XII

BOB PERKINS SE HABÍA IDO a pasar fuera la Navidad. Kramer ocultó la acumulación de botellas de leche tras una azalea, le bufó al gato de forma muy realista, cerró la puerta del jardín al salir y caminó sigiloso hasta su coche. Maldición, Bob era la persona adecuada para aquel trabajo; se había ocupado muy bien de una cinta magnetofónica quemada del caso Le Roux que Zondi había encontrado. Además, al ser fanático del yoga y abstemio, se le podía despertar a las cuatro de la mañana de un día festivo y esperar de él una opinión sensata, aunque su graciosa mujercita se quejase en la cocina. Pero Bob pasaba la Navidad fuera y no había solución. Kramer tendría que agenciarse otro joven prodigio capaz que a) supiera de lo que hablaba; y b) no le importarse hablarlo antes de desayunar. En opinión de Kramer, la paciencia era un vicio, sobre todo porque tenía que devolver el audífono a su sitio antes de que alguien se percatase de su desaparición.

Se desvió a la izquierda después de pasar frente al hospital y en una de las ventanas altas distinguió a una enfermera. Se tomaba a hurtadillas la última taza de café al final de un largo turno de noche y seguramente el día le resultaba tan irreal como a él, lo más probable es que estuviese rezando para que los de la ambulancia no llevasen más pacientes antes de las siete de la mañana. Ella levantó la taza hacia él, se rió y se marchó. Cualquier joven, sobre todo si iba vestida de enfermera, resultaba bonita a aquella distancia, incluso deseable. Que quizás tirase a fea convertía el breve encuentro en algo aún más conmovedor.

Se preguntó si la viuda Fourie estaría ya despierta o, incluso, si habría dormido algo. Su partida tan inesperada el día de Navidad podría haberla llevado otra vez a pensar aquellas cosas equivocadas. Se preguntó si Miriam Zondi estaría dormida o seguiría preocupada e insomne. No tenía duda de que Zondi se encontraba durmiendo.

Los pensamientos de Kramer vagaban y se iban deteniendo en varias vías muertas, pero al final lo llevaron a donde tenían que haberlo conducido desde el principio: el Parque de Bomberos de Trekkersburgo. Para llegar allí habían pasado antes por los hombres de las ambulancias, que también eran bomberos, cuyos vehículos estaban comunicados por radio y que confiaban el perfecto estado de su equipo al Oficial Primero Ralph Brighton, un chalado transistorizado. Un genio.

Frenó en el área de estacionamiento situada frente a las enormes puertas y llevó el Ford hasta la entrada de la sala de guardia. El bombero que estaba de servicio dejó la centralita y se inclinó sobre el mostrador.

—¿Qué pasa, macho? —gritó.

Tommy Styles, al igual que Brighton, era un inglés honrado hasta la médula que había sobrevivido al bombardeo alemán para luego salir corriendo de un país lleno de edificios viejos.

—Soy Kramer, macho.

—Ah ¿sí?

La puerta del Ford se cerró y Kramer subió los tres escalones de una zancada. Styles abrió la hoja del mostrador.

—El sol me cegaba. No irá a decirme que le ha prendido fuego a alguien. No se imagina las historias que nos llegan.

Su actitud hacia la ley era típica de los ingleses de rango: poco corriente, como mínimo, y a veces casi irrespetuosa, por muy increíble que resultase. En realidad no importaba, era algo que iba aparejado a su educación.

—¿Y Brighton?

—En su piso. Llegó a las tres y media.

—¿Le tocó la ambulancia?

—Y la maternidad de las nativas. Al volver tuvo que lavar la ambulancia de arriba abajo, no es lo suyo. No le hará gracia que lo llamen otra vez tan pronto.

Esa era otra característica de los bomberos, y general, además, que dejaba perplejo a Kramer: se ocupaban ellos mismos de todo. El único negro que empleaban era un viejo keshla que le pasaba las llaves inglesas al mecánico. El jefe de Bomberos había aducido en una ocasión algo relacionado con la disciplina, lo cual resultaba claramente absurdo, como descubriría cualquiera que intentase hacer lo mismo en la Oficina de Denuncias. Pero ¡alto!, ya estaba divagando otra vez.

—Lo siento, quiero verlo. Ya.

—¡Bajo su responsabilidad!

Styles se movió como un cangrejo a lo largo del panel de comunicaciones en su silla especial, paseó los dedos sobre una hilera de botones y pulsó el segundo empezando por arriba.

—¿No lo llama por teléfono?

—Ha dicho que lo quería ya. Así será más rápido.

El enorme reloj que se alzaba sobre ellos le restó cincuenta segundos al año y el Oficial Primero Brighton descendió por el reluciente poste de latón, a la manera tradicional. Kramer, que miraba hacia los coches de bomberos, separados por un tabique de cristal, lo vio absorber el golpe del aterrizaje doblando perfectamente las rodillas, abotonar el último botón de su bata blanca sin detenerse y entrar maldiciendo a la sala de guardia. Echó la mano bajo el mostrador, donde había dos montones de mantas dobladas, y sacó una esponjosa y otra gastada.

—A ver —dijo— ¿cuál me toca? ¿La europea o la nativa? ¿Y dónde está mi compañero?

—Buenos días, Brighton. Quiero hablar con usted.

—¡Teniente! ¡Maldito sea!

—¿En su cuarto?

—Y tú eres un cabrón, Tommy. El más pequeño se ha quedado berreando como un loco. Espera que se lo cuente a mi mujer. Te arrancará las…

—¿Qué? Pero si tengo escolta policial y todo, hombre.

—Oigan —dijo Kramer con suavidad—, vayan con cuidado.

Bien. Habían vivido lo bastante en la República Sudafricana para saber lo que aquello significaba. Ambos se pusieron ligeramente colorados y Styles se hizo cargo de las mantas y las devolvió a su sitio. Brighton señaló hacia la escalera.

Kramer lo precedió hasta el segundo descansillo, donde se hizo a un lado para que Brighton pudiese abrir la puerta del taller de la radio. Estaba tan atestado de altavoces, alambres, cables, placas base, láminas de metal dentadas, válvulas, cosas con botones y demás basura, que el puñetero desordenado tuvo que apartar a patadas una buena cantidad de aquello antes de que hubiese sitio para dos.

—Cierre la puerta con llave.

Brighton levantó una ceja ligeramente, pero obedeció.

—¿Es por algo que haya hecho?

—Es por algo que va a hacer.

—¿Qué?

—Si es tan amable, claro.

—¿No podía esperar?

—No.

—¿Relacionado con qué?

—Con todo esto —respondió Kramer, señalando a su alrededor——. Tengo un problema relativo al campo que usted domina. Nuestro experto está de vacaciones.

Otra vez el rápido movimiento de ceja.

—Se trata de un asunto extremadamente confidencial.

—Adelante entonces, teniente. Siéntese.

Kramer se apoyó en una zona de la mesa de trabajo que el otro había despejado para él.

—No quiero que nada de esto salga de entre estas cuatro paredes. Yo se lo explicaré todo y usted cerrará el pico.

—Puede empezar.

—Como sabe, pertenezco a Homicidios, pero ahora dirijo una investigación relacionada con el departamento. Tengo motivos para creer que se han manipulado algunas pruebas. Esta prueba.

Kramer le entregó a Brighton la bolsa de papel y se apartó de la mesa para dejarle un lugar donde examinar su contenido. Brighton sacó el audífono con mucho cuidado y lo depositó sobre una hoja de periódico en la que no había nada más.

—¡Caramba! ¿Qué le ha pasado a esto?

—Alguien lo aplastó con el talón.

—Y tanto.

Brighton se inclinó sobre el audífono, quejándose y gruñendo más que Strydom ante un niño pequeño mutilado.

—¿Dónde lo encontraron, teniente?

—Tenga, véalo usted mismo.

Un hombre que vive al son del aullido de una sirena no se distrae fácilmente por algo tan cotidiano como un cadáver. Brighton casi ni se fijó en Swart antes de acercar su lupa de joyero a la zona en la que aparecía el audífono.

—Verá —explicó Kramer—, a la otra fotografía, la que será usada como prueba ante el tribunal, le han recortado esa parte. Es decir, que en ella no se aprecia el audífono.

—¿Y cuál es su consulta?

—Quiero saber qué tiene de especial este aparato, si es que tiene algo.

—Entiendo.

Brighton volvió a concentrarse en el audífono: lo cogió y le dio la vuelta. Usó la lupa para examinar el nombre «H. Swart» grabado por detrás y frotó con el pulgar una señal grisácea.

—¿Tiene idea de lo que puede ser eso?

—Lo dejaron los de Huellas.

—No hace mucho que grabaron el nombre: aún no hay suciedad en las marcas. Y las manos sudorosas suelen dejarla.

Luego Brighton usó un desatornillador diminuto para fisgar dentro del instrumento.

—Es de lo más normal, teniente. Faltan algunas piezas, pero nada más.

—Hay más en la bolsa.

—¡Diablos! ¡Mire esto!

Casi en el mismo instante, Kramer comprendió lo que se le había pasado a Brighton por la cabeza. En un acto reflejo, adelantó las manos para arrebatarle el aparato y comprobarlo él mismo. Pero Brighton ya estaba enrollando el cable del auricular alrededor de la carcasa. Daba cuatro vueltas.

—¿Me está poniendo a prueba? —preguntó Brighton con suspicacia.

—¡Claro que no!

—Entonces, no se trata del mismo audífono ¿verdad?

Y le acercó la foto de «veinticinco por veinte», señalando la ancha banda, en la que cabían cuatro veces más vueltas, como mínimo.

—Mire, el cable va aquí, perfectamente encajado, y las soldaduras ahí. Así salen de fábrica. Nadie lo ha tocado.

—Ostras…

—Y el de la foto tiene un cable que como poco mide un metro de largo. ¿Acaso anda buscando a una jirafa muerta?

Kramer fue incapaz de responder, sobre todo porque no conseguía ordenar sus pensamientos. Sin darse cuenta, sacó los cigarrillos y empezó a fumar.

—¿Han cambiado los audífonos?

—Estoy totalmente seguro. ¿Le sirve de algo?

—Amigo, está haciendo usted un trabajo estupendo.

—Creo que ya he terminado.

—Pero ¿para qué un cable tan largo? Tiene que haber un motivo.

—Eso cree ¿verdad, teniente? No los fabrican así. ¿Era de él?

—Sí, de Swart.

—¿Y a qué se dedicaba?

—Era delineante, trabajaba para la administración provincial, pero vivía donde no le correspondía.

—Entonces, la cosa promete.

—Las apariencias… ¿me entiende? Nuestro amigo estaba metido en algo condenadamente raro. Podría tratarse de cualquier cosa, pero aún no he logrado aclararlo.

—¿Dijo usted que se trataba de un asunto disciplinario, teniente?

Brighton era astuto, de eso no cabía duda. Pero Kramer estaba seguro de que podía confiar en él sin problemas. Lo transmitía.

—Sí. Uno de mis oficiales podría estar involucrado.

—Mal asunto.

—Muy malo.

—Pero eso no responde a nuestras preguntas.

—Un cable tan largo, señor Brighton, ¿no se habría notado mucho?

—¿Enrollado alrededor del aparato del bolsillo? No lo creo.

—Ya.

Los dos miraban concentrados el audífono reemplazado, dando vueltas a sus pensamientos. Brighton golpeó despacio la bolsa de papel y cayeron varias piezas electrónicas muy pequeñas. Levantó la bolsa y la miró al trasluz de la claridad que entraba procedente de la torre de prácticas, alta y de paredes blancas, que se alzaba en el patio.

—¡Eh! ¡Eh! —dijo al detectar una diminuta sombra oscura en uno de los pliegues del fondo de la bolsa. Metió la mano e intentó sacar algo entre el índice y el pulgar.

—¿Le importa si la rompo, teniente? Hay una pieza perdida.

—Si puede evitarlo, prefiero conservarla.

—Vale.

Brighton cogió una lata de caramelos llena de cosas y se puso a rebuscar en su interior. Encontró un par de viejas pinzas de depilar y probó con ellas. De la bolsa salió una barrita marrón con dos franjas de cable delgado como un cabello enrollado en ella, y un fino alambre de plata en cada extremo.

—Tanto lío para encontrar algo que no encaja.

—¿A qué se refiere? Yo encontré otro igual en el suelo de la cocina, justo donde habían destrozado el audífono original. Es igual pero las franjas son amarillas, en lugar de rojas.

—Qué interesante.

—Pero mi sargento nunca metería en la bolsa algo que no correspondiera.

—¿Es al que está investigando, teniente?

—Claro que no. Aunque fue él quien etiquetó la bolsa.

—De manera que la bolsa es la misma.

Kramer entendió lo que quería decir. Zondi había metido en la bolsa el audífono original y todas sus piezas. Luego alguien dio el cambiazo, pero no se molestó tanto como Brighton en comprobar que no se dejaba nada dentro. Seguramente ese alguien había hecho el cambio en la sala donde se almacenan las pruebas, donde la luz es mala y el cerrojo está tan bien engrasado que no hace ruido.

—Sí, la bolsa es la misma que usó mi sargento. Podemos suponer que esto pertenecía al otro audífono, por eso no encaja con este.

—Claro que no encaja, teniente. Sería imposible.

—¿Por qué?

—Porque esta monada es la pieza de una radio y, por lo que me dice, la pieza que usted encontró también lo es.

—Pero la radio de la casa estaba entera.

—¿La que se ve en la foto? No me sorprende. No se incluyen aparatitos como este en armatostes tan anticuados como esa radio. Esto es algo muy raro y muy caro. Los críticos los califican de sofisticados. Específicos.

—¿En qué sentido?

—VHF.

—¿Para las emisoras comerciales?

—¡No! Para eso basta prácticamente con un receptor de galena. No, es un receptor especializado de algún tipo, VHF, en miniatura.

Kramer apagó su cigarrillo con mucho cuidado, aplastándolo hasta que las hebras del tabaco se libraron del papel. Sofisticado, especializado, miniaturizado y totalmente desconcertante.

—¿Entonces?

——Parece que tenemos otro problema por solucionar.

—Le recompensaré por esto —dijo Kramer.

Brighton se sentó sobre la carcasa de un altavoz, enredando y trasteando como quien intenta rescatar una idea oculta en un rincón de su cabeza.

—Sí, pero no puede devolverme el sueño perdido, teniente. Estoy deshecho, agotado. Casi había terminado un turno de veinticuatro horas cuando me llamó. Estoy demasiado cansado. Para pensar, quiero decir.

Y lo cierto es que la fatiga de Brighton, de lo más obvio, tenía a Kramer preocupado desde el principio. Ahora que el bombero lo había admitido, estaba claro que se acercaba el final de su fructífera conversación. Kramer tendría que obligarlo a realizar un último esfuerzo.

Pero antes de que pudiera hacerlo, sonó la alarma.

—¡Dios! —dijo Brighton, completamente alerta en menos de un segundo—. Ha ocurrido algo gordo. Tengo que irme.

Había salido de la habitación antes de que Kramer se moviese siquiera.

LA VIUDA FOURIE NO ESTABA EN CASA. Después de conseguir devolver la bolsa de papel a la sala de las pruebas sin despertar a Lourens y de casi haber tropezado con Scott cuando éste salía de la sala de comunicaciones, Kramer había puesto rumbo directo al piso de la mujer. Pero le había dejado una nota. Decía:

«A quien pueda interesar: No te preocupes, es que los niños querían darse un baño antes de que todo se llenara de gente. Hasta ahora».

Así que usó su propia llave para entrar y se dio un baño. Comió alguna que otra sobra.

Luego llamó al Parque de Bomberos y el oficial de guardia —Styles había terminado su turno— le contó que, cerca de Ladysmith, un autobús se había adentrado en un puente a demasiada velocidad, para aterrizar en el cauce seco de un río. Había al menos diez muertos y los heridos estaban graves. El conductor se había librado con tan sólo algunos cortes en las manos y un buen susto. El Oficial Primero Brighton había dicho que llevaría los heridos con lesiones cerebrales a Trekkersburgo en cuanto los médicos le diesen permiso. Eso podría ocurrir en cualquier momento. Al cabo de una hora, de dos… depende.

«A quien le interesa —escribió Kramer—: Me he dado un baño. Tomé un poco de pavo. Tenía que irme. Las cosas están muy mal». Se detuvo, para no añadir lo primero que se le ocurriera. Por fin, escribió: «Sólo ante el peligro». Y lo tachó.

Pero dejó la nota sin romperla y volvió al Parque de Bomberos.

—Brighton se ha visto retenido, señor —dijo el bombero de guardia, afrikáner, sin duda, al verlo entrar en la sala.

—¿Cuánto le queda de turno?

—Si no estuviesen fuera todas las ambulancias, ya lo habrían relevado. Si quiere, puede preguntárselo al jefe.

—No cambiará las cosas.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

—No. ¿Hay algún sitio en el que esperar?

—Arriba está la sala de espera.

—Bien.

—También tenemos una mesa de billar, señor, si lo prefiere.

Kramer le frunció el ceño a aquel cabeza cuadrada y subió a la sala de espera, donde encontró dos camas hechas. Abrió una de ellas, se aflojó la corbata y los cordones de los zapatos, y se tumbó. Tal vez no le vendría mal. Se quedó dormido.

LO DESPERTÓ, FURIOSO, el aroma del café y de un sándwich de tocino, mientras el sol, al ponerse, proyectaba un naranja de mala calidad contra la pared más alejada. Aquel olor a desayuno lo convenció de que había dormido un día entero.

—Tranquilo —suspiró Brighton, dejándose caer en la otra cama y quitándose las botas manchadas de sangre, como su bata blanca—. He tenido un día de perros.

—Ya. ¿Tan malo ha sido?

—Nunca sabemos dónde la tenemos ¿verdad? Conduje de vuelta como un loco y ¿de qué me sirvió? Cuatro llegaron muertos. ¡Cuatro! El expreso de los fiambres. Hasta había un niño pequeño. Y no se imagina cómo estaba el hospital, como si hubiese estallado una bomba allí dentro. De todos modos, la idea se me ocurrió cerca de Lion’s River. Casi me da algo, en serio.

—¿Qué idea?

Kramer se sentó de inmediato.

—Cuatro, y mi compañero a punto de echarse a llorar. Casi me da algo.

—¡Brighton! ¡Cálmese, hombre!

—Donde acaba mi trabajo, empieza el suyo ¿no le parece, teniente? Y ya que han estirado la pata… Oh, sí, disculpe. Fueron los transistores. Verá, es que muchos de ellos llevaban transistores.

—¿Cómo?

—Sí, los del autobús. Llevaban transistores con auriculares en las orejas cuando el autobús volcó. Eso me hizo pensar. El audífono usa bobinas. La radio necesita una antena, algo más de lo que ofrece un transistor. Las de los transistores son direccionales. Dependen de los metros, la banda de frecuencias y demás. Con un metro de antena llegaría. Y eso es lo que tenía su hombre: una antena enroscada al cable que iba a la oreja. Podía colocarla de manera que no llamara la atención. Ese tal Swart estaba conectado a un receptor.

—¿A un receptor de qué? ¡No diga tonterías, por el amor de Dios!

—Pero, usted mismo lo dijo. ¿Cómo era? Dijo que nuestro amigo estaba metido en algo condenadamente raro. ¿Qué le parecería algo relacionado con micrófonos ocultos?

—¡Imposible!

—No le encuentro otra explicación. Siempre estuvo sordo ¿no?

Kramer se puso de pie. Intentó levantar a Brighton y para eso se apoyó en el cabecero; luego lo sacudió hasta que abrió de nuevo los ojos. Sí, eso era lo que había dicho el sacerdote, el padre Lawrence: que se había quedado sordo en la flor de la vida.

—No, no. Fue algo reciente.

—Pues ahí lo tiene. Me tomaré su café si va a dejarlo.

Le lanzó la taza a las manos.

—¿Cómo lo ha deducido?

—Escuche, teniente: es sencillo. Nuestro amigo quiere escuchar conversaciones ajenas, como la mosca pegada a la pared, ya sabe. Así que consigue un micrófono que transmite en VHF, en una frecuencia especial y de corto alcance. Quiere escuchar pero, en el sitio donde desea utilizarlo, hay gente que se daría cuenta si él se colocase un receptor en la oreja. Gente que haría preguntas. Que querría saber cómo van los resultados del partido de criquet. O tal vez ni siquiera pueda utilizar un transistor falso porque no se trata de un lugar apropiado para usar transistores. Por ejemplo, el sitio donde trabajaba. En la administración no permitirían que un empleado escuchase música en horas de trabajo. En una empresa privada, tal vez, pero en la pública, no. Así que debe encontrar la forma de poder utilizar un auricular que, además, sea lo bastante grande para sus fines. ¿Qué otra cosa podemos meternos en las orejas? ¿Zanahorias? Vale. Pero otra respuesta es la cosa esa que usted me trajo por la mañana. Tiene sentido ¿no le parece?

Y tanto que tenía sentido. Kramer se vio obligado a detenerse en la puerta para atarse bien los zapatos. Entonces se dio cuenta de que necesitaba algunas respuestas más.

—Usted dijo que era de corto alcance, ¿muy corto?

—¿Quiere saber hasta qué distancia podía escuchar? Entre tres y seis metros. Esos detectives privados cotillean en sitios del tamaño de un saco de dormir, aunque trabajen con distancias mayores.

—¿Y el precio? ¿Ha dicho que era caro?

—Cuesta una fortuna. No es material de aficionado. Como lo que usa 007, o incluso mejor.

—¿Qué está sugiriendo? ¿Que una potencia extranjera tendría que hacerse cargo de la factura? —Kramer lo dijo riéndose entre dientes.

—Sí, sí, esa clase de pasta gansa.

—Vaya, pues sí que es grave la cosa. No me extraña que… —¿Qué?

—Olvídelo. Olvídelo todo, señor Brighton —dijo Kramer, sacando veinticinco rands de su propio dinero y remetiéndolos en el lánguido puño del otro.

Brighton mantuvo el dinero y la mirada hasta que sus ojos empezaron a velarse. Luego sonrió, o casi, y se dio la vuelta, gruñendo de pura satisfacción.

—Nada de esto ha ocurrido, teniente. Ahora lárguese.

LA VIUDA FOURIE levantó la vista de la mesa de la cocina, donde acababa de depositar un cuenco de sopa de fideos que tres minutos antes aún estaba en su sobre.

—No has perdido el tiempo —dijo.

—No.

—¿Lo hiciste todo por teléfono?

—Sí.

—Entonces les diré a los niños que ya pueden hablar pero que se queden en sus cuartos, así podrás contarme el resto.

Kramer cogió el cuenco de sopa y lo apoyó sobre la lavadora. No había sido capaz de quedarse sentado en un mismo sitio desde que salió del Parque de Bomberos. Partió el pan en pedacitos, los hundió en la sopa y empezó a alimentarse. No comía, repostaba. Y entre cada bocado daba unos pasos. Masticando ideas.

—¡Para ya, Tromp! Me voy a quedar bizca si no paras. ¿Quieres la tortilla con champiñones?

—Sí.

Le dio el último sorbo al cuenco mientras lo dejaba en el fregadero, se limpió la barbilla con la mano y encendió un cigarrillo.

—A ver, ¿lo que quieres son úlceras?

—Sí.

—¿Con la tortilla?

—Sí. ¿Qué?

—A veces saldría ganando si hablara con la condenada pared. Da igual. Piensa lo que tengas que pensar, pero hazlo rápido.

Cascó cuatro huevos y empezó a trabajar.

—Como te dije, Whipstock me dio el número.

—¿Quién, Tromp?

—Un reportero de La Gaceta que conoce a todos los jefes de departamento, ya sean municipales o provinciales. El jefe de Swart es un tipo llamado Cheyney. Parecía que aún estaba de fiesta. Me llamó «colega»… ya conoces el percal. Pero supe agarrarlo por los cuernos, oh, sí. Se lo saqué todo, o al menos lo suficiente. Swart no trabajaba con información confidencial, pero los tres del despacho contiguo colaboran en un plan de carreteras con las Fuerzas Armadas. Cheyney no quiso contar más porque tenía miedo de largar por teléfono, pero, como ya he dicho, fue suficiente.

—¿Carreteras? No parece tan importante. ¿Quieres los champiñones en lonchas finas?

—Sí. ¿Que las carreteras no son importantes? ¿Con una costa tan grande como la nuestra? Eres una…

—Oye, oye.

—El caso, niña, es que Swart trabajaba junto a un despacho donde se manejaba información secreta, ¿vale?

La viuda Fourie empezó a batir los huevos, persiguiendo el cuenco mientras éste se deslizaba sobre la encimera. Kramer se lo sujetó.

—Comprendido, señor.

—Lo del sacerdote fue realmente interesante. ¿Sabes qué me dijo cuando lo llamé, hace nada? Le informé de quién era y me contestó: «¿Por fin ha decidido confesar?».

—¿Qué?

—Así que le pregunté: «¿A qué se refiere, reverendo?», y me dijo: «Hace dos días que tiene a sus hombres frente a mi puerta, ¿pensaba que no me iba a dar cuenta?».

—¿Qué quería decir?

—Muy, muy interesante. Sobre todo después de telefonear a Dan, el que estuvo en la División de Seguridad hasta que se hizo daño en el hombro, ese que tiene un salón de té y una granja cerca de Drummond.

—Ya está lista. Cuidado con la sartén.

Kramer se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Como quien no quiere la cosa, le pregunté a Dan si conocía a un sacerdote católico apellidado Lawrence. Le dije que estaba trabajando en un caso y que el sacerdote aquel me hacía gracia. Le había dejado claro que en realidad llamaba para preguntarle si podía ir alguna vez a pegar tiros a sus tierras.

—¿Y?

—Dan se rió y me dijo que tuviera cuidado, ¡que el sacerdote era un fanático comunista!

—¿A qué se refería?

—Pues, el hombre debe de ser una especie de liberal, pero si fuera algo más que eso, yo lo habría sabido. Quiero decir antes de ahora. ¿Entiendes?

—Pásame ese tenedor grande, por favor, Tromp. Gracias.

—Pero ¿ves por dónde va la cosa?

—No, sinceramente, no —suspiró, contentándose con estar junto a su hombre.

—¡Maldita sea su estampa! —explotó él.

La viuda Fourie se dio la vuelta sobresaltada, indignada.

—¡No te atrevas a gritarme así!

Pero Kramer no era consciente de cómo había respondido ella y permanecía de pie, con los ojos cerrados. No era consciente de nada, ni siquiera de la colilla del Lucky Strike que crepitaba entre sus dedos, encogiendo los pelos, levantando ampollas en la piel. La viuda Fourie se vio obligada a darle un golpe en la mano para quitársela.

—¿Tromp?

Él abrió los ojos.

—Tromp, ¿qué pasa? ¡Por favor, dímelo! ¿Qué…?

—Zondi…

—Nunca te había visto tan enfadado. ¿Estás enfadado? ¿Qué…?

—Los muy cabrones.

—No, no hagas nada ahora, Tromp. No debes. Hace un momento te estabas riendo. No permitiré que te vayas.

La viuda Fourie atrancó la puerta.

—He visto por dónde va la cosa, niña, por dónde va la cosa de verdad, ahora mismo, mientras hablaba.

La voz de Kramer era tan anormalmente suave que la mujer tembló. El escalofrío le recomo la columna vertebral y la hizo retroceder. La puerta del vestíbulo la detuvo y ella decidió mantenerla cerrada a su espalda, costara lo que costase.

—¿Qué piensas hacer?

—Un par de llamadas —respondió tranquilo y perverso, levantando el auricular.

—¿A quién?

—A un médico cafre.

—¿Qué? ¿Y a quién más?

—Le pondré una conferencia al coronel Muller. Tendrá que reducir sus vacaciones.

—¿Vas a pedirle que vuelva?

—Sí.

—Pero ¿por qué?

—Porque o vuelve o yo mismo empiezo a asesinar, ¿vale?