XIII

ZONDI EMPEZÓ A DESPERTARSE alrededor de las seis de la mañana del 27 de diciembre y el Dr. Mtembu se encontraba a su lado para ayudarlo. Aún tenía la cabeza como si en su interior se hubiese desatado una tormenta, le ardía la mejilla y le dolía el brazo, pero hacía muchos años que no se sentía tan descansado. Era consciente de su cuerpo enjuto al completo, hasta los callos de las plantas de sus pies y, por una vez, su única molestia era el hambre. Había sido implacable con aquel cuerpo. Y ahora se lo agradecía.

También le costaba empezar a moverse de nuevo y necesitó ayuda para llegar a la silla.

—No se precipite —aconsejó Mtembu—. Lleva dos días dormido y eso es mucho tiempo.

—¿Dónde está Shabalala?

—¿El prisionero?

—Sí.

—Muerto. Murió en el coche.

Zondi suspiró, entonando el sonido como hacen los suyos cuando lloran la muerte de alguien.

—Con lo que me costó encontrarlo.

—Siéntese. Le traeré un poco de leche.

—¿Y la enfermera?

—Está ocupada.

Zondi observó perplejo cómo se iba Mtembu. Algo raro pasa cuando un médico te hace los recados. Se movió cojeando y apartó las cortinas que rodeaban su cama. Había otro paciente en la diminuta habitación, dentro de una tienda de plástico, respirando como un macho en celo, pero nadie más. Al volver a la silla estuvo a punto de caerse.

—¡Debería darte vergüenza! —le susurró a su cuerpo.

Tembló al recordar la persecución de las mujeres y el sudor que lo cegaba al correr. Todo para nada. O tal vez lo hubiese soñado mientras estuvo durmiendo. Una pesadilla.

Mtembu regresó con la leche y un plato de pan con mantequilla.

—Coma como una anciana sin dientes —advirtió— y beba como un gorrión.

—Soy un chico de granja ¿y me habla así? —le espetó Zondi, apartando el vaso.

Mtembu se rió, demasiado alto, con demasiadas ganas de que lo tomaran por un hombre con un sentido del humor especial. Había miedo en él y eso también resultaba extraño.

—Respóndame, señor Fonendoscopio.

—Le pido disculpas, sargento. Yo sólo quería que…

—Me he palpado la cabeza —dijo Zondi, continuando en inglés—, y ¿dónde está la herida que me mantuvo inconsciente?

—Ha sido un estado de shock generalizado, sargento.

Aquello Zondi nunca lo había oído, pero se le ocurrió otra idea.

—¿Por qué me despierta tan temprano?

—Se ha despertado usted.

—Pero ¿por qué debo levantarme ahora?

Otra vez esa curiosa mirada huidiza y el movimiento de la lengua para mantener los labios húmedos.

—Porque su superior quiere que lo acompañe tan pronto le sea posible.

Zondi se levantó con paso inseguro.

—¿Por qué no me lo dijo de inmediato? Déme mi ropa.

Mtembu le señaló la taquilla.

—¿Quiere que le ayude, sargento?

—Pídame un coche de la Policía.

—Su superior vendrá a buscarle.

—¿Lo ha dicho él?

—Me lo dijo a mí, en persona.

—Pues avíselo ¡ya!

Mtembu se dio prisa de verdad, exacerbando el tembloroso desconcierto de Zondi. Aquel no era el mundo que él había dejado.

CUANDO EL CORONEL MULLER hubo instalado a su familia en casa y llegado al edificio que albergaba la Brigada de Investigación Criminal, todo estaba arreglado y Kramer lo esperaba en la escalera de entrada. Muller, que aún vestía de sport, con un polo amarillo, pantalones cortos de color caqui, sandalias y calcetines azules, se limitó a hacerle un gesto con la cabeza, sin saludarlo. Kramer se dio la vuelta y caminó delante. Subió las escaleras y avanzó por el pasillo. Puerta exterior, puerta interior, tururú, alto.

Hablaron durante cuarenta minutos.

Luego Muller abandonó su silla en una esquina del enorme escritorio, bajo el retrato del primer ministro, y caminó para recuperar la pierna que se le había dormido. Después de dar tres vueltas a la mesa, se sentó de nuevo e hizo uso de la línea interna.

—¿Centralita? Soy Muller. Quiero que llame al coronel Du Plessis y le pida que venga lo antes posible. Y al teniente Scott. ¿Sí? Bien. Luego quiero que intente ponerse en contacto con el general de brigada Willems, en el DSE, Pretoria. El DSE ¡El Departamento de Seguridad del Estado, idiota! ¡Qué DC, ni qué DC! Santo cielo, pero ¿con quién hablo? ¿De Kok? Tenía que haberlo imaginado. Empiece a moverse.

Kramer se sentó en la silla que se le ofrecía. Luego atrapó y encendió el pequeño puro que el otro le lanzó. Estaba disfrutando.

—Tromp.

—¿Señor?

—Pretendo llevar este asunto hasta el final —dijo Muller, sin expulsar el humo.

—Ya.

Muller espiró para no ahogarse.

—Min… istro. Perdón, hasta el propio ministro.

—Demonios.

—Nada de demonios. No permitiré que nadie se entretenga jugando con el tiempo de mis hombres. ¡Menuda cara!

Kramer no podía añadir nada más de manera provechosa. Ya lo había dicho todo, provocando el mayor de los efectos. Por eso se limitó a asentir con la cabeza unas cuantas veces.

—Verá, Tromp, la cosa habría sido muy distinta si hubiesen solicitado nuestra colaboración. Muy distinta. Pero que nos traten como si no fuésemos merecedores de su confianza… ¡Eso no lo admito! ¡No! ¿Qué se creen que somos? ¿Espías adiestrados por los rusos?

—No, señor, pero no tan especiales como ellos. Somos polis de segunda.

—¡Cabrones!

Sonó el teléfono interno.

—Muller. ¿Qué hay? Pues consígame el teléfono de su casa. ¡Por supuesto que no está en la guía, idio…!

Colgó con fuerza el auricular.

—Qué pérdida de tiempo. Aunque el cerebro de ese hombre fuese dinamita, no serviría ni para hacer volar por los aires su cabeza. Lo mismo podríamos decir de otros conocidos nuestros.

—Lo que me mosquea —dijo Kramer— es que cualquiera pensaría que sería suficiente con encerrar a Swart en aislamiento: ciento ochenta días para doblegarlo y hacerle hablar.

—Supongo que tendrían prisa. O a lo mejor querían asustar de verdad al resto. Porque debe admitir que no lo hicieron mal: el público siempre sospechará del negro, pero los amigos de Swart sabrían que un liberal como él no moriría apuñalado por su chico. ¿No me dijo usted que consentía demasiado al bantú Shabalala?

—No lo obligaba a servirle la mesa si cenaba después de las ocho, o algo así.

—Pues ahí lo tiene ¿lo ve? Los negros consentidos no hacen esas cosas. Elemento disuasorio, cebo… llámelo como quiera. La idea no es mala.

Kramer se reservó su opinión. Para él, aquel asunto llevaba el sello característico de Du Plessis el tonto. Dios, menuda sorpresa se llevó al saber que no lo habían reemplazado por Muller debido a su propia incompetencia, sino a que había ascendido. Y además, había llegado a lo más alto: seguridad. Seguridad del Estado que, como cualquier alumno de la academia de Policía sabía, era el aspecto más importante del trabajo policial. ¡Cómo le costaba imaginarlo!

Ring.

—¿De camino? Gracias, De Kok. Pues no quiero que se me interrumpa, ¿entendido? ¿Eh? No, ella no llamará.

Muller conservó el auricular en la mano después de que el otro cortara la comunicación, comprobando su peso como si valorase la posibilidad de utilizarlo cual arma arrojadiza: estaba de muy mal humor. Luego se animó y soltó el aparato con un golpe sordo, arrancándole un trozo de plástico. Tenía el teléfono hecho un cristo.

—Allá vamos, Tromp. Deje que hable yo, ¿de acuerdo?

—Encantado, señor.

Alguien llamó a la puerta y a continuación, sin esperar, apareció la cabeza de Du Plessis.

—¡Buenos días! ¿Qué ha pasado? He tenido que dejar a medias mi tostada de riñones.

—Pasen, por favor —dijo Muller.

Du Plessis le hizo un gesto de desconcierto a Scott y los dos entraron en el despacho, sentándose sin que nadie los invitara. Luego Muller se puso de pie, más altq que nunca al recortarse contra la ventana y el rostro oculto debido al contraluz.

—Ya sé —dijo Scott—. Han surgido novedades interesantes, ¿verdad, coronel Muller?

—Más o menos.

—Entonces tiene que ser en el caso Wallace —metió baza Du Plessis, que era de esos a los que les gustan los juegos de salón.

—No.

—¡Pero no puede ser en el caso Swart! —exclamó Du Plessis.

—Lo es.

—¿A quién involucran?

Muller le lanzó otro purito a Kramer y encendió el último del paquete. Sus acciones no se debían a la teatralidad del momento, sino a que comprendía perfectamente la irrevocabilidad de las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—A usted —dijo—. A los dos.

Un necio habría soltado una risita, guiñado el ojo y dado una palmadita en la espalda al compañero. Daba mucho que pensar lo bien que Du Plessis y Scott controlaron sus reacciones. Uno se puso amarillo y el otro blanco, pero ninguno dijo nada. Era un silencio que podía medirse por los latidos del corazón, de los que se adueñan del tímpano, de los que hay que soportar. Se prolongó durante mucho rato.

Luego Du Plessis se movió para coger un pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo trasero. Lo usó con delicadeza para sonarse la nariz y después lo guardó en el bolsillo de la camisa, medio a la vista.

—Coronel Scott, ¿desea decirle algo a este caballero?

¡Ahora era coronel! Cómo se complicaba la cosa. Muller y Kramer coincidieron sin necesidad de decir ni una palabra.

—Lo único que deseo —dijo Scott con cortesía— es pedirle que se explique, coronel Muller. Estoy seguro de que no afirmaría semejante cosa sin contar con los argumentos apropiados.

En ese momento, Muller podría haber flaqueado, si Scott no hubiese pasado por alto la cuestión más obvia: ¿En qué estaban involucrados? Al hacerlo, revelaba su complicidad.

—¿Va a negarme —empezó Muller, dejando el purito a un lado— que la noche del 23 de diciembre ustedes retiraron, deliberadamente, a uno de mis oficiales, el teniente Tromp Kramer, aquí presente, de la escena de un crimen ocurrido en Skaapvlei? ¿Que no deseaban que dicho oficial llevase a cabo una de las minuciosas investigaciones que lo caracterizan? ¿Que pretendían que el caso se tratase como algo rutinario, relacionado con un bantú?

—Pero ¿cómo lo logramos, coronel? —preguntó Scott. Su sonrisa se peleaba con su ceño fruncido.

—Por desgracia para ustedes, coronel, aquella noche en Trekkersburgo no hubo más asesinatos —continuó Muller, con voz más firme—. De lo contrario, tal vez su engaño no habría salido a la luz. Pero no había otro asesinato. Tuvieron que conformarse con cualquier muerte violenta. Después hicieron ver que las circunstancias de dicha muerte podrían levantar sospechas, lo bastante para llamar la atención del teniente. Es decir, que querían hacerle perder el tiempo. ¿Voy por buen camino?

—Su chico, Zondi, siguió con el caso —dijo Du Plessis.

—Exacto. Su chico, Zondi. Un bantú. Un cafre que haría lo que le dijeran.

Du Plessis miró a Scott. Ambos leyeron el mismo mensaje en los ojos del otro y se encogieron de hombros.

—No lo negamos —dijo Scott.

Y Muller se quedó boquiabierto, a su pesar.

CUANDO ZONDI SUPO que habían cambiado los planes y que debía tomar un taxi, se dirigió primero al área de Kwela, donde Miriam y los niños se alegraron mucho de verlo con vida. Les mostró la escayola del brazo y ellos le enseñaron los libros usados que los jóvenes blancos habían donado para el árbol navideño de la escuela. Luego se tomó un buen tazón de té con su mujer y le contó lo que recordaba del accidente. Ella continuó con lo ocurrido en el Hospital Peacevale y describió, con todo lujo de detalles, la mañana en que la llamaron para que fuera a verlo y la visita que el teniente le había hecho. Zondi se marchó casi de inmediato, después de cambiarse la camisa por la otra que tenía y de ponerse unos pantalones limpios.

Ahora, ya de vuelta en el despacho que compartía, extraoficialmente, con Kramer, Zondi lo recorría de un extremo a otro, impaciente por enterarse de qué estaba pasando. Pero el agente de guardia en la entrada le había dicho que el teniente se encontraba reunido con el coronel Muller y no se le podía molestar. La reunión duraba ya más de una hora, así que esperaba no verse obligado a aguardar mucho más tiempo.

Zondi volvió a mirar su reloj y se lo acercó al oído, para asegurarse de que aún funcionaba. Era a prueba de golpes, como le había dicho el indio que se lo vendió.

Pero a Zondi tanta inactividad le provocaba dolor de barriga. Así que se sentó en su rincón, con dos expedientes que encontró sobre el escritorio del teniente. Uno tenía que ver con el jefe Swart. El otro —sorprendentemente— con un hombre llamado Wallace que había muerto en un accidente de tráfico.

El expediente Swart se encontraba casi vacío. Contenía algunas fotografías corrientes de la escena del crimen y los informes de Huellas, del laboratorio y del Dr. Strydom. No había declaraciones, lista de sospechosos u otra cosa interesante. Pero Zondi se lo leyó igual de cabo a rabo.

Luego, después de echarle otra ojeada al reloj, abrió el expediente Wallace. La primera página la habían preparado los de Tráfico y resultaba de lo más sencillo: raza, nombre, edad, dirección, ocupación, hora, modo, lugar, mediciones, observaciones y evaluación. Iba seguida de varias declaraciones, también tomadas por Tráfico, en las que se aportaba la hora del accidente según el cálculo de los vecinos que habían oído la colisión. Los datos de la autopsia resultaban de lo más rutinario. Las fotografías, lo mismo. Hasta el momento, aquello le parecía un rollo. Pero le esperaba una pequeña sorpresa: un informe sobre el coche preparado por los de Huellas, que daba negativo, sí, pero que no dejaba de ser un procedimiento de lo más extraordinario, dadas las circunstancias. Zondi se preguntó por qué el teniente se habría molestado en solicitar semejante cosa y, ya puestos, por qué se ocupaba de aquel asunto. El informe del laboratorio que venía después, también inesperado, le pareció otro enigma más porque, excepto aportar el grupo sanguíneo, el alto nivel de alcohol en sangre y realizar una observación ligeramente sarcástica sobre los fragmentos de cristal, no decía nada. Pero aún más asombroso le resultó el informe preliminar realizado por el teniente —hombre nada dado al papeleo— sobre la conversación mantenida con un colega del fallecido: tres páginas enteras en las que se describía cómo Wallace había llegado al Old Comrades’ Club y bebido demasiado. Estaba fechado el 24 de diciembre. Todo aquello parecía una soberana pérdida de tiempo. Muy propio del coronel Du Plessis.

Devolvió los expedientes a la otra mesa y los colocó el uno al lado del otro, tal y como los había encontrado. Luego utilizó una de sus llaves maestras para abrir el cajón del medio, cogió un Lucky Strike y lo cerró de nuevo. Las tres primeras caladas en varios días lo marearon y se vio obligado a sentarse allí mismo, en la silla del teniente. Lo cual le llevó a ver las cosas desde una perspectiva diferente, a darse cuenta de lo que ocurría y a decidir cómo hacer algo útil, en lugar de quedarse allí, perdiendo el tiempo.

Debido a cómo tenía el brazo, tuvo que buscarse un conductor, pero enseguida partió hacia Skaapvlei con las fotos.

El ARMA HABÍA CAMBIADO DE MANO y parecía estar a punto de clavarse en las costillas de Kramer.

—Debo reconocer que ha sido muy ingenioso —observó Scott, aceptando un purito del paquete nuevo que Muller le ofrecía.

—Sí, Tromp; siempre dije que era usted uno de mis mejores hombres —estuvo de acuerdo Du Plessis—, aunque con tendencia a explotar antes de tiempo.

Kramer se puso en pie, enfadado.

—Primero dicen que no niegan haberme retirado del caso Swart, que no niegan sabe Dios qué; y ahora le dicen al coronel que estamos equivocados. ¿Cómo es posible?

—Tranquilo, hombre —intervino Muller, haciéndole señas a Kramer para que volviera a sentarse. Había llegado al final de su acusación antes de que el experto en seguridad se le riera en la cara. Eso lo había dejado dolido y confuso.

—Lo curioso es —continuó Scott, tan petulante como siempre— que anoche mismo el coronel Du Plessis sugirió que, tal vez, deberíamos recurrir a ustedes para aprovechar sus dotes especiales.

—¿Qué?

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Muller, cada vez más desesperado—. ¡Dígamelo, coronel Scott! Explíqueme por qué no encajan los hechos.

—Y son hechos —hizo hincapié Kramer.

—Eso tampoco lo niego —dijo Scott—, como es un hecho que tiene usted nariz. Pero acérquese al parque de atracciones que hay en el paseo marítimo de Durban y mírese a los espejos que tienen allí. ¿Qué pasa? Que ve su nariz, sus ojos, su boca y su barbilla, pero están deformados. Lo mismo ocurrió cuando usted sacó a la luz esos hechos.

—Gracias.

Cabrón con aires de superioridad.

La línea interna sonó y Muller respondió enseguida.

—¿Qué? Ah, eso. No, no se preocupe, ya no es necesario.

Scott lo miraba divertido, como si supiera, de qué había tratado la llamada a Pretoria. Se acercó al alféizar de la ventana para coger un cenicero y allí se quedó, ligeramente por detrás de Muller, para incomodarlo.

—Lo que me ha impresionado —dijo Scott— es lo a menudo que tenía usted razón, teniente, pero sacaba las conclusiones equivocadas. Tendría que reconocer algún tipo de prejuicio personal hacia el coronel Du Plessis o hacía mí. Algo capaz de afectar a su excelente juicio.

Kramer ni se dignó a responder.

—Entiendo. Entonces no iba yo desencaminado. Cuando mi falta de bronceado le hizo sospechar aquella mañana en la piscina, descuido del que me avergüenzo, pero hacía mucho calor, usted decidió acertadamente que yo no era quien decía ser. Pero luego decidió también que el coronel Du Plessis y yo sólo podíamos estar metidos en algo turbio, descartando que nuestros motivos pudiesen ser buenos. Ese fue su primer error y el que provocó los demás. Creyó que, de alguna forma, nos aprovechábamos de usted y decidió averiguar cómo. Francamente, jamás pensamos que existiría contacto alguno entre usted y Miriam Zondi, la mujer bantú, aunque, una vez más, nuestros motivos eran buenos. Tenía razón, y reconozco que realizó un trabajo de primera, en sus deducciones sobre el audífono, pero se equivocó por completo al sacar sus conclusiones.

—Eso no son más que tonterías —dijo Kramer, impertérrito—. ¿Qué opina usted, coronel? ¿Le sirve como explicación?

Miró a Muller fijamente, y éste se miró fijamente los tobillos.

—Bueno, será mejor que se lo contemos —le dijo Scott a Du Plessis—. Ya no tenemos nada que perder.

Regresó a su silla y le hizo un gesto a Du Plessis para que empezara.

—Verá, Tromp, amigo mío, lamento descubrir que tiene tan mala opinión de mí —dijo Du Plessis—. Según su teoría, esperamos a que el coronel Muller se fuera de vacaciones para cargamos a un subversivo que le pasaba secretos a un sacerdote de tendencias izquierdistas. Considera que dicho ¿asesinato?, es un elemento disuasorio y probablemente una forma de libramos de unos cuantos rojos más sin levantar sospechas. Y está enfadado porque, en lugar de hacerle partícipe del secreto, le obligamos a perder el tiempo, y el de su chico, investigando lo inexistente. Eso no está bien, y menos si el causante es un viejo compañero de trabajo. Pero me halaga usted.

—¿Cómo es eso?

—No pertenezco al Departamento de Seguridad. Ojalá fuera así.

—¿Qué?

—Y con el pobre Swart se fue usted al otro extremo y decidió que era un cabrón al servicio de una potencia extranjera.

—¿Y no lo era? Entonces ¿de dónde sacó una radio tan especial como la suya?

—Se la dimos nosotros —dijo Scott sin inmutarse.

Lo cual le daba un cariz muy diferente a la situación, afectando sobre todo a la del coronel Muller. El infeliz se recostó en su silla y la hizo girar para no tropezar con la mirada de nadie. Mientras, Kramer experimentaba una sensación que había sentido siendo un niño al bajar por primera vez en un ascensor rápido. El estómago golpeó primero contra su diafragma y luego rebotó en los intestinos. Aunque sólo una vez.

—¡Santo cielo! —exclamó—. Pero sigue sin tener sentido.

—Permita que se lo explique, Tromp, permítame. Remóntese a la noche del 23. Entra el aviso de que el cuerpo de alguien que parece ser Hugo Swart ha sido encontrado apuñalado en su cocina. De inmediato avisan a Homicidios y el coronel Muller le adjudica el caso. ¿De acuerdo? Yo llego a las diez y me encuentro al coronel Scott esperándome en mi despacho, en realidad, en este mismo despacho. Se identifica y expone la situación. El tal Swart es un agente especial de su departamento. Tal vez sea mejor que les explique usted esta parte, John.

Scott dejó de hacer aros con el humo de su purito.

—Como usted ya sabe, Kramer, el padre Lawrence tenía mala fama por los líos que montaba. Empezaba a interesamos saber hasta dónde llegaba la cosa, así que organizamos la mudanza de Swart a su parroquia para ver qué descubría. Ya trabajaba como delineante para la administración provincial y en ese mismo departamento debido a su elevada clasificación de seguridad.

—¡No haga mucha sangre, John! —se rió Du Plessis, deseando lo contrario. Pero fue un gesto de familiaridad excesiva que no le benefició: la rápida mirada del otro debió de hacerle zumbar hasta las pestañas.

—Como iba diciendo, introdujimos a Swart. Su madre era católica y lo había obligado a ir a misa hasta los quince años, así que sabía manejarse. Muy pronto se había abierto camino en la parroquia de Nuestra Señora, pero sin obtener resultados. Nosotros lo ayudábamos en todo lo posible, pero nada. Y de repente, en uno de los encuentros nos dice que se ha fijado en que muchos de los que acuden a confesarse proceden de fuera del distrito.

—Eso es lo normal —interrumpió Kramer—. Lo cual demuestra que es una tontería.

—Nadie se lo discute, teniente, pero no era mala observación. ¿Acudían desde muy lejos? Esa es la pregunta a responder. Recuerde, además, que Swart se llevaba muy bien con el sacerdote y conocía todos sus movimientos, su horario, pero nunca lo había visto realizar alguna actividad sospechosa ni acudir a reuniones secretas.

—¿El confesionario?

—Ah, sabe adaptarse. Bien. Naturalmente, la teoría nos interesó. Sobre todo porque el confesionario de aquella iglesia se encontraba en un lateral y estaba muy bien insonorizado. A prueba de miradas curiosas, ideal para entregar mensajes, incluso documentos.

—Pero un sacerdote no se prestaría a eso —objetó Muller—. Toman los votos.

—Y se les meten cosas raras en la cabeza, coronel —respondió Scott—. A menudo imaginan que Dios mira hacia otro lado si lo que hacen lo hacen en Su nombre. ¿Qué me dice del saboteador del otro día? Todo depende de cómo interprete la Biblia cada uno, ¿no cree?

Muller se disculpó entre dientes.

—Claro —dijo Kramer—. La iglesia también es un lugar donde no se puede oír la radio.

—Exacto, a eso me refería al decir que tenía usted razón muy a menudo, teniente. Debíamos encontrar una solución y al genio de la casa se le ocurrió lo del audífono. Primero hicimos que Swart comentara su problema con sus compañeros de culto y luego le dimos el equipo. En el confesionario hay un pequeño estante bajo el cableado donde puso el transmisor. Era muy especial, muy caro, de los que incluso detectarían el crujido de un papel, porque no podíamos meter una cámara. Por el gesto del coronel Muller, veo que aún no le convence el arreglo, pero dígame, si el sacerdote cumplía de forma honesta con su deber ¿cómo iba a salir perjudicado?

—Oh, no, me ha interpretado mal —se apresuró a replicar Muller.

—Bien. Así que lo que ocurrió fue lo siguiente. Durante un mes, Swart escucha y no oye nada que no deba oír. Hablé con sus contactos en Trekkersburgo y les dije que podríamos estar perdiendo tiempo y dinero. Les aseguro que Swart salió del paso muy bien. Fueron a verlo para transmitirle mis dudas. Y un día después aparece con información. Vaya, qué gran suerte.

—¿Puede decimos de qué se trataba?

—Era una mención a algo que despertó nuestro interés. Nada en sí misma pero… bueno, ya saben. Por eso le dijimos que continuara. Eran informaciones muy imprecisas, pero algunas coincidían con lo que ya sabíamos. No entramos en acción para no estropear la posibilidad de sacar algo útil.

—¿Cómo identificaba a los visitantes?

—Ese era el mayor problema. Al principio salía tras ellos. Eso nos proporcionaba una descripción: algunos eran blancos y otros negros. Luego quiso hacerse con las matrículas de los coches que utilizaban. Pero los cabrones eran listos: se iban a pie o alguien los recogía al final de la calle, demasiado lejos para apreciar bien los números.

—¿Y no pusieron un hombre en el exterior?

—A veces, más recientemente. No teníamos personal para establecer un tumo de vigilancia constante. Estamos sobrecargados de trabajo. Lo malo fue que sólo en dos ocasiones coincidió la partida de un sospechoso con que en el exterior esperase uno de los nuestros.

—¿Y siguieron el rastro de las matrículas?

—Sí, pero no esas dos últimas. Habíamos comprobado antes unas cuantas que, según Swart, podrían resultar interesantes.

—¿Lo fueron?

—No. Pertenecían a ciudadanos honrados. Menos mal que no los detuvimos directamente. Le pasamos la información a Swart y él le dejó caer los nombres al sacerdote, de forma casual. Sin embargo, el otro no reaccionó. Investigamos un poco más, pero nada.

—Entonces, ése era el eslabón débil de su método: la identificación.

—Sólo mientras la investigación fue considerada de prioridad mínima. La semana pasada, cuando Swart dio con algo mucho más importante, envié a dos hombres para que cubrieran todo el tiempo de las confesiones. Pero los amigos del cura debieron de detectar su Volkswagen la primera noche porque Swart no oyó nada más.

—Pudieron detectar a Swart, coronel.

—Sí, eso es lo que hemos supuesto. Pero no entiendo cómo.

—Lo que yo no entiendo es por qué no detuvieron al cura y lo interrogaron en solitario —insistió Kramer.

—Esto no es más que los antecedentes. Du Plessis les contará el resto.

Por una vez, Kramer estaba deseando escuchar lo que la vieja bruja iba a decir.

—Bueno, me esforzaré. Verán, las novedades me complicaron mucho las cosas. Si usted no hubiese acudido ya a Skaapvlei, Tromp, no habrían surgido los problemas. Pero el coronel no quería que un buen detective se ocupara del caso.

—Y un cuerno.

—No, de verdad, ésa era la pauta a seguir. Usted podría haberlo estropeado todo si metía la nariz y empezaba a hacer preguntas que serían como levantar una piedra: todo lo que se ocultaba bajo ella se desperdigaría corriendo.

—Mire —interrumpió Scott—, enseguida comprendí que lo mejor sería tratarlo como un asesinato normal. Eso desconcertaría a los muy cabrones y era posible que alguno de ellos acabara por ponerse en contacto con el cura. Quizás podrían pensar que había sido un error matar a Swart y necesitarían hablar del asunto.

—Recuerde que esos hombres tienen conciencia —se burló Du Plessis.

—Continúe —dijo Scott.

—Comprenderá que tenía que alejarlo de Swart, Tromp. Como tan acertadamente supuso, busqué otro caso, aunque sólo encontré el accidente. Le pido disculpas pero, como puede ver, teníamos un buen motivo.

—Ya.

—Conservamos a Zondi porque Shabalala podía seguir siendo el chivo expiatorio hasta que pescáramos a nuestro hombre.

—¿Estaban seguros de que lo encontraría?

—Desde luego. Y seguramente antes y con más facilidad que nosotros. Aunque lo mantuvimos vigilado, claro.

—Claro.

—Pero continuemos con lo que ocurrió. Cuando usted se marchó para ocuparse del accidente, nosotros… es decir, el coronel y sus hombres detuvieron a los dos sospechosos cuyas matrículas había anotado el hombre que vigilaba la iglesia. No les sacamos nada. Negaron cualquier conocimiento de conversaciones o conexiones políticas con el sacerdote. El negro empezó a cambiar su versión esta mañana, pero es posible que sólo lo haga porque quiere dormir.

—Permitan que lo resuma un poco —intervino Scott, impaciente con la oratoria de Du Plessis—: después del asesinato comprobamos todas las fuentes de información, pero no encontramos nada. Al día siguiente empezamos a vigilar la casa del sacerdote: nada. Enviamos a misa a uno de los nuestros y dijo que todo era normal. Nada tenía sentido. Así que decidí presionar un poco más: ordené a los que vigilaban su casa que se dejasen ver. Pero nada.

—Esa información mucho más importante que Swart les dio la semana pasada, supongo que incluiría algún nombre.

—Sí. Ella también lo niega todo. Rotundamente. Hasta la última palabra. Pero intentó colgarse en la celda de detención. —Ya. ¿Y?

—La noche anterior le había pedido a uno de mis mejores bantúes que volviera a charlar con la mujer que Shabalala tenía en la ciudad. Ella lo puso en contacto con el primo de Shabalala, quien nos dijo que el otro probablemente se habría escapado porque trasladaban a su familia. A nosotros puede parecemos una bobada, pero ya sabe cómo son estos negros, unos irresponsables. Luego, en Nochebuena, empecé a preguntarme si Shabalala no tendría algo útil que contarme: repasando los tiempos con atención, me di cuenta de que podría haber sido testigo de algo. Así que llamé por radio a los tipos que vigilaban a Zondi para ver cómo iban las cosas. Me dijeron que la estaba armando buena en Jabula, que podría ser peligroso acercarse sin metralletas ligeras. ¿Suele trabajar así, Kramer?

—Según.

—Ya. Les ordené que siguieran vigilando para ver qué pasaba; como comprenderá, no quería llamar la atención. Poco antes de la medianoche llamaron: Zondi había aparecido de repente con el prisionero y se había marchado en su coche. Preguntaron si permitían que lo trajese hasta aquí. Les dije que quería hacerle ciertas preguntas a Shabalala de inmediato y que, como Zondi no llevaba radio, lo mejor era que le diesen el alto en el camino.

Kramer agarró con más fuerza los reposabrazos: sus nudillos parecían huesos al aire. Muller se inclinó hacia delante, preocupado.

—Sí, ya veo lo que está pensando, teniente, pero los míos han declarado bajo juramento que no querían que pasara lo que pasó. Fue su cafre. Empezó a conducir como un loco cuando se pusieron a su lado. Los míos le gritaban diciéndole quiénes eran, pero él no hizo caso. A punto estuvieron de morir todos. Incluso intentaron obligarlo a reducir la velocidad pero… Oiga, puede preguntárselo usted mismo.

—Lo haré.

—Yo seguía interesado en saberlo que Zondi podía haberle sacado a Shabalala, pero no quería que usted se enterase porque, bueno, Du Plessis dijo que usted se lo tomaría como algo personal, metería las narices en todo y haría lo que dijo antes con las piedras. Dormir no lo ha perjudicado.

—También se lo preguntaré.

A Scott le sorprendió el comentario, tanto que Kramer volvió a bajar en ascensor mientras se maldecía por bocazas. Aquella no era forma de marcarse un tanto.

—Ese cafre —añadió Kramer— se pasa la vida pensando en dormir.

Recibió una carcajada que lo absolvía.

—Y les contamos todo esto —dijo Scott, repentinamente cansado— porque el día 27 de diciembre, es decir hoy, dos días después, seguimos sin tener ni idea de quién lo hizo. Al final, tendremos que detener al cura y estropear la posibilidad de pillar a otros.

—Ya. Pero ¿y esa cosa que se llevaron del estudio? Algo desapareció y no ha dicho qué era.

—Ah, no era más que esto —dijo Scott. Y le entregó un misal muy usado que sacó de su maletín.

Kramer echó un rápido vistazo a las hojas de esquinas dobladas y se detuvo en unos pocos números escritos suavemente a lápiz sobre la letanía de una fiesta de guardar.

—Son matrículas. Esas de las que les hablé antes, Tromp. Todas de Trekkersburgo y todas de gente inofensiva. Swart usaba el misal para hacer sus anotaciones en la iglesia. Verá que en algunas páginas hay conversaciones enteras. No es necesario que las lea, es material que ya hemos comprobado. Nos hemos centrado en lo que aparece cerca de la portada.

«Productos químicos» fue lo que encontró Kramer donde el otro le decía, escrito en afrikáans.

—¿Explosivos? —se aventuró.

—¿Qué otra cosa puede ser? Aunque es algo nuevo. Swart dijo que el cura había hablado de explosivos con un hombre que iba a enterarse de qué ingredientes podría conseguir al otro lado de la frontera. Pero no llegó a informar de si hablaron en concreto de algún producto químico.

—Entonces es posible que sacaran el tema a propósito para ver si Swart reaccionaba. Debieron de encontrar el micrófono.

—Eso mismo pensé yo, Tromp, y que debió ocurrir la noche en que lo mataron.

—Ya —dijo Kramer, que le llevaba la delantera.

—¿Tiene alguna duda, teniente?

—No. Supongo que lo anotaría después de salir de la iglesia, de lo contrario se habrían quedado con el misal. El sacerdote, sin ir más lejos, dispuso del tiempo necesario en el interior de la casa antes de avisarnos.

—¿Sabe qué? —dijo Scott—. Dejémonos de conjeturas. Creo que es mejor detener al padre Lawrence y darle un buen repaso. Más vale pájaro en mano… como dice el refrán. ¿Qué opina, coronel Muller?

Scott se marchó de repente, con Du Plessis pisándole los talones.

Kramer se puso en pie, caminó despacio hasta llegar frente al escritorio, se puso rígido y levantó la barbilla.

—Lo siento, señor —dijo al cabo de un rato.

—Viniendo de usted, me lo tomo como un verdadero cumplido —respondió el coronel Muller—. Pero lárguese de mi vista.