VI

JABULA ES UNA PALABRA que tiene más de un significado en zulú coloquial: felicidad y cerveza. Ahora también era el nombre del asentamiento que se veía en la llanura, a los pies de Zondi. Desde luego él estaba feliz de encontrarse allí.

Por lo que se apreciaba a través del brillo producido por el calor, Jabula era una zona de tierra desprotegida que unas banderas blancas separaban en parcelas, con unas pocas hileras de chozas de hojalata y muchas viviendas improvisadas que le recordaron a algo mucho más pulcro y ordenado, pero no fue capaz de encontrar una comparación adecuada. No veía demasiada gente sobre la arena estampada por la brisa, aunque unos niños jugaban bajo el molino de viento, inmóvil. Seguramente el sacerdote se habría ido ya, lo que le facilitaría las cosas.

Había decidido repetir su idea de acercarse a pie, porque un coche que llegase a un lugar tan remoto podría provocar una agitación innecesaria. Y el rastro de polvo se vería a más de una milla de distancia (Zondi seguía pensando en el viejo sistema de medidas, previo a la conversión al sistema métrico). Así que había dejado el Anglia aparcado donde nadie lo viese y llevaba encima todo lo necesario: la automática en su cartuchera, sin el seguro; las esposas ocultas en la cinturilla, bajo las mangas del jersey que se había atado a la cintura como un mandil del revés; y la linterna, similar a la que solían llevar los viajeros, en la mano derecha. Estaba seguro de que su ropa, muy sucia debido al viaje, parecía de segunda mano.

Zondi dirigió un saludo burlón a la imagen mental del teniente y empezó a bajar la cuesta. Tenía cuidado de no realizar movimientos bruscos y procuraba arrastrar los pies, sin levantar la vista del suelo. Por lo que se llevó una pequeña sorpresa cuando alcanzó la primera bandera.

Al levantar la mirada vio que, en realidad, en Jabula vivía mucha gente —podía calcular que más de trescientas personas—, pero los hombres eran muy jóvenes o muy ancianos. No había podido ver antes a los habitantes porque se encontraban sentados a la sombra de sus casas en silencio, sin moverse, en poses diferentes. Su reacción fue instintiva: sintió un hormigueo que le subía por la espalda y que los tendones se le tensaban, impidiéndole avanzar. Luego comprendió que allí no había nada siniestro o amenazador, porque ni una sola cabeza se volvió para mirarlo. Aquellas personas estaban perdidas en sus pensamientos, totalmente desanimadas. En una ocasión había visto algo parecido, después de que un torbellino arrasara un área de reserva próxima a Kokstad, pero eso era otra historia.

—Saludos, madre.

Zondi se había dirigido a la persona que se encontraba más cerca de él, una bruja en cuclillas junto a una cama de hierro desmontada. Ella lo miró. Tenía las pupilas de color azul claro: estaba ciega. Vaya comienzo.

—Saludos. ¿Quién habla?

—Un viajero, madre, Matthew Shabalala. Voy a buscar trabajo a las granjas del oeste.

La bruja soltó una risotada y se puso de pie. Alargó la mano y cogió a Zondi del brazo antes de que él pudiese evitarlo.

—Entonces tu viaje será duro y muy largo, hijo. Nuestros hombres ya se han ido en la misma dirección.

—Tal vez yo tenga suerte.

—¡Ja! Si es así, viviré para verlo.

Al reírse mostraba tres dientes, no había más. Zondi pensó que la buena educación tenía sus límites e intentó desasirse. Pero ella lo agarraba con fuerza.

—Cuéntame qué ves a tu alrededor —le pidió—. Tú no me mentirás como hacen mis hijos.

En ese momento, una mujer desaliñada y empapada, con los pechos como alforjas, salió de una choza. Amenazó con el puño.

—¡Cállate, vieja bruja! ¿Quieres avergonzarnos delante de un desconocido?

—¡Cállate tú, Dora Dhlamini! ¡Tú, que eres capaz de mentirle a tu anciana madre! ¡Tú, que dices que no hay sitio para su cama en la casa, que debe dormir en el suelo con los niños! ¿Qué tontería es esa? Ya sé, ya sé: quieres que se muera aquí fuera, como un perro.

—Mira mi casa —Dora pidió a Zondi, quien se estaba poniendo enfermo por haber llamado la atención de aquella manera. Ya no tenía escapatoria porque había llegado más gente a ver qué pasaba: sólo le quedaba ser amable.

Echó una ojeada a la choza, más allá de los mocosos que miraban desde la puerta, y calculó que mediría algo más de tres metros y medio de largo por menos de tres de ancho. El suelo era de tierra y el techo de hojalata.

—¿Cuántos caben, desconocido? —preguntó Dora Dhlamini.

—¿Dentro de la choza?

—Sí.

—Unos cuatro o cinco —respondió Zondi, encogiéndose de hombros.

—¡Somos diez!

—Ya, creo que mientes, hermana.

La multitud gruñó enfadada.

—Somos diez porque no tengo hombre y no puedo pagar el alquiler. Debo cuidar de estos niños, que son huérfanos, y así los M.O. dejarán que me quede. Y ahora dile lo que has visto, que no hay sitio para una cama.

No fue necesario; la anciana ya no apretaba con fuerza.

—Pero yo oí decir a los M.O. que este sitio nos iba a gustar —dijo—. No nos obligaron, hemos venido porque era mejor para nosotros. Nadie nos obligó a venir, de momento. Shabalala ¿qué ves allí?

Con astucia, para evitar que la engañara, arrastró consigo a Zondi.

—Muchos muebles, madre, como tu cama, sobre la hierba.

—¿Lo ves? —Dora Dhlamini se rió y los presentes se carcajearon del desconcierto de Zondi. Consiguió soltarse de la vieja, molesto por no poder revelar el verdadero motivo de su turbación. Luego se pasó una mano por la boca.

—¿Hay agua? —preguntó.

Otra vez el público se divirtió a su costa.

—Estamos en Jabula —dijo uno—. Aquí no hay agua.

Zondi señaló el molino de viento con la linterna.

—Mañana —continuó hablando un anciano de la multitud— traerán agua en un camión. Eso no funciona.

—¿Mañana? —repitió otro.

Mientras un tercero se burlaba:

—Ya será pasado mañana, Bobesi.

Zondi se negó a perder más tiempo por una discusión aburrida sobre los métodos de los M.O., una forma coloquial de llamar a cualquier miembro de la administración, derivada del hecho de que siempre aparecían en coches con matrícula oficial (M.O.). Decidió intentar hacer un chiste.

—¡Vaya! —exclamó—. Pero en Jabula, al menos, podrá uno emborracharse.

Esta vez se rieron con él. Aprovechó la coyuntura para preguntar si alguno de sus parientes se encontraba en el asentamiento y le dijeron que varios Shabalala habían llegado el día anterior. Estaban al otro lado, donde las tiendas.

Así que las viviendas improvisadas eran tiendas de campaña. Quedaba claro que ninguno de sus ocupantes tenía la más mínima idea de levantarlas. Suposición que dejó de serlo cuando llegó a la tienda de los Shabalala: se apoyaba en todo menos en su mástil.

Allí una vecina le contó que Wilhemena Shabalala no estaba: se había ido a comprar comida.

—¿Tan pronto? —preguntó a la ligera, conocedor de que el estado proporcionaba alimento a todos los que emigraran de forma voluntaria a los bantustanes.

—Nos dan kilo y medio de harina de maíz para tres días.

—¿Y?

—La familia es grande.

—¿Dónde está el colmado al que va?

La vecina, un espantajo con cara de pocos amigos, apartó las moscas que se le pegaban a las ventanas de la nariz y señaló distraída.

—¡Pero eso queda muy lejos! —exclamó Zondi, recordando cuánto hacía que había dejado atrás el colmado con el agujero en el depósito para el agua de lluvia.

—¿A dónde más puede ir? Si la esperas, esperarás hasta que salga la luna. Pero ¿qué quieres de ella, viajero?

—Asuntos de familia.

Zondi le dio la espalda e hizo como que observaba el paisaje. De repente, la desconcertante aparición de cientos de agujeros excavados en una ligera cuesta en dirección Este llamó su atención.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Fueron los M.O. —respondió la mujer—. Murieron los primeros y no pudimos excavar. Vinieron los M.O. y luego los soldados. Hicieron muchas tumbas con grandes explosiones.

Zondi dio un pisotón para probar y sintió que la sacudida del suelo de roca le llegaba hasta la cadera. Se preguntó qué pensaría plantar allí aquella gente. Pensó en cuánto tardaría en volver a casa la mujer de Shabalala y si le iba a merecer la pena esperar.

OTRA VECINA SE ENCONTRABA ahora al frente del hogar de los Wallace en Chestnut Road. A Kramer le hizo gracia descubrir que los ricos y ociosos se veían reducidos a trabajar por turnos. No es que fueran exactamente ricos, ni ociosos, pero sin duda vivían con mayores comodidades y más inactivos que él en toda su vida.

—Vaya, es que no lo sé —dijo la nueva vecina, con evidente acento americano, cuando le dijo que deseaba ver a la Sra. Wallace—. No sé lo que quiere el médico que haga al respecto. Pero pase un momento, mientras le pregunto.

—¿Está aquí?

—Pensaba llamarlo por teléfono. Dijo que Paula no debía recibir visitas, que corriera las cortinas de su cuarto y la dejara descansar.

—¿La ha medicado?

—La ha sedado. Hace sólo media hora.

Cerró la puerta al entrar él.

—Si le extraña que la doncella no haya respondido a su llamada, es porque le molesta que yo…

—No se preocupe.

—Pase.

Kramer encontró la sala de estar más o menos como la había dejado: las guirnaldas de papel abandonadas colgaban de la moldura y el árbol del rincón necesitaba un tiesto más grande. Sin embargo, alguien había dispuesto un arreglo de acebo de plástico y felicitaciones navideñas sobre la repisa de la chimenea. Lo comentó.

—Ah ¿eso? He sido yo. Es que no puedo estar sin hacer nada.

—Muy bonito. Y usted muy amable al acompañarla en un momento como este.

—¿A quién? ¿A Paula? Ella haría lo mismo por mí. Bueno, no hace tanto que Steve y yo somos sus vecinos, llegamos en otoño, en nuestro otoño, claro, pero hemos creado una relación muy buena que voy a echar mucho de menos. Steve está disfrutando de su año sabático.

¿Sabático? No parecía judía.

—¿En serio?

—Sí, y debemos pasar unos meses en el Cabo, así que dentro de poco nos tocará hacer las maletas y marcharnos.

Kramer estudió las estanterías y encontró lo que buscaba: un volumen con el código de una biblioteca en el lomo.

—¿Era un gran lector el señor Wallace?

—Impresionante.

—¿Uno al día?

—Tranquilamente. El pobre sufría de insomnio crónico.

Adiós a una o dos teorías frágiles.

—Así que usted conocía bien a los dos Wallace, señora.

—Disculpe, soy Alicia, Alicia Brown. Sí, los cuatro entrábamos y salíamos de nuestras casas sin llamar, casi siempre.

—Entonces no le importará que le haga un par de preguntas y así le ahorro la molestia a la señora Wallace.

—Espere un momento. Depende de qué clase de preguntas sean. Nuestra Policía no se molesta tanto por un accidente de tráfico.

—Es posible, señora Brown, pero aquí tenemos nuestra propia forma de hacer las cosas. Usted relájese, por favor, que no es más que simple rutina. Por si le interesa, se trata de un estudio que siempre hacemos sobre el estado de ánimo y esas cosas.

—Me parece bien.

—¿Cómo se encontraba ayer el señor Wallace?

Frunció el ceño sin perder su belleza, tomándoselo muy en serio. Kramer, que por principio ignoraba el pelo rubio desde lo de Lisbet, se debilitaba rápidamente. También le gustaba el olor de aquella mujer.

—Ahora que lo dice, creo que no muy bien.

Pobre desgraciado. Kramer lo comprendía perfectamente.

—¿A qué lo achacó usted?

—Al hecho de que no dormía, al maldito calor. Me acerqué al terminar de desayunar, con el correo. El cartero se había equivocado y en nuestro buzón había algo para ellos. No era más que una postal navideña, así que podía haberla llevado más tarde, pero así estaban las cosas entre nosotros. Mark comprobaba el correo de ellos, abría los sobres y Paula leía los nombres en voz alta. Yo les rompí la rutina. Pero creo que a Paula no le importó. Se fue a la cocina a pedirle a la cocinera que me preparara un café. Mark se quedó ahí sentado.

—Ya.

—Sin decir nada, con la mirada perdida. Tuve que tomarle un poco el pelo antes de que se recuperara.

—¿Y después?

—Hizo un chiste, no lo recuerdo. Al poco se marchó a la oficina. ¿Eso era lo que quería saber? A mí no me parece gran cosa.

Ahora le tocaba a Kramer quedarse ensimismado. Pero él volvió en sí sin ayuda.

—¿Y la señora Wallace?

—Como siempre, un encanto. Alegre como un cascabel. Oiga ¿le apetece un café… ay, perdón, un té?

—Mi gente bebe café, como la suya —respondió Kramer, sonriendo. Le venía de perlas porque necesitaba que saliera un minuto de la habitación—. Pero ¿no ha dicho que los criados no estaban?

—Se lo traeré encantada, teniente.

Kramer se empapó al máximo del vaivén de aquella faldita tableada y luego actuó con rapidez. Sacó el libro de la biblioteca, disimuló con habilidad el espacio que había dejado en el estante y escondió su botín encajándolo en la cinturilla del pantalón, por detrás. Tardó sólo unos segundos y mejoró muchísimo su postura.

Después continuó examinando la sala, mostrando la curiosidad cortés de la visita que admira el buen gusto, pero no encuentra ninguno de los frágiles adornos que son de su agrado. Por pura costumbre apartó los papeles arrugados que cubrían la papelera junto al escritorio y levantó una ceja. En el fondo descansaba una felicitación navideña rota en pedazos muy pequeños. Consiguió sacarla de allí y guardarla en su bolsillo antes de que Alicia Brown entrara en la sala con la bandeja, sin hacer ruido.

A MEDIA MILLA DE CHESTNUT ROAD había un pequeño centro comercial donde Kramer compró un rollo de cinta adhesiva ancha y la última edición de La Gaceta de Trekkersburgo. Luego continuó hasta un pequeño parque y buscó un sitio a la sombra. Allí el césped era como el del resto de la zona residencial de Caledon: verde. Lo que supuso un bálsamo para su alma. Se quedó mirándolo durante un rato, sin fijarse en las niñeras negras que disfrutaban de su breve descanso cotilleando, ni en sus pequeños protegidos, fabricantes de arcoíris con el agua de los aspersores. Hierba. En Caledon tenía que haber más metros cuadrados de hierba en condiciones por cabeza que en el resto de la ciudad, y sólo para disfrutar mirándola o para plantar en ella el trasero. Una condenada maravilla.

Pero permaneció en el coche porque tenía trabajo. Primero examinó el periódico y vio que informaban del accidente pero sin dar nombres. Mejor. Luego empezó a cortar trozos de cinta adhesiva y los fue pegando a la ventanilla del coche, superponiéndolos un poco, como si fueran las lamas de una persiana cerrada. Al completar un rectángulo de unos veinte por quince centímetros, pegó más tiras en sentido contrario para darle consistencia. Cuando consideró que tenía el espesor adecuado, lo levantó de la ventanilla con mucho cuidado y lo pegó, con la parte adhesiva hacia arriba, en la cubierta del libro de mapas.

Una vez hecho esto, sacó los trocitos de felicitación navideña y los extendió sobre el asiento del copiloto. No había que ser un genio para deducir que los pedacitos de fondo blanco, aunque también tenían letra impresa y manuscrita, correspondían al interior de la postal. Los reunió y dejó el resto a un lado. Estaba de suerte: un trozo en forma de diamante tenía una ‘s’ minúscula a la izquierda, un espacio en blanco y luego una ‘C’ mayúscula a la derecha: Kersfees —espacio—. Christmas. Una postal bilingüe, con los dos idiomas oficiales, uno al lado del otro, suponiendo que el impresor los hubiese centrado.

Kramer lo pegó en medio del rectángulo adhesivo y continuó buscando. Casi de inmediato encontró un «Feliz» que encajaba perfectamente sobre lo que ya tenía. La buena suerte dio paso a un montón de problemas y transcurrió casi una hora antes de que lograra terminar el resto del manido mensaje del fabricante: «Feliz Navidad y próspero Año Nuevo». Pero ya había encontrado algo fuera de lo normal. En la versión inglesa, la palabra «próspero» había sido subrayada cuatro veces.

Eso lo animó a poner orden en la parte manuscrita y muy pronto tropezó con un nombre masculino: Sam. ¿Sam Smith? ¿Sam Jones? ¿Sam van der Merwe? Esa era la pregunta del millón, pero para responderla sólo contaba con una «a» en un pedacito y un «anth» en otro. Para complicar aún más las cosas, los bordes rotos eran tan rectos que podían encajar en cualquier orden. Maldición. Seguro que se le había quedado algún trocito en la papelera. Vaya mierda.

A menos que… por supuesto… podía ser que…

Llamó al oficial de guardia por radio y le preguntó si Zondi le había dejado algún mensaje.

—Nada, Tromp. Ya sabe cómo son estos cafres… andará por ahí, durmiendo en cualquier sitio.

—Sí, tiene razón.

—¿Necesita alguna otra cosa?

—¿Por qué no? ¿Conoce alguna Samantha, Koos?

—La de Bing Crosby, ¿no?

—¿Cómo?

—Es el título de una canción que cantaba en una película. ¿Se titulaba Alta Sociedad? La princesa de Marruecos, o de un sitio así, era la chica ¿se acuerda? ¿Por qué?

—Creí que esta tarde había un programa de petición de canciones. Menuda porquería de radio tenemos.

Koos se rió, hizo un ruido grosero y cortó la comunicación.

Kramer no se acordaba de todo lo que el otro le había dicho. No le gustaba el cine y aún le gustaban menos los musicales americanos. Pero ya sabía que Samantha era un nombre de verdad y podía seguir trabajando seguro.

Intentar que encajasen todos los trocitos blancos resultaba virtualmente imposible, así que se limitó a pegarlos al azar. Al comprobar el espacio total que cubrían se convenció de que no faltaba nada de la postal.

«Próspero» subrayado y una sola palabra: «Samantha». No era gran cosa, pero a Mark Wallace debió de parecérselo. La gente no suele romper en pedazos las felicitaciones de Navidad, y menos si se tiene la costumbre de exponerlas.

Sin embargo, Kramer decidió aparcar las hipótesis y tomar un atajo. Tenía el presentimiento de que sabía dónde encontrar a la tal Samantha, y nadie mejor que ella para proporcionarle todas las explicaciones.

ZONDI HABÍA DECIDIDO sacarle el mayor partido posible a su tiempo y se quedó traspuesto. No necesitaba comer y el agua podía esperar, pero pasar más de treinta y seis horas sin dormir ya era otra cosa: no le permitía permanecer alerta y hacía que le dolieran los oídos. Además, reducía su capacidad de fijarse en los detalles, como comprendió al despertarse bruscamente.

La mujer con moscas en la nariz le daba patadas en el zapato y lo insultaba.

—¡Espía de los M.O.! —susurró—. Espía ¿dónde están tus bastones?

Zondi se puso en pie de un salto, se aseguró de que aquellas acusaciones no habían llamado la atención de otras personas y le propinó un fuerte golpe en la laringe con un dedo. Ella jadeó y cayó al suelo. Nadie lo había visto. La cogió por los brazos y la arrastró al interior de la tienda. Ni una mosca la siguió.

—Como vuelvas a hablar de los M.O. te mato, hermana.

Un gruñido le garantizó el silencio de la mujer.

—Y cuando puedas hablar, pedirás disculpas por lo ocurrido. ¿Tienes marido?

La mujer consiguió negar con la cabeza.

—Esperaré.

Estaba furioso. Tan furioso consigo mismo como con ella, porque debía haber recordado que nadie salía de viaje sin llevar dos bastones de madera dura, uno para protegerse de los golpes y el otro para atacar. En ocasiones se podía ver a alguno con un solo bastón, pero jamás a nadie que fuese con las manos vacías, como en las películas del Oeste, donde todos los blancos llevaban revólveres. No era de extrañar que la mujer sospechara. Además, resultaba posible que mientras dormía, ella hubiese visto su arma. Era de esas mujeres en las que un descubrimiento así no provocaba miedo, sino rabia e indignación. Los otros habían estado demasiado pendientes de la discusión para darse cuenta. Ése era su otro motivo de enfado: su tapadera había quedado destruida y ahora tendría que hacer las cosas por las malas.

Se tumbó sobre una alfombrilla de hierba, al fondo de la tienda, tanteó sus bolsillos en busca de un cigarro y lo encendió con una de las cerillas de la mujer. Ella, que había estado llorando sin hacer ruido, intentó deslizarse hasta la entrada.

—Espera. Quiero saber por qué crees que soy un espía de los M.O.

Las primeras palabras de su respuesta se perdieron en el aire. Luego recuperó cierto nivel de audibilidad.

—Shabalala vino a Jabula —susurró.

Zondi se incorporó de repente. Por fin, algo que justificaba sus actos, que les confería una finalidad.

—¿Cuándo?

—Por la noche.

—¿Anoche?

—Estaba con su mujer esta mañana.

—¿Hablaste con él?

—No.

—¿Sabes por qué está aquí?

—No.

—¿Su mujer no dijo nada?

—Me pidió que no lo contara.

—¿Por qué?

La mujer se encogió de hombros y empezó a sollozar.

—¿Por qué? Será mejor que me respondas y rápido, además.

—Tal vez fuera por algo relacionado con su pase. Los M.O. son muy estrictos.

Así que era eso: lógico que ella imaginara que la política relacionada con el movimiento de entrada y salida de africanos en las zonas para blancos pudiese convertir el regreso no autorizado a casa de Shabalala en una empresa peligrosa. Zondi sabía que, con un simple trazo de su pluma, cualquier oficinista podía echar a un hombre de la ciudad en la que había nacido y enviarlo a un bantustán situado a cientos de millas de distancia; y que eso incluso podía ocurrirle al jefazo al frente del consejo de cualquier área de reserva oficial, clasificado oficialmente como obrero eventual. Sí, era muy posible que la mujer le estuviese diciendo lo que creía de verdad.

—Pero no soy de los M.O. Soy de la Brigada de Investigación Criminal.

—¿Sí?

—Sí, y Shabalala es un mal hombre. No estás segura con él cerca de tu casa.

—¿Por qué?

Zondi se pasó el pulgar por el cuello.

—¡Ay! ¡Tienes que atraparlo!

—Y tú debes ayudarme.

—Tengo miedo.

—Pues dime dónde está.

—Se ha ido.

—¿Cuándo?

—No hace mucho. Poco antes de que llegaras.

Y volvió a encogerse aterrorizada mientras Zondi se dejaba llevar otra vez por su enfado. Había dormido durante dos horas enteras mientras el asesino huía, sin duda a campo través y en dirección a… Tenía sentido. A Zondi no se le ocurría otro lugar en el que Shabalala pudiese encontrarse más seguro que de vuelta en Jabula. La mención de la mujer a los pases le había dado la idea. Sin los papeles necesarios para el viaje, Shabalala ya había tenido mucha suerte al no haber sido detenido en ninguno de los múltiples controles que hacían los de uniforme, y no era probable que volviera a jugarse el cuello sin un buen motivo. Sólo tenía que esconderse hasta que la Policía se hubiese marchado.

—Hermana —dijo Zondi, ahora con amabilidad—, has dicho que Shabalala se fue antes de que yo llegara. ¿Por dónde se fue?

—Por ahí, entre las chozas, cuesta arriba.

—¿Qué hizo antes de irse? ¿Miró hacia aquella colina? —Zondi hizo un gesto con la cabeza en dirección al Anglia escondido.

—Estuvo fuera mirando. Miró mucho rato, pero no vi hacia dónde miraba.

Shabalala debió ver que se acercaba un desconocido sin bastones. Si aquella mujer hubiese tenido un mínimo de conocimientos, podría haberle pedido que calculara el tiempo con mayor exactitud, pero había pasado toda su vida sin saber que el tiempo era divisible en cierto número de partes exactas y más pequeñas, como un cuenco de gachas entre sus hijos. Aunque había otra forma de conseguirlo.

—Shabalala se marcha y yo llego —dijo—. Entre esas dos cosas ¿qué hiciste tú? ¿Doblaste las mantas? ¿Cuántas mantas?

—Eso lo hice esta mañana.

—Pero ¿entiendes mi pregunta?

—No hice nada. ¿Qué se puede hacer en este sitio? ¿Limpio el polvo del polvo?

Tal vez la educación no hubiese sido lo más adecuado para ella y, desde luego, el mundo se había ahorrado una buena cantidad de esfuerzo. Zondi despreciaba a aquellos de los suyos que no eran capaces de conservar el orgullo.

—No. Límpiate las narices, hermana.

La mujer escupió, así que el desprecio era mutuo. Al menos tenía suficiente sangre zulú como para conservar el valor. Y eso merecía el respeto de Zondi.

Se rió y la mujer se rió también. Había llegado el momento de empezar a buscar. Se le acababa de ocurrir que la bruja que lo había entretenido podría formar parte de un intento deliberado por desviar el rumbo de la justicia.