenerme.

Apenas había dicho estas palabras en un dialecto mitad francés, mitad siciliano, cuando de repente brilló una luz a distancia de unos cincuenta pasos del lugar donde se hallaba.

—Gracias —exclamó—, mientras vea esta luz, la seguiré.

Siguió la luz delante de él caminando sin la menor oscilación y con un movimiento siempre igual, parecido a esas luces fantásticas que vemos a veces en los teatros.

Unos cien pasos habría dado nuestro viajero, cuando parecióle oír un extraño ruido a su lado.

—Eres muerto si te vuelves —dijo una voz a su derecha.

—Bien —repuso sin inmutarse el intrépido viajero.

—Si hablas, mueres —dijo otra voz a su izquierda.

Ante esta amenaza se inclinó sin contestar.

—Si tienes miedo —añadió una tercera voz que parecía salir de las entrañas de la tierra—, retrocede, comprenderemos que desistes, y te dejaremos regresar al punto de donde has venido.

Hizo el viajero una ligera señal con la mano, y prosiguió su camino.

Era tan oscura la noche, y la selva tan espesa, que a pesar de la escasa luz que le servía de guía, el desconocido tropezaba a cada paso.

De este modo siguió a la luz durante una hora sin manifestar ningún temor, mas de pronto la luz desapareció.

Nuestro viajero comprendió que estaba ya fuera del bosque, y alzando la vista distinguió algunas estrellas a través del sombrío azul del firmamento.

Prosiguió su marcha en la dirección que llevaba la luz al ocultarse, cuando de repente aparecieron ante su vista unas ruinas como de algún castillo antiguo.

El viajero tropezó en los escombros.

En aquel mismo momento sintió un objeto helado sobre sus sienes y le cubrió los ojos, no permitiéndole ver ni aun las tinieblas.

Una venda de lienzo mojado oprimía su cabeza.

Sería cosa convenida, pues no manifestó la menor sorpresa ni trató de quitársela, y sólo extendió silenciosamente su mano, como un ciego cuando solicita un guía.

Su solicitud fue comprendida al momento, pues una mano fría, áspera y huesosa, se cogió a la suya.

Conoció que era la mano de un esqueleto, que dotado de sensibilidad, hubiera advertido que la del viajero no temblaba.

Se vio súbitamente arrastrado como unas cien toesas por aquella mano, pero de repente quedó libre la suya, la venda cayó, y el desconocido, parándose, se encontró en la cumbre de la Montaña de los Truenos.