VII

KRAMER PASABA A TODA VELOCIDAD por delante del Hotel Albert cuando recordó que había quedado allí con Scott a las cinco. Según el reloj del Ayuntamiento de Trekkersburgo, pasaban diez minutos de la hora de su cita. Dio la vuelta y entró en el bar.

Estaba tan lleno de ejecutivos alegres preparándose para hacer de Papá Noel que hubo de añadir tres minutos más a su disculpa cuando por fin encontró al teniente bebiendo zumo de naranja.

—No sabe cuánto lo siento —dijo.

—No se preocupe. ¿Qué toma?

—Ahora no.

—¿Qué dice?

—Mire, John, volveré enseguida, pero debo darme prisa antes de que cierren.

—¿Qué?

Kramer supo que había metido la pata, pero improvisó con labia.

—La tienda, claro. Necesito un regalo.

—Pues ya puede correr. Y no se preocupe, que esperaré.

Le resultó evidente el gesto de acritud en el rostro de Scott. Kramer casi se alegró de haberlo provocado él.

Salió pitando a la calle y se encontró metido hasta la bandera en una multitud de compradores de última hora que se movía a la velocidad que marcaban los más lentos. Su intento inmediato por llegar a la carretera y esquivar el atasco se vio frustrado por la impresionante cantidad de personas y su firme manera de apiñarse. Una cosa estaba clara: en toda la ruta hasta llegar a correos, los mendigos habían desaparecido hacía un buen rato para evitar que los hicieran puré a pisotones. Todo tiene una parte buena si sabemos buscársela.

—Disculpe —dijo, intentando abrirse paso entre la muchedumbre hacia un lado.

—¡Cuidado, hijo! —soltó una vieja tortuga, levantando su cabeza calva y escamosa de la concha formada por su chaqueta de tweed—. Los buenos modales no deben perderse nunca.

—Brigada de Homicidios —respondió Kramer y logró avanzar dos metros antes de encontrarse bloqueado otra vez.

—Brigada de Homicidios —volvió a decir Kramer.

—¡Qué bien! Porque los pies me están matando —gruñó una gorda que había levantado una barrera humana a cada uno de sus costados al obligar a sus cuatro hijos a darle la mano.

Ostras, así debía sentirse un microbio —según lo había descrito el Dr. Strydom— al intentar colarse en una vena mientras los condenados glóbulos andaban a su ritmo. Pues no estaba mal la idea.

—¡Soy médico! —dijo Kramer, con éxito considerable.

Continuó diciéndolo tan a menudo como le pareció necesario hasta llegar a los escalones de la Biblioteca. Una nota clavada sobre el cartel del horario anunciaba que cerraba a las seis, más temprano de lo normal para un día laborable, pero que, hasta entonces, los usuarios serían bien recibidos.

Sacó el libro que había afanado en casa de los Wallace y entró. Se veía poco público, lo cual no resultaba sorprendente. La mayoría eran pensionistas que buscaban alguna alegría navideña gratis, algo que les llenase la mente en lugar del estómago. Muy triste.

Pero el personal al completo parecía estar allí y, para variar, muy animado. Varias de las mujeres incluso habían añadido algún detalle de color alegre a sus atuendos y una se había deshecho el moño. Después, a través de las puertas de cristal de la sección juvenil —que había cerrado a las cuatro—, pudo ver que las mesas se encontraban llenas de comida y bebida. Claro, estaban preparados para celebrar una buena fiesta, en cuyo momento álgido el bibliotecario jefe repartiría libros prohibidos que él mismo habría retirado, cada uno envuelto en un precioso papel de regalo. Imposible imaginar las consecuencias, si los censores sabían lo que hacían.

Sin embargo, Cenicienta no tenía aspecto de asistir al baile. Se mantenía por detrás de dos señoras rechonchas que se ocupaban rápidamente de los libros devueltos por una pareja de ancianos, el rostro oculto tras unas largas anteojeras de cabello suave y liso. Era un cabello negro y brillante, del mismo negro brillante del cañón de un arma, que contrastaba bruscamente con el áspero tejido de su blusón.

Kramer dudó y miró a su alrededor por si veía otra candidata a cubrir el puesto que buscaba. Sin embargo, el brusco comentario de una de las otras hizo que la chica se acercara a recoger el libro.

—Pero, este libro… —dijo.

—¿Sí, señorita?

—Nada.

Lo abrió para comprobar la fecha en el encarte y luego empezó a manipular la enorme bandeja de usuarios que había sobre el mostrador. Encontró la ficha que buscaba y la sacó. Alguien había escrito en mayúsculas: Sr. D. M. C. WALLACE, CHESNUT Road, 9; Caledon, Trekkersburgo. Y en letra de imprenta: «Sólo para obras de ficción. Esta tarjeta es personal e intransferible».

Eso la hizo levantar la cabeza tan rápido que el pelo no la siguió y Kramer se dio cuenta de que estaba deseando convertirse en calabaza. También era consciente de estar ante una joven que, a su manera, no sólo resultaba guapa sino también hermosa. Desde que había conocido a la viuda Fourie ya no estaba seguro de esas cosas.

—¿Qué ocurre, señorita?

—Yo… Usted no es quien dice la ficha.

—¿No? Así que conoce a todos los usuarios.

Se puso colorada.

—Me llamo Kramer, señorita. ¿Y usted?

—Sa…

Estuvo a punto de responder sin pensar. Pero se contuvo. Lo cual indicaba que era capaz de controlarse.

—A ver si lo adivino: ¿Samantha?

Pero la joven se alejó de él.

—Señorita Finlay, por favor. —Se había dado la vuelta y llamaba a una compañera, en voz más baja de lo que ella misma había esperado.

—No haga eso, Samantha. No, si no quiere armar escándalo —advirtió Kramer suavemente.

—¿Quién es usted? —susurró ella.

—Soy policía y quiero charlar con usted. ¿Piensa asistir a la fiesta?

—No.

—La espero a las seis, en los escalones. Si es usted una joven sensata, no intentará salir por detrás.

—¿Necesita ayuda, señorita Simón? —interrumpió la misma mujer que se había entrometido antes.

Samantha Simón. El nombre y el apellido encajaban muy bien.

—Ya no, gracias, señorita Finlay.

Pero la metomentodo no había terminado.

—¿Hay algún problema, señor Wallace? —preguntó con brusquedad, haciendo trampa con la ficha, sin saber que la habían pillado.

—No, señora. Soy de la Policía. ¿Lo ve? —suspiró Kramer mientras le mostraba su identificación pero con el pulgar sobre «Homicidios»—. Un tipo amable encontró su libro abandonado en un autobús. Decidió entregárnoslo a nosotros. El encargado de la Oficina de Denuncias supo que yo venía en esta dirección y me pidió que lo devolviera.

—Pues muy bien.

—Eso es lo que yo he dicho, señorita Finlay.

—¿Qué le pasaba a usted, señorita Simón?

—Nada —respondió la otra, clavando la mirada en Kramer.

—Feliz Navidad, señoras —dijo él. Y se marchó.

ZONDI SE IDENTIFICÓ ante los habitantes de Jabula diciendo que era un brazo de la ley: un brazo de la ley con una Walther PPK de nueve milímetros, automática. Tal vez resultase un tanto arriesgado enseñar el arma, pero suponía una forma rápida de convencer a una multitud de escépticos, en buena parte analfabetos, de que era lo que decía ser. Sin embargo, el hecho de convencerlos no implicó que colaboraran. Sólo los niños de vientres abultados, arrancados de su letargo, estaban dispuestos a obedecerlo. Los demás miraban furiosos desde los umbrales o entorpecían la búsqueda al moverse de un lado al otro sin parar, facilitando que Shabalala cambiase de escondrijo.

Aunque el comportamiento de la gente exasperaba a Zondi, también sirvió para reafirmarlo en sus sospechas de que Shabalala se encontraba cerca de allí. Y cuando por fin se cansó de aguantar aquello, le bastaron dos disparos al aire para que todo el mundo abandonara la zona de las chozas y las tiendas.

Zondi los obligó a permanecer al otro lado de una línea trazada entre dos banderas blancas y amenazó con pegarle un tiro a quien la cruzara. Como no podía asegurarse de que obedecieran esa orden mientras llevaba a cabo la búsqueda, reunió a sus ayudantes infantiles y ofreció un botín de diez céntimos al primero que localizara a Shabalala.

Las madres miraron con apatía cómo sus hijos e hijas entraban dando brincos en las casas, chillando alegres mientras invadían la intimidad ajena. La anciana ciega empezó a lamentarse: el mundo se había vuelto loco y ella pensaba cruzar aquella línea para acabar con todo. Cuando su hija, enfadada, se ofreció a indicarle la dirección correcta, la anciana cerró el pico. Mientras, la mujer a cuya nariz habían vuelto las moscas intentaba convencer a quienes la rodeaban de que el fugitivo era un hombre peligroso, un asesino. Los que se molestaban en escucharla permanecían impertérritos.

Al cabo de diez minutos, los niños empezaron a regresar. Uno llevaba la cara manchada de azúcar y otro un bulto en la mejilla.

—¡Mirad! —gritó horrorizado un anciano de pelo gris—. ¡La comida! ¡Los niños han cogido nuestra comida!

Zondi sacó la pistola y lo apuntó con ella.

Porque antes de escuchar sus palabras de angustia ya supo que había cometido el peor error de su vida al enviar a los niños. «Vientre abultado, vientre desocupado», como decía el refrán. Los niños no entienden el mañana, ni el racionamiento, y no han aprendido a ignorar el aguijón del hambre. Si ven comida, la cogen, a menos que haya cerca algún adulto que lo evite. Había sido como pedirle a una plaga de langostas que buscase diez céntimos de grano ocultos en un campo de trigo.

—¡Nos moriremos de hambre! ¡Todos!

—¡Atrás!

Pero la gente empezaba a moverse en dirección a Zondi, repitiendo el grito del anciano y amenazando con los puños. La muerte que daba la bala era rápida. La muerte a la que ahora se enfrentaban era lenta y espantosa.

—¡Atrás o disparo!

Siguieron avanzando. Toda su frustración acumulada, su desconcierto, su ira, concentrados en aquel único hombre, en aquel loco que prácticamente los había destruido.

—¡Búlala! ¡Búlala!

Las tres sílabas que un policía solitario más temía oír. La palabra zulú que equivale a ¡matadlo! Una vez pronunciada, actuaba como un conjuro que desterraba el miedo y lo sustituía por una sed de sangre tan salvaje que sólo las balas eran capaces de detenerla… si se tenían suficientes. Zondi tenía cuatro.

—¡Búlala! ¡Búlala! ¡Búlala!

El ritmo iba en aumento y la primera fila de la multitud se encontraba a veinte metros de distancia. La sombra de una piedra rozó la mano en la que Zondi sostenía el arma. Mantener la calma era algo bueno, pero tenía sus límites. Si lo alcanzaban, podía contar con matar a cuatro, tal vez cinco, si le sonreía la suerte y dos iban muy juntos. Pero aún quedarían más de doscientas cincuenta mujeres enloquecidas. Lo destrozarían con las manos y los dientes. Cuatro balas. Podía disparar tres y guardarse la cuarta para él. Podía intentar usar a un niño como rehén, pero eso no le garantizaba que se detuvieran. Podía echar a correr.

De repente, Zondi apuntó a una de las aspas del molino de viento, apretó el gatillo y la bala rebotó. Nadie esperaba aquel sonido musical: las cabezas giraron en un acto reflejo.

Echó a correr.

AUNQUE PUDIERA RESULTAR SORPRENDENTE, Scott no se molestó demasiado cuando Kramer regresó para decirle que todas las tiendas estaban cerradas y tenía que ir a comprar el regalo al barrio indio.

—Seguro que esos condenados indios ahora son mahometanos —gruñó Scott—. Harían cualquier cosa por mantener sus tiendas abiertas.

—¿De verdad que no le importa?

—No tengo nada que hacer. Además, el coronel Du Plessis sabe dónde estoy, por si surge algo.

Lo que en cierto modo explicaba lo del zumo de naranja a palo seco.

—¿Seguimos sin saber de Zondi? —preguntó Kramer de pasada.

—Sí. Parece que ha decidido irse de vacaciones navideñas antes de tiempo.

—Ya. ¿Quién sabe?

Kramer hizo un gesto de despedida con la cabeza y volvió a salir del Hotel Albert, en dirección a la Biblioteca. Esta vez las calles estaban casi desiertas, lo que le permitió concentrarse en qué demonios podría haberle ocurrido a aquel cabrón negro y pirado. Según su rendimiento anterior, Zondi ya tendría que haber estado de vuelta con su prisionero, o al menos haber telefoneado para informar de sus avances. Kramer esperaba de corazón que no se le hubiese ocurrido cometer alguna estupidez.

Samantha Simón cruzó las puertas de la Biblioteca de espaldas, mientras daba las gracias al bibliotecario jefe por haber pensando en ella, pero insistiendo en que debía volver a casa. Al girarse se tropezó con Kramer.

—¿En su casa o en la mía? —dijo él.

—¿Cómo dice?

—¿Dónde vamos a charlar? ¿En mi despacho de la Brigada de Investigación Criminal?

Aquella sí que era una buena respuesta inicial. La sola mención de su despacho logró dilatar sus orificios nasales tanto como para que le entraran dos dedos gordos.

—Pero ¿de qué va esto?

—Lo primero es lo primero. ¿Dónde? Usted tiene un piso por aquí cerca ¿no?

—¿Yo? No. Vivo a varias millas de aquí, en Greenside.

—Qué pijo.

—No es más que la vieja habitación de un criado.

—Pues entonces, conozco un sitio tranquilo —dijo Kramer, haciéndola entrar de repente en un callejón que llevaba al barrio de los abogados. Entre los despachos de dos de los más eminentes letrados abría sus puertas un pequeño salón de té, a flote gracias a los almuerzos para llevar que despachaba. El cartel indicaba que estaba cerrado, pero la puerta acabó por abrirse ante la insistente llamada de Kramer.

—¡Teniente, qué sorpresa!

El desgraciado adulador que lo regentaba les dejó pasar y luego se situó detrás del mostrador. El acebo de plástico que había colocado sobre el cachivache con el que hacía café se estaba derritiendo y apestaba.

—Tal vez sea algo tarde para venir, y ya sé que es Nochebuena, pero me alegro mucho de verle —dijo el desgraciado—. ¿Qué va a ser?

—Dos cafés, solos. El azúcar y la leche déjalos en la mesa.

—Pero yo no puedo tratar así a un invitado de honor, teniente.

—Te estás quemando.

—Oh, no sabe cuánto lo siento.

El desgraciado retiró los adornos de la máquina, abrasándose de paso los dedos.

—Mala suerte —dijo Kramer—. Date prisa con los condenados cafés y luego desaparece.

—Como usted diga, teniente.

El dueño depositó frente a ellos los cafés, la leche y el azúcar con mucho cuidado. Luego se dirigió hacia la puerta de atrás, que daba a su piso.

—He dicho que desaparezcas, Gordon. ¿Quieres que lo diga de otra forma delante de una dama?

—Pero… ¿a dónde voy?

—Sal. A la calle. Y no vuelvas hasta que el cartel diga «abierto».

—Me parece que es tomarse demasiadas libertades.

—Nada comparado a las que te tomaste tú con cierto asunto que llegó a tus oídos, por decirlo de algún modo, en este local. Sam Safrinsky sigue interesado en saber cómo se enteró Oodthuizen de que contaba con un testigo sorpresa.

—No pretenderá sugerir…

—Lo afirmo claramente. Vete.

Durante aquel diálogo Samantha había permanecido muy quieta y envarada, sólo se movían sus ojos, que pasaban de un hombre al otro. A Kramer le interesaba más el efecto que podría causar en ella que en el enrabietado Gordon, quien ya se alejaba taconeando sobre unos zapatos de plataforma.

—Tranquila —le dijo con amabilidad—. Sólo me porto así si creo que alguien intenta tomarme el pelo. ¿Leche?

Pidió el café solo y sin azúcar. Le dio un pequeño sorbo y no se tranquilizó en absoluto.

—Deseo interrogarla en relación a un tal Mark Wallace —empezó diciendo Kramer—. Hace un tiempo que frecuenta al señor Wallace y el trato que…

—¿Cómo lo sabe?

—Muy fácil. Estaba claro que había otra mujer, pero nadie entendía cómo se las apañaba Wallace para verla en sólo media hora, tiempo durante el cual, además, cambiaba sus libros en la biblioteca. Eso me sugirió una de dos posibilidades. La primera, que su amiga le cambiaba los libros a primera hora y él los recogía cuando iba a verla. Pero luego uno de sus amigos dijo que no era de los que hablan con desconocidas. Me pregunté qué mujer en su vida podría no ser completamente desconocida para él y tener algo en común. Así sumé dos y dos, y llegué hasta usted.

—¿A mí? ¿Por qué no una de las otras?

—Usted es joven y guapa.

—¡Ja!

Kramer revolvió el café, intentado decidir si su risa era tan amarga como la porquería que le habían dado para beber. Concluyó que sí. Pero no hizo nada.

—¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Qué derecho tiene a traerme aquí?

—No empecemos con tonterías, Samantha, porque podría enfrentarse a una grave acusación.

—¿Adulterio?

Otra risa… sin azúcar.

—Así que es en eso en lo que está pensando. ¿Cuántas veces?

—¿Está de broma? ¿Adulterio? ¿Dónde? ¿En la sección de novelas, entre la F y la K?

La risa de Kramer sonó a pura diversión con un toque de sorpresa: ¡Estas jóvenes modernas!

—No, no creo que hubiese acción los días laborables. Pero nadie me ha hablado aún de los fines de semana. Voy a apostar fuerte por ellos.

Samantha se mordió el labio. Se estaba emocionando un poco. Bien.

—¿Los fines de semana? Ni siquiera sé qué pinta tiene los fines de semana. Nunca lo he visto en fin de semana. Y si quiere saber la verdad, le diré otra cosa.

—Diga.

—El muy desgraciado no me ha puesto ni un dedo encima.

Se inclinó sobre el café, ocultándose tras la melena. Sólo el movimiento de los hombros la traicionó: estaba sollozando.

—Entiendo. Amor «plutónico» ¿no?

Eso provocó un ataque de risa floja en la joven, aunque Kramer no entendió la razón. Tal vez la histeria amenazaba con presentarse. Sería mejor volver a los hechos.

—He hablado de una acusación, señorita Simón, de una acusación grave, pero no me ha preguntado de qué clase de acusación se trata. ¿Debo suponer que ya sabe cuál puede ser?

—No. Ni lo sé ni me importa.

—Así están las cosas.

—Sí.

—¿Desde?

—Desde que él…

—¿La dejó? ¿Le dijo que había tenido bastante? ¿Que iba a volver con su mujercita? ¿Van por ahí los tiros?

—Pero él no lo expresa así.

—Ah ¿no?

—De verdad que había algo entre nosotros, algo especial. ¿Y sabe lo que dijo? ¡Que no podía permitírselo!

—¿En qué sentido?

—¡Exacto! Eso mismo pregunté yo. —Samantha se apartó el pelo de la cara y miró fijamente a Kramer. Estaba enfadada, muy enfadada—. Dijo que no podía permitirse destrozar vidas ajenas. Se refería a la de ella, por supuesto. Pero lo que en realidad quería decir era que no podía permitirse perder su empleo, su casa de urbanización aburrida y su símbolo fálico típicamente americano.

—¿Su qué?

—Su coche.

Santo cielo, a Kramer le había sonado mucho peor; si bien era verdad que el inglés resultaba un idioma obsceno… y eso siendo generosos.

—En otras palabras, señorita Simón, ¿está diciendo que prefería conservar su dinero y sus comodidades a fugarse con usted?

—Por supuestísimo. Dijo que el escándalo en esta mierda de ciudad acabaría con él, que se vería obligado a empezar de nuevo en otro sitio, probablemente incluso sin referencias. Y a su edad.

—A eso iba yo ahora.

—Pues queda claro la clase de persona que es usted. Nos queríamos y él era algo mayor. ¿Y qué?

—¿Se querían? ¿Ya no se quieren?

—¿Usted qué cree?

—Ya, bueno, como acaba de decir, soy de esa clase de persona.

Se rió, divertida.

—¿Cree que podría seguir queriendo a Mark? Pues se equivoca. Ahora me quiero a mí misma y no me gusta lo que me ha hecho.

—¿Todo sin llegar a usar las manos?

—¡Dios! Jamás lo entendería.

Se puso en pie y Kramer pensó que iba a tener que pedirle que se sentara de nuevo, pero sólo quería más café. Se lo sirvió.

—Póngame a prueba, señorita Simón. Cuéntemelo todo.

—¿Por qué ha dejado de llamarme Samantha? ¿Por motivos técnicos, teniente?

—No quiero que se emocione demasiado.

—¿De verdad? Es usted muy humano, a su manera, ¿no? Y yo que pensaba que en la Policía preferían a los monstruos sin cuello y con pelo en los bíceps.

—Vaya. Entonces es que soy un maestro del disfraz. Gracias.

La joven le había servido otro café.

—¿Por dónde empiezo?

—Por el momento en que él se coló en su vida.

—Un lunes por la mañana, mientras yo ordenaba la sección de Ciencia-Ficción. Nos vimos a través de una librería, por encima del cuarto estante. Él estaba al otro lado, en Ficción-Novedades. Sólo vi sus ojos. No me pregunte qué pasó. Simplemente pasó.

—¿Y después?

—Toda la semana pensando a quién pertenecerían aquellos ojos, sintiéndome como una idiota porque lo ocurrido me recordaba a una de esas historias tan malas de enfermeras: la enfermera de quirófano que nunca ve al cirujano sin la mascarilla, hasta que… bueno, ya sabe.

—Sí.

—El viernes me encontraba sellando los libros que salían en préstamo y… allí estaban los ojos. Supe su nombre por la ficha. Comenté algo acerca de sus gustos en lectura, pero lo venció la timidez y salió pitando.

—¿El lunes estaba allí como un clavo?

—Sí. Repasando los estantes en busca de un título que me obligase a hacer algún comentario. Eso me lo contó después. Eligió Química inorgánica. Parte III, por cierto.

—Ya.

—¿No le hace gracia? Da igual. Luego los títulos se volvieron un poco más intencionados, por así decirlo, y él me preguntaba si los había leído. Resumiendo, hablábamos mucho de libros y, como era lógico, decíamos mucho más acerca de nosotros.

—¿Y qué pasaba mientras con la cola del mostrador? ¿Y con la señorita Finlay?

—Esa zorra. No. Para entonces ya nos encontrábamos arriba, en la galería. A nadie le gusta demasiado devolver a su sitio los libros de esa zona y casi siempre conseguía hacerlo yo. Eso es todo.

—¿Qué?

—Para tener una aventura amorosa no es necesario hacer nada. Es una aventura o no lo es. Yo creí que estábamos empezando… que él se decidiría, sería sincero consigo mismo y lo mandaría todo a paseo. Creí que saldría bien porque era algo bueno. ¿Me entiende?

Aunque él no lo entendiera, estaba seguro de que la viuda Fourie sí lo haría. Pero ella había decidido que el arreglo que tenían no era algo bueno, por lo que hizo las maletas y se largó al Cabo.

Kramer recuperó el hilo y apoyó los pies en una mesa cercana.

—¿Qué ocurrió para que usted cambiase de idea, Samantha?

—¿Yo? ¡No! Fue Mark. Sospeché que pasaba algo cuando empezó a decir tonterías sobre que nos vigilaban, pero no le hice caso.

—¿Cómo?

—De repente, una mañana dijo que un hombre no nos quitaba el ojo de encima desde el otro lado de la galería.

—¿Lo vio usted?

—Había un hombre, pero estaba a lo suyo. Además, Mark y yo no hacíamos nada sospechoso. Yo estaba subida a la escalera.

—¿Enseñando pierna?

Kramer era terriblemente perspicaz, pero había elegido muy mal el momento. Ella dejó de jugar con las pajitas. Frunció el ceño. Luego sonrió.

—¿Me echa a mí la culpa?

—¡Eso, jamás! —dijo Kramer, comiéndosela con los ojos.

—Y claro, al día siguiente, aquel hombre tenía que estar allí otra vez y Mark tenía que verlo.

—¿Un detective privado?

—¡Vaya! No se me había ocurrido.

—Es probable que a Mark sí se le ocurriera.

Eso la mantuvo un rato en silencio. Luego la ira empezó a dominar sus dedos, que retorcieron las pajitas con saña, rompiéndolas.

—¿Le dijo que debían dejarlo, Samantha? ¿Le dijo que no podía permitírselo y todo eso?

—Sí, el muy cabrón. Lo odio. Lo odio.

—¿Por lo que le hizo a usted?

—¡También se lo hizo a sí mismo! ¡Si no se hubiese controlado tanto, tendría algo por lo que vivir! En cambio…

—Entonces ¿está segura de que no era verdad lo que dijo acerca de su esposa?

—¿Cómo iba a serlo?

—Es posible.

—Tonterías.

—Aún es usted muy joven, Samantha. Podría llegar a…

—¡No me venga con esas idioteces! ¡No se lo consiento! ¡Oh, Dios mío! ¡Me dan ganas de matar a ese hombre!

—Qué interesante —dijo Kramer, mientras ella se abalanzaba sobre la puerta del baño de señoras.

Aunque no sorprendente. Ante sí tenía todos los elementos clásicos de la conocida figura de tres ángulos, y uno de sus afilados extremos había desgarrado el corazón de aquella chica. Si no salía del tigre en dos minutos, se vería obligado a romper la puerta.

Antes de que transcurrieran noventa segundos, la joven había vuelto, muy bien aseada y arreglada, lo que demostraba que era de las que cauterizan la herida con odio y siguen luchando. O intentaba convencerse a sí misma de ello, posiblemente actuando de una forma concreta, inocente en lo relativo a la violencia física, pero tan desagradable como una bomba caída del cielo. El problema era que el exceso de sentimentalismo solía provocar que se pasaran por alto las consecuencias: era como una explosión atómica provocada para oír el ruido, sin pensar en la onda sísmica o en la radiación. Y Samantha Simón se encontraba a punto de recibir el efecto de la radiación, sin ser consciente de lo que aún podría hacerle su Nagasaki de aficionada.

—Me gustaría irme ya. Se lo he contado todo. Lo demás puede preguntárselo a él.

—¿Si prefiere vivir en buena situación económica a vivir enamorado en una habitación de Greenside?

—Sí. Pregúnteselo a él.

—Queda una cosa más, señorita. Quiero mostrarle algo que he traído.

Ella se acercó a la mesa y se apoyó en su silla, dejando claro que no pensaba entretenerse más de uno o dos minutos.

Kramer sacó la felicitación navideña reconstruida y se la pasó.

—Esto llegó a casa de los Wallace ayer por la mañana —dijo—. ¿Lleva su nombre?

—Sí, pero no…

—¿Puede decirme qué palabra hay subrayada en la postal?

—Pros… próspero.

—Así es. Usted le desea un próspero año nuevo. Un año con mucho dinero. En otras palabras, un año en el que pueda permitirse lo que desee tener. Mientras no sea su querida bibliotecaria.

—Yo no envié esa postal —dijo Samantha muy tranquila, haciendo hincapié en cada palabra. Estaba blanca, pálida como un cadáver decapitado.

Kramer negó con la cabeza.

—Lo siento, Samantha, pero yo no lo veo así.

Ahora temblaba, mientras intentaba mantenerse en pie.

—Dígame ¿qué es esto?

Kramer se encogió de hombros.

—¿De qué se me acusa?

—De nada.

—¿Puedo irme?

Kramer indicó la puerta con la mano. La joven entrecerró los ojos y en su boca se formó una sonrisa desdeñosa.

—¿Sin castigo?

—Sí, lo leerá en el periódico.

—Qué gracioso.

¿Gracioso? Se iba a partir de risa. El 27 de diciembre, pasado San Esteban, La Gaceta de Trekkersburgo contendría hasta el último detalle de aquel accidente mortal. Incluso el nombre de Mark Clive Wallace. Por decirlo de otra forma: dentro de tres días, Samantha Simón sabría cómo puede afectar la desesperación a un hombre que se ha visto empujado al borde del precipicio. La frase impresa la sacudiría como una soga.

Pero todo tenía su lado bueno. Kramer por fin dispondría de tiempo para echarle una mano a Zondi.