EL CORONEL DU PLESSIS vivía con su familia, nada agraciada, en un bungalow grande, situado en una propiedad pequeña, a dos millas al oeste de Trekkersburgo, por la carretera de Tierkop. Allí presumía de conservar las importantes tradiciones agrícolas de sus antepasados pioneros, empleando a tres cafres en el cultivo de flores para el comercio. Su especialidad eran los delfinios.
Sin embargo, debido a la fecha, el lugar de honor del salón lo ocupaba la copa de un abeto muerto pintada de plata. De sus ramas colgaban chocolatinas envueltas en papel dorado.
—Coja una —animó el coronel a Kramer—. Vamos, hombre, no nos importa.
A Kramer sí le importaba, por varios motivos, entre ellos que aquellas cosas espantosas se habían derretido a causa del calor.
—No, gracias, coronel. No me va el dulce.
—¿Nunca, teniente?
Aquel comentario malicioso y alegre lo había hecho la esposa del coronel, Popsie, una ninfómana con cara de circunstancias que juzgaba el mundo desde la perspectiva de lo que tenía entre sus bonitas piernas. ¡Pobrecita Popsie! Sus esfuerzos por ayudar a su marido la habían llevado, junto a él, a un pedestal al que ningún hombre en su sano juicio, fueran cuales fuesen sus motivos, osaría subir jamás. Lo cual tenía su moraleja: las perras en celo no deben subirse a las farolas; luego no puedan bajar y se pierden la juerga.
La mujer continuó parloteando, sin que Kramer la escuchara, mientras salían con sus copas al patio y la piscina, donde Scott se ajustaba el cordón de un bañador prestado. Buena idea.
—Hola, Tromp, colega. ¿Un bañito?
—Hoy no.
—¿Es que le parece que no hace bastante calor? —preguntó el coronel.
—Sí, señor, pero tengo trabajo pendiente.
—¿Qué trabajo?
—El informe del caso Wallace. Dijo que lo quería…
—¡Ah, eso fue ayer, hombre! Las cosas eran distintas.
—¿En qué sentido, señor?
—Para empezar, el caso Swart seguía abierto. Le aseguro que me tenía muy preocupado, sobre todo porque el sargento Zondi no informaba. Anoche, en el hotel, estaba muy nervioso. ¿No lo recuerda?
Lo que Kramer recordaba era que el coronel había estado cualquier cosa menos nervioso.
—¿Y bien, hijo?
—Supongo que tiene razón, señor.
—¿Yes lo que te decía del teniente, Popsie? Es un hombre entregado a cumplir con su deber. Un buen trabajador y un hombre duro, muy duro.
—¿Es eso cierto, teniente? —preguntó ella con picardía.
—Entonces ¿le parece que el caso Swart ha quedado cerrado, señor?
—Naturalmente. ¿Acaso Zondi no pilló al culpable? Por supuesto. Incluso me avergüenzo de haberme preocupado. Pero usted no dudó ni un segundo ¿no es verdad?
—Bueno, yo…
—Claro que no. Ni se paró a pensarlo. Sé que lleva mucho tiempo trabajando con ese bantú, Tromp, y sé que confía en él. Desde ahora, yo también.
Kramer levantó su copa y bebió despacio. Necesitaba un par de minutos para ponerse a la altura de un giro tan asombroso y radical por parte de uno de los enemigos naturales de Zondi. Luego se dio cuenta de que resultaba muy fácil hablar así cuando el hombre agonizaba.
—Con todo, señor, creí que necesitaríamos más pruebas que un negro muerto.
—¡Mire que le gusta llevar las cosas al límite, Tromp! Shabalala estaba esposado ¿no? ¿Lo esposaría Zondi si fuera un testigo?
—Depende de las ganas que el testigo tuviese de declarar, señor.
—¡Tonterías! Además, contamos con lo que le dijo a John.
Pero Scott ya corría por el trampolín. Saltó y se zambulló como un campeón, casi sin salpicar. Luego salió a la superficie y nadó hasta el otro extremo, donde se sumergió y buceó un rato.
—No está mal —dijo Kramer—. No sabía que tuvieran piscinas en el desierto.
—¡Ja! ¡Lo que nos faltaba, Tromp! No, me ha contado que usan la de la compañía de diamantes. Están siempre allí; no tienen nada más que hacer.
Una respuesta convincente, sí, pero que no explicaba lo que había llamado la atención de Kramer: el hecho de que el teniente John Scott no lucía el bronceado típico del sol del desierto, por muy blanca y rosada que fuera su piel.
—Pero, como iba diciendo, Tromp, nuestro amigo John está plenamente convencido de que Zondi atrapó al asesino que buscábamos, y a mí me basta con eso. ¿Qué más puedo pedir?
—¿Cómo?
—¿No me escuchaba?
—Lo siento, señor. Continúe.
—¿Con este calor? Ni loco. Se lo diré de otra forma: ambos casos están cerrados, ya puede olvidarse de ellos y descansar hasta que regrese el coronel Muller. ¿De acuerdo?
—Pero…
—Pero nada. Es mi regalo navideño para usted. Acéptelo, ¡es una orden!
—¿Y a Zondi qué le toca, coronel? ¿Una caja de Navidad?
Popsie Du Plessis retrocedió, asombrada ante la audacia de Kramer, por muy a la ligera que hubiese hablado. El doble significado de aquella «caja» era un dardo envenenado. Miró a su marido con temor, pero él se limitó a cerrar los ojos, con un suspiro.
—Eso sólo Dios puede saberlo… —empezó a decir, no supo cómo continuar y remató con un piadoso mohín.
Interesante. Asombroso, en realidad, dado que la fama del coronel se cimentaba casi exclusivamente en su aterradora carencia de autocontrol. Su reacción normal ante una broma a sus expensas daba miedo, pero si a eso se le añadía la humillación de que su esposa estuviera presente, el resultado sería la pérdida total de cualquier característica humana que pudiera quedarle. Sin embargo, sometido a la más dura de las pruebas, no había ocurrido nada: el coronel no había reaccionado. Mejor dicho: se había comportado con discreción, lo que se encuadraba bajo otro epígrafe, el de Situación Anómala. Kramer lo sospechaba y había calculado los riesgos que podría correr para verificarlo. Pero ahora que contaba con el resultado de su experimento, no era capaz de comprender su significado, a excepción de que el coronel tramaba algo y ese algo tenía tanta importancia para él que lo había llevado a controlarse como nunca.
—¿Otra copita, teniente? —preguntó su anfitriona.
—¿Cómo? No. No, gracias, señora Du Plessis. Gracias por su hospitalidad y por haberme invitado, señor. Creo que empezaré a disfrutar de mis vacaciones ahora mismo.
—Buena idea —dijo el coronel con una sonrisa—. No espere más. Ya le despido yo de John.
CUANDO KRAMER LLEGÓ DE NUEVO AL PISO, sólo deseaba mantener una conversación tranquila con la viuda Fourie sobre el coronel y su invitado. Pero los niños no dejaban de entrar y salir corriendo, lo que dificultaba las cosas, por decirlo de algún modo.
—¡No! ¡Ahí no! Ya te lo advertí: ahí, junto a la panera. ¿Qué decías, Tromp?
—Que el coronel se controlase de esa forma…
—¿Seguro que no son imaginaciones tuyas?
—Mira, niña, sé muy bien cómo cabrear a ese desgraciado. ¿Es que no lo he hecho otras veces, deliberadamente?
—No.
—¿Qué?
—Le decía «no» a… ¡Oh, por el amor de Dios, niños! ¿No podéis tener más cuidado? Casi tiráis la leche a… ¿Qué decías? Sí, claro, pero hacía mucho tiempo que no tenías relación con el coronel Du Plessis.
—No puede haber cambiado tanto.
—Un momento. Escuchadme todos, si no sois capaces de hacer bien lo que os he pedido, prefiero que…
—¡Silencio! —gritó Kramer.
Todos se quedaron completamente inmóviles.
—Ahora termina la frase —dijo.
—Sólo iba a decir que me parece muy sencillo. Me has contado la que ibas a armar con tu redacción del informe Wallace y que el coronel Muller se pondría como un loco al leerlo. Tal vez Du Plessis se haya dado cuenta de lo mal que iba a quedar.
—¿Y el caso Shabalala?
—Parece un caso cerrado ¿no? Compadécete, Tromp. En el fondo, Du Plessis podría sentirse mal por lo de Zondi. Y por eso no reaccionó como esperabas.
—Ya.
—¿Podemos irnos ya, por favor, mami?
—¡Silencio! Ahora manda el tío Tromp.
—Sí, adelante —murmuró, y salieron en estampida—. Queda pendiente el asunto del color de piel de Scott —continuó Kramer.
—¿Desde cuándo eres experto en bronceados?
—¡Yo sé lo que vi!
—Scott es apellido inglés, aunque él te haya dicho que es de origen afrikáner. Los ingleses se ponen rojos y no se broncean ¿no es verdad?
—Algunos.
—Entonces, lo que… ¡Eh, cuidado con esa caja! ¿No te lo he dicho ya tres veces?
Uno de los niños recogió tímidamente una caja de cartón que estaba tirada en la entrada y entró de puntillas en la cocina. Allí se apilaba una buena cantidad de alimentos, juguetes y ropa, ocupando todas las superficies disponibles.
—¿Te importaría decirme qué demonios pasa aquí? —quiso saber Kramer.
—Quiero ser práctica.
—No me digas. ¿Y guardas para las vacas flacas?
—En cierto modo, sí.
La actitud evasiva de ella lo desconcertaba. La viuda Fourie estaba nerviosa desde que él había llegado.
—¿De dónde sale todo esto?
—De aquí y de allá… de los que viven en otros pisos. De gente que conozco de vista.
—¿Se han compadecido de ti?
—Oye, Tromp, no tiene gracia que digas eso.
—Es para los nativos —dijo la mayor de las chicas.
—¡Para «Zombi»! —añadió la que siempre estaba leyendo cómics.
—Por lo menos, para la mujer de Zondi —explicó la viuda Fourie, con gesto cohibido—. Pasé por los demás pisos y les conté a todos lo que había ocurrido: que atrapó al asesino de un europeo y luego sufrió un accidente. Tenían tantas cosas. Al ser Navidad, resulta más fácil encontrar cosas que ya no se necesitan. Eso es lo que han estado haciendo los niños, reunirlo todo.
—Pero ¿cómo se te ocurrió la idea?
La viuda Fourie se encogió de hombros y parpadeó como si le picaran los ojos.
—Olvidas una cosa, Tromp.
—¿Qué?
—Yo sé lo que le queda por pasar a esa mujer. Ya lo he vivido.
Fue un golpe bajo, pero Kramer se lo había buscado. Él también se encogió de hombros y sacó los cigarrillos del bolsillo de su chaqueta.
—Y ahora supongo que me tocará a mí cargar con todas esas cosas.
—Nadie te obliga.
—Yo no he dicho eso.
—Mamá dice que podemos acompañarte, tío Tromp. ¿Podemos?
—¡Por favor, déjanos ir!
—¡Anda!
—Pero, niña, ya sabes que no se les permite entrar en Kwela. No debiste decirles eso.
—¿Aunque vayan contigo? ¿Con un policía?
—No se trata de eso. O sí, si lo prefieres. No puedo saltarme las ordenanzas municipales al gusto de tu prole.
—Pero, Tromp, seguro que…
—¿Y si nos cubrimos la cara con betún? ¿Así podemos ir?
Eso provocó una fuerte carcajada y Kramer levantó las manos para anunciar que se rendía.
Pero algo seguía royéndole las entrañas. Y no era un ratón, sino una rata. Ahora ya estaba seguro porque una hora antes la había olido. La peste le había llegado, entre la brisa perfumada procedente del campo de flores, hasta el patio del coronel.
KRAMER FUE CATEGÓRICO EN UNA COSA: los niños no podrían bajarse del coche mientras estuvieran en Kwela. Aceptaron obedecer sin condiciones.
—Esto es emocionante, tío Tromp —dijo la chica mayor cuando se acercaron a las puertas del área de reserva. Señaló hacia la alta alambrada que la rodeaba, coronada de alambre de espino, y a los guardas bantúes, con sus bastones africanos.
—Tonterías —murmuró él.
Cuando los guardas reconocieron el Chevrolet, se apresuraron a saludar y luego estuvieron a punto de caer uno encima del otro al intentar abrir las puertas. Volvieron a saludar mientras el Chevrolet cruzaba el umbral.
—¿Qué es eso, tío?
—La escuela.
—Es muy grande.
—Pues verás, tienen clase dos veces al día.
—¡Me alegro de no tener que venir aquí!
—El tío Tromp se refiere a que vienen dos turnos de niños distintos al día. ¿No es eso?
—Sí, eso. Y ahora callaos un rato, por favor.
Condujo despacio sobre la superficie sucia e irregular, consciente de lo que podría suponer para su cárter cualquier movimiento temerario. Además, tenía que ir contando los caminos que se abrían a la izquierda, pues las ochocientas casas idénticas facilitaban que perdiese el tiempo si se equivocaba y nunca había visto señalización alguna en Kwela.
—Veintiuno y veintidós.
—¿Es aquí, tío Tromp?
—Buscad un sendero hecho con latas oxidadas de leche condensada, a vuestra derecha.
Los niños hicieron comentarios sobre la insolencia de los que holgazaneaban interrumpiendo el avance del coche. Un anciano se puso a caminar deliberadamente frente a ellos, provocando que Kramer frenase en seco.
—Cafre descarado —dijo mientras pegaba un bocinazo.
Sus pasajeros repitieron la frase como una cantinela hasta que los reprendió por el jaleo que armaban.
—Es que no están acostumbrados a ver coches por aquí —explicó Kramer.
—¿Nunca, nunca, tío Tromp?
—Bueno, puede que algunos taxis, y por allí hay uno que tiene un cacharro viejo.
—Es un Dodge de 1940 —dijo el mayor de los chicos, que sabía de coches.
En realidad se equivocaba, era de 1945, pero Kramer estaba distraído por la comezón que sentía en las entrañas.
—¡Ahí hay latas! ¡Ahí! ¡Mirad!
Era verdad. Kramer apartó el Chevrolet del camino y apagó el motor. Casi de inmediato, Miriam Zondi salió de la casa y, llevándose el mandil a la boca con ambas manos, lo miró con pavor, temiendo las malas noticias.
Por eso salió del coche enseguida, saludando con la mano y pidiendo a los niños que saludasen también.
—Hola, jefe Kramer. Estaba pensando que…
—Según las últimas noticias, Mickey está durmiendo y mejorando a cada minuto que pasa, Miriam. Pero tendrá que permanecer en el hospital unos días más, así que te he traído unas cosas.
La mujer entornó los ojos. Claro, por supuesto: nada indicaba mejor el sacrificio final de Zondi que aquel botín de unos blancos desconocidos apilado en el maletero del Chevrolet. Mientras latiese el corazón del pobre desgraciado, él no le haría a su mujer el feo de entregárselo.
—¿Jefe Kramer?
—Traigo la paga de Mickey.
—Me la trajo él antes de irse en el coche.
—Ah ¿sí? Pero yo me refiero a la extra de Navidad. Toma, no viene en su sobre porque tuve que coger prestada una parte.
Le entregó dos billetes de un rand.
Miriam los cogió casi sin mirarlos.
—No es gran cosa, pero la Policía nunca había pagado extra de Navidad —añadió Kramer, muy seguro de que la cosa no se repetiría: ese dinero salía de su bolsillo.
—¿Quiere pasar, jefe Kramer?
—¿Por qué no? Sólo un minuto.
Aquello también era excepcional porque, aunque Kramer había entrado en cientos de casas idénticas a esa, de manera que sabía perfectamente las medidas de aquellas dos habitaciones, nunca había estado en la que Zondi alquilaba.
En concreto, la suya se distinguía por su total pulcritud y por el hecho de que Miriam, que había sido doncella de una señora con dinero, no carecía de buen gusto. Kramer se quedó impresionado por el adorno de papel de periódico que ella había recortado con unas tijeras y usado para bordear los estantes del aparador, y por las líneas que había marcado en el suelo de tierra para simular que era de tablas de madera.
—Muy bonito —dijo, mientras Miriam le ofrecía la más segura de las dos sillas que había en la casa—. Mickey tiene una buena mujer. ¿Y los niños?
—En el río.
—Muy bien.
Miriam, a quien le parecía más adecuado no sentarse, movió nerviosa los dedos de los pies. Luego miró hacia la cocina.
—¿El jefe quiere tomar un té?
—No te molestes, gracias, Miriam.
—Lo haré enseguida.
—Vale. Sí, por favor.
Kramer sospechaba que, para entonces, los hijos de la viuda Fourie ya habrían rajado los asientos de su coche e incluso podrían estar intentando encenderlo para marcharse. Era una locura aceptar aquel té, pero tampoco resultaba fácil irse sin más.
—Escucha, Miriam. Voy un minuto al coche. No tardaré.
Había recordado que, entre los regalos para la familia Zondi, destacaba un paquete grande de caramelos. Los repartió entre su séquito, recibió promesas de buen comportamiento a cambio de un viaje a la reserva de aves y volvió a entrar en la casa.
Miriam, fiel a su palabra, lo esperaba con una taza de té sobre la mesa. No había servido una para ella, así que se alegró de haber actuado como lo había hecho.
—Parece que esta mañana fueron amables contigo.
—¿Quiénes, jefe?
—Los oficiales que estaban en el hospital. Te trajeron en un furgón.
—Sí.
—¿Qué pasa, Miriam?
—Nada, jefe.
—Dímelo.
El rencor en la voz de la mujer lo sorprendió.
—Decirle a una mujer que debe irse y dejar a su marido moribundo ¿es ser amable con ella?
—¿Alguien te dijo eso?
—Me dijeron que debía dejar a Mickey e irme en el furgón.
—¿Cuándo?
—Cuando usted llegó al hospital, jefe Kramer. Oí su voz.
—¿Mi voz?
—Sí, jefe.
Kramer se dio cuenta de que su mano, con la que se servía una cucharada de leche condensada para endulzar el té, estaba temblando. Rápidamente sumergió el dulce en la taza y revolvió. No paró de revolver.
—Así que crees que fui yo quien ordenó que te fueras.
—¡Oh, no, jefe! ¡Eso nunca!
—Ya. Dejemos una cosa clara desde el principio: no es seguro que Mickey vaya a morir. Yo lo sé. Me lo dijo el doctor Mtembu.
Miriam se apoyó en el aparador, con la cabeza gacha.
—¿Es africano?
—Sí, pero es un buen médico. Eso también lo sé.
—A mí no me dijo eso.
—¿No?
—Me dijo que Mickey morirá, tan seguro como muere el buey cuando el carnicero le golpea la cabeza con un garrote.
—¡Ostras!
—Por eso dijo que debía hablar con mi marido. Debía hablar con él porque nunca más volvería a oír sus palabras.
La taza temblaba cuando Kramer se la llevó a los labios y eso lo aterró más que cualquier otra cosa que hubiese experimentado antes. Pero Miriam seguía mirando al suelo.
—¿Qué… qué te dijo Mickey?
—Debía preguntarle si tenía algún mensaje para usted.
—¿Para mí?
—Me dijeron que no quería hablar con los policías que estaban allí. Les contó muy poco, sólo que había detenido a aquel hombre en Jabula.
—¿A Shabalala?
—Sí, a ese. Pero ¿por qué me lo pregunta, jefe Kramer? Ellos tomaron nota del mensaje para usted.
—¿Quiénes?
—El otro teniente, el que se sentaba junto a las cortinas de la cama de Mickey.
Vio la respuesta en el rostro de Kramer antes de que él tuviera tiempo de inventarse una.
—¿Jefe? ¿Qué significan estas cosas que están pasando?
—Siéntate, Miriam. Por favor, te lo pido yo. Repíteme una vez más el mensaje que Mickey te dio para mí, así podré recordarlo mejor.
Se sentó, con su ancha pelvis —la alegría de Zondi— hundiéndose lentamente en la silla desvencijada, haciendo que las patas crujieran y se tensaran en distintos ángulos. El peso de la pena podía llegar a ser algo muy literal.
—Lo he olvidado, jefe —susurró.
Kramer esperó un poco antes de ayudarla a seguir.
—Shabalala. ¿Te dijo Mickey algo más sobre él?
—Sí. Dijo que no debía culparlo por la muerte de aquel hombre.
—¿Estás segura de que dijo eso?
—Shabalala se escapó porque se llevaban a su mujer a otro sitio.
Kramer luchó para dejar la taza sobre el platillo, haciendo uso de todos los músculos de su brazo para evitar que la muy puñetera temblara. Repiqueteó al posarla. Luego se puso en pie.
—¿Qué más, Miriam?
La mujer lloraba, ocultando los ojos en el recodo del brazo, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Él alargó la mano para detenerla, pero la retiró justo a tiempo.
—¡Oye, mujer de Zondi! ¿Es así como quieres que te vean? ¿No se avergonzaría él de ti?
Aquello puso fin a su comportamiento. Miriam levantó la mirada, orgullosa, desafiando al destino. Como tantas veces había dicho Zondi, era una zulú de raza, la mujer del guerrero.
—Mi hombre no dijo nada más, jefe Kramer, porque aunque está muy enfermo, sigue oyendo como un gato. Se dio cuenta de que había hombres tras las cortinas: vi cómo miraba hacia ellos y luego me miraba a mí. Dijo que debía dormir.
—¿Y después?
—Ese hombre, Mtembu, entró y le puso una inyección grande en el brazo. Pregunté por qué lo hacía y me dijo que mi marido deseaba dormir; que eso lo ayudaría.
Kramer caminó de espaldas hacia la puerta mientras levantaba un dedo en señal de advertencia.
—Miriam Zondi, debes prometer que nunca contarás que has hablado conmigo de todo esto. ¿Está claro?
—¿No se lo han contado ellos?
—¡Júramelo, mujer! La vida de Mickey…
Pero Kramer no tenía tiempo que perder con melodramas. Salió de la casa sin decir ni una palabra más, arrancó el Chevrolet y condujo con cuidado hasta alcanzar las puertas del área de reserva. Después proporcionó a los hijos de la viuda Fourie el viaje de vuelta a casa más excitante de sus vidas. Cuando llegaron, los hizo bajar y allí los dejó, sin el menor miramiento y aún menos explicaciones.
La madre, que esperaba impaciente en la acera, se quedó como estaba.