XI

FUERA ABSTRACCIONES, distracciones y autocomplacencias sin propósito aparente. Con ellas habían desaparecido, además, las ratas imaginarias, los zapatos ensangrentados y los monigotes de cera empalados. Quedaba latente la impresión de que la firmeza había atravesado a Kramer hasta alcanzar su alma, si es que la tenía, convirtiéndolo en una máquina decidida e implacable. Luego esa vana fantasía se esfumó también.

Y es que Kramer ya tenía un objetivo y no necesitaba nada más. Un objetivo muy sencillo, sugerido por las sencillas palabras de una mujer sencilla: resolver el acertijo del asesinato de Hugo Swart, sin importarle el método a seguir. Resolverlo y luego vengarse. Así de sencillo.

No se detuvo a reflexionar sobre las posibles consecuencias personales que eso podría acarrearle, como tampoco duda en salir al galope el hombre que ha visto caer a su hermano en el campo de batalla.

Cambió de coche en la pensión La luna del cazador y se dirigió hacia el Hospital Peacevale mientras atardecía.

En el momento en que abría la puerta del Ford, la Sra. Delmain había salido corriendo con una nota en la mano, según la cual debía llamar a la Brigada por un asunto relacionado con su sargento bantú, herido en un accidente. La Sra. Delmain dijo que había recibido el mensaje en el momento justo en que se sentaban a disfrutar de la comida que tanto le habría gustado a él. La Sra. Delmain era una mujer honrada y muy habladora: continuó contándole que el policía que llamó se quejaba de no haber conseguido comunicar antes con la casa. Que ella supiera, nadie había acaparado el teléfono aquella mañana. Kramer le dio las gracias con amabilidad.

El caballo que había visto antes, deambulando por la carretera de Peacevale, ya estaba muerto. Un autobús lo había atropellado y arrojado a la cuneta para detenerse una milla más adelante debido a la rotura del radiador.

Al rato, la silueta del hospital se recortó contra la puesta de sol. Continuó avanzando bajo su sombra, pendiente del camino trasero que usaban los camiones de la basura y el resto del tráfico inapropiado para un centro médico. Lo encontró y dio un rodeo a través del veld, utilizando el sendero abierto entre las malas hierbas por una empresa constructora para acercarse lo más posible al edificio, recién terminado, de los médicos negros. Allí dejó el Ford, junto a una caseta de obra, y continuó a pie.

La residencia era de ladrillo, con ventanas enmarcadas en hierro y tres plantas. No tenía cocina, porque seguramente todos usarían el comedor del hospital, y eso eliminaba una forma de entrar, pero había salida de incendios. Kramer se dirigía hacia ella, pegado a la pared, cuando oyó una voz, sin duda la del Dr. Mtembu. Procedía de una ventana de la planta baja, por debajo de la cual acababa de pasar agachado.

—No, estoy bien —decía Mtembu—. Pero quiero quedarme esta noche en mi habitación para estudiar.

—Entonces daré recuerdos tuyos a las chicas ¿te parece bien?

—Sí, por favor —respondió Mtembu con tono cansado, y se oyó una risa a la vez que se cerraba una puerta.

Kramer retrocedió. Seguramente Mtembu acababa de entrar en la habitación porque la luz seguía apagada y él estaba colgando su bata blanca de un gancho en la pared. El médico no oyó cómo se abría la ventana para dejar paso a un visitante inesperado. Pulsó el interruptor y se dio la vuelta con naturalidad, como quien siente alivio al encontrarse a solas por fin, sin pensar en nada.

El susto lo sobresaltó.

—No hagas ruido —advirtió Kramer—. Ibas a trabajar, así que siéntate frente a tu escritorio.

En realidad era una simple mesa, pero repleta de libros y de apuntes. Mtembu se sentó y sus manos, de forma automática, empezaron a hacer espacio y encontraron una pluma.

—¿No voy a tener paz? —preguntó por fin, de mal humor, cuando dejaron de mirarse.

—No.

—Eso no fue lo que me prometieron.

—Yo no he prometido nada.

—Sus colegas oficiales, sí.

—¿Y qué te prometieron?

—Que se acabarían los abusos.

Kramer no estaba acostumbrado a que un negro se dirigiera a él en ese tono, y menos aún a oírlo hablar un inglés en condiciones y de acento perfecto. La novedad se lo llevó de calle.

—Pero ¿sabes quién soy?

—Es policía. Teniente, según usted.

—¿Y mi deber?

El médico se encogió de hombros.

—Yo te lo diré. Mi deber consiste en comprobar que los demás cumplan con su deber. Pero sin que ellos lo sepan.

Su improvisación fue recibida con una sonrisa sarcástica.

—¿Quieres decir algo?

¿Quis custodiet ipsos custodes?

—¿Eh? ¿Qué puñetero idioma es ese?

Mtembu dio un golpecito sobre un libro de texto que tenía frente a él.

—Latín, señor. Un requisito indispensable para cualquier estudiante de medicina; al menos eso es lo que los que establecen el plan de estudios pretenden que creamos nosotros, los pueblos primitivos. Por supuesto, ya lo he superado, pero debo confesar que su literatura me gusta. Sus métodos bélicos, el uso de la espada corta y el escudo, tienen mucho en común con los empleados por el César zulú, Shaka: la lanza para…

—¡Alto! No te he pedido que me des una maldita conferencia, te he preguntado qué decías. Pretendías amenazarme ¿verdad? ¿Cui… cuidado qué?

—Quis, señor. La cita significa: «¿Quién vigilará al que vigila?».

—Ah ¿sí? Bueno, digamos que eres rápido pillando las cosas Mtembu. Eso me gusta.

—¿Teniente? —murmuró Mtembu, incómodo.

—No te estarás pasando con la dosis de lo que le das a Zondi ¿verdad? Ese hombre me resulta útil.

—Sólo he prescrito la dosis mínima, señor. Lo mantendrá inconsciente durante un período de tiempo ilimitado sin efectos adversos, siempre y cuando se le administre alimentación intravenosa.

—¿Y sus heridas?

—Conociendo las circunstancias de su percance, son afortunadamente leves. El brazo ya ha empezado a soldar.

—Me refiero a la herida de la cabeza.

—Un simple golpe en la parte posterior y un corte en la mejilla, todo sin importancia.

Mtembu se había sorprendido al oír la pregunta pero, sin duda acostumbrado a la ignorancia de los legos en la materia, respondió del tirón. Lo que no sabía era que Kramer se estaba haciendo una idea correcta de la situación, por primera vez y gracias a él.

—Bien. Continúa como hasta ahora.

—¡He hecho el Juramento Hipocrático, teniente! —protestó Mtembu, rebelándose al fin.

—Pues preocúpate de no acabar ante un tribunal haciendo otro tipo de juramento, amigo mío.

—¿Señor?

—Yo vigilo al que vigila —contestó Kramer—. Antes de que le cuentes nuestra conversación sin importancia a alguien, sobre todo si se trata de un policía, recuerda que también hay quien me vigila a mí.

LO DE ZONDI YA ESTABA ARREGLADO, en más de un sentido. Kramer podía concentrarse exclusivamente en Swart. Claro que había sentido la tentación de continuar interrogando a Mtembu, para descubrir cómo habían engañado a Strydom, para saber qué habían esgrimido con el fin de obligar al pobre negro a seguirles el juego, pero habría sido una imprudencia. Una imprudencia porque saberlo lo haría enfadar. Una imprudencia porque Kramer llevaba en su interior una furia latente de semejante calibre que una simple chispa de emoción bastaría para encenderla y hacer que todo saltase por los aires. Si quería conservar su eficacia, debía permanecer embotado, avanzando a paso lento, aplicando la lógica. Además, estaba seguro de que si recuperaba la pista en la zona residencial de Skaapvlei, ésta acabaría por llevarlo de nuevo al Hospital Peacevale y a tantas respuestas como fuese capaz de soportar.

Aparcó el Ford a media manzana del bungalow de Swart y encontró un sendero que avanzaba pegado al seto de la pista trasera. En cuestión de cinco minutos había cruzado el jardín sin ser visto, manipulado la ventana de la cocina y entrado en la casa.

Allí empezaba el juego. Pero antes, como ocurría en todos los juegos como aquel, debía sacar un seis.

Ja, el vodka. Eso había sido fácil. Ahora buscaba pruebas de verdad y después de que por allí hubiese pasado el enigmático John Scott, quien sin duda habría retirado cualquier cosa que pudiese tener alguna importancia. Pero, si Swart había usado la nevera para esconder su alijo de alcohol, parecía razonable suponer que podría usarla para otras cosas.

Kramer abrió la puerta de la nevera y a punto estuvo de retroceder sobresaltado cuando se encendió la luz. Apretó el diferencial y pasó el haz de su linterna por los estantes. Fruta, leche, huevos, un pavo pequeño, un pudín tapado con un plato, un par de berenjenas: nada. Miró en el congelador: nada.

Luego Kramer examinó la habitación en conjunto, mirando bajo el forro de papel de cada cajón y metiendo la mano en las latas del arroz y el azúcar, consciente de lo improbable de que Swart dejase algo importante al alcance del criado, pero decidido a no pasar por alto ni la más mínima grieta. Lo que al final le obligó a ponerse de rodillas e inspeccionar el suelo con la mayor meticulosidad. El linóleo, que olía a desinfectante —un olor nada desagradable— tenía tan marcado el dibujo de un falso mosaico que acabó mareado debido al esfuerzo por detectar cualquier tontería que se les hubiese escapado. Por eso pasó la mano sin presionar demasiado sobre la superficie y las yemas de sus dedos descubrieron una depresión poco profunda e irregular. La identificó como la marca dejada por el audífono cuando alguien, seguramente el asesino, lo pisó. La mano de Kramer rozó un pequeño objeto situado a pocos centímetros a la derecha de la marca: se trataba de algún tipo de componente eléctrico, una barrita que medía la mitad del cuerpo de una cerilla con un cable del grosor de un cabello perfectamente enrollado a su alrededor y dos finos alambres de plata en cada extremo. También tenía dos franjas amarillas. Qué bien. Scott no había sido demasiado cuidadoso con las pruebas.

Al final se convenció de que en la cocina no había nada más y empezó a registrar el resto de la casa. Lo hizo de una forma tan exhaustiva y concienzuda que las pilas de su linterna se agotaron a la una de la madrugada del día de San Esteban. Se acercó a la ventana del estudio. El barrio de Skaapvlei se hallaba en silencio, con todos sus conejitos acurrucados en sus madrigueras de mantas, todos con sus barrigudas hinchadas, rebosantes y burbujeantes de cosas ricas, pasándolas canutas. Por eso no se atrevía a encender la luz, por si algún conejito, camino del trono para aliviarse, se fijaba en el resplandor y llamaba a la policía. Aquello resultaba de lo más frustrante, porque en el escritorio había encontrado unos papeles que le interesaban.

Entonces fue cuando Kramer se dio cuenta de que el cansancio empezaba a hacer mella en él, porque la solución estaba en encender una cerilla. O aún mejor, una de las velitas que adornaban el objeto sagrado del recibidor. Se llevó una vela al extremo más alejado del pasillo principal: nadie podría ver su tenue luz desde el exterior.

Primero examinó los folletos de dos empresas de alquiler de vehículos afincadas en Trekkersburgo; ambos publicitaban los modelos más nuevos, por lo que debían de ser recientes. Los había encontrado entre la colección de documentos relacionados con el automovilismo que Swart guardaba en su escritorio. Le habían llamado la atención porque el coche de Swart era un modelo bastante nuevo y no entendía qué motivo podría llevarlo a pensar en alquilar. A menos que, por supuesto, fuera para otra persona.

Pero al revisar los extractos bancarios descubrió que, en cuatro ocasiones, Swart había pagado con un cheque el alquiler de coches en una empresa llamada Alquiler de Vehículos Trekkersburgo.

Luego comparó las fechas de los cheques con las de las facturas emitidas por el garaje que se ocupaba del coche de Swart: por lo visto, en cuatro ocasiones y por motivos que sólo él debía conocer, Swart había decidido disponer de dos coches al mismo tiempo.

Aquel era el primer indicio auténtico de que podría haber gato encerrado en el caso, lo que estimuló a Kramer a continuar.

Se apresuró a repasar los demás papeles relacionados con los coches, pero no encontró nada más de Alquiler de Vehículos Trekkersburgo. Sin embargo, un poco de aritmética elemental, basada en las cantidades que Swart había pagado y en los precios indicados en el folleto, hizo aún más atractivo su descubrimiento al acentuar el misterio: Swart no había utilizado ninguno de los vehículos alquilados, en ninguna de las cuatro ocasiones, para recorrer una distancia que sobrepasara los veinte primeros kilómetros incluidos en la tarifa básica. En la empresa de alquiler debían de estar encantados con esa costumbre.

Aquello era como un bálsamo para las heridas de Kramer. Pero, según suele pasar con todos los ungüentos, atraía a las moscas. Y esa mosca le zumbó una advertencia al oído: Scott tendría que ser un idiota para pasar por alto unas transacciones tan curiosas. Kramer se sintió engañado un instante, pero luego pensó que él tampoco se había fijado en ellas la primera vez. Todo dependía de las ganas que uno tuviera de encontrar algo. Y Scott, sobre quien empezaba a formarse varias teorías que no quería analizar para seguir siendo objetivo, no había derrochado motivación hasta entonces.

Curioso pero, de momento, no iba al caso.

EL EDIFICIO DE LA BRIGADA de Investigación Criminal estaba tranquilo como solía estarlo quizás sólo una vez al año. En Nochebuena había resonado con los gritos indignados de los rateros de última hora, de los sospechosos de agresión que se escudaban en el muérdago y del Papá Noel de una tienda al que le encontraron loción para después del afeitado en el saco. La mañana de Navidad, la Brigada encargada de resolver los robos en las casas se vio obligada a aplacar a los juerguistas que se habían ido de fiesta sin cerrar bien sus casas. El día de Navidad por la noche todos los propensos a alguna irresponsabilidad criminal habían bebido demasiado como para ejercer. El día de San Estaban todo estaba tranquilo.

Kramer se dio cuenta al ver al canoso agente Lourens, quien, después de suspender el examen para sargento durante tres décadas, rondaba el edificio de manera continuada, con la esperanza de encontrarse allí completamente solo cuando «aquello» ocurriera. Al parecer, «aquello» era algo inimaginable que exigiría su ascenso inmediato por méritos propios.

—Pero ¿qué hace aquí a estas horas, teniente? Si no le importa que pregunte.

—No, he venido a buscar unas cosas antes de salir pitando hacia el Estado Libre.

—¿De permiso, señor?

—Tengo un par de días. ¿Hay alguien?

—No. El oficial de guardia en Robos ha ido a investigar una denuncia en Greenside. Estoy yo. El coronel vino antes, sobre las diez, con el oficial nuevo.

—Ah ¿sí?

—Hicieron unas llamadas y se marcharon. Por lo que dijeron, el coronel iba a llevarlo a su casa.

—Ya.

—Comprendo, señor. Yo soy más del coronel Muller.

Kramer le guiñó un ojo y empezó a subir las escaleras, deteniéndose en el descansillo para encender un cigarro y echarle una ojeada a Lourens tras la protección de sus manos ahuecadas. Todo iba bien: el hombre se había sentado de nuevo en su silla del despacho junto a la entrada, con los pies apoyados en un cajón del escritorio, la barbilla pegada al pecho y la intención de echar otra de esas cabezadas que nos dan la vida.

No es que Kramer estuviese pensando en hacer algo ilegal exactamente, pero tenía ganas de poder arreglárselas solo de una vez.

Debía adentrarse en aquel caso como lo hacía siempre: examinando con todo detalle el escenario del crimen. Había perdido su oportunidad al realizar una exhibición de indiferencia a beneficio del Dr. Strydom; ahora tenía que conformarse con las fotografías, pero eso era mejor que nada.

A Scott le habían dado un escritorio en el despacho del funcionario adjunto al que usaba el coronel Du Plessis. Las fotografías se encontraban dentro de un sobre marrón, en el vade.

Kramer las sacó sacudiendo el sobre y estudió cada una de ellas con la mayor atención, como siempre asombrado por lo mucho más deprimentes que parecían las cosas en blanco y negro. Las miró de un lado y del otro, preguntándose por qué le resultaban tan curiosas; no eran tanto las imágenes como la sensación que le producían. Entonces se le ocurrió una idea: cogió la regla del funcionario y midió el lado más largo de la que sujetaba. No tenía margen blanco —en el laboratorio siempre imprimían hasta el borde— y desde una esquina a la otra medía veintitrés centímetros. Pero Prinsloo, el fotógrafo habitual, siempre hablaba de copias de veinticinco por veinte.

Volvió a meterlas en el sobre respetando el orden en el que estaban y lo dejó exactamente en la misma posición en la que lo había encontrado, luego salió al pasillo, atravesó Huellas y se adentró en los dominios de Prinsloo. Allí se fue al archivo de negativos y halló lo que buscaba casi de inmediato. La muerte de Hugo Swart había sido documentada en película de 120, o medio formato, por una cámara que hacía fotos cuadradas. Eso solía significar que una parte de cada foto se perdía en la ampliación, pero por arriba y por abajo, no a los lados.

El cuarto oscuro estaba listo para ser usado: líquido de revelado nuevo en la bandeja, cubierto por una lámina de cristal, y el fijador premezclado en una botella ámbar de laboratorio. Kramer, que había asistido a un curso especial sobre fotografía mientras se preparaba para entrar en el Cuerpo, se puso manos a la obra sin perder ni un instante.

Seleccionó un negativo que parecía ofrecer la misma foto general que ocupaba el primer lugar en el montón de la mesa de Scott y lo situó en el soporte de la ampliadora: antes lo había observado a la luz del foco, pero los detalles resultaban demasiado pequeños para apreciarlos a simple vista. De la caja junto al caballete, tomó una hoja de papel y luego preparó la ampliadora para que imprimiera la imagen hasta el borde. En el lado derecho se apreciaba un objeto pequeño y rectangular que se adentraba un centímetro y medio en la foto.

Por supuesto, el maldito audífono: un simple detalle. Tanto esfuerzo para nada. Aunque, hablando de esfuerzos, alguien se había molestado en recortar todas las fotos para darles un tamaño de lo más curioso. Tal vez debería hacer una copia, por si la inversión de tonos había hecho que se le escapase alguna otra cosa.

Kramer encendió el filtro rojo, colocó una hoja de papel virgen de veinticinco por veinte, la impresionó cinco segundos y luego la sumergió en la primera bandeja. Vertió un poco de fijador en la siguiente, comprobó la acidez del baño de parada y se dispuso a observar.

Bajo el amarillo de la luz de seguridad, unas tenues sombras invadieron el blanco del papel y lo oscurecieron para formar dos puntos negros y una mancha irregular: eran las cuencas de los ojos de Hugo Swart y su sangre derramada. Sombra a sombra, se formó la imagen: el rostro del muerto se redondeó primero para luego volverse fláccido, los trozos de cristal se afilaron hasta convertirse en astillas llenas de luz, una mancha que antes no se apreciaba apareció en los pantalones, junto a la entrepierna. Al fin, cada una de las diminutas partículas de plata, que en circunstancias diferentes se habrían fusionado con otras para crear algo bello, proclamaron la esencial fealdad del hombre y sus obras.

Y no parecía haber nada insólito relacionado con el audífono.

Kramer sumergió la copia en el baño de parada y luego en el fijador. Encendió otro cigarrillo con la colilla del que casi se había consumido solo en el cenicero y luego prendió la luz blanca del techo. Cuando volvió a mirar no lo hizo con la esperanza de ver algo importante.

Pero así fue. Vio unas líneas grises y paralelas, muy tenues, demasiado pálidas para apreciarlas con la luz amarilla de seguridad y casi imposibles de distinguir debido al granulado, que corrían alrededor del audífono.

¡Puñetas, vaya descuido! Cuando el sacerdote declaró que alguien había destrozado aquel aparato de manera intencionada, la reacción de Kramer había sido de intolerancia profesional. Le molestó que quien afirmaba conocer a sus congéneres no supiera también que los más violentos solían descargar su exceso de sentimientos sobre los objetos inanimados asociados a sus víctimas, como el niño que le casca a la hermana y acaba cebándose a patadas con sus libros. Había sentido ganas de contarle que los ladrones cagan en las camas y mean en los tocadores. Se había dejado enredar por una bobada, sin fijarse en lo espantosamente obvio.

Que más o menos era lo siguiente: supuso que el audífono se había caído al suelo durante la lucha por la vida. Pero allí estaba, el cable perfectamente enroscado a su alrededor, lo que sería normal cuando el quisquilloso Swart no lo llevase puesto. Sin embargo, el sacerdote había declarado que la radio estaba encendida cuando encontró el cadáver y, tratándose de un sordo, eso no tenía mucho sentido.

«Alto», se dijo Kramer a sí mismo, intentando buscar explicaciones razonables para semejante contradicción de los hechos. Podía pensar que el asesino había encendido la radio para ahogar el sonido de su retirada; pero eso era una tontería, porque si había sido lo bastante sigiloso como para tomar a Swart por sorpresa… un momento. Eso era presuponer que Swart podía oír, lo cual le daba la vuelta al razonamiento.

Kramer empezó otra vez. Un sordo entra en su cocina y enciende la radio. Serían alrededor de las nueve, por lo que querrá escuchar las noticias. Luego decide quitarse el audífono —seguramente molesto por el calor— y lo hace. Eso inutiliza la radio, al menos para él, y seguramente está a punto de apagarla cuando el asesino ataca.

Sin embargo, esperaba visita en cualquier momento, el sacerdote había quedado en ir a verlo, y querría oír la puerta. De acuerdo, sí, el sacerdote había llegado con diez minutos de antelación, aunque nadie contaría con que las visitas fueran tan puntuales.

La explicación era que Swart tenía intención de salir a esperar al sacerdote en el porche delantero, pero lo atacaron antes de que pudiera hacerlo.

Pero eso le dejaba muy poco tiempo para disfrutar de su copa ilícita, que de ninguna forma se llevaría al exterior. Aunque, bien podría hacerlo, tratándose de vodka.

Otra vuelta de tuerca. Pensándolo mejor, un audífono era como unas gafas de montura pesada: quienes las llevan habitualmente no son conscientes de su peso ni de lo que molestan, como no es consciente una muñeca bien dotada del peso de su delantera. A menos que, en ambos casos, la infraestructura fuese falsa. Entonces, en la privacidad del hogar, durante una ola de calor, ambos se librarían de la molestia.

«Madre mía, madre mía…».

Kramer sacó la copia del fijador, la lavó y luego la pasó, estirada, a la pequeña máquina para dar brillo. Mientras se secaba, lo recogió todo para que Prinsloo no encontrase nada fuera de lugar.

Después regresó al despacho del funcionario y comparó las dos fotos. Había escogido el mismo negativo, sin duda —en cada una de ellas se apreciaba una marca de agua en el mismo lugar—, y el grado de ampliación había sido idéntico, al milímetro. Lo que sugería que Prinsloo había hecho lo mismo que él: ampliarla hasta el tamaño del papel y apretar el botón. También sugería que alguien había recortado el audífono de la única foto en la que aparecía, igualando luego las demás para darles un tamaño uniforme.

Si no las hubiese manipulado, Kramer podría no haber notado la diferencia. También resultaba muy improbable que el juez de instrucción se hubiese parado a pensar en las dimensiones de aquellas fotos. A él lo había alertado el eco del «veinticinco por veinte» de Prinsloo. Y resultaba que, al final, ése era el meollo de la cuestión.

La sospecha generaba más sospechas, Kramer lo sabía bien, pero le parecía que debía centrar su atención en el audífono.

Antes de pasar a la sala donde almacenaban las pruebas, quiso comprobar cómo iba Lourens. El fantasma amigo seguía roncando y resoplando. La pluma continuaba donde Kramer la había dejado después de firmar su entrada. Bien.

Utilizó su propia llave para abrir la pesada puerta y la cerró de nuevo tras entrar. Luego empezó a buscar entre los estantes, tanteando, atisbando y arrastrando bolsas de plástico etiquetadas medio ocultas por artículos más grandes, tales como un enigmático orinal. Se le aceleró el corazón al llegar al final del último estante con las manos vacías. El maldito chisme no estaba allí.

Pero, un momento. Acababa de recordar que se les habían terminado las bolsas de plástico que llevaban en el Chevrolet. Era posible que Zondi hubiese usado alguna de las viejas bolsas de papel que aún guardaban en la guantera. Junto a la puerta había visto un par de ellas, aunque imaginó que contenían pruebas de algún caso que había quedado sin resolver.

La primera bolsa de papel lucía por fuera el cuidadoso etiquetado de Zondi y dentro guardaba los fragmentos de un vaso roto. La otra contenía un audífono, también identificado por Zondi, de su puño y letra. Kramer sacudió la bolsa y oyó el entrechocar de varias piezas. Él ya no podía ir más lejos porque la electrónica no era su fuerte, pero en su lista privada de expertos había un tipo que muy pronto podría decirle si la forma en que habían recortado aquella foto tenía importancia o no.