XIV

LO QUE LE DOLÍA por encima de todo, y le parecía mucho más cruel que cualquier otra cosa de las que Kramer pudiera arrepentirse, era lo que aquel fiasco podría significar para la viuda Fourie. Ella había olvidado y perdonado, había regresado, había vuelto en Navidad, convirtiéndose en el mejor regalo de su vida, y así la recibía él. Dos horas de felicidad provisional y luego sabe Dios cuántas más de preocupación y angustia, de ansiedad por la camada de un cafre tan tozudo, estúpido y sordo a los razonamientos como él mismo. Sí, Zondi era culpable en parte, pero sólo en parte. Él había explotado antes de tiempo, según palabras de Du Plessis. Dejándose llevar por sus prejuicios, según palabras de Scott. Y tenían razón, los muy cabrones. No, de cabrones nada, al menos no esa vez.

Aquella mañana, al recibir el mensaje del tren en el que llegaban, se había comportado como un puñetero payaso. Tenía que haberlo mandado todo a la mierda, que les dieran a todos. No sería la primera vez que le decía a Du Plessis que se metiera el informe donde le cupiera. Y Scott sólo quería librarse de él, así que su acción no habría tenido consecuencias. Pero no, el orgullo, el engreimiento, la arrogancia —tenía donde elegir— lo habían dominado. Lo empujaron a correr de un lado a otro sumando dos y dos y obteniendo veintidós como resultado. Maldición. Si se hubiera acercado a Scott en la piscina, seguramente él le habría contado lo que pasaba y podría haber disfrutado del resto de ese día, y del siguiente entero, con los niños y la viuda. Empezando de cero y de una forma diferente, para que lo suyo durase, para que ella no volviera a marcharse nunca. ¡Oh, mierda!

Intentó marcar de nuevo el número del piso de ella, pero descubrió que aún no era capaz de hacerlo. Podría no responder nadie. Otra vez.

El teléfono tintineó sin llegar a tener la oportunidad de sonar del todo.

—¿Sí? Oye…

—Soy el viejo McDonald, teniente. Es usted ¿no?

Kramer pensó en colgar, pero luego decidió terminar de una vez con todo aquello.

—Kramer al habla, señor McDonald. Tenía pensado llamarle para decirle que hemos cerrado el caso.

—Ah, entiendo.

—Sí, no había nada raro… nunca pensamos lo contrario, claro está. Pero debemos aseguramos.

—Es que…

—¿Sí?

—Al volver de vacaciones, teniente, ya metidos en faena, decidí hacer algo de limpieza. Y lógicamente empecé por poner en orden los asuntos de mi difunto amigo. Encontré algo raro, angustioso.

—¿En qué sentido?

—Todo se reduce a lo siguiente: Mark rescató sus pólizas hace una semana.

—¿Qué?

—Las hizo efectivas sin que nadie se enterase. En total fueron veinte mil rands.

—¿Veinte mil?

—Sí, un buen fajo.

—Pero ¿qué demonios hizo con ese dinero?

—No está en su banco. He preguntado con discreción. Y su mujer no ha visto ni un céntimo.

—¿Se lo ha preguntado?

—Tuve que hacerlo. Llamaron de la central porque él iba en un vehículo de la empresa. Ya sabe cómo son los de la central, incapaces de compadecerse. Esperaba que ella me dijera que aquella noche su coche estaba estropeado, pero no. Aunque la compañía no puede reclamar el pago del automóvil siniestrado, tal y como ha dejado Mark las cosas.

—Olvídese del coche y hábleme del dinero. ¿Cómo le pagaron?

—Por medio de una transferencia. El banco… oiga, esto no se lo cuente a nadie, por favor. No está en juego sólo el trabajo de mi amigo el del banco.

—Hable, señor McDonald. No daré nombres.

—Luego Mark retiró el dinero en efectivo. En billetes pequeños.

—¿Y nadie sabe por qué?

—Mi amigo no podía hacer demasiadas preguntas esta mañana. Pero recordaba que un cajero había dicho que al final resultaba que el encantador señor Wallace también tenía sus vicios secretos.

—¿Por ejemplo?

—El juego. Mark dijo que lo necesitaba para pagar deudas de juego. Un hombre que ni siquiera apostaba con nosotros a la carrera del sábado. Y los caballos no son el tipo de juego al que se estaba refiriendo.

—Madre mía, madre mía.

—Sí, teniente, eso mismo pienso yo.

Durante un rato, ambos escucharon los ruidos de fondo de la línea. Luego Kramer abrió su libreta de notas.

—¿Recuerda que aquella noche en el Old Comrades’ Club él dijo que quería hablar con usted, señor McDonald? ¿Pudo haber sido sobre esto?

—No he podido quitármelo de la cabeza desde entonces. No es la primera vez que intento localizarlo.

—Lo siento, señor McDonald. Tenía otro caso, uno importante. Aunque éste parece…

—¿Sí, teniente?

—También parece importante. Debo pedirle que no hable de esto con nadie ¿entendido? Iré a verle lo antes posible para que me muestre los papeles, ¿de acuerdo?

—Aquí estaré.

Kramer cortó la comunicación apretando la barra de la horquilla del teléfono, pasó tres páginas de su libreta, encontró una dirección, buscó un número en la guía y lo marcó.

—Buenos días, señora. Le habla la Policía, Brigada de Investigación Criminal. ¿Puede decirme si la señorita Samantha Simón está en casa, por favor?

—Oh, no, lo siento. Se ha ido a trabajar.

—¿Cuándo se marchó?

—A ver… Un poco antes de lo normal. Sobre las ocho. Sí, al terminar de desayunar. Cogería el autobús de las ocho y diez.

—¿Reciben el periódico, señora?

—¿Cómo?

—La Gaceta de Trekkersburgo… ¿se la llevan a casa?

—Ah, sí.

—Por casualidad ¿la habrá leído la señorita Simón?

—Mi marido y yo siempre permitimos que la lea ella antes. Estamos jubilados y tenemos todo el día.

—Ya. Y al irse ¿llevaba algo? Por ejemplo, una maleta.

—¿Cómo?

—Que si se llevó alguna cosa.

—Oh, no, sólo su bolso.

—Gracias y adiós —dijo Kramer, tocando de nuevo la barra de la horquilla.

El siguiente número al que llamó sonó un buen rato antes de que alguien contestara.

—Biblioteca —dijo una voz que parecía un contestador automático.

—Buenos días. Lamento molestar pero, verá, he encontrado un bono… un bono de autobús, claro, y lleva esa dirección.

—Vale ¿y?

—Me preguntaba si podría hablar con la persona a la que pertenece, Samantha Simón.

—¿La señorita Simón? Está ocupada en el mostrador.

—Ella es la guapa ¿no? —Kramer consiguió que su mirada lasciva resultase audible.

—¡Con que esas tenemos!

La bibliotecaria colgó de golpe y dejó a Kramer bastante seguro de que no comentaría nada que pudiera alarmar a la lagarta calculadora hasta que fuese a verla.

Sí, calculadora era el adjetivo que más le iba. Y fría. Seguramente se había dado cuenta de que las finanzas del fallecido presentarían un déficit que iba a situarla de nuevo en el punto de mira. Pero cortar por lo sano y salir corriendo sería su perdición. Iba a salir adelante tirándose un farol y lo más probable es que ya hubiese tomado algunas precauciones. Pero Kramer disfrutaría observando cuánto tiempo conservaba ella su frialdad al calor de lo que pensaba hacer él.

Justo en ese momento, mientras Kramer cogía un par de esposas de repuesto, Zondi entró en la habitación tapándose la nariz con la mano sana.

—¡Hola, cabrón! ¿Dónde te habías metido?

—¡Hola! —respondió Zondi—. ¿Desde cuándo se dedica el jefe a recoger la basura?

—¿Qué demonios dices?

—El maletero del Chevrolet está lleno de basura y huele fatal.

Kramer estuvo a punto de autoagredirse. También por su culpa se había molestado la viuda en juntar todo aquello. Pero se contentó con sacar a Zondi del medio dándole un codazo, perversamente encantado de oír el porrazo de la escayola contra el archivador. Y entonces se dio de narices con tres africanos sobresaltados que esperaban junto a la puerta.

—¡Ostras! —gritó Kramer—. ¿Y ahora qué coño pasa? ¿Qué venís a buscar aquí, joder?

Las palabrotas golpearon al trío con tanta fuerza como la que le hubiese gustado a Kramer ejercer sobre ellos con su bota.

—No vienen a buscar nada, jefe —dijo Zondi desde dentro, frotándose el hombro—. Yo quise que vinieran, jefe. Y usted también, porque son testigos.

—¿De qué? —preguntó Kramer, mirando por encima del hombro mientras se alejaba.

—Del caso Swart, por supuesto. Todos ellos vieron al jefe blanco que usted cree culpable.

KRAMER Y ZONDI dejaron a los criados con el agente bantú que había acompañado a Zondi y que se iba a encargar de tomar nota detallada de sus declaraciones. Ellos dos volvieron al despacho y cerraron la puerta.

—Buen trabajo —dijo Kramer, mientras hacía señas a Zondi para que acercara su taburete al escritorio.

—Gracias, jefe. ¿No los había interrogado antes porque esperaba a mi regreso para que lo hiciera yo?

—Algo parecido. ¿Fumas?

Abrió con llave el cajón del medio, encendió dos Luckies y le entregó uno.

—Pero cuéntame, Zondi, ¿cómo reaccionaste tan rápido esta mañana? Yo no estaba aquí para ponerte al día en relación al caso.

Zondi apagó su Lucky, estremecido.

—Llegué y no había nadie para recibirme. Así que eché un vistazo a esos expedientes. Los leí y me pregunté por qué a mi jefe le preocupaba ese accidente de tráfico. Volví a dejar los expedientes tal y como los había encontrado y, de repente, comprendí la verdad del asunto.

—¿A qué te refieres?

—Que los expedientes estén uno al lado del otro significa que mi jefe relaciona los dos casos. Una buena salida, lo de la hemorragia nasal.

—¿Qué? Tú cuéntame qué fue lo que pensaste. Me interesa.

Los cumplidos eran la pierna de Aquiles de Zondi: ¡Qué talón! ¡El talón se le quedaba corto!

—Verá, jefe: cuando el jefe Wallace va al bar de copas, comenta que, debido al exceso de calor, le ha sangrado la nariz. Quienes lo ven, ven también un pequeño rastro de sangre en su camisa y lo compadecen.

—Ya.

—Y ahora el informe del laboratorio, jefe. Ya veo que lo hicieron en Durban porque el nuestro cerró por Navidad. Usted envía la ropa, la muestra de sangre, solicita el análisis y ellos no ven nada raro por lo que deberían llamarle. —¿No?

—Claro, porque muchas veces los conductores se ven salpicados por la sangre de los que van con ellos.

—Wallace iba solo en el coche ¿no es así?

—Sí, jefe, pero ¿usted se lo dijo a los del laboratorio? ¿Lo ve? A mí no me engaña. Ellos reciben una camisa, un traje, un impreso con un nombre. Lo que de verdad le interesa a usted es el nivel de alcohol en sangre. Ellos le dicen que es elevado. Luego examinan rápidamente las manchas de sangre, seguramente pensando que se ha vuelto loco, y anotan grupo 0 y grupo A. El grupo sanguíneo de Wallace es 0, ¿me equivoco?

—No seas descarado.

—Y el del jefe Swart es A. La mancha pequeña, muy sencillo. Luego está lo del cristal sobre el que hacen chistes. Eso también es comprensible.

Kramer, que había sacado el informe de su sobre aquella misma mañana, justo antes de que llegase Muller, y sólo había comprobado, de pasada, el grado de alcohol en sangre, se concentró en él a fondo.

El técnico había escrito: «Fragmentos de cristal en la vuelta izquierda del pantalón. Por su contenido en plomo, seguramente de origen veneciano. ¿A qué se dedicaba el hombre? ¿Regentaba un bar en su coche?».

Mierda. Pensándolo bien, Kramer había leído las palabras «fragmentos de cristal», pero no había seguido adelante porque aquellos espantosos garabatos lo pusieron de los nervios, con la prisa que tenía. Además, había pensado que los fragmentos procederían del parabrisas o de las ventanillas, pero no de una copa o un vaso; de lo contrario habría seguido leyendo. La verdad era —mejor guardarla para sí mismo— que sólo lo había mirado para ver si los del laboratorio habían aceptado entrar en el juego de machacar a Du Plessis. Les había dicho que no era más que un simple ejercicio, un favor que les explicaría más adelante.

—¿Por eso te llevaste estas fotos a Skaapvlei? —preguntó Kramer mientras desplegaba la selección en la que aparecían Mark Wallace y el coche accidentado de su empresa.

—Me pareció que así podría ayudarlo, jefe. Las dos mujeres vieron este coche cerca de la casa la noche del asesinato.

Estaban sentadas en el bordillo de la acera, junto al lugar donde lo habían aparcado. También vieron al jefe entrar en la casa y salir después de que el otro jefe llegase. Se fijaron en que tenía problemas de pecho: respiraba como un perro viejo.

—Catarro —dijo Kramer, tras una rápida ojeada al informe de la autopsia realizada por Strydom.

—Cuando lo leí, no sabía el significado de esa palabra, jefe.

—Estás perdonado. Pero ¿por qué no dijeron nada esas mujeres?

—Pensaron que lo había matado Shabalala. Eso era lo que pensaba todo el mundo. Incluso el policía lo había dicho.

Maldito fuera Van der Poel y su alma de chuloputas. Su cháchara y sus ideas preconcebidas habían dinamitado el caso desde el principio.

—¿Y el hombre que vino con ellas?

—Es un amigo de Shabalala que trabaja en la casa de enfrente. Sale a las siete y a veces lo ayudaba a fregar para que terminase antes.

—Ah ¿sí?

—Jura que, después de trabajar, Shabalala dejaba la llave bajo una piedra, junto a la puerta de atrás.

—¿Swart lo sabía?

—¿Cómo comprobarlo, jefe? Pero es lo que hacen muchos criados, porque sus jefes no quieren confiarles una llave. ¿No?

Kramer estaba familiarizado con aquel tópico de la lógica más grotesca, por lo que sólo le sorprendió ligeramente que Swart lo suscribiera. Probablemente no había detectado aquella costumbre que Shabalala habría adoptado en algún trabajo previo. La mayoría de los inquilinos ni se molestaban en comprobar la seguridad de sus hogares. Y los peores solían ser los solteros, como Swart, quienes pensaban que no tenían nada que perder.

Pero eso era irse por la tangente.

—Ahora dime, Zondi —dijo Kramer mirando la hora—, ¿qué fue lo que te contó Shabalala que no quisiste decirle a Miriam?

—Sí, jefe, dos cosas muy raras.

—Habla.

—Primero, lo del Volkswagen azul que intentó matarme. Según Shabalala, eran dos amigos del jefe Swart. El…

—Pero ¿qué más?

—A veces Shabalala tenía que hacer una cosa muy rara. Su jefe le mandaba abrirlos maleteros de algunos coches aparcados en la calle y recoger paquetes.

—¿Paquetes? ¿De qué?

—Eso no lo sabía, pero eran muy ligeros. Como el papel.

Kramer corrió todo el camino.

El BIBLIOTECARIO JEFE intentó interferir pero se vio rechazado por dos palabras, una de las cuales él mismo se encargaba de censurar en todos los libros que ocupaban sus estanterías. Sin embargo, Kramer la dijo con gran suavidad y no molestó a nadie más; ni siquiera al anciano morboso que echaba una ojeada a las seductoras portadas de Ficción-Novedades. En cuanto a Samantha Simón, lo que la llevó a girarse fue el sonido de la voz de Kramer.

—¿Usted?

—Yo. Nos toca charlar otra vez, por favor. ¿De acuerdo?

Ella dio un paso hacia él, insegura.

—¿Aquí?

La chica que ahora tenía delante era muy distinta a la jovencita desafiante a la que se había enfrentado en el salón de té. Su rostro tenía el tono de las gachas de maíz y los ojos tan poco lustre como los huevos de granja. La boca, antes su rasgo más atractivo, ahora aparecía fláccida, fea, incómoda con las palabras, como si continuara bajo los efectos de la anestesia del dentista. Sin duda, todo estaba relacionado con el esfuerzo por atenuar el dolor.

—No, señorita Simón. Creo que arriba, en la galería, estaremos más tranquilos.

Por un instante, se percibió un destello en aquellos ojos enrojecidos, pero después la joven se encogió de hombros y se dirigió hacia la escalera. Al principio ascendía a un ritmo terriblemente lento hasta que, al llegar a medio camino, empezó a subir los escalones de dos en dos. Kramer se apresuró a seguirla, por eso estaba a su lado cuando se derrumbó.

—En realidad, no es necesario que hablemos —le dijo, entregándole un pañuelo caqui y pasándole luego un brazo por los hombros—. Basta con que me indique dónde se encontraba Mark cuando le dijo que había visto a un hombre observándolos. Lo pregunto por el bien de Mark. Se lo prometo.

Samantha se desplazó hasta el lugar sin decir una palabra y, haciendo un terrible esfuerzo por inspirar, controló sus sollozos.

—Ahí —dijo, señalando.

El cartel de la estantería más próxima rezaba «Química»; lo que, traducido precipitadamente al afrikáans, bien podría tomarse por «Productos químicos». Kramer también tuvo problemas respiratorios mientras se agachaba para examinar la parte inferior de la estantería, a la altura del talle. Pero allí estaban: tres pequeños agujeritos. No los había provocado la carcoma, ni la polilla de los libros, sino esa especie tan poco común, el micrófono de tres patas.

LA PLANA MAYOR AL COMPLETO —Scott, Du Plessis y Muller— apareció en el depósito de cadáveres aquella tarde, a las cinco, para presenciar la identificación del cuerpo por parte de Samantha Simón.

—Lo siento, pero no está aquí todavía —se disculpó Kramer, que llegó a y diez y se los encontró apiñados con aire expectante en el pequeño vestíbulo—. La traerá Zondi cuando la joven haya reunido fuerzas.

O, para ser más precisos, Zondi la acompañaría cuando la viuda Fourie hubiese decidido que la joven estaba en condiciones de acudir. Pero eso no lo dijo. Llevarla al piso había sido una jugada maestra: la viuda Fourie tomó a Samantha bajo su protección de inmediato y a Kramer lo mandó a ocuparse de sus asuntos, tal y como él esperaba. Eso le permitió hacer un buen número de llamadas edificantes y llegar a ciertas conclusiones muy satisfactorias.

Su júbilo resultaba evidente.

—Desembuche ya —soltó Scott, nada contento por haber permanecido ignorante de lo ocurrido desde el mediodía—. ¿A dónde lo han llevado las matrículas del misal?

—Bastante lejos, señor. Pero prefiero esperar hasta estar completamente seguro de la identificación de Swart.

—Me la suda lo que usted prefiera. Mis hombres investigaron a los propietarios de esos vehículos y ni uno de ellos era siquiera capaz de pensar en volverse subversivo. Quiero saber qué ha encontrado.

—Víctimas.

—¿Qué?

—Víctimas de un chantaje.

—¿Todos?

—Sólo dos. Wallace y un maestro. Pero podría haber más, porque tenía más de cuarenta mil rands escondidos bajo…

—Un momento —interrumpió Scott—, ¿no pretenderá decir que uno de mis hombres obtenía dinero mediante extorsión?

—Eso mismo, coronel. Lo siento, pero así era.

Du Plessis se quedó boquiabierto y luego se puso de un rojo peligroso.

—Espero que sea capaz de explicar una acusación como esa, teniente, y de inmediato, además.

—De momento puede considerarlo una suposición, coronel, pero creo que usted mismo podrá comprobar cómo la señorita Simón me da la razón. Todo encaja.

—Cuéntenoslo, por favor —lo instó Muller con calma.

Eso era otra cosa.

—De acuerdo, señor, si lo prefiere así. Será mejor retroceder a cuando Swart estableció contacto con los miembros de su parroquia. Recordarán que el coronel nos dijo que los informes eran negativos y que entonces Swart tuvo la idea de poner un micro en el confesionario. Una idea ingeniosa para un punto sensible. Pero ¿obtuvo resultados de inmediato, coronel?

Scott negó con la cabeza.

—No, pasó un tiempo antes de recibir el primer informe. Ahora piense detenidamente en esos informes: todos eran imprecisos y los nombres que incluían eran nombres conocidos para el público en general, cuanto más para nosotros. Tenga en cuenta también que, anoche, cuando los interrogó, todos negaron tener la más mínima idea de lo que Swart había dicho de ellos.

—¿Y qué? —preguntó Du Plessis con desdén—. Es sólo cuestión de tiempo.

—Señor, usted cree que ellos mienten. Mi idea es que Swart era el mentiroso. Mintió porque debía mantener contento al grupo del coronel Scott para que no lo apartara del caso… y de su cómoda casita del barrio de Skaapvlei. Es posible que sus primeros informes sirvieran para mantenerlo en su puesto hasta que encontrara la forma de conservar la buena vida que llevaba.

—¡Dios mío! —exclamó Muller.

—¿Señor? ¿Comprende usted a dónde quiero ir a parar? Desde el principio hemos pasado por alto el aspecto más importante del confesionario. Hemos pensado que allí sólo se escucharían secretos políticos. ¿Y todos los demás? Tal vez no fueran una amenaza para la patria pero, para las personas implicadas, el hecho de que se conocieran bastaría para destrozarles la vida. Pequeños secretos despreciables, ignominiosos… sí, pero que compartían una característica en común con los otros, por lo que al señor Hugo Swart se refería: podía sacarles partido.

—Imposible —bufó Du Plessis.

—Para un hombre inteligente, no —dijo Kramer disfrutando el momento—. Y Swart era inteligente, hasta cierto punto. El problema es que no oía demasiados secretos del tipo que él buscaba porque, a pesar de lo que ustedes opinen, las personas cuyas confesiones escuchaba eran gentes temerosas de Dios. Sin embargo, en todo grupo hay algún pervertido, pobres hombres con problemas de personalidad que ellos mismos odian pero de los que no pueden librarse, y unos cuantos tipos como Wallace, que se alejan del buen camino. ¿Quién sabe? Tal vez Swart tropezó con una docena de ellos en su congregación y decidió hacer limpieza. Luego tendría que seguir buscando. Y se encontró con Wallace y un maestro al que le vuelve loco la ropa interior femenina.

—¿Qué nos cuenta ahora? —preguntó Du Plessis—. ¿Los hechos o los frutos de su condenada fantasía?

—Los hechos. Es propietario de uno de los vehículos que Swart tenía en la lista del misal. Esta misma tarde he interrogado al pobre hombre, quien confirmó el método de recogida, para el que Swart empleaba el coche de alquiler, etcétera. También que los amenazaba por teléfono.

—¿Y los demás propietarios?

—Swart los utilizaba para encubrir lo que hacía.

—Querrá decir que nos utilizaba a nosotros —estalló Muller.

—Sí, señor, con gran descaro. Pero era una forma muy sencilla de conseguir los nombres y las direcciones que le interesaban. Contaba con que las indagaciones del coronel serían discretas y sólo de carácter político.

Scott seguía sin decir nada.

—El maestro se vio obligado a vender su coche para conseguir dinero suficiente con el que comprar el silencio del otro.

Luego no sufrió más amenazas. Pero en el caso de Wallace, seguramente Swart comprendió que podría sacarle mucho más. Por cierto, esta tarde he hablado con la esposa. Me dijo que su marido dejó de ser practicante más o menos por la época en la que creo que Swart oyó su triste secreto.

—¿Y eso que significa, Tromp?

—Que dejó de ir a misa. El sacerdote no podía contarme gran cosa, debido al secreto de confesión, pero ha reconocido que a veces algún hombre acude a él en una situación como la de Wallace, con la esperanza de que le digan que no pasa nada, que es algo inocente y que puede continuar así. El cura también reconoció que él les dice que no, que deben dejar a la chica de inmediato. Y añadió que, a veces, el hombre en cuestión se enfada mucho y se marcha. Creo que ha sido su forma de contarnos lo ocurrido, entre líneas.

—Cierto. Estoy de acuerdo —dijo Muller.

—Les parecerá una cursilada, pero cuando un tipo cree que está enamorado, puede convertirse en un verdadero idiota —dijo Kramer, sobre todo para provecho de Du Plessis—. Y ahora volvamos a Swart: telefonea a Wallace y le pide determinada suma. A Wallace le entra tal pánico que le lleva el dinero de inmediato, otra línea temporal que podrán comprobar luego, a través de la oficina central de la aseguradora. Y por eso Swart piensa que podrá sacarle más pasta.

—Pero ¿por qué no abandona a la chica, Tromp? Eso sería lo más sensato.

—¿Por qué iba a hacerlo? Había roto con su iglesia, el daño ya estaba hecho, y el chantajista ha prometido dejarlo en paz. Su mundo se ha derrumbado a su alrededor y lo único que le queda es esa chica. ¿Comprenden? Aunque personalmente y después de haberlo pensado, creo que Wallace tenía intención de dejarla, habló de eso con su amigo McDonald, pero quería hacerlo bien, poco a poco, sin causar daño y todo ese rollo. Sin embargo, antes de que lo consiga, Swart decide probar de nuevo. Para dejar noqueado a Wallace, lo mejor es utilizar información muy, muy personal, de manera que crea que no hay forma de…

—¡Y coloca el micro en la biblioteca! —exclamó Muller—. Coloca allí el micro e intenta cazarlos. Aunque de forma un tanto descuidada, pues permite que Wallace lo vea.

—Quizás sí, quizás no. Por entonces Wallace aún no lo había relacionado. El caso es que Swart escucha la conversación que la pareja mantiene y vuelve a chantajear al otro pobre. Esa vez, después de pagar, Wallace corta con Samantha. Piensa que los problemas se han terminado. En su casa cogí prestado un libro de la biblioteca para poder… bueno, eso da igual, pero esta mañana volví a examinarlo y me ha facilitado la fecha en que se dejaron: el mismo día que Wallace rescató su otra póliza.

—Entonces, ¿cómo lo relacionó, si es eso lo que intenta explicamos?

—Fue cuando Swart se pasó de listo y lo intentó por tercera vez. Le envió a Wallace una postal navideña firmada por Samantha. Pero también subrayó la palabra «próspero».

Du Plessis parpadeó.

—¿Y?

—Samantha había utilizado esa palabra muchas veces durante aquella conversación en la biblioteca que Swart había escuchado. Seguramente aún resonaría en los oídos de Wallace. Antes, Swart había tenido mucho cuidado de no revelar cómo conseguía la información, pero ahora estaba claro que alguien había escuchado determinada conversación. Es probable que Wallace no hubiese olvidado al hombre que había visto en la biblioteca, que la palabra «Jesús», escrita en la postal, le refrescara la memoria, que recordara haber visto a Swart en la iglesia, siempre se sentaba junto al confesionario, y que sumara dos y dos. Tal vez incluso empezara a sospechar antes, ¿quién sabe?, pero aquello fue el colmo. Había apoquinado toda la pasta, había renunciado a la chica, había intentado recuperar su vida y de repente, en Navidad, todo vuelve a estallarle en la cara. Tengan en cuenta que ese «próspero» subrayado podría tomarse como una amenaza indicativa de que habría más peticiones de dinero. Total, que coge el coche de su empresa para acercarse a la iglesia sin ser reconocido, sigue a…

—¿No tendría que encontrarse ya dentro de la casa cuando Swart llegó? —interrumpió Muller.

—Otra duda que me ha ayudado a resolver el sacerdote. Parece que Swart volvió a casa para coger algo antes de misa. Seguramente fue entonces cuando Wallace lo siguió. Wallace esperó a que se marchara, encontró la llave en el lugar más predecible, bajo la piedra, y entró en la casa. No podemos saber lo que tenía en mente entonces, pero debía de estar muy enfadado. Aunque, si hubiese planeado matarlo, lo lógico habría sido llevarse un arma. El caso es que Swart vuelve a casa y Wallace lo ve en la cocina, con la radio encendida y el audífono desconectado. Es posible que incluso hablaran, ¿quién sabe? Swart aparenta calma, se prepara una copa, no le ofrece otra a Wallace… O puede que Wallace se vuelva completamente loco nada más verlo, coja el cuchillo de la mesa y ¡puaj!

Los tres coroneles se miraron entre sí y luego miraron a Kramer. Muller estaba impresionado, Du Plessis atónito y Scott inescrutable.

—Cuando un tipo normal y decente como Wallace hace una cosa así —continuó Kramer después de una pausa—, puede comportarse con gran frialdad. Los loqueros tienen una palabra que lo describe: no sé qué disociada. Matan y se marchan tan tranquilos: para ellos no es algo real. Incluso pueden querer contarle a alguien lo que han hecho, como esa mujer que contó que había matado a sus hijos con bolsas de plástico. Creo que por eso Wallace fue al Old Comrades’ Club, para ver a McDonald, pero McDonald estaba demasiado ocupado cantando canciones sobre unos condenados pastores que se pasan la noche cuidando de sus rebaños. Así que Wallace bebió tanto como pudo y se marchó a casa. Llegó a aquella curva y debió pensar «¿por qué no?». En el fondo ya sabía que era hombre muerto.

En esa ocasión la pausa duró varios minutos. Entonces, por fin, Scott rompió su prolongado silencio.

—Sólo puedo decir que Swart tiene suerte de estar muerto, amigos míos, mucha suerte.

—Estoy de acuerdo —masculló Muller.

—¡Menudo cabrón! Le asigné un puesto de confianza y ¿cómo lo utilizó? Para aprovecharse de las debilidades ajenas, para sacar partido de su…

—Ha llegado la chica —susurró Du Plessis.

Se giraron a la vez. Samantha Simón, con gafas negras y oliendo ligeramente a ginebra, cruzó sola la puerta mosquitera.

El sargento que vigilaba el depósito, Van Rensburg, quien sin duda también se había dedicado a escuchar sin permiso, salió de su despacho a regañadientes y dio un paso al frente con la debida solemnidad.

—Venga por aquí, señorita, por favor. Sólo será un minuto.

CUANDO SAMANTHA REAPARECIÓ, ya no llevaba las gafas. Los ojos volvían a brillar, sí, pero con un brillo que resultaba desagradable.

Scott se acercó a ella en actitud formal.

—¿Ese es el hombre al que vio en la biblioteca mientras se encontraba usted en compañía de Mark Clive Wallace? —preguntó.

—Sí.

—¿Está segura, señorita Simón?

—Sí.

—¿Estaría dispuesta a jurarlo delante de un tribunal?

—¡Por Dios! —se derrumbó la joven—. ¡Sí, sí, sí! ¡Es él! ¡El hijo de puta que quiso cazarnos! ¿Quiere que se lo escriba con sangre?

Y se escabulló entre ellos antes de que nadie pudiera explicarle hasta qué punto resultaba necesario estar seguros de todo lo ocurrido. La mosquitera se abrió y volvió a cerrarse de un portazo.

—Por supuesto, quedan pendientes algunos detalles que…

Scott se lanzó contra Du Plessis.

—¡No diga bobadas, hombre! Si Swart estuviese vivo, tendríamos más que suficiente para que un jurado lo condenase.

Du Plessis frunció el ceño, irritado.

—Bueno, pensaba que al menos alguien me daría las gracias. Después de todo, si yo no hubiese hecho que los casos coincidieran, no…

—¿Coincidencia? ¿Así lo llama? Esta mañana la historia era muy distinta. La muerte de Wallace fue una consecuencia, imbécil. La única coincidencia en todo esto es que esa noche no hubiese otra muerte violenta, ¿lo entiende?

Herido en lo más profundo, Du Plessis se escabulló para ocupar el puesto que le correspondía en medio del anonimato burocrático. Muller, haciendo gala de su discreción, acompañó a Van Rensburg al interior de su despecho y cerró la puerta, dejando a Scott solo en el pasillo con un hombre verdaderamente feliz.

—Gracias —dijo Kramer sonriendo.

—Tromp, soy yo quien debe darle las gracias —respondió Scott—. Mi departamento está en deuda con usted.

—¿El Departamento de Seguridad del Estado?

Scott sacudió la cabeza de forma casi imperceptible y Kramer supo que ya había hecho bastantes preguntas para un solo día. Así que, después de estrecharse la mano, se separaron.

Unos minutos más tarde, procedente del aparcamiento, entró Zondi y se lo encontró sumido en sus pensamientos.

—¿Ha salido todo bien, jefe?

—Perfectamente.

—Me alegro.

—Ah, el coronel Scott me ha pedido que te dé las gracias.

—¿Por qué, jefe?

—Digámoslo de este modo —dijo Kramer mientras lo apartaba para salir—: de no haber sido por ti, Zondi, hijo mío, entonces ¿«Quis pus diente»?

— FIN —