VIII

ZONDI YACÍA SOBRE LA COLINA que daba a Jabula, limpiándose la sangre con un pañuelo. Una piedra puntiaguda le había dado en la sien mientras huía de la multitud y otra piedra le había hecho daño en la espalda pero, por lo demás, seguía de una pieza.

A la luz de la luna, la distancia que había recorrido parecía mucho menor de lo que era. Se advertía el cauce de arroyo seco donde la mayor parte de sus perseguidores se habían rendido, agotados. Con un escalofrío se dio cuenta de que los restantes, que debían de ser recién llegados, por lo que se encontraban en buenas condiciones, casi habían alcanzado la pendiente antes de detenerse. Esos eran los cabrones que habían arrojado las piedras, en un intento desesperado de derribarlo. Ahora no quedaba nadie en el veld y no se veían más indicios de vida que el parpadeo de unas pocas hogueras.

Le dolía la herida, pero nada comparado con el dolor que sentía dentro: el dolor de su fracaso. Ahora, para poder acercarse a Jabula, iban a necesitar cien policías armados y hasta el último de esos policías armados acabaría por escuchar la historia de cómo él, Mickey Zondi, había salido huyendo, con el rabo entre las piernas, de una multitud de mujeres enrabietadas. Daba igual cuál fuera la verdad: el chiste no tardaría en llegar hasta la más alejada de las comisarías. Y cuando la risa alcanzase los oídos del teniente, ése sería el fin de Mickey Zondi, sin que su comportamiento previo contase a su favor.

Zondi no había intentado abandonar la colina porque no se le ocurría un lugar al que ir. Había pensado en coger el coche y volver junto a Miriam, pero desechó la idea en cuanto se imaginó explicando lo ocurrido. Además, los niños podrían oírlo, porque toda la familia dormía en la misma habitación, muy pequeña.

Sonrió con desgana. Irónicamente, parecía que ahora Shabalala y él compartían el mismo dilema: ambos eran fugitivos de la ley, no tenían un refugio al que acudir, ni esperanzas en esta vida. Sólo encontrarían paz en la muerte, sí. En una tumba profunda, donde la tierra estuviese húmeda y ningún sonido penetrase la corteza recalentada por el sol. Muy en el fondo.

Miró hacia las tumbas excavadas en la ladera, a lo lejos, comprobando la autenticidad de un estado de ánimo tan poco común en él, en un intento por saber si realmente se sentía incapaz de vivir con la cruz de lo que había hecho. Dándose asco a sí mismo, reconoció que en momentos como aquel los hombres débiles regresaban a las expresiones relacionadas con Dios aprendidas en la infancia y recordaban palabras como «cruz». Dio la casualidad de que la evaluación del cementerio no hizo variar sus sentimientos. Y eso, curiosamente, lo llevó a sentirse más fuerte. Al menos lo bastante fuerte como para volver a apretar el gatillo una vez más. Le quedaban tres balas.

Dos de sobra. Mientras que Shabalala no tenía ninguna. El hombre buscaría un árbol al que atar su cinturón, para después rodear con él su cuello y saltar desde una rama. Iba a morir con los ojos abiertos y echándole la lengua a la luna. Al cabo de un rato se le soltaría el vientre y su contenido descendería por las perneras de su pantalón. Como decía el teniente tan a menudo, no hay mejor laxante que la soga. Como decía el teniente…

Menuda tontería. Shabalala no querría morir: seguramente era de esos a los que hay que atar a una camilla mientras esperan su turno entre sesenta o setenta condenados como él, todos en la misma celda, cantando himnos.

Las heridas hacían que Zondi se sintiese febril. Pronto no sería capaz de pensar con lógica ni de hacer lo que debía hacer. Sacó la pistola de la cartuchera y sintió su peso.

Sus ojos volvieron a centrarse en las tumbas, calculando cuántas habían sido usadas ya y dando comienzo luego a un recuento de los hoyos vacíos que no terminó. Hoyos negros, hoyos secretos, con la boca abierta a la espera de su única ración humana. No le daban miedo. Quería un sitio donde poder…

Se le cayó la pistola de la mano. Su cuerpo tenso se encorvó. En su mente se hizo la luz, dejándolo exaltado.

—¡Shabalala! —exclamó en voz alta, chasqueando los dedos, maldiciéndose con alegría, sintiéndose como si tocara el cielo con las manos, sin dolores.

El cementerio era el lugar perfecto para esconderse.

El CORONEL DU PLESSIS se encontraba también en el Hotel Albert cuando Kramer apareció por fin para tomarse una copa con Scott. Ambos se hallaban de pie en la barra, contra los paneles de madera del extremo más apartado. Lo recibieron con una amplia sonrisa y alzaron sus jarras de cerveza en señal de saludo. Gracias al cielo al menos por eso. ¡Zumo de naranja, por el amor de Dios!

—¿Qué le ha comprado, Tromp?

—Un detalle bonito.

—Y se lo ha entregado en persona ¿eh? —preguntó el coronel con malicia.

Kramer lo miró desde las alturas y, durante un instante, disfrutó de una fantasía rápida en la que, a ladrillazos, obligaba a la vieja bruja a arrodillarse. Se rió entre dientes y se acodó en la barra.

Paul Rampaul, el mejor con diferencia de todos los camareros indios, colocó un brebaje de brandy junto a él, sin perder un minuto. Se decía que Paul —un hombre muy bien educado y muy apuesto, con una cantidad considerable de dignidad innata— sabía cuál era la bebida preferida de todos y cada uno de sus clientes a partir de la segunda visita a su bar.

—Feliz Navidad, Paul.

—Igualmente, señor Kramer. Es un placer verle de nuevo.

Eso fue todo. Ni rastro del comportamiento rastrero que practicaban la mayoría de los camareros indios. El Sr. Rampaul ya se encontraba sacando brillo a las copas.

—¿Cómo va el caso Wallace, Tromp? —preguntó Scott.

—Bien. Ya lo tengo resuelto.

—Oh, vaya, ¿quiere eso decir que tendré que leer ahora su informe, teniente?

—Se lo daré de palabra, señor.

—Por favor, esta noche no. Además, prefiero…

—¿Verlo sobre el papel?

El coronel pilló el tono crispado de Kramer y en sus ojos claros y acuosos brillaron motitas de hielo. De vez en cuando surgía un diminuto atisbo de algo en lo que asentar los mitos relacionados con ese gusano quejica, con esa serpiente sumisa de colmillos de tres centímetros. Pero Kramer no era de los que se preocupaban por los precedentes históricos.

—Sí, todo sobre papel, amigo mío. Lo quiero todo: autopsia, pruebas de laboratorio, escenario del accidente, declaraciones…

—¿Pruebas de laboratorio, coronel?

—Eso es lo que he dicho ¿verdad, teniente Scott?

Scott se sintió violento, aunque enseguida vio que Kramer le guiñaba el ojo.

—Sí, señor, eso es lo que ha dicho.

—Pero, demonios, coronel, ¡si es un caso clarísimo! —se quejó Kramer—. Wallace empinó el codo en el Old Comrades’ Club debido al calor, no estaba acostumbrado a beber, bajó la cuesta a demasiada velocidad y no pudo frenar a tiempo. Levantó los brazos para protegerse y la entregó.

—¡Kramer!

—¿Señor?

—Quiero ese informe sobre mi mesa de la comisaría central el día 26, día de San Esteban, a las diez en punto. ¿Entendido?

—Pero, señor, pensaba que como…

—¡No tiene nada que pensar cuando yo doy una orden!

Los demás clientes —y aún quedaba un buen número de padres y maridos errantes que reunían fuerzas para clavarle el cuchillo al pavo— habían dejado de canjear chistes sobre el intercambio de esposas para prestar atención a lo que ellos decían. Paul Rampaul, todo discreción, se había retirado a la cocina, situada al otro lado del patio.

—¿Acaso no cierra el laboratorio por Navidad, coronel? —preguntó Kramer, manteniendo la calma.

—¡Vaya, es verdad! —respondió el coronel, animándose al instante—. Envíelo todo a Durban, allí no cierran. Y dejaremos esas pruebas para el día 27, viernes. Pero el resto lo quiero cuando dije.

—¿Debo trabajar el día de Navidad?

—Usted no es de los que se escaquean, teniente. ¿Sabe, Scott? Es verdad, éste es un oficial completamente entregado a cumplir con su deber.

Así que Kramer estaba en lo cierto: aquellos cabrones iban a por él. Y Scott pertenecía al otro bando, muy astuto con sus miradas cargadas de significado al coronel, poniendo todo el cuidado y la atención para reírse en el momento conveniente. Pero no esperaba una prueba tan clara de sus intenciones. Tal vez la cerveza tuviese algo que ver. No, no le parecía probable. Fueran lo que fuesen esos dos, desde luego no eran propensos a la negligencia. Aquello aportaba un giro inesperado y ligeramente siniestro a la situación.

El período de calma en la conversación empujó al público a volver al chiste del tipo que llega a casa de improviso y se encuentra con un babuino en su armario.

—¿Quiere que le sirva otra copa, señor Kramer?

—Gracias, Paul.

—Tal vez piense que me comporto como una vieja bruja —dijo el coronel, dándole un leve codazo a Kramer en las costillas—, pero el caso es que, y es posible que lo haya olvidado, sólo ocupo el puesto de comandante de la Unidad temporalmente. El coronel Muller regresa del Estado Libre el viernes a mediodía y quiero que todos mis asuntos se encuentren en perfecto orden de revista para la ceremonia de entrega del mando.

—Señor.

—Mire, no piense que no soy consciente de su decepción, Tromp. Sé lo que pretendía hacer: echarle una mano con el caso Swart a su amiguito negro.

—¿A mi qué negro, señor?

—Debería usted confiar más en él, hombre.

—Lo intentaré.

El coronel y Scott se rieron a carcajadas, como si Kramer hubiese pretendido resultar ingenioso. Así que hizo como que esa había sido su intención, renunciando al sarcasmo.

—Vamos, caballeros, esta ronda me toca a mí —dijo—. ¿Qué les apetece?

Se tomaron una copa con él y aprovechó para enterarse de que aún no había noticias de Zondi. Luego los dos se marcharon juntos. Los muy cabrones.

—Paul.

—Señor Kramer.

—Aquí tienes diez rands. Avísame cuando se acaben.

—Yo…

—¿Sí, Paul? Habla, hombre.

—No tengo derecho a decir nada, señor Kramer.

El gesto de Paul reflejaba su gran preocupación, mientras servía el primero de los dobles.

ZONDI ERA INCAPAZ DE COMPRENDER cómo había tardado tanto tiempo en deducir lo que tan obvio le resultaba. Desde el principio había comprendido que Jabula no ofrecía mucha protección, aunque menos daba una piedra, teniendo en cuenta que lo demás era campo abierto. Se había aferrado a la idea de que encontraría a Shabalala en algún lugar de aquella tierra, o incluso en el aire, porque había registrado el molino de viento, pero jamás bajo ella. Cuando el único lugar en el que alguien podía ocultarse en una llanura tan yerma como aquella era bajo tierra. De hecho, habría empezado a pensar como era debido mucho antes si hubiese prestado atención a la mujer de las moscas. Ella dijo que Shabalala se había ido entre las chozas. Si Zondi hubiese seguido sus pasos, al final de las chozas se habría encontrado con el cementerio a lo lejos. Pero no: había decidido que Shabalala se ocultaba entre las chozas, dando comienzo a su búsqueda sin hacer una sola pregunta, convencido de que cualquier respuesta que recibiera iba a ser mentira.

—Pero eso ya no le importaba, concentrado en acechar el cementerio. Existía una posibilidad de que Shabalala ya no estuviese allí, aunque era mínima, porque su mujer no había regresado aún y, si el hombre no era sordo, a esas alturas ya sabría que las gentes de Jabula tenían buenos motivos para sentirse molestas si volvía. Podría convertirse fácilmente en su próxima víctima.

Zondi se negó a contemplar la posibilidad de que pudiese equivocarse otra vez y Shabalala no hubiera pisado el cementerio. Ahí acechaba la desesperación. Además, carecía de lógica.

Le faltaba aún un cuarto de milla y la hierba era muy corta. No le quedaba más que arrastrarse sobre los codos. No sólo debía evitar alertar a su presa sino también que pudieran detectarlo desde Jabula: dudaba de que su cabeza —por no hablar de sus piernas— fuese capaz de soportar tan pronto otra huida precipitada.

El dolor seguía atormentándolo, aunque se veía atenuado por las nuevas esperanzas y la sensación de bienestar inherente a toda caza, ya sea de un hombre o de una bestia. Zondi no estaba seguro de a cual de los dos encontraría agazapado en su agujero.

Su mano tocó unas escamas frías y retrocedió rauda. Una serpiente. Los restos de una serpiente. Dejó escapar un sollozo de alivio. De noche y sin bastones, podría haber muerto.

Sin embargo, Zondi esperó a que la luna se librase de una nube y le permitiera asegurarse de que aquella cosa —el destello alargado y mate de una cobra— ya no podía hacerle daño. No resultaba tan extraño que una serpiente partida en dos por una pala acabase mordiendo el pie del jardinero. No, aquella estaba muerta de verdad. La agarró por un extremo.

Luego continuó arrastrándose, con la linterna entre los dientes, intentando no pensar en cómo iba a quedar su ropa. Ya faltaba poco.

Por fin se encontró junto a un montículo de piedras, sobre el que se erguía una cruz hecha con tablones de madera, como la de la iglesia de Robert’s Halt. Esperó inmóvil, escuchando, mofándose en silencio de la comezón de miedo infantil que le provocaba semejante lugar. En su trabajo había aprendido que el hombre sólo debe temer a los vivos. Pero no podía negarlo: allí olía a muerte y aquel olor nunca resultaba agradable.

Ni un sonido.

Zondi continuó avanzando entre las hileras de muertos recientes, hasta alcanzar la primera tumba abierta. Permaneció echado y miró por encima del borde. Estaba vacía. Dos metros de profundidad y costados escarpados: todo un reconocimiento al esfuerzo de los ingenieros del Ejército por llevar la perfección a cualquier cosa.

En ese momento Zondi oyó el ruido de un guijarro. Aunque bien podía haberlo desplazado una rata. Luego, una tos.

Una tos entrecortada procedente de algún lugar a su izquierda.

Un soplo de brisa helada recorrió el valle, provocando que las malas hierbas se movieran inquietas y que un búho alzase el vuelo como una sombra desde la tumba de un niño. Zondi se estremeció, sobre todo porque sudaba copiosamente.

Aquel era el momento de la verdad, como diría el teniente. «Bueno, teniente, pues allá vamos. Le demostraré cómo se saca a un hombre de un agujero de dos metros de profundidad sin correr peligro alguno».

Otra tos le indicó el lugar exacto. Shabalala se encontraba en el extremo más próximo de la tumba abierta junto a la que crecía un cardo. En menos de un minuto de extremar precauciones y de moverse en silencio —lo más importante—, Zondi se plantó a su lado.

Levantó la cabeza para mirar en dirección a Jabula. Quedaba una hoguera encendida, pero ninguna figura sentada cerca ensombrecía su resplandor. Todos dormían.

«¡Ahora, teniente!».

Tiró la serpiente muerta al interior de la tumba. Cayó sobre algo blando.

Fue cuestión de segundos. Shabalala soltó un grito ahogado y emergió de la tierra como un conejo aterrado huye de un nido de víboras. Pegó un salto poderoso, se agarró como un loco al borde de la tumba —no era muy alto— y se impulsó para salir. Seguía a cuatro patas cuando Zondi le puso las esposas y presionó el cañón de la PPIC contra su frente.

—No hagas ruido o disparo —susurró Zondi.

Y por primera vez en aquel día rezó; rezó para no tener que apretar el gatillo.

PAUL RAMPAUL DECIDIÓ ARRIESGAR su reputación y servirle una tónica a Kramer. Durante un momento, éste dudó cómo reaccionar. Luego le dio un sorbo.

—Así es la vida, Paul.

—Su vuelta, señor Kramer.

Le entregó casi tres rands.

—Quédate con la mitad para los niños.

—Es usted muy generoso.

—¡Y con el resto, cómprale un regalo a tu mujer!

Paul aceptó el dinero con una sonrisa agradecida. No ganaba demasiado, a pesar de las muchas horas que trabajaba. Faltaban unos minutos para cerrar y un soltero borracho, que vivía en el hotel, era el único que compartía el bar con ellos. Aunque sólo en el sentido más marginal.

—Vaya noche, Paul.

—No ha estado mal, señor.

—Pero he oído decir que hubo problemas en la cafetería. ¿Qué hizo el viejo Hall? Oye, ¿te acuerdas de cuando aquel granjero se enfadó con un tipo y quiso armar bronca? El viejo Hall entró con la gaita a toda máquina y se quedaron uno frente al otro, con la boca así.

Kramer hizo una demostración y Paul Rampaul se rió entre dientes, negando con la cabeza.

—Nunca falla, señor Kramer.

—¿Hizo lo mismo esta vez?

—Pero con la armónica. No quiere arriesgarse a sacar la gaita a la cafetería. Dicen que la trajo de Escocia.

—Ah ¿sí?

—¿Desea tomar otra tónica, señor?

—Si quieres, te acerco a casa. No tengo prisa.

—No es necesario, señor, pero gracias. Hoy duermo en el local.

—Vaya, qué pena.

—Así es la vida, señor; usted mismo lo ha dicho.

Kramer era consciente de que estaba hablando con aquel condenado negro de forma muy similar a como hablaba con el condenado negro llamado Zondi y de que eso provocaba cierta turbación. Pero le importaba un cuerno. Sólo era Navidad una vez al año.

—No, una tónica no. Pero dame otro brandy, solo.

—Muy bien, señor.

Paul se lo sirvió.

—¿En qué tienda adquirió el regalo, señor Kramer? Tengo entendido que fue usted a mi barrio.

—Ya. Pues supongo que me acordaría.

—¿Puedo preguntar para quién era?

—Para mí.

—¿Cómo, señor?

—Es mi cumpleaños —respondió Kramer, brindando consigo mismo—. Hoy, el 24 de diciembre. Deberías felicitarme.

—Le deseo lo mejor.

Paul Rampaul se desabotonaba la chaqueta blanca.

—No es buen día para cumplir años, Paul. No hay nadie capaz de hacer dos regalos. No.

—Debió de ser difícil de pequeño, señor Kramer. Difícil de aceptar.

—Lo fue.

El camarero ya se había puesto su chaqueta de sport y se alejaba para apagar las luces.

—Nací en Belén —dijo Kramer—. La maldita Belén. ¿Sabes dónde está?

—Sí, señor. Es una ciudad del Estado Libre de Orange.

—Es un pueblo, no una ciudad. Un poblacho. Te contaré una cosa.

Paul Rampaul dudó ante los interruptores. Luego retrocedió.

—Verás, mi padre era un pequeño granjero. Un hombre muy religioso. Nos pasábamos los domingos sentados en la iglesia, mañana y tarde. En aquella zona son todos muy religiosos.

—¿De verdad?

—Tan condenadamente religiosos que cuando el médico le dijo a mi padre que, tal y como se presentaba la cosa, yo nacería el día veinticinco, mi padre tomó cartas en el asunto.

Se oyó un golpe tras ellos: el huésped soltero había arrancado un cojín de la pared y se lo llevaba con él.

—Como iba diciendo, toma cartas en el asunto. Primero obliga a mi madre a caminar arriba y abajo durante toda la noche para forzarme a salir. Pero yo sigo dentro, agarrado como una garrapata. Entonces ordena aparejar los burros al carro y se la lleva a recorrer el camino a la presa, el que más baches tenía. Pero yo sigo sin nacer. ¿Sabes qué hace entonces?

Su oyente se inclinó hacia él, convirtiendo en mentira esa creencia de que a todos ellos les huele al aliento a curry.

—Ordena que traigan a un maldito hechicero. En serio, es la pura verdad. Le dice al condenado que ya puede darle a mi madre la muti adecuada o lo molerá a latigazos. ¡Y vaya si lo convence! Le da a mi madre semejante purga que me obliga a nacer. Justo después de que salga el sol, salgo yo también, el día 24 de diciembre, como buen cristiano obediente.

Paul Rampaul sonrió de oreja a oreja.

—¿Qué es lo que te hace gracia, culi? —gruñó Kramer—. Antes de que el sol se pusiera aquel día, mi madre había muerto.

Terminó la copa de un trago y se marchó, odiándose, incapaz de creer que hubiese revelado una cosa que, hasta aquel momento, sólo sabía la viuda Fourie. Pero aquel 24 de diciembre, como todos los demás, había sido un mal día, un día muy malo.

Y aún faltaba media hora para que dieran las doce.

CON SHABALALA ESPOSADO al reposabrazos del Anglia, Zondi condujo de nuevo hasta el camino y puso rumbo a casa. No podía ir tan rápido como deseaba, porque sus faros no iluminaban bien las piedras blancas que delimitaban la ruta a seguir. Pero estaba decidido a llegar a la zona asfaltada al amanecer del día de Navidad, si no antes.

Su prisionero ya le había explicado por qué se encontraba en Jabula: sus motivos resultaban de lo más inocentes. Afirmó que la noticia del desahucio de Robert’s Halt se la había dado un primo al poco rato de despedirse la tarde anterior de Lucy, su mujer de la ciudad. Lo dejó muy afectado y deseoso de ayudar a su familia a organizarse en el nuevo hogar. Como su jefe iba a llegar tarde, no había podido pedirle permiso. No sabía escribir para dejarle una nota y, en su prisa por irse y tomar un autobús, ni se le había ocurrido pedirle a Lucy que le diese el recado. Además, no estaba seguro de que lo que hacía fuese legal. Al principio pensó que podría ir y volver a Jabula sin que su jefe lo supiera. Pero el nuevo lugar al que los mandaban se encontraba mucho más lejos de lo que él suponía.

Hasta entonces, Zondi no había hecho mención del asesinato.

El camino empezó a zigzaguear subiendo la colina donde la gallina de Guinea había encontrado su final. Si Zondi lograba pasarla en diez minutos, llegaría a tiempo a la zona asfaltada. Allí podría pisarle mucho más.

—Shabalala.

—Dime, padre.

—Si la historia que me cuentas es verdad, ¿por qué te escondiste en ese hoyo? ¿Por qué me tenías miedo?

—¿A ti? No te entiendo.

—¿Creías que era un espía de los M.O., con la misión de comprobar cuántos hombres había en Jabula?

—No se me ocurrió pensarlo. No te vi más que cuando estabas con las mujeres.

Y, sin duda, lo vería correr delante de ellas. Al menos tenía el detalle de no mencionarlo.

—Entonces ¿por qué te escondiste, bribón?

—No soy un bribón, padre.

Zondi pegó un volantazo para tomar una curva con mucha amplitud y luego frenó de golpe. Un grito de dolor surgió del asiento trasero cuando las esposas, que se tensaban si se producía un tirón, se clavaron en las muñecas de Shabalala. Zondi aumentó la velocidad.

—¡No quiero que me mientas!

—Es verdad. Es la verdad, padre. Shabalala no te miente.

—Entonces dime por qué —Zondi dio una ligera sacudida al volante— te metiste en ese hoyo, en esa tumba.

—Porque vi el coche.

—¿Éste?

—No, el coche azul.

Zondi levantó el pie del acelerador sin poder evitarlo.

—¿A qué coche te refieres?

—Llegó por el camino. Lo vi y tuve miedo.

—¿Por qué?

—Creí que mi jefe estaba muy enfadado y había venido a buscarme para llevarme con él.

—Pero tu jefe tiene un coche blanco. Yo lo he visto.

—Éste es el coche de sus amigos, padre.

—¿Qué quieres decir?

—Son hombres grandes que vienen a hablar con mi jefe. A mí me dan miedo. Son como… como…

—Así que pensaste que tu jefe había pedido ayuda a sus amigos para encontrarte ¿no? Y que incluso podría acompañarlos.

—Sí, esa es la verdad.

Y sonaba a verdad. Pero Zondi lo interrogaba mientras le daba la espalda y necesitaba verle los ojos. Ajustó el retrovisor para que reflejara el rostro de Shabalala, gris a causa de la tensión. Las vibraciones del coche y la escasa luz le imposibilitaban juzgar detalles como la dilatación de las pupilas; aún así, aquello era mejor que nada.

—Esos hombres del coche azul… quiero que me hables de ellos. ¿Sabes cómo se llaman?

—No, padre.

—¿Qué clase de negocios crees que mantenían con tu jefe?

—Yo sólo les servía la comida y me iba.

—Pero algo habrás oído.

—No hablo afrikáans.

—¿No entiendes ni una palabra? ¡Tonterías, Shabalala! ¿Quieres que el coche baile otra vez?

—No, no, eso es horrible. Déjame pensar.

El Anglia traqueteó al llegar a la cresta de la colina y empezó a descender el breve trecho que faltaba hasta el camino asfaltado.

—A ver, Shabalala.

—Puede que tengan el mismo trabajo. A veces, mientras lavaba los platos, ellos hablaban de un jefe.

—¿Eso es todo? ¿Sabes en qué trabaja el jefe Swart?

—No, padre. Él no me lo ha dicho.

—¿Te cae bien?

Para que Shabalala no se relajara, Zondi permitió que el Anglia temblase violentamente al entrar en una curva pronunciada llena de rodadas.

—Pero ¿qué tiene de malo, Shabalala? ¿Hay algún jefe que sea bueno del todo?

—El jefe Swart nunca me pide que haga trabajos de mujeres.

—Eso está bien, pero ¿no hay nada en él que no te guste?

Resultaba evidente que Shabalala se esforzaba por encontrar algo que agradase a Zondi.

—A veces es un poco raro.

—¿Por ejemplo?

—Me envía a buscar paquetes a los coches.

Zondi concentró la mirada en el retrovisor.

—¿Los robas?

—No, no. Juro por Dios que nunca he robado. Los cojo en el maletero del coche, con la llave.

—¿De dónde sacas la llave?

—De debajo de la rueda.

—¿Y después?

—Es la verdad. Cojo el paquete, que no pesa, sólo es papel, y dejo la llave en la cerradura.

—¿Cuántas veces has hecho eso?

—Tres.

Zondi estaba a punto de formular otra pregunta cuando ocurrió. Un Volkswagen azul apareció de pronto tras él, pegado a su rueda. El polvo que su coche levantaba y el hecho de que hubiese movido el retrovisor habían impedido que detectase antes sus luces.

Dentro iban dos hombres, blancos y muy fuertes, que hicieron señas a Zondi para que se echara a un lado y frenara.

Shabalala gimió y se encogió, pegado a la puerta. Zondi pensó raudo y condujo más raudo aún, sin ceder ni un centímetro. Rueda contra rueda, los dos vehículos corrieron hacia el llano. En ese momento, una nube negra ocultó la luna y Zondi sólo contó con la décima de segundo que le concedieron los débiles faros del Anglia para tomar la siguiente curva.

En esos segundos finales, Zondi decidió creer todo lo que Shabalala había dicho. Eso significaba que la historia de los paquetes debía llegar a oídos del teniente… y nadie se lo iba a impedir.

Así que cuando el Volkswagen se metió delante, mientras el copiloto lo insultaba y el conductor daba bocinazos, Zondi frenó para esquivarlo. Lo consiguió, aplastó una pequeña roca con la rueda delantera derecha y sintió que fallaba la dirección.

Pisó el freno con todas sus fuerzas. El Anglia, que desde el principio estaba para el desguace, no pudo más. El siguiente bache acabó con su sistema hidráulico y el pedal del freno ya no se movió.

El freno de mano funcionaba, pero las ruedas estaban tan mal que no tenían agarre. Y en el fondo del precipicio, el freno de mano ya no hacía falta.