IX

EL DÍA DE NAVIDAD había amanecido hacía ya un buen rato cuando Kramer se despertó con sabor a estiércol de reno en la boca. Así aprendería a dormir boca arriba. En cuanto a su almohada, era la de siempre, aunque parecía llena de sorpresas, como troncos navideños, piedras y viejas bujías. ¡Ostras, menuda resaca! A ver si la Sra. Delmain tenía una aspirina o algo parecido.

Se tiró de la cama turca y cogió la ropa que había dejado colgada en la percha, detrás de la puerta, olisqueando la camisa con suspicacia. Apestaba, así que había llegado el momento de coger una nueva. La sacó del envoltorio y se la puso.

Luego arregló el cuarto. Sólo contenía la cama, la percha, una caja de cartón con papeles personales y un armario vacío, por lo que no le llevó mucho tiempo. La toalla y los útiles de afeitado los dejaba en el baño comunal, después de haber difundido entre los demás huéspedes que tenía una enfermedad de la piel. Semejante concentración en lo estrictamente esencial provocaba en la Sra. Delmain una angustia considerable, por eso de vez en cuando se veía obligado a deshacerse de escritorios y demás porquerías que ella le dejaba en el cuarto, convencida de que les sacaría partido. Pero en el fondo era una buena mujer, de esas que ayudan a quien se encuentra mal.

Resultaba interesante cómo le cambiaba a uno el humor. A pesar del dolor de cabeza, el suyo había mejorado mucho y casi estaba deseando pasar el día frente a su máquina de escribir, redactando un informe de accidente capaz de lograr que el coronel Muller pusiera de vuelta y media al coronel Du Plessis. No pasaría por alto ni un detalle: es más, pensaba enumerar hasta la última brizna de hierba del jardín de Wallace. Ya en serio: el informe sería una evidente y deplorable pérdida del tiempo de un oficial superior. En eso debía incidir.

Kramer recorrió el pasillo, se afeitó empleando los quince movimientos de siempre y se encontró con la Sra. Delmain en el rellano.

—¡Feliz Navidad, teniente! ¿No le huele a pavo?

—Huele muy bien.

—Entonces ¿comerá con nosotros por una vez? Por favor, diga que sí.

—He de ocuparme de un asesinato —dijo, observando el gesto respetuoso de la mujer, a la espera de recibir una migaja de información confidencial—. Lo cometieron con un carrete de algodón, pero no diga nada.

—Ya sabe que puede confiar en mí, teniente. No lo dude.

—Es demasiado sórdido, señora Delmain. Lo siento.

En lugar de sentirse decepcionada, aquella mísera y falsa información la mantendría feliz durante el tiempo que dedicase a la cocina… o a la costura, ya puestos. La mujer le brindó una sonrisa de agradecimiento.

—Ojalá comiera con nosotros por esta vez. La verdad es que nunca aprovecha las comidas que paga. Y hoy es un día especial.

—No me vendría mal una aspirina, si tiene.

—¿Le duele la cabeza? Me parece que tengo algo mejor que eso. Suba a su cuarto que enseguida se lo llevo.

Esperó, imaginando que le iba a servir la pastilla con el relleno del pavo, pero lo que le dio fue una copa de cristal tallado, con yema de huevo y salsa Worcester.

—Es usted única, señora Delmain —anunció agradecido—. Debería decirle que, además del carrete, usaron la aguja.

—¡Dios bendito!

—Ya me encuentro mejor.

—Ah, tengo un mensaje para usted. Lo tomó mi marido hace un minuto.

—Gracias.

Lo leyó corriendo, dos veces, y luego le dio semejante abrazo a la señora Delmain que a punto estuvo de hacerla soltar una ventosidad.

LA VIUDA FOURIE Y LOS NIÑOS sacaron las cabezas por las ventanillas del Orange Express cuando el tren llegó a la estación de Trekkersburgo. Saludaron. Y fue como si nada hubiese ocurrido.

—Hola, Tromp.

—Mi niña.

—Feliz Navidad, tío Tromp.

—Igualmente, chicos. ¿Y el resto de vuestro equipaje?

—Nos lo enviarán. No tuve tiempo de recoger.

Sólo los niños dijeron algo de camino al piso. Kramer y la viuda Fourie nunca habían sido de los que hablan por hablar.

Cuando ella habló por fin fue para quejarse consternada al ver el moho que había crecido en su sofá de cuero y el resto de los daños producidos por las altas temperaturas y la humedad en una casa vacía.

—¿Qué hora es, Tromp?

—Las once.

—¿Queréis salir a ver qué les ha traído Papá Noel a vuestros amigos? —preguntó la viuda a su hija mayor.

—¡Vamos! —fue la respuesta a coro.

Un día los niños iban a comprender el significado de aquellas sugerencias. Kramer se preguntaba qué pensarían entonces de él. A veces eso lo preocupaba mucho.

Luego él y la viuda Fourie se revolcaron juntos y acabaron con el moho verde pegado a sitios divertidísimos.

Hasta tal punto que, una hora después, ella seguía riéndose mientras salía del baño con su bata rosa de andar por casa y le anunciaba que muy pronto serviría la comida.

—¿De dónde vas a sacarla? Las tiendas no abren. Había pensado que podríamos ir a algún hotel.

—De aquí.

Abrió su sombrerera —a Kramer ya le había parecido antes que pesaba demasiado— y sacó un pavo asado, un pudín de Navidad y demás guarnición. Una comida de Navidad fría era la clase de sensatez con la que pocas mujeres habían sido bendecidas, entre ellas la viuda Fourie.

—¿Te ayudo?

—Habla conmigo mientras la preparo. ¿Cómo han ido las cosas en la Brigada? Hace meses que…

Se interrumpió, con la esperanza de que él continuase. No la decepcionó.

—Pues hemos tenido unos cuantos casos decentes, hasta esta semana, que la cosa se ha descontrolado. Muller se ha ido al Estado Libre y Du Plessis está al mando.

—Dios mío, no.

—Nos tiene a Zondi y a mí de cabeza, te lo aseguro. Él se ocupa de un caso y yo de otro.

—¿Qué?

Se lo contó todo. Y lo de la saga Wallace y la joven Samantha Simon, a quien le esperaba una buena sorpresa.

—Pero eso no está bien, Tromp. Tenías que habérselo dicho. Pobre chica.

—Que le sirva de lección.

—¿No te parece que ya ha aprendido bastante?

Kramer se acercó al comedor, dejó los cubiertos con gran estrépito y volvió para apoyarse en la mesa de la cocina.

—Bueno, pues te daré su dirección y la informas tú, niña.

—No es mi deber.

—¿Y el mío sí? No es familia de la víctima.

La viuda Fourie perdió la paciencia con el pavo y le arrancó la pata derecha.

—¡Eh, que yo quiero muslo! —dijo Kramer, imitando a los niños.

—Lo siento —respondió ella—. Ya sabes que siempre son para los gemelos. El caso es que creo que estás equivocado y deberías ir a ver a esa tal Samantha.

—Tengo hasta mañana.

—No lo dejes demasiado.

—Esta es mi chica —dijo él y le dio una palmadita en el trasero.

En ese momento, los niños entraron al galope, intentando en vano apoderarse de golosinas y dulces, porque su madre estaba al quite.

—¿Qué tal los regalos? —les preguntó.

—No están mal, mamá.

—A mí me gustó la muñeca de Hettie.

—¿Hettie Boskop? ¿Ha crecido mucho?

—No.

—Claro que sí.

—¡Mentira!

—A ver, niños, bajad el tono o le pediré al tío Tromp que se ocupe de vosotros.

—Nos lo pasamos muy bien cuando no estabas con nosotros, tío Tromp.

—Sí, muy bien. ¿Verdad, mamá? Nunca teníamos que callarnos.

—¿Quién cuenta mentiras ahora?

—¿Por qué no nos has hecho ningún regalo esta vez, tío Tromp?

La viuda Fourie se llevó el pavo a la mesa.

—Porque no. Va contra la ley, Dawie, ofrecer incentivos para obtener preferencias especiales.

—¿Qué?

—A mí no me importan los regalos —dijo la niña mayor—. El tío Tromp me gusta porque sí. Es mi novio.

—Eso explica por qué estamos todos aquí hoy —dijo la viuda Fourie, ya de vuelta—. Seguro que lo habías interpretado mal.

Kramer evitó mirarla a los ojos, se llevó a los niños al comedor e hizo que cada uno ocupara su lugar. Él se sentó en la cabecera de la mesa. Era la primera vez que lo hacía.

Sonó el teléfono.

—Alguien que se ha equivocado —dijo en voz alta la viuda Fourie.

No podía ser de otra forma. Sus pocos amigos sabían que se había marchado indefinidamente, quizás para siempre. Le había encargado a un abogado que se ocupara del piso.

El teléfono seguía sonando.

Kramer no le había dado el número a nadie. Aquel piso era uno de los pocos lugares donde nunca podrían encontrarlo.

Y el teléfono sonaba.

—Tal vez sea el portero, preocupado por saber qué pasa —dijo Kramer—. No esperaría tu regreso.

—Ah, claro —dijo la viuda Fourie sonriendo.

—Entonces ¿no contestas?

—Tengo las manos pegajosas.

—¿Quieres que conteste yo?

—Por favor. Sabe que eres un pez gordo de la Policía, así que no te inventes historias.

Kramer sonrió y levantó el auricular.

—¡Oh, por favor, Dios mío, no! —exclamó la viuda Fourie, incapaz de contenerse al ver cómo cambiaba el gesto de aquel rostro feliz.

LO ACOMPAÑÓ HASTA EL COCHE, dejando que los niños pillaran cuantas galletas quisieran. Ya les serviría luego la comida.

—¿Cómo tenía ella tu número, niña?

—¿Qué? Oh, fue hace mucho ¿no te acuerdas? Le pedí a Zondi que ella me ayudara a buscar una lavandera. Antes de comprar la lavadora. Se lo di entonces, para facilitar las cosas. Lo habrá conservado todo este tiempo.

—Supongo que antes habrá llamado a la Brigada.

—Sí, supongo.

—Pero ¡maldita sea! ¿Por qué no me llamaron por la mañana a la pensión? ¡Tu mensaje bien que me lo dieron! ¿Por qué tiene que ocuparse de todo una mujer negra?

—Puede que en la Brigada aún no lo sepan.

—¡Claro que lo saben! Si no ¿cómo iba a tener Miriam la información? ¿Quién se lo dijo a ella?

—Sinceramente, no puedo ayudarte a dar con las respuestas.

—Niña.

—Tromp.

—Esto, a nadie más. ¿Has entendido?

Ella le dio un apretón en el brazo.

—Y guárdame un poco de pavo ¿eh?

Arrancó y fue observándola por el retrovisor hasta llegar a la curva. Luego empezó a pisarle.

La llamada había demostrado una cosa: podía confiar en Zondi sin duda alguna, porque en ningún momento le había dicho a su mujer que la viuda Fourie ya no vivía en aquella casa ni tenía aquel número de teléfono.

Aunque el hecho de ser considerado de confianza, pensó Kramer desolado, poco debía consolar a un hombre moribundo.

Había pensado empezar a reunir información en la sede de la Brigada, pero al llegar se dio cuenta de que no se encontraba en condiciones de destripar impasiblemente a John Scott, alias «culo de cerdo».

Así que continuó por la carretera de la cárcel hasta el Hospital Peacevale, lo cual le dio tiempo a organizar su cabeza. Conocía una forma de utilizar la fuerza de su temperamento y convertirlo en un autocontrol frío como el hielo en cuestión de segundos, como se usa la llama del queroseno para crear el frío en las neveras de las granjas. Cuando lo consiguió, miró a su alrededor y se fijó en que el día era bonito y no demasiado caluroso —alrededor de 26o C—, que las casuchas a ambos lados de la carretera carecían de todo adorno navideño y que algún cafre estúpido se iba a quedar sin caballo para siempre si no lo ataba como era debido.

El Chevrolet pasó rozando al animal y recorrió otra milla antes de llegar al desvío. La carretera secundaria se empinaba para luego descender de golpe, lanzando a las visitas a una explanada colapsada que se extendía frente al hospital y obligándolas a frenar de repente.

Kramer redujo la velocidad, controlando perfectamente la situación. Encontró una plaza de aparcamiento entre los coches de los médicos y se apeó. Encendió el primer cigarrillo del día.

El Hospital Peacevale era gigantesco, más grande que cualquiera de los hospitales para blancos del distrito de Trekkersburgo. En las plantas se amontonaban mil camas y cientos más en sus pasillos, absurdamente anchos; también había camas en el suelo, bajo otras camas. Esperaba que Zondi no se encontrara demasiado incómodo.

Le lanzó su cigarrillo a un mendigo y entró. Ya con las manos en los bolsillos, se acercó a la zona de admisiones.

—¿Qué desea, señor? —preguntó el empleado bantú, ajustándose ligeramente las gafas.

—Brigada de Investigación Criminal. Un tal Zondi, ¿lo tienen aquí?

—Es un apellido muy común, señor, pero voy a mirar.

—También pertenece a la Brigada.

—¡Ah, se refiere al sargento Zondi! Por supuesto, señor. Tengo todos los detalles.

A Kramer casi le hizo gracia ver que el hombre volvía a ajustarse las gafas, una estratagema patética para hacer hincapié en su intelectualismo.

—Dispara.

—Un coche patrulla de la Policía encontró al sargento Michael Zondi aproximadamente a la una de esta madrugada cerca de Boshoffdorp. Su vehículo se había salido de la carretera y dado una vuelta de campana, para acabar en un cauce seco, seis metros más abajo. Su acompañante, un tal Thomas Shabalala, murió al instante, debido a la pérdida de sangre ocasionada por…

—Alto. Háblame del sargento.

—Su estado era crítico cuando lo trasladaron a la sala, señor.

—¿A qué sala?

—A la de Cuidados Intensivos.

Eso no estaba mal.

—¿Qué le ocurría?

—Esa información debe facilitársela el médico encargado, señor. Son las normas.

—¿Y tú no tienes opinión personal?

El empleado agradeció eternamente aquella migaja.

—Señor, yo opino que la persona en cuestión no tardará en fallecer. Por eso establecí contacto telefónico inmediato con la oficina del área de reserva de Kwela y les pedí que informaran a la señora Zondi de la situación.

—¿Dónde está ella? ¿Aquí?

—Hace unos minutos que llegó en un taxi.

—Pero ¿por qué te has ocupado tú de eso, en lugar de hacerlo nosotros?

—La verdad es que no lo sé, señor. Hay policías con el sargento Zondi, pero a mí no me han consultado nada.

—¿Y dices que fue idea tuya telefonear a Miriam Zondi?

—Por supuesto, no es posible ofrecer dicho servicio a todos los que cruzan nuestras puertas, pero yo soy un gran admirador de la Policía, señor, si me permite decirlo.

—Que lo seas por mucho tiempo, amigo.

El empleado seguía sin saber cómo interpretar el último comentario de Kramer cuando vio que entraba en uno de los ascensores.

El ascensorista lo dejó en la planta cuarta, después de indicarle que continuara hacia la izquierda hasta encontrar una bifurcación, en la que debía girar a la derecha. Decirlo era fácil, pero hacerlo… los pasillos se encontraban abarrotados de camas, camillas y goteros. Por fin llegó frente a un par de puertas batientes sobre las que se leía: CUIDADOS INTENSIVOS.

Kramer las atravesó y continuó hasta la sala de guardia. Allí, un médico blanco, casi un crío, ofrecía un cigarro a su colega negro, otro niño pequeño. El movimiento del brazo al alargase se convirtió rápidamente en un torpe gesto de bienvenida.

—Teniente Kramer, Homicidios. ¿Y mi chico?

El médico negro se colocó un fonendoscopio sobre la bata blanca, sonrío con timidez y salió huyendo. Kramer se hizo a un lado para dejarle paso.

—Soy el doctor Smith-Jenkins, teniente. Encantado.

—Sí, ya, pero ¿cómo está Zondi?

—Me temo que no muy bien.

—Al grano.

—Ha perdido mucha sangre, tiene un brazo roto, laceraciones y una herida en la cabeza. Está en coma.

—¿En coma? ¿Desde cuándo?

—El doctor Mtembu acaba de notificármelo.

—¿El negro que estaba aquí?

—El doctor Mtembu, sí, como le he dicho.

—Ya.

Kramer estaba que se subía por las paredes. Aquel puñetero cachorro se quedaba sentado sobre su culo gordo y mandaba a un cafre de recadero, en lugar de estar él mismo junto a la cama de Zondi, haciendo todo lo posible por salvarlo. Pero más le valía tratarlo con cuidado.

—¿Y qué piensa usted hacer al respecto, doctor? —preguntó Kramer como si no le importara.

—¿Yo? Nada. El sargento es paciente de él.

—No por mucho tiempo.

—¿Cómo dice?

—Haré que venga el médico del distrito. Se trata de un caso de la Policía. Y el doctor Strydom se ocupa de todos los casos de la Policía.

—Pero ya ha estado aquí, teniente. Le dio el visto bueno al doctor Mtembu por su experiencia neurológica y luego se marchó a la sala E, para visitar a ese agente al que apuñalaron anoche.

—¡Ostras!

Una palabra corta que lo decía todo y más, pensó Kramer. Quizás demasiado. Aquel Smith-Jenks, o como demonios se llamara, tenía una mirada de lo más curiosa.

—Verá —se explicó Kramer—, ese chico podría tener información que yo necesito. Se ocupaba de un caso importante. Y me pone de muy mala uva que nadie me cuente lo que ocurre hasta que es demasiado tarde.

—No necesariamente, teniente.

—¿Quiere decir que vivirá?

—No me refería a eso, no, sino a que un tal teniente Scott estuvo con él cuando lo trajeron.

—¿A qué hora?

—Sobre las diez, diez y media.

Y Kramer había permanecido en la pensión La luna del cazador hasta las once.

—¿Zondi estaba consciente?

—A ratos, sí.

—Gracias, doctor. Indíqueme el camino, por favor.

—Bueno, verá, teniente, es que…

—¡Dígame por dónde coño se va!

El médico se levantó, pero no indignado, sino con miedo. El puñetazo de Kramer había dejado una marca astillada en la mesa de contrachapado.

—Está en la habitación número diez.

—¿En la diez? —Luego se esforzó para decir—: Espero que me disculpe, doctor.

Kramer se dio la vuelta para tropezarse con Scott, que en ese momento hacía acto de presencia en el umbral.

—¡Espere, Tromp!

—¡Usted!

—¿Quién, si no? He estado pendiente de Zondi. Está echando un sueñecito.

—Quiero hablar con usted, Scott.

—Vale. ¿Podría dejarnos solos?

—Encantado —soltó Smith-Jenkins, marchándose al ritmo que emplearía si el Presidente hubiese pedido que le pusieran un enema.

Lo cual permitió que Kramer recuperara la calma una vez más. Por fuera, se relajó y sonrió. Por dentro, rebajó la temperatura de su sangre casi hasta el punto de congelación.

—No sé a usted —dijo a Scott—, pero a mí estos matasanos me ponen de los nervios. Maldita sea, me limité a preguntarle cómo estaba Zondi y se puso a decir no sé cuántas palabras de esas largas, interminables.

—Sí, ya sé, Tromp. Van de listos, eso es lo que pasa.

El tono de Scott era comprensivo, pero sus ojos delataban que sospechaba algo. A la mierda.

—¿Puede explicármelo usted, John? ¿Lo de Zondi?

—No hay mucho que explicar. El pobre cafre se ha llevado una buena paliza. Shabalala murió en el accidente.

Mtembu dice que deben pasar dos días para saber qué será de él.

—Pues ahora ya lo sé. Gracias, amigo.

—Una pena.

—Ya.

Kramer cogió uno de los cigarrillos que el médico había dejado sobre la mesa y aceptó la cerilla que le ofrecía Scott.

—Dígame, John, ¿qué ocurrió exactamente?

—Zondi no se acuerda.

—Ya.

—Lo primero que supimos fue que un granjero de la zona próxima a un reasentamiento llamado Jabula telefoneó a la comisaría más cercana para decir que creía que se había producido un accidente de tráfico.

—¿Jabula?

—Tiene usted un chico de lo más listo, Tromp. Parece que a la familia de Shabalala la trasladaron allí hace dos días y Zondi se fue detrás. Lo arrestó en Jabula. Eso me lo dijo él.

—¿Por qué creía el granjero que se había producido un accidente?

—Parece que el coche se salió del camino y acabó en el fondo de un desfiladero. Era de noche y el hombre no pudo bajar. Vio cómo caía el coche, o al menos cree que lo vio. Ya sabe cómo es esa gente. Total, que al llegar a casa llamó a la comisaría.

—¿Hora?

—Alrededor de la medianoche. El caso es que los nuestros salían con un furgón en ese momento para ocuparse de una pelea entre grupos rivales de negros y decidieron ir a echar un vistazo. Encontraron el coche, comprendieron que era de la Policía por las esposas y pensaron que todos la habían palmado. Luego se dieron cuenta de que Zondi aún respiraba y llamaron a una ambulancia, que lo trajo aquí.

—¿Hora?

—Llegó al hospital sobre las diez y media.

—¿Qué le pasaba a la condenada ambulancia? ¿Iba a pedales?

—Perdón; es que primero llevaron a Zondi al hospital de una misión que quedaba cerca, pero como no tenían el equipo necesario, lo trajeron hasta aquí. Al llegar, avisaron a la Brigada y el oficial de guardia me llamó al hotel.

—Pobre. Apuesto a que tenía una buena resaca.

—Y tan buena. El caso es que les dije que lo localizaran y yo me vine para aquí.

—Bien. Así que Zondi le contó que había arrestado al otro en Jabula. ¿Dijo algo más?

—Pues la verdad es que divagaba mucho.

—¿Por ejemplo?

—Nada que me sirviera. Decía no sé qué de unas mujeres que lo perseguían, cientos de mujeres, el muy salido.

—Y eso que está casado. Por cierto, abajo me dijeron que su mujer, Miriam, anda por aquí también.

—¿Se llama así? Llegó hará unos veinte minutos y Mtembu dijo que no estaría mal que lo viera, dadas las circunstancias.

—¿Está ahora con él?

—Estaba la última vez que miré.

—Ya.

Kramer apagó el pitillo en una bandeja con forma de riñón, bostezó y dejó escapar un suspiro.

—Bueno —dijo con aire de cansancio—, supongo que será mejor que vaya a verlo.

—¿Para qué?

Kramer miró a Scott con cara de póquer.

—Pues no sé —respondió, acompañando la mentira con una sonrisa—. Supongo que para ver hasta dónde llegan los daños. Puede que deba buscarme otro chico.

—Yo ya me iba, Tromp, así que lo acompaño.

Kramer retrocedió, siguiendo a Scott, casi hasta las puertas batientes y luego a una habitación de dos camas.

Allí se fijó en dos cosas: que Miriam ya no estaba presente y que Zondi parecía anormalmente pequeño bajo las sábanas. No pudo más.

Luego Scott y él bajaron en el ascensor hasta el vestíbulo de entrada.

—Por cierto, Tromp, el coronel quiere vernos en su casa a las tres, para tomar unas copas.

—¿Qué?

—En serio, no es una broma.

—Pero ¿solos, usted y yo?

—Eso dijo.

—Ostras, no se acaban las sorpresas.

—Ahora será mejor que me vaya al hotel, o me quedaré sin comida de Navidad. ¿Quiere acompañarme?

—No, pero muchas gracias, John. Digamos que ya me he agenciado un pavo.

LA COMIDA PERMANECÍA INTACTA en el plato, pero la viuda Fourie no lo presionó. Estaba sentada frente a él bebiendo vino del Cabo en una copa de Jerez.

—¿Y los niños?

—Los envié a casa de Hettie.

—Pasado mañana les compraré algo a todos.

—No es necesario, pero se pondrán muy contentos.

—Quiero hacerlo.

La viuda Fourie llenó otra copa hasta el borde y se la acercó.

—No, gracias, niña.

—Entonces ¿crees que se va a morir?

—¿Quién sabe?

—Lo siento por Miriam. Si muere, ella tendrá que ocuparse de alimentar a esos niños tan pequeños.

—Los gemelos ya son mayorcitos.

—Me extraña que no se quedara más tiempo en el hospital, Tromp.

——¿Tú crees? ¿En Navidad y con cinco hijos?

—Tienes razón. Los hijos hacen que te olvides de otras cosas.

—Además, se ofrecieron para llevarla a casa.

—Eso no me lo habías dicho.

—No me pareció importante. ¡Ja!

Ella aprovechó enseguida el primer indicio de que su humor mejoraba.

—¿Qué es lo que te hace gracia, Tromp?

—El cabrón de Scott. Se ocupa de que un furgón la lleve de vuelta hasta Kwela y no me dice nada. Se lo saqué a un negro de Admisiones. ¿Qué pasa? ¿Tiene miedo de que lo tome por un defensor de los cafres?

—¡Cómo sois los hombres! —rió la viuda, esperanzada.

Pero Kramer volvió a encerrarse en sí mismo. Ya había aceptado el hecho de que el sargento bantú Michael Zondi estaba casi muerto, así que lo que le roía las entrañas no era algún tipo de sentimentalismo. Se las roía como una rata, mordisqueaba y desgarraba con los dientecillos de esos detalles apenas captados y ya olvidados. Quizás fuese la rata llamada intuición. Pero no, la intuición no era algo tangible, con cola y olor fétido. Y es que podría jurar que más de una vez había visto a esa rata con el rabillo del ojo, la había olido al pasar. Claro que, pensándolo bien, un ratón en las entrañas haría el mismo daño. También tienen dientecillos afilados. Y apestan.

Se levantó y fue a coger la chaqueta.

—¿A casa del coronel? —preguntó la viuda Fourie.

—Miau —respondió Kramer.